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13:25 horas

¿Vino aquí?

Parada junto a un macetero que olía a orines y lucía un tallo amarillo y seco, Amelia Sachs miraba por la sucia ventana del bar.

Sospechaba de antemano, por la dirección, que el Saint James sería un tugurio de mala muerte, pero no hasta ese punto. Se hallaba delante de la puerta del bar, en una plataforma de cemento roto que se elevaba por encima de la acera. El local estaba en la calle Nueve Este, en Alphabet City, un barrio apodado así por las avenidas que lo recorrían de norte a sur: la A, la B, la C y la D. Unos años antes, aquella zona de la ciudad era un espanto, un vestigio de los páramos del Lower East Side dominados por las bandas callejeras. Desde entonces había mejorado un poco (los edificios abandonados donde se juntaban los yonquis para consumir crack iban rehabilitándose y convirtiéndose en carísimos apartamentos con vistas), pero aun así seguía siendo un barrio conflictivo: a sus pies, entre la nieve, había una jeringuilla hipodérmica usada y en el alféizar de la ventana, a quince centímetros de su cara, un casquillo de nueve milímetros.

¿Qué diablos había ido a hacer allí la víspera de su muerte Benjamin Creeley, un contable y empresario dueño de un BMW y dos casas?

Había poca gente en la taberna grande y destartalada. A través de la cristalera manchada de grasa vio a unos cuantos parroquianos cargados de años, acodados en la barra o sentados a las mesas: mujeres esponjosas y hombres esqueléticos que bebían gran parte de sus calorías diarias (casi todas, quizá) directamente de la botella. En un cuartito, al fondo del local, había varios blancos vestidos con vaqueros, petos y camisas de faena. Cuatro en total. Hablaban a voces: Sachs oía sus risotadas y sus burdos gritos a través de la ventana. Se acordó inmediatamente de los gamberros que pasaban hora tras hora en los clubes sociales de la mafia, lentos de reflejos y perezosos en ocasiones, pero siempre peligrosos. Un solo vistazo le bastó para comprender que eran individuos violentos.

Entró y, buscando un sitio discreto, ocupó un taburete al final de la barra en forma de ele. Atendía una camarera de unos cincuenta años, de cara enjuta, dedos enrojecidos y pelo cardado como el de una cantante de country western. Tenía un aire de aburrimiento. No es que lo haya visto todo, pensó Sachs. Es que sólo ha visto sitios como éste.

La detective pidió una coca-cola light.

—¡Oye, Sonja! —gritó uno desde el cuarto del fondo. Por el turbio espejo de detrás de la barra, Sachs vio que aquella voz pertenecía a un rubio vestido con vaqueros azules extremadamente ceñidos y chaqueta de cuero. Tenía cara de comadreja y parecía llevar bebiendo algún tiempo—. Aquí Dickey tiene ganas de echarte un polvo, pero es muy tímido. Acércate, anda. Ven a ver a este pavo.

—¡Vete a tomar por culo! —gritó otro. Dickey, seguramente.

—¡Ven aquí, Sonja, tesoro! ¡Ven a sentarte en su regazo! Estarás muy cómoda. Lo tiene muy liso. No hay ni un solo bulto.

Se oyeron varias carcajadas.

Sonja sabía que también se estaban burlando de ella, pero respondió con descaro:

—¿Dickey? Pero si es más joven que mi hijo.

—No pasa nada. Todo el mundo sabe que éste se folla hasta a su madre.

Sonoras risotadas.

Sonja miró a Sachs y enseguida apartó los ojos, como si la hubieran sorprendido dando pábulo al enemigo. Pero una de las ventajas de los borrachos es que nada les dura mucho tiempo, ni la crueldad, ni la euforia, y un momento después se pusieron a hablar de deportes y a contar chistes verdes. Sachs bebió un sorbo de su refresco y le dijo a Sonja:

—Bueno, ¿qué tal va eso?

La camarera le dedicó una sonrisa inquebrantable.

—Muy bien. —No quería la compasión de nadie, y menos aún la de una mujer más joven y guapa que no tenía que servir copas en un antro como aquél.

De acuerdo. Sachs fue derecha al grano. Le enseñó su insignia y, acto seguido, una fotografía de Benjamin Creeley.

—¿Recuerda haberle visto por aquí?

—¿A ése? Sí, a veces. ¿Por qué?

—¿Le conocía?

