Vincent Reynolds caminaba por las gélidas calles del Soho, a la luz azulada de esa parte desierta del barrio, al este de Broadway, a pocas manzanas de restaurantes de moda y tiendas de ropa elegante. Quince metros por delante de él iba su florista, Joanne, la mujer que pronto sería suya.
Con los ojos fijos en ella, Vincent sentía de nuevo aquella ansia aguda y eléctrica, tan intensa como la que había experimentado la noche en que conoció a Gerald Duncan. Una noche que había resultado ser decisiva en el transcurso de su vida.
Después del incidente con Sally Anne, cuando le detuvieron por perder el control, se dijo que debía ser más listo. Se pondría un pasamontañas, asaltaría a las mujeres por detrás para que no pudieran verle, utilizaría preservativos (que además le ayudaban a refrenarse), jamás saldría en busca de mujeres cerca de su casa e iría cambiando de táctica y de zona para perpetrar las violaciones. Planearía éstas cuidadosamente y estaría preparado para escapar si había algún riesgo de que le atraparan.
Ésa era, al menos, la teoría. Pero desde hacía un año le resultaba cada vez más difícil dominar sus impulsos. El ansia se apoderaba de él al ver a una mujer sola por la calle y de pronto pensaba, ¡Tengo que poseerla ahora mismo! No importa que alguien me vea.
Es por el ansia.
Dos semanas antes, mientras se tomaba una porción de tarta de chocolate y una coca-cola en una cafetería, en la calle de la oficina donde trabajaba temporalmente, miró a una camarera que era nueva en el local. La chica tenía la cara redonda, rizos rubios y una figura esbelta. Vincent se fijó en que llevaba desabrochados dos botones de la prieta camisa azul, y el ansia se apoderó de su ánimo.
La camarera le sonrió al llevarle la cuenta y él decidió en ese preciso instante que tenía que poseerla. Inmediatamente.
Al oír que la chica le decía a su jefe que iba a salir al callejón a fumar un cigarrillo, pagó la cuenta y salió. Se acercó al callejón y echó un vistazo. Allí estaba ella, con el abrigo puesto, apoyada en la pared, mirando hacia otro lado. Era tarde (Vincent prefería trabajar en el último turno, de tres a once de la noche) y, aunque aún se veía algún que otro transeúnte por la acera, el callejón estaba desierto. Hacía frío y los adoquines estarían helados, pero no le importó: el cuerpo de la chica le daría calor.
Fue entonces cuando oyó que alguien le susurraba al oído:
—Espera cinco minutos.
Se sobresaltó y, al volverse, vio a su espalda a un hombre de unos cincuenta años. Tenía la cara redondeada y el cuerpo fibroso y parecía destilar serenidad. Miraba más allá de Vincent, hacia el callejón.
—¿Qué?
—Espera.
—¿Y tú quién eres? —Vincent no tenía miedo (era cinco centímetros más alto y pesaba veinte kilos más que el desconocido), pero la extraña expresión de los ojos de aquel hombre, de un asombroso tono de azul, le dio escalofríos.
—Eso no importa. Finge que somos amigos, que estamos charlando.
—Vete a la mierda. —Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Vincent hizo amago de alejarse.
—Espera —repitió suavemente el desconocido. Su voz era casi hipnótica.
El violador esperó.
Un minuto después vio abrirse una puerta al otro lado del callejón, frente a la parte de atrás del restaurante. La camarera se acercó a ella y entonces trabó conversación con dos hombres. Uno iba trajeado; el otro vestía uniforme policial.
—Santo Dios —masculló Vincent.
—Es una farsa —dijo el desconocido—. La chica es policía. Creo que el dueño tiene algún negocio ilegal que lleva desde el restaurante. Le están tendiendo una trampa.
Vincent se repuso enseguida.
—¿Y qué? Eso no va conmigo.
