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12:03 horas

Un momento después, un agente del Departamento de Policía de Nueva York hizo entrar a un hombre bajo y fibroso, vestido con un costoso traje. Dance ignoraba si estaba detenido, pero dedujo por cómo se frotaba las muñecas que había estado esposado.

Saludó a Cobb, que parecía nervioso y enfadado, y le indicó que se sentara en una silla. Después tomó asiento frente a él, sin nada entre los dos, y se acercó hasta hallarse en zona proxémica neutral. Esta zona (el espacio físico entre sujeto y entrevistador) podía variarse con el fin de que el sujeto se encontrara más o menos a gusto. A la distancia a la que estaba Dance, Cobb no se sentiría amenazado por ella, pero tampoco podría relajarse por completo. (Hay que tantear los límites de su nerviosismo, decía la agente en sus conferencias).

—Señor Cobb, me llamo Kathryn Dance. Soy policía y quisiera hablar con usted respecto a lo que vio la pasada noche.

—Esto es ridículo. Ya les he dicho todo lo que vi. —Señaló con la cabeza a Rhyme.

—Bueno, yo acabo de llegar. No conozco sus respuestas previas.

Hizo una serie de preguntas sencillas (dónde vivía y trabajaba, su estado civil y cosas parecidas) para conocer las reacciones básicas de Cobb ante el estrés, y fue tomando notas mientras escuchaba atentamente sus respuestas. (Observar y escuchar son las dos partes fundamentales de una entrevista. Hablar es lo de menos).

Una de las labores esenciales del entrevistador consistía en determinar si la personalidad del sujeto era de tipo introvertido o extrovertido. Pese a la creencia general, dichos tipos no se caracterizaban, respectivamente, por ser más o menos taciturno o charlatán, sino por cómo tomaba una persona sus decisiones. El introvertido se dejaba dominar por la intuición y las emociones, más que por la lógica y la razón, al contrario que el extrovertido. Asignar un tipo de personalidad ayudaba al entrevistador a la hora de acotar preguntas y de elegir la actitud física y el tono adecuados para plantearlas. Así, por ejemplo, abordar a un introvertido con una actitud malhumorada y cortante sólo servía para que el sujeto se replegara en su cascarón.

Pero Ari Cobb era, además de un arrogante, el típico extrovertido: con él no hacía falta andarse con pies de plomo. Aquél era el tipo preferido de Kathryn Dance. Cuando entrevistaba a alguien como él, siempre acababa dándole una buena tunda.

Cobb la interrumpió cuando ella le estaba haciendo una pregunta.

—Ya me han retenido bastante. Tengo que volver al trabajo. Lo que le pasó a ese hombre no es culpa mía.

—Verá, no es una cuestión de culpabilidad —contestó Dance, respetuosa pero firme—. Ahora, Ari, hablemos de anoche.

—No me cree. Me está llamando mentiroso. Yo no estaba allí cuando mataron a ese hombre.

—No estoy sugiriendo que usted mienta. Pero puede que viera algo que quizá nos ayude. Algo que no le parezca importante. Verá, mi trabajo consiste, en parte, en ayudar a la gente a recordar cosas. Voy a repasar con usted lo ocurrido anoche. Así tal vez se le ocurra algo.

—Yo no vi nada. Simplemente se me cayó el dinero. Eso es todo. Metí la pata al reaccionar como lo hice. Y ahora esto se ha convertido en un delito federal. Menuda mierda.

—Volvamos a lo ocurrido ayer. Paso a paso. Estuvo usted trabajando en su despacho, en Stenfeld Brothers Investments, en el edificio Hartsfield.

—Sí.

—¿Todo el día?

—Sí.

—¿A qué hora salió de trabajar?

—Un poco antes de las siete y media.

—¿Y qué hizo después?

—Fui al Hanover a tomar una copa.

—Eso está en la calle Water —dijo. Convenía que el sujeto se preguntara en todo momento qué sabía exactamente su interrogador.

—Sí. Era una fiesta con karaoke y martinis. Lo llaman «La noche del melodini». Por «melodía» y «martini».

—Muy ingenioso.

—Quedo allí con un grupo de gente. Vamos mucho. Unos cuantos amigos. Amigos íntimos.

Dance dedujo por sus gestos que se disponía a añadir algo. Seguramente temía que le preguntara los nombres de sus amigos. Tener lista una coartada solía ser un síntoma de engaño: el sujeto tendía a pensar que bastaba con ofrecer una coartada y que la policía no se molestaría en verificarla, o que no llegaría a la conclusión de que tomar una copa a las ocho de la tarde no exculpaba de un atraco ocurrido a las siete y media.

—¿A qué hora se marchó?

