5
10:58 horas

El levantamiento del cadáver de Theodore Adams había concluido y sus familiares se habían marchado.

Lon Sellitto acababa de irse a casa de Rhyme y el lugar del crimen había quedado oficialmente expedito. Ron Pulaski, Nancy Simpson y Frank Rettig estaban retirando la cinta policial.

Impresionada todavía por la mirada ansiosa y esperanzada de la joven sobrina de la víctima, Amelia Sachs había inspeccionado de nuevo el escenario del crimen con más diligencia de la habitual. Revisó otras puertas y posibles rutas de entrada y salida que podía haber usado el asesino. Pero no encontró nada. No recordaba la última vez que un crimen tan complejo como aquél arrojaba tan pocas pruebas materiales.

Tras guardar su equipo, volvió a pensar en el caso de Benjamin Creeley y llamó a Suzanne, la esposa del fallecido, para decirle que varias personas habían entrado por la fuerza en su casa de Westchester.

—No lo sabía. ¿Tiene idea de qué se llevaron?

Sachs había visto varias veces en persona a la señora Creeley. Era delgada y fibrosa (salía a correr todos los días), tenía el cabello corto y muy rubio y una cara muy bonita.

—No parecía que faltara gran cosa. —Decidió no decirle nada del hijo de los vecinos. Tenía la impresión de que el chico se había llevado un buen susto. Haría lo que debía.

Le preguntó si habían quemado algo en la chimenea y Suzanne contestó que hacía tiempo que no iban por la casa.

—¿Qué cree que ha pasado?

—No lo sé. Pero cada vez parece más dudoso que su marido se suicidara. Ah, por cierto, tendrá que cambiar la cerradura de la puerta de atrás.

—Luego llamaré a alguien. Gracias, detective. Significa mucho para mí que me crea. En lo del suicidio de Ben.

Después de colgar, Sachs rellenó un impreso solicitando el análisis de la ceniza, el barro y otros restos procedentes de la casa de Creeley y guardó las pruebas por separado, sin mezclarlas con las del caso del Relojero. Cumplimentó luego las tarjetas de cadena de custodia y ayudó a Simpson y Rettig a cargar la furgoneta. La pesada barra de hierro tuvieron que plastificarla y cargarla entre dos.

Estaba cerrando la puerta de la furgoneta cuando levantó los ojos y miró al otro lado de la calle. El frío había ahuyentado a casi todos los curiosos, y le llamó la atención que un hombre se hubiera parado a leer el Post delante de un edificio en remodelación, en la calle Cedar, cerca de Chase Plaza.

Qué raro, pensó. Con este tiempo nadie se para a leer el periódico en una esquina. Si te preocupa la bolsa o tienes curiosidad por un suceso, pasas las hojas rápidamente, miras cuánto dinero has perdido o desde qué altura se precipitó el autobús de la parroquia y luego sigues tu camino.

No te paras en medio de la calle a mirar los ecos de sociedad.

No veía con claridad al hombre, medio oculto por el periódico y por un montón de escombros procedentes de la obra. Pero una cosa saltaba a la vista: sus botas. Eran de suela adherente, como las que habían dejado las huellas que había en la nieve, a la entrada del callejón.

Pensó qué podía hacer. Casi todos los agentes de policía se habían marchado. Simpson y Rettig iban armados, pero carecían de entrenamiento táctico y el sospechoso estaba al otro lado de una valla metálica de casi un metro de alto, colocada para un desfile que iba a celebrarse próximamente. Podía escapar con facilidad si Sachs se acercaba a él desde donde estaba, al otro lado de la calle.

Tendría que manejar la situación con más sutileza. Se acercó a Pulaski y le susurró:

—Hay un tipo a tus seis en punto. Quiero hablar con él. El del periódico.

—¿El asesino? —preguntó su ayudante.

—No lo sé. Puede ser. Vamos a hacer una cosa. Yo me subo a la unidad móvil, con el equipo, y les digo que me dejen en la esquina de la izquierda. ¿Sabes conducir un coche con marchas manuales?