—Qué va. Sólo le serví unas copas. Vino, creo. Pedía vino tinto. El que tenemos aquí es una mierda, pero se lo bebía. Era bastante decente. No como otros. —No hizo falta que mirara hacia el cuarto de atrás para aclarar a quién se refería—. Pero hace tiempo que no le veo. La última vez que estuvo por aquí se metió en una buena bronca. Así que imagino que no volveremos a verle el pelo.

—¿Qué pasó?

—No sé. Yo sólo oí gritos y luego le vi salir hecho una furia.

—¿Con quién discutió?

—No lo vi. Sólo oí voces.

—¿Le vio consumir drogas alguna vez?

—No.

—¿Sabía que se ha suicidado?

Sonja parpadeó.

—No joda.

—Estamos investigando su muerte. Le agradecería que no le diga a nadie que he preguntado por él.

—Sí, claro.

—¿Puede contarme algo más?

—Dios mío, ni siquiera sé su nombre. Creo que estuvo aquí tres veces, quizá. ¿Tenía familia?

—Sí, la tenía.

—Vaya, qué lástima. Qué horror.

—Esposa y un hijo adolescente.

Sonja sacudió la cabeza. Luego dijo:

—Puede que Gerte le conociera mejor. Es la otra camarera. Trabaja más que yo.

—¿Está aquí?

—No, llegará dentro de un rato. ¿Quiere que le diga que la llame?

—Deme su número.

La camarera le anotó el teléfono. Sachs se inclinó hacia delante y, señalando con la cabeza la fotografía de Creeley, añadió:

—¿Recuerda si se encontraba aquí con alguna persona en concreto?

—Sólo sé que iba ahí dentro. Donde suelen estar ésos. —Señaló hacia el cuarto de atrás.

¿Un empresario millonario con aquella gente? ¿Eran dos de aquellos individuos quienes habían entrado en la casa de Creeley en Westchester y hecho una fogata en su chimenea?

Sachs observó la mesa del cuarto de atrás por el espejo. Estaba cubierta de botellas de cerveza, de ceniceros y huesos de pollo roídos. Aquellos tipos tenían que formar parte de una banda. Quizá fueran jóvenes capos de una organización mafiosa. Había un montón de franquicias de los Soprano por toda la ciudad. Normalmente eran delincuentes de poca monta, pero a menudo las bandas pequeñas eran más peligrosas que la mafia tradicional, que evitaba lastimar a gente corriente y procuraba mantenerse alejada del crack, la metanfetamina y el lado más sórdido de aquel submundo. Sachs intentó imaginar en vano qué podía tener que ver Benjamin Creeley con aquellos individuos.

—¿Los ve trapichear con marihuana, cocaína, alguna droga?

Sonja sacudió la cabeza.

—No.

La detective se inclinó un poco más hacia delante y susurró:

—¿Sabe con qué gente se relacionan?

—¿Con qué gente?

—Con qué banda. Quién es su jefe, ante quién responden. Lo que sea.

Sonja calló un momento. Miró a Sachs como si quisiera comprobar si hablaba en serio. Luego soltó una carcajada.

—No son de ninguna banda. Creía que lo sabía. Son policías.

*****

Los relojes (las tarjetas de visita del Relojero) llegaron por fin, con el visto bueno de la brigada de artificieros.

—¿Queréis decir, entonces, que no han encontrado minúsculas armas de destrucción masiva dentro de ellos? —preguntó Rhyme con sorna. Estaba molesto por que se los hubieran escamoteado (había más riesgo de contaminación de las pruebas) y por el retraso en su entrega.

Pulaski firmó las tarjetas de cadena de custodia y el agente que había llevado los relojes se marchó.

—Veamos qué tenemos aquí. —Rhyme acercó su silla de ruedas a la mesa de examen mientras Cooper sacaba los relojes de las bolsas de plástico en las que iban envueltos.

Eran idénticos; la única diferencia era la costra de sangre que se veía en la base del reloj dejado en el muelle. Parecían antiguos: no eran eléctricos; había que darles cuerda a mano. Sus componentes, sin embargo, eran modernos. Los artificieros habían abierto la caja sellada que contenía el mecanismo, pero ambos relojes seguían funcionando y marcaban la hora correcta. Las carcasas eran de madera pintada de negro y la esfera de metal blanco envejecido. Los números eran romanos, y las manecillas, también negras, acababan en agudas puntas de flecha. No tenían segundero, pero marcaban sonoramente cada segundo.