—Si hubieras hecho lo que te proponías, ahora mismo estarías esposado. O muerto de un disparo.
—¿Lo que me proponía? —preguntó, fingiéndose inocente—. No sé de qué me hablas.
Su interlocutor se limitó a sonreír y señaló calle arriba.
—¿Vives aquí?
—En Nueva Jersey —contestó Vincent después de un breve silencio.
—¿Trabajas en la ciudad?
—Sí.
—¿Conoces bien Manhattan?
—Bastante bien.
El desconocido asintió al tiempo que le miraba de arriba abajo. Dijo llamarse Gerald Duncan y sugirió que fueran a hablar a algún lugar con calefacción. Recorrieron a pie tres manzanas y entraron en una cafetería en la que Duncan pidió un café y Vincent un refresco y otra porción de tarta.
Hablaron del tiempo, del presupuesto municipal, del centro de Manhattan a medianoche.
Luego Duncan dijo:
—Es sólo una idea, Vincent, pero si te interesa un trabajito, me vendría bien alguien a quien no le preocupe mucho el respeto por la ley. Además, podrías practicar tu… afición. —Señaló con la cabeza en dirección al callejón.
—¿Coleccionar series televisivas de los años setenta? —preguntó Vincent el Listo.
Duncan sonrió de nuevo y el violador se dijo que le caía bien aquel tipo.
—¿Qué quieres que haga?
—Sólo he estado en Nueva York un par de veces. Necesito a alguien que conozca las calles, el metro, el tráfico, los barrios… Que sepa cómo funciona la policía. Los detalles me los reservo para luego.
Mmm.
—¿A qué te dedicas? —había preguntado Vincent.
—Soy empresario. Dejémoslo así.
Mmm.
Vincent se dijo que debía marcharse. Pero sentía curiosidad por lo que había dicho Duncan acerca de practicar su afición. Cualquier cosa que le permitiera saciar su ansia merecía la pena, aunque entrañara algún riesgo. Hablaron media hora más, callándose algunas cosas y confesándose otras. Duncan le explicó que era aficionado a coleccionar relojes antiguos que él mismo reparaba. Incluso había construido un par de ellos.
Al acabar su cuarto postre del día, Vincent preguntó:
—¿Cómo sabías que la chica era policía?
Duncan pareció dudar un momento. Luego dijo:
—He estado haciendo averiguaciones sobre cierto sujeto que había en la cafetería. El hombre del final de la barra. ¿Te acuerdas de él? Llevaba traje oscuro.
Vincent asintió con un gesto.
—Llevo un mes siguiéndole. Voy a matarle.
El violador sonrió.
—Será una broma.
—Yo nunca bromeo.
Y Vincent había descubierto que era verdad. No había un Gerald el Listo, ni un Gerald el Hambriento. Sólo había un Gerald: el Gerald sereno y meticuloso que esa noche manifestó su intención de matar al hombre de la cafetería (Walter no sé qué) con la misma naturalidad con la que, cumpliendo su promesa, le había cortado las muñecas y le había observado mientras luchaba por mantenerse agarrado al muelle antes de caer al agua turbia y helada del Hudson.
El Relojero añadió que había ido a la ciudad con el único propósito de matar también a otras personas. Entre ellas, algunas mujeres. Siempre que fuera cuidadoso y no invirtiera más de veinte o treinta minutos en sus actividades, Vincent podía disponer de sus cuerpos una vez muertas para hacer con ellas lo que quisiera. A cambio, tendría que prestarle ayuda: guiarle por la ciudad, por sus calles y su sistema de transporte público, montar guardia y, a veces, conducir el vehículo que les serviría para escapar.
—Entonces, ¿te interesa?
—Supongo que sí —había contestado Vincent con menos entusiasmo del que sentía.
Ahora estaba enfrascado en su tarea: seguir a la tercera víctima, Joanne Harper, su florista, como la apodaba Vincent el Listo. La vio sacar una llave y desaparecer por la puerta trasera de su taller. Se detuvo y, apoyado contra una farola, engulló una chocolatina mientras miraba por la sucia cristalera del local.