—Claro.

Le dio las llaves de su Camaro rojo.

—Dirígete a la izquierda por Cedar, hacia Broadway, y avanza unos quince metros. Frena de golpe, sal del coche, salta la valla y vuelve hacia aquí.

—Quieres que se asuste.

—Exacto. Si sólo está leyendo el periódico, charlaremos un rato, comprobaremos su documentación y volveremos al trabajo. Si no, creo que dará media vuelta y echará a correr directamente hacia mis brazos. Tú síguele y cúbreme.

—Entendido.

Sachs simuló echar un último vistazo al lugar del crimen y subió luego a la voluminosa furgoneta marrón. Se inclinó hacia delante.

—Tenemos un problema.

Nancy Simpson y Frank Rettig la miraron. Simpson se desabrochó la chaqueta y puso la mano sobre la empuñadura de su pistola.

—No, no necesitas eso. Voy a contaros lo que pasa. —Les explicó la situación y a continuación le dijo a Simpson, que estaba sentada tras el volante—: Dirígete hacia la derecha. Al llegar al semáforo, tuerce a la izquierda y frena un poco para que me baje.

Pulaski subió al Camaro y al encender el motor no pudo resistirse a la tentación de pisar a fondo el acelerador hasta arrancar un provocativo ronroneo al tubo de escape.

—¿No quieres que paremos? —preguntó Rettig.

—No, sólo frenad. Quiero que el sospechoso crea que me marcho.

—Está bien —contestó Simpson—. Como tú digas.

La furgoneta se dirigió hacia la derecha. Sachs vio por el retrovisor que Pulaski arrancaba. Tranquila, se dijo. El motor del Camaro era un monstruo, pero su ayudante consiguió controlar la potencia del coche y arrancó suavemente, en dirección opuesta a la furgoneta.

Al llegar al cruce de Cedar con Nassau, la unidad móvil tomó el desvío y Sachs abrió la puerta.

—Sigue. No pares del todo.

Simpson mantuvo con destreza la furgoneta a velocidad constante.

—Buena suerte —le deseó a Sachs.

Ella saltó del vehículo con más ímpetu del que pretendía. Estuvo a punto de caer, recuperó el equilibrio y dio gracias al Departamento de Sanidad por la largueza con que había esparcido sal por las calles heladas. Echó a andar por la acera. El hombre del periódico estaba de espaldas a ella y no la vio.

Una manzana de distancia, y luego sólo media. Sachs se abrió la chaqueta y asió la Glock que llevaba en el cinturón. A unos quince metros del sospechoso, Pulaski frenó en seco junto a la acera, salió del coche y, sin que el individuo lo notara, saltó ágilmente la valla. Separados por una valla a un lado y por el edificio en obras al otro, le tenían rodeado.

Un buen plan.

Salvo por una cosa.

Al otro lado de la calle, frente a Sachs, había dos guardias armados, apostados delante del edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano. Los guardias les habían echado una mano en la escena del crimen y uno de ellos, al ver a Sachs, la saludó con la mano y gritó:

—¿Ha olvidado algo, detective?

Mierda. El hombre del periódico se giró y la vio.

Soltó el periódico, saltó la valla y echó a correr con todas sus fuerzas por el centro de la calle, hacia Broadway. Pulaski, que se había quedado al otro lado de la valla, intentó saltarla, pero tropezó y cayó aparatosamente a la calzada. Sachs se detuvo, pero al ver que no estaba herido salió corriendo tras el sospechoso. El policía se levantó y la siguió, pero el sospechoso les llevaba casi diez metros de ventaja y seguía ganando terreno.

Sachs cogió su radiotransmisor y pulsó el botón.

—Aquí detective cinco, ocho, ocho, cinco —dijo—, voy persiguiendo a pie a un sospechoso del homicidio del callejón de Cedar. Se dirige hacia el oeste por Cedar. No, esperen, ahora va por el sur de Broadway. Necesito refuerzos.