—A eso de las nueve.

—¿Se fue a casa?

—Sí.

—¿Al Upper East Side?

Cobb hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿En coche?

—Sí, en coche —contestó Cobb sarcásticamente—. No, en metro.

—¿Desde qué estación?

—Wall Street.

—¿Fue a pie hasta allí?

—Sí.

—¿Cómo?

—Con mucho cuidado —respondió con una sonrisa—. Había helado.

Dance sonrió.

—La ruta.

—Bajé por la calle Water, atajé por Cedar hasta Broadway y luego hacia el sur.

—Y entonces fue cuando perdió su portabilletes. En la calle Cedar. ¿Cómo ocurrió? —Las preguntas y el tono de la agente no denotaban amenaza alguna. Cobb había empezado a relajarse. Su actitud era menos agresiva. La sonrisa de Dance y su voz baja y calmada le estaban tranquilizando.

—Imagino que se me cayó cuando saqué el billete de metro.

—¿Puede repetirme cuánto dinero llevaba encima?

—Más de trescientos dólares.

—Uf.

—Sí, uf.

Dance señaló con la cabeza la bolsa que contenía el dinero y el portabilletes.

—Por lo visto acababa de pasar por un cajero automático. El peor momento para perder dinero, ¿verdad? Justo después de sacarlo.

—Sí. —Cobb le dedicó una sonrisa amarga.

—¿A qué hora llegó al metro?

—A las nueve y media.

—¿Está seguro de que no era más tarde?

—Segurísimo. Miré la hora cuando estaba en el andén. Eran las diez menos veinticinco, para ser exacto. —Echó un vistazo a su grueso Rolex de oro, dando a entender, supuso Dance, que un reloj tan caro sólo podía dar la hora exacta.

—¿Y luego?

—Volví a casa y cené en un bar que hay cerca de mi edificio. Mi mujer estaba de viaje. Es abogada. Especialista en financiación empresarial. Es socia de la empresa.

—Volvamos a la calle Cedar. ¿Había luces encendidas? ¿Gente en los apartamentos?

—No, allí no hay más que tiendas y oficinas. No hay viviendas.

—¿Tampoco restaurantes?

—Algunos, pero sólo abren a mediodía.

—¿Había alguna obra por allí cerca?

—Están rehabilitando un edificio en el lado sur de la calle.

—¿Había alguien en la acera?

—No.

—¿Algún coche que pasara sospechosamente despacio?

—No —respondió Cobb.

Dance era vagamente consciente de que los demás agentes les observaban. Sin duda esperaban con impaciencia, como todo el mundo, el momento de la Gran Confesión. Ella hacía caso omiso. En ese instante sólo existían ella y su sujeto de estudio. Kathryn Dance estaba en su propio mundo, en su «zona», como diría su hijo Wes, el deportista de la familia.

Echó un vistazo a las notas que había tomado. Cerró luego el cuaderno y se cambió de gafas como si dejara las de leer para ponerse las de ver de lejos. La graduación era la misma, pero en lugar de tener cristales redondos y montura de color pastel, las nuevas gafas eran de metal negro, pequeñas y rectangulares, y le daban un aspecto más agresivo. Ella las llamaba las «gafas Terminator».

Cuando se acercó a Cobb, éste cruzó las piernas.

—Ari —dijo Dance con una voz mucho más acerada—, ¿de dónde sacó de verdad el dinero?

—El…

—El dinero, sí. No lo sacó de un cajero. —Había notado un creciente nivel de estrés mientras Cobb le hablaba del dinero: el testigo había mantenido los ojos fijos en ella, pero al mismo tiempo había bajado ligeramente los párpados y su respiración había cambiado, lo cual suponía una alteración importante respecto a su línea de base en estado normal.

—Claro que sí —contestó.

—¿De qué banco?

Un silencio.

—No pueden obligarme a decirles eso.

—Pero podemos pedir un mandamiento judicial para ver sus movimientos bancarios. Y retenerle hasta que lo tengamos. Lo cual podría tardar uno o dos días.

—¡Fui al puto cajero automático!

—Eso no es lo que le he preguntado. Le he preguntado de dónde sacó el dinero que había en su portabilletes.

Cobb bajó los ojos.

—No ha sido sincero conmigo, Ari. Y eso significa que tiene un problema grave. Así que ¿el dinero…?

—No sé. Seguramente una parte era dinero de bolsillo de mi empresa.

—¿Lo cogió ayer?

—Creo que sí.

—¿Cuánto?

—Yo…

—También podemos pedir una orden judicial para revisar los libros de cuentas de la empresa.

Pareció sobresaltarse al oír aquello.

—Mil dólares —contestó apresuradamente.