Su rasgo más sobresaliente era una gran abertura en la mitad superior de la esfera por la que se veía un disco con las fases de la luna pintadas. El centro de la abertura lo ocupaba ahora la luna llena, cuyo inquietante rostro humano, de ojos siniestros y finos labios, miraba afuera.

La Luna Fría llena está en el cielo…

Tras inspeccionar los relojes con su minuciosidad de costumbre, Cooper les informó de que no había crestas de fricción dactilares y que los escasos rastros materiales que había hallado coincidían con las muestras tomadas por Sachs en el lugar de los asesinatos, lo que significaba que ninguno de ellos procedía del coche o la vivienda del Relojero.

—¿Quién es el fabricante?

—Arnold Products, de Framingham, Massachusetts. —Cooper buscó en Google y comenzó a leer en voz alta—. Venden relojes, artículos de piel, adornos para oficina y regalos. De primera calidad. No son nada baratos. Tienen una docena de modelos de relojes distintos. Éstos son del modelo victoriano. Mecanismo de bronce auténtico y madera de roble, fabricados a partir de un reloj británico que se vendía en el siglo dieciocho. Cuestan cincuenta y cuatro dólares al por mayor. No venden al público. Hay que pasar por un minorista.

—¿Números de serie?

—Sólo del mecanismo. De los relojes propiamente dichos, no.

—Muy bien —dijo Rhyme—, haz la llamada.

—¿Yo? —preguntó Pulaski, parpadeando.

—Sí, tú.

—Se supone que…

—Llama al fabricante y dale los números de serie del mecanismo.

Pulaski asintió con la cabeza.

—A ver si pueden decirnos a qué tienda los mandaron.

—Exacto —dijo Rhyme.

El novato sacó su teléfono, le pidió el número a Cooper y marcó.

El asesino podía no ser el comprador, desde luego. Quizás hubiera robado los relojes en una tienda. O en una casa. O quizá los hubiera comprado de segunda mano en un rastrillo montado en un garaje.

Pero los que quizás eran inseparables del trabajo del criminalista, se dijo Rhyme.

Y por algún lado había que empezar.

EL RELOJERO

ESCENARIO DEL PRIMER CRIMEN

ESCENARIO DEL SEGUNDO CRIMEN

En el gobierno municipal de toda gran urbe hay una red de influencias, una trama de dinero, poder y clientelismo, que se extiende como una telaraña de acero por todas partes, hacia arriba y hacia abajo, y que conecta sucesivamente a políticos con funcionarios, empresarios, encargados, trabajadores, y así hasta el infinito.

La ciudad de Nueva York no es una excepción a esta regla, desde luego, pero la red de influencias en la que se hallaba atrapada Amelia Sachs poseía un rasgo distintivo: entre sus cabezas visibles había una mujer.

Rondaba los cincuenta y cinco años y lucía un uniforme azul con un montón de filigranas en la pechera: cintas, medallas, botones y barras. Además de un alfiler con la bandera de Estados Unidos, por supuesto. (Al igual que los políticos, la plana mayor de la policía de Nueva York estaba obligada a lucir la bandera nacional en sus apariciones públicas). Su cabello, deslucido y canoso, cortado a estilo paje, enmarcaba un rostro alargado y severo.

La inspectora Marilyn Flaherty, una de las pocas mujeres que ocupaban un cargo tan alto en el escalafón policial (el puesto de inspector es superior al de capitán), estaba al frente de la División de Operaciones. En razón de su cargo respondía directamente ante el jefe de departamento, como se conocía al comisario superior de policía de Nueva York. La División de Operaciones tenía múltiples funciones, entre ellas servir de enlace con otros organismos y agencias de la administración en asuntos de importancia relativos a la ciudad, tanto previstos como imprevistos (visitas de dignatarios y atentados terroristas, por mencionar sólo dos). El cometido principal de Flaherty consistía en servir de nexo entre el departamento de policía y el consistorio de la ciudad.

Flaherty había ascendido desde lo más bajo del escalafón, al igual que Sachs (se daba además la casualidad de que ambas se habían criado en barrios vecinos, en la zona de Brooklyn). Había trabajado en el Servicio de Patrullas, pateando las calles, y más tarde en la Brigada de Detectives, de donde pasó a dirigir una comisaría. Rigurosa, gruesa y ancha de espaldas, era una mujer formidable en todos los sentidos, poseedora del talante (o del cuajo, mejor dicho) necesario para maniobrar por el campo de minas en el que ha de moverse toda mujer que alcanza los puestos superiores de las fuerzas de orden público.