—Recibido, cinco, ocho, ocho, cinco. Enviamos unidades.

Algunos coches patrulla que estaban cerca de allí informaron de que se dirigían a cortar el paso al sospechoso.

No muy lejos de Battery Park, el hombre se detuvo de pronto y estuvo a punto de perder el equilibrio. Miró hacia su derecha, hacia el metro.

No, el metro no, pensó Sachs. Demasiados transeúntes y muy poco espacio.

No lo hagas.

El sospechoso echó otro vistazo hacia atrás y luego se lanzó escaleras abajo.

La detective se detuvo y le gritó a Pulaski:

—Ve tras él. —Respiró hondo—. Si dispara, ten mucho cuidado. Si no lo ves muy claro, deja que se vaya, no dispares.

El novato asintió, nervioso. Sachs sabía que nunca había estado en un tiroteo.

—¿Dónde vas…? —gritó Pulaski.

—¡Corre! —gritó ella.

Su compañero tomó aliento antes de echar a correr otra vez. Ella corrió hasta la entrada del metro y le vio bajar los escalones de tres en tres. Luego cruzó la calle, avanzó en dirección sur media manzana más y, sacando el arma, se apostó detrás de un quiosco de prensa.

Contó cuatro, tres, dos…

Uno.

Salió de detrás del quiosco y se volvió hacia la salida del metro en el instante en que el sospechoso subía corriendo las escaleras. Le apuntó con la pistola.

—No se mueva.

Los transeúntes comenzaron a chillar y a arrojarse al suelo. El sospechoso, en cambio, reaccionó con fastidio, quizá porque su truco no había funcionado. Sachs había deducido que posiblemente se dirigiría hacia allí. Le había parecido que su cara de sorpresa al ver el metro podía ser fingida. Lo cual la indujo a pensar que tal vez su intención había sido desde el principio dirigirse hacia el metro para despistarlos.

El hombre levantó las manos con indolencia.

—Al suelo, boca abajo.

—Vamos, yo…

—¡Al suelo! —gritó Sachs.

El sospechoso lanzó una ojeada a la pistola y obedeció. Exhausta por la carrera y agarrotada por el dolor de sus articulaciones, la detective apoyó la rodilla en medio de su espalda para esposarle. El hombre hizo un gesto de dolor, pero a ella no le importó. Estaba de un humor de perros.

—Tienen un sospechoso. En la escena del crimen.

*****

Lincoln Rhyme y Dennis Baker, el hombre que le dio esta interesante noticia, estaban sentados en el laboratorio del criminalista. Baker, un cuarentón fornido y guapo, teniente supervisor de Delitos Mayores, la división a la que pertenecía Sellitto, había recibido orden del ayuntamiento de detener al Relojero lo antes posible. Era, al parecer, uno de los que habían «insistido» en que Sellitto encomendara el caso a Rhyme y Sachs.

El criminalista arqueó una ceja. ¿Un sospechoso? Los criminales solían regresar al lugar del delito por diversos motivos, y Rhyme se preguntó si de veras Sachs habría atrapado al asesino.

Baker seguía hablando por el móvil, haciendo gestos afirmativos con la cabeza y escuchando con atención. El teniente, de asombroso parecido con el actor George Clooney, parecía dotado de una capacidad de concentración que, por estar desprovista de sentido del humor, hacía de él un excelente gestor policial y un tedioso compañero de copas.

—Conviene tenerlo de tu parte —le había dicho Sellitto a Rhyme justo antes de que Baker llegara de One Police Plaza, la sede del cuartel central de la policía de Nueva York.

—Muy bien, pero ¿va a liarla? —había preguntado Rhyme al desaliñado detective de la policía.

—Sí, aunque tú no lo notarás.

—Explícate.

—Quiere marcarse un buen tanto y cree que tú puedes ayudarle. Así que te dará toda la cuerda y el apoyo que necesites.