—¿Dónde está el resto? En el portabilletes hay trescientos cuarenta. ¿Dónde está lo demás?

—Me gasté algo en el Hanover. Eran gastos de empresa. Es legal. Como parte de mi trabajo…

—Le he preguntado dónde está el resto.

Una pausa.

—Dejé parte en casa.

—¿En casa? ¿Su mujer ha vuelto ya? ¿Podría confirmarlo?

—Todavía está de viaje.

—Entonces enviaremos a un agente a buscar el dinero. ¿Dónde está, exactamente?

—No me acuerdo.

—¿Más de seiscientos dólares? ¿Cómo puede ser que haya olvidado dónde puso seiscientos dólares?

—No lo sé. Me está usted aturdiendo.

Dance se inclinó hacia él, penetrando en una zona proxémica más amenazadora.

—¿Qué hacía de verdad en la calle Cedar, Ari?

—Iba hacia el puto metro.

Dance cogió el plano de Manhattan.

—El Hanover está aquí. Y el metro, aquí. —Dio dos fuertes golpes con el dedo sobre el grueso papel—. Es absurdo que bajara por Cedar para llegar a la estación de Wall Street desde el Hanover. ¿Por qué pasó por allí?

—Quería hacer un poco de ejercicio. Para quemar las copas y las alitas de pollo.

—¿Con hielo en las aceras y temperaturas de diez grados bajo cero? ¿Lo hace a menudo?

—No. Pero dio la causalidad de que anoche sí lo hice.

—Y, si no pasa por allí a menudo, ¿cómo es que conoce tan bien la calle Cedar? ¿Cómo sabe que no hay viviendas, a qué hora cierran los restaurantes y que hay un edificio en obras?

—Lo sé, y ya está. ¿A qué coño viene todo esto? —Tenía gotas de sudor en la frente.

—Cuando se le cayó el dinero, ¿se quitó los guantes para sacar el billete de metro?

—No lo sé.

—Supongo que sí. No puede uno meterse la mano en el bolsillo con guantes de invierno.

—Muy bien —replicó él—. Ya que sabe usted tanto, me quité los guantes.

—Con el frío que hacía, ¿por qué sacó el billete diez minutos antes de llegar a la boca de metro?

—No puede usted hablarme así.

—Y usted no miró la hora en el andén, ¿verdad que no? —preguntó ella con voz firme y baja.

—Sí, la miré. Eran las diez menos veinticinco.

—No, no la miró. Porque nadie enseña un reloj de cinco mil dólares en el andén del metro y de noche.

—Muy bien, se acabó. No pienso decir nada más.

En el transcurso de un interrogatorio, el sospechoso experimentaba un intenso nerviosismo y reaccionaba de diversos modos para intentar escapar al estrés. «Barreras en el camino hacia la verdad», las llamaba Dance. La reacción más destructiva, y la que más costaba vencer, era la ira, a la que seguían la depresión, la negación y, por último, la disposición a negociar. El papel del interrogador consistía en determinar en qué fase se encontraba el sospechoso y en neutralizar su respuesta, así como las subsiguientes, hasta que el sujeto alcanzaba por fin el estado de aceptación, es decir, la confesión, en el que finalmente se sinceraba con su interlocutor.

Dance dedujo que, a pesar de demostrar cierta ira, Cobb se hallaba fundamentalmente en la fase de negación. Tales sujetos se apresuraban a alegar problemas de memoria y a culpar al interrogador de malinterpretar sus respuestas. Para reducir a un sujeto en fase de negación, el mejor modo de proceder era hacer lo que había hecho Dance: atacar con los hechos. Tratándose de un tipo extrovertido, lo más eficaz era poner de manifiesto las debilidades y contradicciones de su relato, una tras otra, hasta derrumbar sus defensas.

—Ari, salió del trabajo a las siete y media y se fue al Hanover. Eso lo sabemos. Estuvo allí una hora y media, aproximadamente. Después se desvió de su camino y recorrió a pie dos manzanas para llegar a la calle Cedar. Conoce muy bien esa calle porque va allí a buscar prostitutas. Anoche, entre las nueve y las nueve y media, una de ellas paró su coche cerca del callejón. Negociaron el precio y le pagó. Se subió al coche con ella. Salió del coche a eso de las diez y cuarto. Fue entonces cuando se le cayó el dinero en la acera, seguramente cuando echó un vistazo al móvil para ver si había llamado su mujer, o cuando se sacó algún dinero suelto del bolsillo para darle una propina a la chica. Mientras tanto, el asesino había parado en el callejón y usted lo notó y vio algo. ¿Qué? ¿Qué fue lo que vio?

—No…

—Sí —dijo Dance con firmeza. Clavó la mirada en Cobb y no dijo más.