Para darse cuenta de que había triunfado no había más que fijarse en las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared de su despacho: entre sus amigos se contaban altos funcionarios de la ciudad, dirigentes sindicales y adinerados empresarios y promotores inmobiliarios. En una de ellas aparecía con un hombre calvo y de porte majestuoso, sentados ambos en el porche de una casona de veraneo. En otra se la veía en el teatro de la ópera, del brazo de un individuo al que Sachs conocía de vista: un empresario tan rico como Donald Trump. Otro indicador de su éxito era el tamaño de su despacho en One Police Plaza, en el que se hallaban sentadas ahora. Flaherty se las había ingeniado de algún modo para que le asignaran una sala enorme y esquinera con vistas al puerto. Los demás inspectores que conocía Sachs no disfrutaban de tales lujos.

Se había sentado frente a la inspectora, con la lujosa y bruñida mesa entre las dos. Junto a ellas estaba el teniente de alcalde Robert Wallace, un individuo de cara mofletuda y satisfecha, provisto de una mata de pelo gris que la laca convertía en el tocado ideal para un político.

—Eres la hija de Herman Sachs —dijo Flaherty y, sin esperar respuesta, miró a Wallace—. Un patrullero, muy buena persona. Estuve presente en la ceremonia en la que le dieron esa mención de honor.

Su padre había recibido diversas condecoraciones a lo largo de los años. Sachs se preguntó por qué le habrían dado aquélla. ¿Por convencer a un borracho de que entregara el cuchillo con el que amenazaba con degollar a su esposa? ¿O por la vez en que, sin estar de servicio, atravesó la luna de una tienda para desarmar a un atracador? ¿O por aquella ocasión en que ayudó a traer al mundo a un bebé en el cine Rialto mientras en la gran pantalla Steve McQueen luchaba contra los malos y la parturienta, una hispana, gruñía de dolor tumbada en el suelo cubierto de palomitas?

—¿De qué va todo esto? —preguntó Wallace—. ¿Debemos entender que hay agentes de policía implicados en algún delito?

Flaherty fijó sus ojos grises como el acero en Sachs y asintió con la cabeza.

Adelante.

—Es posible. Se trata de un asunto de drogas. Y de una muerte sospechosa.

—Muy bien —dijo él, estirando las sílabas con un suspiro y una mueca.

Wallace, que antes de entrar a formar parte del gabinete del alcalde había sido empresario en Long Island, dirigía ahora una comisión especial encargada de desarraigar la corrupción del gobierno municipal. Su labor en dicho puesto había sido implacable: en un solo año había destapado fraudes de importancia entre inspectores de urbanismo y empleados del sindicato de maestros. Saltaba a la vista que le inquietaba la posibilidad de que hubiese también casos de corrupción en las filas de la policía.

La cara arrugada de Flaherty, en cambio, no dejaba traslucir nada.

Bajo la atenta mirada de la inspectora, Sachs explicó el suicidio de Benjamin Creeley, del que cabía dudar debido al pulgar roto del fallecido, y les habló de los papeles quemados en su casa, así como de los restos de cocaína y del posible vínculo de Creeley con los policías que frecuentaban el Saint James.

—Esos agentes pertenecen a la Ciento dieciocho.

O sea, la comisaría 118, sita en el East Village. Según había descubierto Sachs, el Saint James era el garito más frecuentado por sus agentes.

—Había cuatro cuando estuve en el bar, pero de vez en cuando van también otros. No tengo ni idea de con quién se encontraba Creeley allí. Ni si era con uno solo, con dos, o con media docena.

—¿Tiene sus nombres? —preguntó Wallace.

—No. No quise hacer muchas preguntas, de momento. Ni siquiera estoy segura de que Creeley se reuniera con alguien de la casa. Pero es lo más probable.

Flaherty se puso a juguetear con el anillo de diamantes que llevaba en el dedo corazón de la mano derecha. Era enorme. El anillo y una gruesa pulsera de oro eran las únicas joyas que llevaba. A pesar de que permanecía impasible, Sachs sabía que la noticia le causaría gran inquietud. La sola posibilidad de que hubiera policías corruptos hacía estremecerse al gobierno municipal, pero un caso de corrupción en la 118 sería especialmente conflictivo. Aquélla era una comisaría ejemplar, con una plantilla más numerosa y un índice de bajas superior al de otros establecimientos policiales de la ciudad. De la 118 salían más oficiales para ocupar puestos en la Casa Grande que de cualquier otra comisaría.