Lo cual estaba bien, porque andaban escasos de personal. El otro detective que solía ayudarles, Roland Bell, un sureño afincado en Nueva York, un tipo campechano, muy distinto a Rhyme en actitud, pero igual de metódico, estaba de vacaciones. Se había ido con sus dos hijos a Carolina del Norte, a visitar a su novia, que era sheriff en un pueblo de allí.

A menudo trabajaban también con Fred Dellray, un agente del FBI conocido por su labor como infiltrado y sus logros en la lucha antiterrorista. Dellray colaboraba frecuentemente con ellos en la investigación de homicidios, poniendo a su servicio los recursos del FBI sin las trabas habituales, a pesar de que entre las competencias de los federales no solían figurar asesinatos como los del Relojero. El FBI, sin embargo, estaba inmerso en una serie de investigaciones de fraudes empresariales del estilo de Enron y no daba abasto. Dellray participaba en una de ellas, de ahí que la presencia de Baker (por no hablar de su influencia en la Casa Grande) llegara como llovida del cielo.

Sellitto desconectó su móvil y explicó que Sachs estaba interrogando al sospechoso, que por lo visto no se mostraba muy dispuesto a cooperar.

El detective estaba sentado junto a Mel Cooper, el enjuto técnico forense, aficionado a los bailes de salón, al que siempre recurría Rhyme. Su destreza científica tenía un inconveniente para el propio Cooper: el criminalista podía llamarle a cualquier hora del día para que se encargara de la parte técnica de los casos en los que trabajaba. Esa mañana, al recibir su llamada en el laboratorio forense de Queens, Cooper había dudado un poco. Al parecer tenía pensado llevar a su novia y a su madre a Florida a pasar el fin de semana. Rhyme había respondido:

—Razón de más para que llegues lo antes posible, ¿no crees?

—Dentro de media hora estoy ahí.

Cooper se hallaba ahora sentado ante la mesa de examen del laboratorio de Rhyme, esperando las pruebas. Con la mano enguantada daba galletas a Jackson, que se había acurrucado a sus pies.

—No me haría ninguna gracia que algún pelo de perro contaminara las pruebas —rezongó Rhyme.

—Es una monada —respondió Cooper mientras se quitaba los guantes.

El criminalista siguió refunfuñando. «Monada» era una palabra que no figuraba en su vocabulario.

El teléfono de Sellitto volvió a sonar y el detective atendió la llamada y colgó.

—La víctima del muelle. La Guardia Costera y nuestros buzos no han encontrado el cadáver aún. Seguimos comprobando las denuncias de personas desaparecidas.

En aquel momento llegó la unidad móvil y Thom ayudó a un agente a trasladar las pruebas materiales que acababa de recoger Sachs.

Ya era hora.

Baker y Cooper acarrearon una pesada barra metálica envuelta en plástico.

El arma homicida del asesinato del callejón.

El agente de la brigada de Inspección Ocular les entregó las tarjetas de cadena de custodia, que firmó Cooper, y luego se despidió. Pero Rhyme no le prestó atención. Estaba observando las pruebas. Vivía para aquel instante. El accidente que le había dejado paralítico no había mermado su pasión (su adicción, más bien) por el deporte consistente en marcar a los criminales en un continuo uno contra uno. Y la cancha en la que se jugaba aquel deporte eran las pruebas materiales.

Se sentía ansioso, expectante.

Y también culpable.

Culpable porque no sentiría aquella euforia de no ser por la desgracia de otros: de la persona asesinada en el muelle y de Theodore Adams, y de los familiares y amigos de ambos. Se compadecía del dolor de aquellas personas, desde luego, pero era capaz de arrumbarlo en cualquier parte y abstraerse de él. Algunas personas le consideraban frío e insensible, y quizá tuvieran razón. Pero quienes despuntan en una disciplina lo hacen porque en ellos se dan cita por azar una serie de rasgos muy dispares. En el caso de Rhyme, la agudeza mental, la impaciencia y el afán incansable iban de la mano de otro atributo necesario en los mejores criminalistas: la distancia emocional.