Por fin, el corredor de bolsa bajó la cabeza y descruzó las piernas. Su labio inferior temblaba. No iba a confesar aún, pero Dance había conseguido que avanzara un eslabón en la cadena de respuestas al estrés: había pasado de la fase de negación a la de negociación. Ahora, la agente debía cambiar de táctica. Tenía que mostrarse compasiva y al mismo tiempo ofrecerle una salida que le permitiera salvar la cara. En la fase de negociación, incluso los sujetos que más dispuestos se mostraban a cooperar seguían mintiendo o poniendo trabas si no se les permitía conservar un poco de dignidad o se les ofrecía un modo de escapar a las peores consecuencias de sus actos.

Dance se quitó las gafas y se echó hacia atrás en el asiento.

—Mire, Ari, no queremos destrozarle la vida. Se asustó. Es comprensible. Pero estamos intentando detener a un criminal muy peligroso. Ya ha matado a dos personas y quizá mate a algunas más. Si puede ayudarnos a encontrarle, lo que hemos averiguado sobre usted no tiene por qué trascender. Ni órdenes judiciales, ni llamadas a su esposa, ni a su jefe.

Miró al teniente Baker, que dijo:

—Lo que dice la agente Dance es absolutamente cierto.

Cobb suspiró. Después masculló con los ojos fijos en el suelo:

—Eran trescientos putos dólares, joder. ¿Por qué coño volví esta mañana?

Por avaricia y por estupidez, pensó Dance. Pero dijo en tono afable:

—Todos cometemos errores.

Una vacilación. Luego Cobb volvió a suspirar.

—Verán, la verdad es que es una idiotez. No fue gran cosa. Lo que vi, quiero decir. Seguramente no van a creerme. Casi no vi nada. Ni siquiera vi a una persona.

—Si nos dice la verdad, le creeremos. Continúe.

—Eran sobre las diez y media, un poco más tarde. Cuando salí del coche de la… chica, eché a andar hacia el metro. Tiene usted razón: me paré para sacar el móvil del bolsillo. Lo encendí por si tenía algún mensaje. Creo que fue entonces cuando se me cayó el dinero. Fue a la altura del callejón. Miré y vi unos faros traseros al fondo del callejón.

—¿Qué clase de coche era? —preguntó Sachs.

—El coche no lo vi, sólo vi las luces de atrás. Se lo juro.

Dance le creyó. Hizo un gesto afirmativo mirando a la detective.

—Espere —dijo Rhyme bruscamente—. ¿Al fondo del callejón?

Así pues, el criminalista estaba escuchando, después de todo.

—Sí, eso es. Al fondo del todo. Luego se encendieron las luces de retroceso y el coche comenzó a dar marcha atrás. Iba muy rápido, así que seguí mi camino. Luego oí un frenazo, y la persona que conducía paró el vehículo y apagó el motor. Estaba todavía en el callejón. Yo seguí andando. Oí cerrarse la puerta del coche y luego un ruido. Como si cayera al suelo una pieza de metal muy pesada. Eso fue todo. No vi a nadie. En ese momento ya había dejado atrás el callejón. De veras.

Rhyme miró a Dance, que asintió con la cabeza: Cobb decía la verdad.

—Describa a la chica con la que estuvo —dijo Dennis Baker—. También quiero hablar con ella.

—Unos treinta años —dijo Cobb apresuradamente—, afroamericana, con el pelo corto y rizado. El coche era un Honda, creo. No me fijé en la matrícula. Era muy guapa —añadió patéticamente, a modo de disculpa.

—¿Su nombre?

Cobb suspiró.

—Tiffanee. Con dos es, no con i griega.

Rhyme soltó una risa suave.

—Llamad a Antivicio, preguntadles por chicas que trabajen normalmente en la calle Cedar —ordenó a su ayudante, un joven delgado y de cabello escaso.

Dance hizo algunas preguntas más; luego asintió con la cabeza, miró a Lon Sellitto y dijo:

—Creo que el señor Cobb nos ha dicho todo lo que sabe. —Miró al corredor de bolsa y agregó con sinceridad—: Gracias por su colaboración.

Él parpadeó sin saber cómo tomarse el comentario de la agente. Pero Kathryn Dance no había hablado con sarcasmo. Nunca se tomaba como algo personal las palabras, ni las miradas de furia de los sujetos a los que interrogaba; ni siquiera los escupitajos, ni los objetos que le lanzaban de vez en cuando. Un experto en cinestesia debía recordar que el enemigo no era nunca el sujeto mismo, sino sólo las barreras que levantaba en el camino hacia la verdad, a menudo sin ser consciente de ello.