Tocó con la mano el abultamiento de su cintura, donde ocultaba el cuchillo de caza, y siguió observando la borrosa figura de Joanne mientras ésta encendía las luces, se quitaba el abrigo y deambulaba por el taller. Estaba sola.
Vincent asió el cuchillo.
Se preguntaba si Joanne tendría pecas, se preguntaba cómo olería su perfume. Se preguntaba si gemía cuando sentía dolor. ¿Se…?
Pero no, no podía pensar así. Sólo estaba allí para recoger información. No podía quebrantar las reglas, no podía decepcionar a Gerald Duncan. Aspiró el aire frío e hiriente. Tenía que esperar.
Pero entonces Joanne pasó cerca de la cristalera y Vincent pudo verla mejor.
Qué guapa es…
Comenzaron a sudarle las manos. Naturalmente, podía poseerla en ese mismo instante y dejarla atada para que Duncan la matara después. Su amigo lo entendería, seguro. Ambos tendrían lo que querían.
A fin de cuentas, no siempre se podía esperar.
Es por el ansia…
La próxima vez, trae ropa de abrigo. ¿En qué estabas pensando?
Kathryn Dance, de treinta y tantos años, estiraba las manos delante de la rejilla de la calefacción del asiento trasero de un taxi de olor penetrante. El aire que salía por ella no estaba caliente, sin embargo. Ni siquiera estaba templado. Como mucho, pensó, no estaba frío. Se frotó los dedos de uñas puntiagudas, pintadas de color rojo oscuro, y acercó a la rejilla las piernas enfundadas en medias negras.
Dance procedía de una región en la que la temperatura rondaba los veinticuatro grados todo el año. Cuando buscaba nieve para que sus dos hijos disfrutaran lanzándose en trineo, tenía que recorrer un larguísimo camino carretera arriba por el valle de Carmel. Al hacer la maleta para ir a impartir el seminario de Nueva York, había olvidado que en diciembre la parte noreste del país era como el Himalaya.
Aquí, se decía, no voy a perder los últimos dos kilos y pico de lo que engordé el mes pasado en México, donde no había hecho otra cosa que estar sentada en una habitación llena de humo, interrogando a un presunto secuestrador. Pero ya que no puedo perderlos, por lo menos podían servirme de aislante. No es justo… Se ciñó aún más el fino abrigo con que se cubría.
Kathryn Dance, agente especial del CBI (el Departamento de Investigación Criminal de California con sede en Monterrey), era una de las principales especialistas del país en técnicas de interrogatorio y cinestesia aplicada, ciencia consistente en observar y analizar el lenguaje corporal y el comportamiento verbal de testigos y sospechosos. Llevaba tres días en Nueva York, impartiendo su seminario de cinestesia forense a miembros de las fuerzas de seguridad locales.
La cinestesia era una especialización poco frecuente dentro del trabajo policial, pero en opinión de Kathryn Dance no había nada que pudiera comparársele. Ella era adicta a la gente. Las personas la fascinaban. Eran para ella un estímulo y una fuente constante de asombro. Miles de millones de seres extraños, moviéndose por el mundo y diciendo las cosas más absurdas y maravillosas, y también las más brutales… Dance participaba de sus emociones, se asustaba con sus mismos temores y se regocijaba con sus alegrías.
Tras acabar sus estudios se había dedicado al periodismo, esa profesión cortada a medida para quienes, pese a carecer de objetivo concreto, poseían una curiosidad insaciable. Acabó trabajando en la sección de sucesos y pasando horas y horas en los tribunales, observando a abogados, sospechosos y miembros del jurado. Descubrió entonces algo sobre sí misma: cuando miraba a un testigo y escuchaba atentamente lo que decía, percibía de inmediato si estaba mintiendo o no. Podía mirar a los miembros del jurado y percibir si se aburrían, si estaban perdidos, enfadados u horrorizados, y si creían o no al procesado. Sabía qué abogados no tenían madera de tales y cuáles despuntarían en su profesión.