—Después de descubrir que podía haber un vínculo entre Creeley y esos agentes —prosiguió Sachs—, me fui a un cajero automático y saqué doscientos dólares. Los cambié por todo el dinero que había en la caja del Saint James. Algunos billetes tenían que proceder de esos policías.

—Bien. Y comprobaste los números de serie. —Flaherty hizo rodar distraídamente una pluma Mont Blanc por su cartapacio.

—Exacto. Ni el Departamento del Tesoro ni el de Justicia tienen marcados esos números de serie, pero casi todos los billetes dieron positivo en cocaína. Y uno en heroína.

—Santo cielo —exclamó Wallace.

—No saques conclusiones precipitadas —terció Flaherty.

Sachs asintió con un gesto y explicó al teniente de alcalde a qué se refería la inspectora: muchos de los billetes de veinte dólares en circulación contenían restos de alguna droga. Pero, aun así, el hecho de que los hubiera en casi todos los billetes con que habían pagado los policías del Saint James resultaba preocupante.

—¿La cocaína tenía la misma composición que la que encontraste en la chimenea de Creeley? —preguntó Flaherty.

—No. Y la camarera me dijo que nunca les había visto manejar drogas.

—¿Tiene alguna prueba de que haya algún agente de policía implicado directamente en esa muerte? —preguntó Wallace.

—No, no. Ni siquiera estoy sugiriendo que así sea. Lo que creo es que, si hay algún policía implicado en el caso, se limitó a poner en contacto a Creeley con alguna banda, a hacer la vista gorda y a llevarse alguna mordida si Creeley estaba blanqueando dinero, o algún porcentaje de las ganancias, si era una cuestión de drogas. Además de echar tierra sobre cualquier queja que pudiera haber y poner trabas a las investigaciones de otras comisarías.

—¿Le habían detenido alguna vez?

—¿A Creeley? No. Y he hablado por teléfono con su mujer. Dice que nunca le vio manipular drogas. Claro que muchos consumidores pueden mantenerlo en secreto sin problemas. Igual que los traficantes, si no son consumidores habituales.

La inspectora se encogió de hombros.

—Puede que no haya nada de eso, desde luego. Puede que Creeley fuera al Saint James a encontrarse con algún conocido. ¿Has dicho que discutió con alguien allí horas antes de morir?

—Eso parece.

—Puede que le saliera mal algún negocio. Una operación inmobiliaria, por ejemplo. Quizá no tenga nada que ver con la Ciento dieciocho.

Sachs asintió enfáticamente con la cabeza.

—Desde luego. Podría ser pura coincidencia que el Saint James sea un bar frecuentado por policías. Es posible que Creeley fuera asesinado porque pidió dinero prestado a quien no debía, o porque fue testigo de algo.

Wallace contempló el cielo frío y luminoso a través de la ventana.

—Habiendo una muerte de por medio, creo que debemos abordar este asunto de inmediato. Convendría pedir la intervención de Asuntos Internos.

Era lógico recurrir a la División de Asuntos Internos para investigar cualquier delito en el que estuvieran implicados efectivos de la policía. Pero Sachs no deseaba que interviniera; al menos, de momento. Más adelante, cuando hubiera descubierto a los responsables por sus propios medios, dejaría el caso en sus manos.

Flaherty se puso a juguetear otra vez con la pluma jaspeada y luego pareció pensárselo mejor. Los hombres que ocupan cargos relevantes pueden ceder a todo tipo de ademanes involuntarios; las mujeres, en cambio, no pueden permitirse ese lujo. Con sus dedos de uñas perfectamente cuidadas, pintadas con esmalte de color claro, la inspectora guardó la pluma en el cajón superior del escritorio.

—No, nada de Asuntos Internos.

—¿Por qué no? —preguntó Wallace.

Flaherty sacudió la cabeza.

—Están demasiado vinculados a la Ciento dieciocho. Podría correrse la voz.

Wallace asintió lentamente con la cabeza.

—Si crees que es lo mejor.

—Lo creo.

Pero la euforia de Sachs porque Asuntos Internos no fuera a ocuparse del caso no duró mucho. Flaherty añadió:

—Buscaré a alguien de aquí que se encargue del asunto. Un veterano.

La detective vaciló sólo un momento.

—Me gustaría seguir en el caso, inspectora.