Tras conferenciar unos minutos, Sellitto, Baker y Sachs decidieron dejar a Cobb en libertad sin cargos. Antes de marcharse, el escurridizo corredor de bolsa lanzó a Dance una mirada a la que la agente californiana estaba muy acostumbrada: en ella se mezclaban el asombro, el fastidio y el más puro odio.

*****

Después de su marcha, Rhyme, que estaba observando un diagrama del callejón en el que había muerto Theodore Adams, dijo:

—Es curioso. El asesino decidió por algún motivo que no quería que la víctima estuviera al fondo del callejón, así que dio marcha atrás y eligió un emplazamiento a unos cuatro metros y medio de la calle principal. Un dato muy interesante. Pero ¿sirve de algo?

Sachs asintió.

—Puede que sí. El fondo del callejón no parecía estar nevado. Puede que allí no esparcieran sal. Quizás encontremos pisadas o huellas de neumáticos.

Sirviéndose de un impresionante programa de reconocimiento de voz, Rhyme hizo una llamada telefónica para ordenar que algunos agentes se personaran en el lugar de los hechos. Un rato después, los policías llamaron para informar de que habían encontrado marcas de neumáticos recientes al fondo del callejón, además de una fibra de color marrón que parecía coincidir con las halladas en los zapatos y el reloj de pulsera de la víctima. Les enviaron además las fotografías digitales de la fibra y las huellas de neumáticos y les proporcionaron la distancia entre ejes del vehículo.

A pesar de lo poco que le interesaba la ciencia forense, Dance se descubrió fascinada por aquella coreografía. Rhyme y Sachs formaban un equipo especialmente compenetrado. Diez minutos después se quedó boquiabierta cuando Mel Cooper, el técnico de laboratorio, apartó la vista de la pantalla de su ordenador y afirmó:

—Teniendo en cuenta la distancia entre ejes y esas fibras marrones, se trata casi con toda probabilidad de un Ford Explorer con dos o tres años de antigüedad.

—Es más probable que sean tres —dijo Rhyme.

¿Por qué lo decía?, se preguntó Dance.

Al ver su expresión de extrañeza, Sachs respondió:

—Los frenos chirriaban.

Ah.

Sellitto se volvió hacia ella.

—Has estado estupenda, Kathryn. Le has cazado al vuelo.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Sachs.

Ella les explicó el procedimiento que había empleado.

—Empecé tanteándole. Repasé todo lo que nos había dicho: lo de las copas después del trabajo, el metro, el dinero y el portabilletes, el callejón, la cronología de los hechos y el marco geográfico. Observé su reacción cinestésica en cada respuesta. Lo del dinero era un asunto especialmente sensible. Me pregunté cómo podía invertir indebidamente ese dinero un corredor de bolsa extrovertido y narcisista como Cobb. Deduje que tenía que tratarse de un asunto de drogas o de sexo. Pero un corredor de bolsa de Wall Street no compraría drogas en la calle. Tendría un contacto. Así que tenía que haber ido allí en busca de una prostituta. Ha sido muy sencillo.

—Es muy ingenioso, ¿verdad, Lincoln? —preguntó Cooper.

A Dance le sorprendió ver que el criminalista podía encogerse de hombros. Luego Rhyme dijo en tono ambiguo:

—Ha funcionado. Ahora disponemos de algunas pruebas que nos habría costado algún tiempo encontrar. —Volvió a fijar la mirada en la pizarra.

—Vamos, Linc. Hemos dado con el vehículo. No habríamos podido hacerlo sin ella. No se lo tengas en cuenta —le dijo Sellitto a Dance—. No se fía de los testigos.

Rhyme le miró con el ceño fruncido.

—Esto no es un concurso, Lon. Nuestro objetivo es descubrir la verdad, y sé por experiencia que la fiabilidad de los testigos es inferior a la de las pruebas materiales. Eso es todo. No es nada personal.

Dance hizo un gesto afirmativo.

—Es curioso que diga eso. Yo digo lo mismo en mis conferencias: que nuestra labor como policías consiste principalmente no en mandar a prisión a los criminales, sino en llegar a la verdad. —Ella también se encogió de hombros—. Hace poco tuvimos un caso en California. Un recluso del corredor de la muerte, absuelto la víspera de su ejecución. Un detective privado amigo mío llevaba tres años trabajando para su abogado. Quería llegar al fondo de lo ocurrido. Se resistía a creer que los hechos hubieran tenido lugar como parecía. Quedaban trece horas para la ejecución, y resultó que el recluso era inocente. Si el detective no hubiera seguido buscando la verdad durante años, ahora ese hombre estaría muerto.