Distinguía a los policías que se entregaban en cuerpo y alma a su trabajo y a los que actuaban por puro trámite. (En uno de los primeros se había fijado especialmente: William Swenson, un agente de la sede del FBI en San José, con el pelo prematuramente canoso, que testificó con estilo y sentido del humor en un juicio contra una banda criminal que ella estaba cubriendo. Tras el veredicto de culpabilidad, Dance se las arregló para obtener una entrevista con él, y él para conseguir una cita con ella. Ocho meses después, se casaron).
Con el tiempo, Dance se aburrió de la vida de periodista y decidió cambiar de oficio. Su vida fue una locura durante un tiempo, mientras conjugaba su papel de esposa y madre de dos hijos pequeños con el de estudiante, pero pese a todo logró acabar un máster en psicología y comunicación en la Universidad de California-Santa Cruz y abrir una consultoría dedicada a la asesoría de letrados en el proceso de selección de miembros del jurado. Tenía talento y ganaba mucho dinero, pero hacía seis años había decidido cambiar nuevamente de rumbo. Con ayuda de su marido, que la apoyaba infatigablemente, y de sus padres, que vivían cerca de Carmel, volvió a estudiar, esta vez en la academia del Departamento de Investigación Criminal del estado de California en Sacramento.
Y se hizo policía.
La cinestesia no existía como especialidad dentro del CBI, de modo que, oficialmente, Dance era una agente más, dedicada a la investigación de homicidios, secuestros, narcotráfico, terrorismo y otros delitos semejantes. Pero en las fuerzas policiales el talento no tarda en detectarse y la fama del suyo se extendió rápidamente. De pronto descubrió que se había convertido en la experta local en entrevistas e interrogatorios, lo cual le era muy útil, pues le permitía tener algo con lo que negociar a la hora de librarse de las misiones encubiertas y el trabajo forense, en los que apenas tenía interés.
Miró ahora su reloj y se preguntó cuánto tiempo le llevaría aquella misión voluntaria. Su avión no despegaba hasta media tarde, pero quería salir con tiempo de sobra para llegar al aeropuerto: en Nueva York el tráfico era horrendo, mucho peor aún que en la autovía 101, la que circunvalaba San José. Y no podía perder el avión. Estaba deseando ver a sus hijos y además (cosa curiosa del trabajo policial) los expedientes que tenía encima de la mesa no desaparecían cuando estaba fuera de la oficina. Por el contrario, se multiplicaban.
El taxi se detuvo con un chirrido de neumáticos.
Dance entornó los ojos al mirar por la ventanilla.
—¿Es aquí?
—Es la dirección que usted me ha dado.
—No parece una comisaría.
El taxista miró la ornamentada fachada del edificio.
—Pues no. Son seis con setenta y cinco.
Sí y no, se dijo Dance.
Era una comisaría y no lo era.
Lon Sellitto salió a recibirla al vestíbulo. El detective, que había asistido a su seminario de la víspera en One Police Plaza, acababa de llamarla para preguntarle si podía pasarse por allí y echarles una mano con un homicidio múltiple. Al darle Sellitto la dirección por teléfono, Dance había dado por supuesto que se trataba de una jefatura de policía. Pero, a pesar de contener casi tanto equipamiento forense como el laboratorio del CBI en Monterrey, el edificio era una vivienda particular.
Y su dueño era nada menos que Lincoln Rhyme.
Otro dato que Sellitto había olvidado mencionarle.