—Tú eres nueva en esto —respondió Flaherty—. Nunca te has ocupado de un asunto interno. —Así que la inspectora también había hecho sus averiguaciones—. Son casos de otra índole.

—Lo sé, pero puedo arreglármelas.

Soy yo quien ha destapado el caso, pensaba Sachs. Soy yo quien lo ha llevado hasta aquí. Y es mi primer homicidio. No me lo quites, maldita sea.

—No se trata únicamente de inspeccionar la escena de un crimen —dijo la inspectora.

—Soy la investigadora encargada del homicidio de Creeley. No me ocupo del trabajo técnico.

—Aun así, creo que es lo mejor. De modo que si puedes traerme todos los archivos del caso, todo lo que tengas…

Sachs se había inclinado hacia delante y clavaba la uña del dedo índice en el pulgar. ¿Qué podía hacer para que no le quitaran el caso?

El teniente de alcalde arrugó el ceño.

—Un momento. ¿No es usted la que trabaja con ese ex-policía que va en silla de ruedas?

—Lincoln Rhyme, sí.

Wallace se lo pensó un momento. Luego miró a Flaherty.

—Voto por que siga con el caso, Marilyn.

—¿Por qué?

—Porque tiene una reputación a prueba de bombas.

—Reputación no es lo que nos hace falta. Necesitamos a alguien con experiencia. Sin ánimo de ofender.

—No pasa nada —contestó Sachs con calma.

—Se trata de asuntos muy sensibles. Explosivos, incluso.

Pero a Wallace le gustaba su idea.

—Al alcalde va a encantarle. Es la ayudante de Rhyme, y Rhyme tiene muy buena prensa. Y además es un civil. La gente la considerará una especie de investigadora independiente.

La gente… Es decir, la prensa, pensó Sachs.

—No quiero una investigación aparatosa y complicada —respondió Flaherty.

—No lo será —se apresuró a asegurarle la detective—. Sólo trabajo con un agente.

—¿Con quién?

—Es del Servicio de Patrullas. Ronald Pulaski. Un buen hombre. Joven, pero eficaz.

Después de una pausa, Flaherty preguntó:

—¿Cómo plantearías la investigación?

—Primero haría indagaciones sobre la relación de Creeley con la Ciento dieciocho y el Saint James. Y sobre su vida, por si pudiera haber algún otro motivo que explicara su asesinato. Quiero hablar con su socio. Puede que tuviera algún problema con sus clientes, o con algún trabajo que estuviera haciendo. Y tenemos que averiguar algo más sobre su posible vínculo con las drogas.

Flaherty no parecía del todo convencida, pero dijo:

—Muy bien, probaremos a hacerlo a tu modo. Pero mantenme informada. Sólo a mí, a nadie más.

Una inmensa sensación de alivio se apoderó de Sachs.

—Por supuesto.

—Por teléfono o en persona. Nada de correos electrónicos, ni de informes por escrito. —La inspectora frunció el ceño—. Y otra cosa. ¿Te estás encargando de algún otro caso?

Los inspectores no llegaban a ese puesto si no poseían un sexto sentido. Flaherty acababa de formular la única pregunta que preocupaba a Sachs.

—Estoy colaborando en la investigación de un caso de homicidio múltiple. El del Relojero.

La inspectora frunció el ceño.

—Ah, ¿en ése? No lo sabía. Comparado con un asesino en serie, esto del Saint James es poca cosa.

Sachs volvió a oír las palabras de Rhyme:

Tu caso no es tan candente como el del Relojero…

Wallace pareció ensimismado un momento. Luego miró a Flaherty.

—Creo que tenemos que comportarnos como adultos. ¿Qué haría quedar peor al ayuntamiento? ¿Un individuo que mata a unas cuantas personas o un escándalo en el Departamento de Policía que salga a la luz antes de que podamos controlarlo? Tratándose de policías corruptos, los periodistas acuden como tiburones olisqueando sangre. No, quiero que sigamos adelante con esto. Y en firme.

Sachs dio un respingo al oír el comentario de Wallace acerca del caso del Relojero, pero no podía negar que sus metas eran las mismas. Ella también quería llevar hasta el final el caso de Creeley.

Por segunda vez ese día, se descubrió afirmando:

—Puedo ocuparme de ambos casos. Les doy mi palabra de que eso no será inconveniente.

Dentro de su cabeza, oyó que una voz decía en tono escéptico:

Eso espero, Sachs.