—Puedo imaginarme lo que ocurrió —dijo Rhyme—. El acusado fue declarado culpable por las declaraciones de un testigo que cometió perjurio, y fueron los análisis del ADN los que le exculparon. ¿Verdad?

Dance se volvió hacia él.

—No. Lo cierto es que no había testigos del asesinato. El verdadero asesino colocó pruebas materiales falsas que implicaban al acusado.

—¿Qué te parece? —preguntó Sellitto, y cambió una sonrisa con Amelia Sachs.

Rhyme los miró sin inmutarse.

—Bueno —le dijo a Dance—, es una suerte que todo acabara bien. Ahora será mejor que vuelva al trabajo. —Fijó de nuevo los ojos en la pizarra blanca.

Dance les dijo adiós y se puso el abrigo mientras Lon Sellitto la acompañaba a la puerta. Al salir a la calle se acercó al bordillo de la acera, donde volvió a ponerse los auriculares y a encender el iPod. La lista de canciones incluía folk rock, música celta y algunos temas potentes de los Rolling Stones (una vez, en un concierto, había hecho un análisis cinestésico de Mick Jagger y Keith Richards, para regocijo de sus amigos).

Acababa de parar un taxi cuando notó una extraña sensación de desasosiego. Tardó un momento en reconocerla. Aquella insidiosa sensación era fastidio; fastidio por que su breve intervención en el caso del Relojero hubiera tocado a su fin.

*****

Joanne Harper se sentía bien.

Esbelta y elegante, estaba en su taller, a unas pocas manzanas al este de la floristería de la que, a sus treinta y dos años, era propietaria en el Soho. Estaba entre amigas.

Es decir, entre rosas, orquídeas cymbidium, aves del paraíso, lirios, heliconias y flores de anturio y jengibre rojo.

El taller, un local grande a pie de calle, había sido antaño un almacén. Hacía frío y había corrientes, y Joanne mantenía casi todas las habitaciones a oscuras para proteger las flores. Aun así, le encantaba estar allí: la frescura del ambiente, la luz tenue, el olor a lilas y a fertilizante. Estaba en el corazón de Manhattan, sí, pero su taller semejaba un bosque apacible.

Añadió un poco más de espuma floral al enorme jarrón de cerámica que tenía delante.

Se sentía bien.

Y ello por dos motivos: porque estaba trabajando en un proyecto que, además de lucrativo, le permitía plena libertad creativa.

Y por el hormigueo que le había dejado su cita de la víspera.

Su cita con Kevin, que sabía que la brugmansia necesitaba un drenaje perfecto para prosperar; que el sedo bastardo, una planta rastrera, echaba flores de intenso color carmesí todo el mes de septiembre, y que gracias a los tres jonrones que Donn Clendenon bateó en 1969, los Mets consiguieron ganar a Baltimore (el padre de Joanne había fotografiado dos de los lanzamientos con su Kodak).

Kevin, tan mono él, con su hoyuelo y su sonrisa. Y sin esposa, ni presente ni pasada.

¿Qué más podía pedir?

Una sombra cruzó la cristalera de la fachada. Joanne levantó la mirada, pero no vio a nadie. Por aquel tramo desierto del este de la calle Spring pasaba muy poca gente. Observó las cristaleras. Tendría que decirle a Ramón que las limpiara. Pero, bueno, esperaría a que hiciera mejor tiempo.

Siguió pensando en Kevin mientras arreglaba el jarrón. ¿Funcionaría lo suyo?

Tal vez sí.

Tal vez no.

En realidad, poco importaba (bueno, sí que importaba, claro, pero una mujer de treinta y dos años, soltera y urbanita, tenía que aparentar que en realidad aquel asunto la traía sin cuidado). Lo importante era que se divertía con él. Después de su divorcio y de participar durante unos años en el juego de la seducción de Manhattan, se sentía con derecho a pasárselo bien con otro hombre.

Joanne, que guardaba cierto parecido con la pelirroja de Sexo en Nueva York, había llegado a la ciudad hacía diez años, dispuesta a convertirse en una pintora famosa, a vivir en un estudio del East Village y a vender sus cuadros en una galería de Tribeca. Pero el mundo del arte tenía otras ideas. Era demasiado desabrido, demasiado mezquino y, en fin, demasiado poco artístico. Para formar parte de él había que ser estrafalaria, o atormentada, o estar muy buena, o ser rica. Joanne abandonó las bellas artes y durante un tiempo probó suerte en el campo del diseño gráfico, pero aquello tampoco la satisfizo. Llevada por un impulso, aceptó un puesto en una empresa de paisajística de interiores en Tribeca y se enamoró del negocio. Resolvió entonces que, si tenía que morirse de hambre, prefería al menos que fuera dedicándose a un trabajo que la apasionaba.