Dance había oído hablar de Rhyme, desde luego (el brillante investigador tetrapléjico era muy conocido entre los miembros de los cuerpos de seguridad), pero no estaba al corriente de los pormenores de su vida, ni del papel que desempeñaba en la policía de Nueva York. De su discapacidad tardó poco en olvidarse. A menos que estuviera estudiando conscientemente la gestualidad de una persona, Dance solía fijar su atención en los ojos de la gente. Además, uno de sus compañeros del CBI era parapléjico, de modo que estaba acostumbrada a trabajar con una persona en silla de ruedas.
Sellitto le presentó a Rhyme y a una detective alta y de maneras enérgicas llamada Amelia Sachs. Dance notó enseguida que Rhyme y Sachs eran algo más que compañeros de trabajo. Pero para hacer esa deducción no le hizo falta ser una estudiosa de la cinestesia: cuando entró en la sala, Sachs y Rhyme tenían los dedos entrelazados y ella sonreía y susurraba algo al oído del criminalista.
La detective la saludó calurosamente y Sellitto le presentó a varios agentes más.
Al oír un ruido suave detrás de su hombro, Dance cayó en la cuenta de que llevaba colgando los auriculares a la espalda. Se rió y apagó su iPod, que llevaba siempre consigo, como una especie de pulmón artificial.
Sellitto y Sachs le explicaron el caso para el que necesitaban su colaboración, un caso del que parecía encargarse Rhyme a pesar de no pertenecer al Departamento de Policía de Nueva York.
El criminalista apenas intervino en la conversación. Miraba una y otra vez una gran pizarra blanca con anotaciones acerca de las pruebas del caso. Dance no pudo evitar observarle mientras los demás agentes le daban detalles del caso. Se fijó en cómo entornaba los ojos al mirar la pizarra, en cómo mascullaba en voz baja mientras sacudía la cabeza, como si se reprochara haber pasado algo por alto, y en cómo cerraba los párpados de cuando en cuando. Él hizo uno o dos comentarios sobre el caso, pero por lo demás no pareció prestar atención a la recién llegada.
Aquello hizo gracia a Dance, acostumbrada a que los demás la miraran con escepticismo, casi siempre debido a que no parecía la típica policía: medía un metro sesenta y cinco, tenía el cabello rubio oscuro y solía llevarlo recogido, como ahora, en una prieta trenza francesa. Se había pintado los labios de un lila suave y no sólo llevaba colgando los auriculares del iPod, sino que se había puesto las joyas de oro y nácar que fabricaba su madre. Eso por no hablar de sus extravagantes zapatos, que constituían su pasión (su trabajo cotidiano no incluía, por lo general, la persecución de delincuentes a pie).
La agente sospechaba, sin embargo, que el desinterés de Lincoln Rhyme obedecía a otro motivo. Como muchos científicos forenses, Rhyme no reconocía grandes méritos a la cinestesia, ni a las técnicas de interrogatorio en general. Seguramente se había opuesto a que la llamaran.
Dance, por su parte, reconocía el valor de las pruebas materiales, pero no veía en ellas ningún atractivo. Era el lado humano del delito y de la investigación criminal lo que hacía latir su corazón con más ímpetu.
Ciencia forense o cinestesia, ése era el dilema.
Muy bien, detective Rhyme.
Mientras el criminalista, un hombre guapo, impaciente y socarrón, seguía mirando con insistencia sus cuadros sinópticos, ella asimilaba los detalles del caso, que era, en efecto, muy extraño. Pese a ser espantosos, los crímenes del Relojero, como el propio asesino gustaba de apodarse, no le impresionaron. Había trabajado en casos igual de espeluznantes. Y a fin de cuentas vivía en California, donde Charles Manson había puesto muy alto el listón del horror.
Dennis Baker, un teniente del Departamento de Policía de Nueva York, le explicó para qué la necesitaban. Habían encontrado un testigo que podía tener información útil y que no se mostraba dispuesto a cooperar.
—Afirma que no vio nada —añadió Sachs—, pero tengo la sensación de que está mintiendo.