Estaba mirando las cajas con los ojos entornados cuando entró Ron Pulaski. Había conocido a Pulaski cuando éste llevaba poco tiempo en el cuerpo y, a pesar de que el agente era un hombre casado y con dos hijos y de que hacía más de un año que se conocían, Rhyme seguía llamándole «el novato» para sus adentros. Algunos apodos no había forma de quitárselos de encima.

—Sé que Amelia ha detenido a alguien —declaró Rhyme—, pero, por si no es el asesino, no quiero perder el tiempo. —Se volvió hacia Pulaski—. Descríbeme el lugar de los hechos. Primero, el muelle.

—Está bien —contestó el joven con cierto nerviosismo—. El muelle está situado a la altura de la calle Veintidós, en el río Hudson. Se adentra unos quince metros en el mar y se encuentra a una altura de cinco metros y medio sobre el agua. El asesinato…

—¿Ya han encontrado el cuerpo?

—Creo que no.

—Querrás decir entonces el presunto asesinato, ¿no?

—Exacto. Sí, señor. El presunto asesinato tuvo lugar en la punta del muelle, es decir, en su lado oeste, en algún momento entre las seis de la tarde de ayer y las seis de esta mañana. El muelle estaba cerrado en esos momentos.

*****

Las pruebas materiales eran muy escasas: sólo la uña, perteneciente con toda probabilidad a un hombre, y la sangre, que, tras su análisis por parte de Mel Cooper, resultó ser humana y del grupo AB positivo, lo que significaba que el plasma de la víctima contenía antígenos (proteínas) A y B y carecía de anticuerpos anti-A y anti-B. Contenía, además, otra proteína, la Rh. Por su combinación de antígenos AB y Rh positivo, la sangre de la víctima pertenecía al tercer grupo sanguíneo menos frecuente, sólo presente en un 3,5 por ciento de la población. Análisis posteriores confirmaron que la víctima era un varón.

Concluyeron, asimismo, que seguramente era mayor y que tenía problemas coronarios, puesto que estaba tomando un anticoagulante: un fluidificante de la sangre. No había rastros de otros fármacos, ni indicios de infección o enfermedad en la sangre.

Tampoco había huellas dactilares, pisadas u otras pruebas materiales en el lugar del crimen, ni marcas de neumáticos en sus proximidades, aparte de las dejadas por los vehículos de los empleados del muelle.

Sachs había recogido un trozo de alambrada y, al examinar sus bordes cortados, Cooper determinó que el asesino había utilizado, al parecer, un alicate corriente. Si encontraban la herramienta podrían comparar sus marcas con las presentes en la muestra, pero no había modo de seguir la pista de los alicates basándose únicamente en su huella.

Rhyme echó un vistazo a las fotografías del lugar de los hechos, deteniéndose especialmente en el dibujo que había trazado la sangre al esparcirse por el muelle. Dedujo que la víctima había estado colgada del borde del embarcadero, a la altura del pecho, y que se había agarrado con desesperación a las planchas de madera del suelo, hundiendo los dedos entre sus ranuras. Las marcas de uñas dejaban claro que, llegado cierto momento, no había podido seguir agarrándose. El criminalista se preguntó cuánto tiempo habría aguantado.

Hizo lentamente un gesto afirmativo con la cabeza.

—Háblame del otro sitio.

—Está bien —contestó Pulaski—. El homicidio tuvo lugar en un callejón que desemboca en la calle Cedar, cerca de Broadway. Un callejón sin salida, de cuatro metros y medio de ancho y treinta y dos de largo, con el suelo de adoquines.

El cuerpo, recordó Rhyme, estaba a menos de cinco metros de la entrada del callejón.

—¿A qué hora se produjo la muerte?

—Ocho horas antes de que se encontrara el cadáver, como mínimo, según declaró el forense de guardia. El cuerpo sufría una grave hipotermia, de modo que aún tardaremos algún tiempo en concretar la hora exacta de la muerte. —Pulaski tenía la mala costumbre de hablar como un portavoz policial.