Pero lo gracioso fue que tuvo éxito. Un par de años después consiguió abrir su propia empresa, que ahora incluía la tienda de Broadway y el taller de la calle Spring, y que ofrecía sus servicios a empresas y organismos a los que proveía diariamente de flores para sus oficinas y de grandes centros florales para reuniones, ceremonias y eventos especiales.

Joanne siguió poniendo espuma, follaje, ramitas de eucalipto y canicas en los jarrones. Las flores las añadiría en el último momento. El aire frío la hizo estremecerse ligeramente. Miró el reloj que colgaba de la oscura pared del taller. No quedaba mucho, se dijo. Kevin tenía que hacer un par de entregas en la ciudad esa mañana y había llamado para decirle que se pasaría por la tienda por la tarde. Y que, si no tenía nada que hacer, quizá pudieran ir a tomar un café o algo así.

¿Un café el día después de una cita? Vaya, eso sí que…

Otra sombra cayó sobre la cristalera.

Joanne levantó los ojos rápidamente. No vio a nadie, pero aun así se sobresaltó. Miró la puerta delantera, que nunca usaba. Delante de ella había apiladas varias cajas. Estaba cerrada con llave. ¿No?

Entornó los ojos, pero con el resplandor del sol no consiguió ver la puerta con claridad. Rodeó la mesa para ir a comprobarlo.

Probó el picaporte. Sí, estaba cerrada. Pero al levantar los ojos dejó escapar un grito ahogado.

Fuera, en la acera, a unos pasos de ella, había un hombre gigantesco que la miraba fijamente. Alto y gordo, se inclinaba hacia delante para mirar por la cristalera del taller, haciéndose visera con la mano sobre los ojos. Llevaba unas gafas de aviador anticuadas, con cristales de espejo, gorra de béisbol y parka de color crema. El reverbero del sol y la suciedad de los cristales le impedían ver que la tenía justo delante.

Joanne se quedó paralizada. A veces se asomaba gente a las cristaleras por curiosidad, pero la premeditación que denotaba la postura de aquel hombre y el modo en que se cernía más allá del ventanal la asustaron. La puerta delantera no era de cristal reforzado; cualquiera podía romperla con un martillo o un adoquín. Y con los pocos peatones que circulaban por aquella parte del Soho, nadie se daría cuenta si la agredían.

Joanne retrocedió.

Puede que los ojos del desconocido se acostumbraran a la luz, o que encontrara un trozo de ventanal limpio y la viera. De pronto se apartó, sorprendido. Pareció dudar. Luego dio media vuelta y desapareció.

Joanne se acercó al cristal y pegó la cara a él, pero no vio adónde había ido el hombre. Había algo en él que daba miedo: su forma de estar allí, encorvado, con la cabeza ladeada y las manos metidas en los bolsillos, mirando a través de aquellas ridículas gafas de sol.

Llevó los jarrones a un lado y miró fuera otra vez. No había ni rastro del desconocido. Aun así, cedió a la tentación de marcharse a la tienda, echar un vistazo a las facturas de esa mañana y charlar con sus empleados hasta que llegara Kevin. Se puso el abrigo y, tras un momento de vacilación, decidió salir por la puerta de servicio. Miró calle arriba. Nada. Echó a andar hacia Broadway, en dirección oeste, por donde se había marchado el corpulento individuo. Al dar un paso se halló en medio de un ancho rayo de sol, perfectamente nítido, que casi parecía dar algún calor. Su fulgor la deslumbró y, temiendo no ver con claridad, entrecerró los párpados y se detuvo. No quería pasar por delante del callejón que había un poco más arriba. ¿Se habría metido allí aquel hombre? ¿Estaría escondido, esperándola?

Resolvió encaminarse hacia el este, en dirección contraria, y dar un rodeo por la calle Prince para llegar a Broadway. Por allí circulaba menos gente, pero al menos no tendría que pasar delante de ningún callejón. Ciñéndose el abrigo, echó a andar apresuradamente calle arriba, con la cabeza gacha. Poco después, el recuerdo del gordo abandonó su mente y se descubrió pensando de nuevo en Kevin.

*****

Dennis Baker se fue a jefatura a informar de sus hallazgos mientras el resto del equipo seguía examinando las pruebas.

Cuando sonó el fax, Rhyme lo miró con avidez, confiando en que fuera algo de interés. Pero era para Amelia Sachs. El criminalista observaba atentamente la cara de su compañera mientras ésta leía las páginas. Conocía aquella expresión. Era como la de un perro tras el rastro de un zorro.

—¿Qué pasa, Sachs?

Ella meneó la cabeza.