Dance sintió cierta decepción al saber que el sujeto al que debía interrogar no era un sospechoso, sino un simple testigo. Prefería el reto de enfrentarse a criminales, cuanto más astutos mejor. Pero entrevistar a un testigo requería mucho menos tiempo que quebrantar la resistencia de un criminal, y no podía perder el avión.
—Veré qué puedo hacer —les dijo. Sacó de su bolso de Coach unas gafas redondas, de montura rosa clara, y se las puso.
Sachs se encargó de ponerla al corriente sobre Ari Cobb, el testigo que se resistía a hablar. Expuso por orden cronológico los movimientos de Cobb la noche anterior tal y como habían logrado reconstruirlos y le describió su conducta de esa mañana.
La agente californiana escuchó atentamente mientras se bebía el café que le había servido el cuidador de Rhyme y se permitía el lujo de comer media pastita.
Cuando tuvo toda la información, procedió a organizar sus ideas. Luego les dijo:
—Muy bien, voy a explicarles lo que me propongo hacer. Primero, un cursillo acelerado. Lon ya oyó todo esto ayer, en el seminario, pero quiero que los demás también sepan cómo planteo los interrogatorios. La cinestesia se ha encargado tradicionalmente de estudiar el comportamiento físico de los individuos, es decir, su expresión corporal, a fin de comprender su estado emocional y deducir si el sujeto mentía o no. Hoy en día, para la mayoría de la gente, incluida yo, el término abarca cualquier forma de comunicación, no sólo la gestualidad, sino también las declaraciones orales y escritas.
»En primer lugar, establezco las características básicas del sujeto: observo cómo actúa cuando contesta a preguntas cuyas respuestas conocemos: nombre, dirección, empleo… Datos de ese tipo. Tomo nota de sus ademanes, de su postura, del vocabulario que utiliza y de la enjundia de lo que dice.
»Una vez establecida la línea conductual básica, empiezo a hacer preguntas con el fin de descubrir reacciones características de un estado de estrés. Lo que significa que o bien el sujeto está mintiendo, o bien hay algo que le inquieta respecto al asunto por el que le estoy preguntando. Hasta ese momento, sólo he estado entrevistándole. En cuanto empieza a mentir, la sesión se convierte en un interrogatorio y empiezo a acosarle sirviéndome de multitud de técnicas, hasta dar con la verdad.
—Perfecto —dijo Baker.
Dance dedujo que, a pesar de que era Rhyme quien parecía estar al mando del caso, Dennis Baker pertenecía a la jefatura central de la policía neoyorquina: tenía el aire fatigado de un hombre sobre cuyos hombros descansaba, políticamente y en última instancia, una investigación como aquélla.
—¿Tienen un plano de la zona de la que estamos hablando? —dijo Dance—. Quiero conocer su geografía. Sin eso, no se puede hacer un interrogatorio eficaz. Suelo decir que me gusta conocer el nicho ecológico del sujeto en cuestión.
Lon Sellitto soltó una breve carcajada. Dance sonrió, curiosa.
—Lincoln dice exactamente lo mismo de la ciencia forense —le explicó el detective—. Si no se conoce la geografía, se trabaja en el vacío. ¿A que sí, Linc?
—¿Perdona? —preguntó el criminalista.
—Te gusta lo del nicho ecológico, ¿verdad?
—Ajá. —Su sonrisa educada era el equivalente al «lo que tú digas» del hijo de Dance.
La experta en cinestesia examinó el plano de la parte baja de Manhattan, memorizando los pormenores del lugar de los hechos y el horario seguido por Ari Cobb el día anterior tras salir del trabajo, tal y como se lo explicaron Sachs y un joven agente llamado Pulaski.
Por fin se dio por satisfecha.
—Está bien, vamos a ponernos manos a la obra. ¿Dónde está?
—En la habitación del otro lado del pasillo.
—Háganle pasar.