—Es el análisis de las pruebas que encontré en la casa de Ben Creeley en Westchester. No se han encontrado coincidencias de huellas dactilares en el IAFIS, pero había marcas de cuero en algunas herramientas de la chimenea y en su escritorio. ¿Y quién abre con guantes de piel los cajones de un escritorio?

No había bases de datos de huellas de guantes, claro está, pero si conseguía encontrar un par de guantes cuya impronta coincidiera con aquélla, podría presentarlos como prueba circunstancial para demostrar que su dueño había estado en casa de Creeley: como prueba circunstancial, tendrían casi la misma validez que una impresión dactilar.

Sachs siguió leyendo.

—Y el barro que encontré de la chimenea no coincide con la tierra del jardín de Creeley. Contiene más ácidos y algunos agentes contaminantes. Como si fuera de una zona industrial —prosiguió—. También había algunos rastros de cocaína quemada en la chimenea. —Miró a Rhyme y esbozó una sonrisa irónica—. Sería un fastidio que la víctima de mi primer caso de asesinato resultara no ser tan inocente como parecía.

Rhyme se encogió de hombros.

—Monja o traficante de drogas, Sachs, un asesinato siempre es un asesinato. ¿Qué más hay?

—La ceniza que encontré en la chimenea. El laboratorio no ha podido recuperar gran cosa, pero ha encontrado esto. —Levantó una fotografía en la que se apreciaba una especie de extracto financiero; una hoja de cálculo, quizás, o una página de un libro de cuentas que parecía mostrar asientos contables que sumaban millones de dólares—. Han encontrado parte de un logotipo o de algo parecido. Los técnicos todavía lo están comprobando. Van a mandar el extracto a un contable forense, para ver si descubre qué es. También han encontrado parte de la agenda de Creeley con anotaciones sobre el cambio de aceite de su coche y una cita para cortarse el pelo. Una agenda poco propia de alguien que piensa matarse, diría yo. Además, la víspera de su muerte estuvo en la taberna Saint James. —Señaló una hoja: la página de la agenda de Creeley recuperada de la chimenea.

Una nota de Nancy Simpson aclaraba la catadura del local.

—Un bar de la calle Nueve Este. Un barrio poco recomendable. ¿A qué fue allí un contable rico? Resulta chocante.

—No necesariamente.

Sachs miró a Rhyme y se acercó al rincón de la sala. Él captó el mensaje y la siguió en su silla Storm Arrow de color rojo.

Ella se agachó a su lado. Él se preguntó si le tomaría de la mano (desde que había recuperado parte de la sensibilidad de los dedos y la muñeca derecha, tomarse de las manos había cobrado gran importancia para ellos). Pero su vida profesional era una cosa y su vida privada otra, aunque la línea que las separaba fuera finísima, y Sachs había adoptado una actitud puramente profesional.

—Rhyme —susurró.

—Sé lo que…

—Déjame acabar.

Él soltó un gruñido.

—Tengo que seguir con este caso.

—Prioridades, Sachs. Tu caso no es tan candente como el del Relojero. Fuera lo que fuese lo que le pasó a Creeley, incluso si fue asesinado, es probable que el homicida no sea un asesino en serie. El Relojero sí lo es. Tenemos que darle prioridad. Las pruebas que haya sobre Creeley seguirán ahí después de que atrapemos a ese tipo.

Ella sacudió la cabeza.

—No estoy de acuerdo, Rhyme. Ya he movido ficha. He empezado a hacer preguntas. Tú sabes cómo son estas cosas. Empiezan a correr rumores sobre el caso, y las pruebas y los sospechosos se esfuman.

—Es muy probable que el Relojero haya elegido ya a su próxima víctima. Podría estar matándola en este mismo momento. Y te aseguro que, si dejamos pasar una sola oportunidad y muere alguien más, esto va a ser un infierno. Baker dice que son los peces gordos quienes han pedido que llevemos el caso.

Quienes habían insistido, de hecho.

—No voy a dejar pasar ninguna oportunidad. Si hay otro crimen, haré la inspección ocular. Y si Bo Haumann monta una operación táctica, allí estaré.

Rhyme frunció el ceño exageradamente.

—¿Una operación táctica? Para comerse el postre, primero hay que acabarse la verdura.

Sachs se rió, y él sintió la presión de su mano.

—Vamos, Rhyme, esto es la policía. Nadie lleva un solo caso. La mayoría de la gente de la brigada de Delitos Mayores tiene una docena de expedientes encima de la mesa. Yo puedo ocuparme de dos.

Él vaciló, preocupado por un presentimiento que no lograba expresar. Luego dijo:

—Eso espero, Sachs. Eso espero.

Era el único beneplácito que podía darle.