—Amelia ya me ha hablado de la puerta de servicio y de las salidas de emergencia del callejón. ¿Habéis preguntado a qué hora se cierran por la noche?

—Tres de los edificios tienen actividad comercial. Dos de ellos cierran las puertas de servicio a las ocho y media. El otro, a las diez. El cuarto es un edificio de oficinas de la administración pública. Esa puerta se cierra a las seis. La basura se recoge a las diez.

—¿A qué hora se descubrió el cadáver?

—En torno a las siete de la mañana.

—De acuerdo, entonces la víctima llevaba muerta al menos ocho horas, la última puerta se cerró a las diez y a esa misma hora se recogió la basura. Así pues, el asesinato tuvo que producirse, pongamos, entre las diez y cuarto y las once de la noche. ¿Qué hay de los coches aparcados?

—He anotado el número de matrícula de todos los vehículos aparcados en un radio de dos manzanas. —Pulaski sacó una inmensa libreta.

—¿Qué demonios es eso?

—Eh, he hecho algunas anotaciones sobre los vehículos. Pensé que podía ser útil. Ya sabe, dónde estaban aparcados, si había algo sospechoso en ellos…

—Una pérdida de tiempo. Sólo necesitábamos los números de las matrículas para conseguir el nombre y la dirección de sus dueños —explicó Rhyme—. Debemos cotejar los datos de Tráfico con los del Centro Nacional de Información sobre Delitos y otras bases de datos. No nos interesa si esos coches necesitaban un arreglo de chapa y pintura, si tenían los neumáticos en mal estado o si había pipas de fumar crack en el asiento de atrás… Y bien, ¿lo has hecho?

—¿Si he hecho qué?

—Cotejar los números de matrícula.

—Todavía no.

Cooper se conectó a Internet, pero no encontró mandamientos judiciales expedidos a nombre de los titulares de los vehículos. A instancias de Rhyme, comprobó también si se había puesto alguna multa de aparcamiento en esa zona en torno a la hora del asesinato. No había ninguna.

—Busca el nombre de la víctima, Mel. ¿Hay alguna orden judicial? ¿Algún dato sobre él?

Sobre Theodore Adams no pesaba ningún mandamiento judicial, y Pulaski les informó de que, según su hermana, el fallecido no tenía enemigos ni problemas personales que pudieran haber ocasionado el asesinato.

—Pero ¿por qué esas víctimas? —se preguntó Rhyme—. ¿Fueron elegidas al azar? Sé que Dellray está ocupado, pero esto es importante. Llamadle y decidle que haga averiguaciones sobre Adams. A ver si los federales tienen algo sobre él.

Sellitto llamó a la sede del FBI y consiguió que le pasaran con Dellray. El agente estaba de mal humor por culpa del caso de fraude fiscal que le habían asignado (aquel «puto atolladero»), pero aun así echó un vistazo a las bases de datos federales y a los expedientes de los casos en trámite de investigación, sin ningún resultado: no se sabía nada sobre Theodore Adams.

—De acuerdo —dijo Rhyme—, hasta que averigüemos algo, vamos a dar por sentado que el asesino es un loco y que elige a sus víctimas al azar. —Miró las fotografías entornando los ojos—. ¿Dónde coño están los relojes?

Una llamada a la brigada de artificieros bastó para confirmar que no se había detectado ningún agente tóxico ni biológico en los relojes, y que éstos iban de camino hacia allí.

El dinero que había en el portabilletes dorado parecía recién salido de un cajero automático. Los billetes estaban limpios, pero Cooper encontró algunas huellas en el clip que los sujetaba. Por desgracia, su cotejo con la base de datos del IAFIS, el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares del FBI, no arrojó ningún resultado. Lo mismo ocurrió con las escasas huellas presentes en las monedas que Adams llevaba en el bolsillo. Los billetes, según descubrieron mediante su número de serie, no habían sido marcados por el Departamento del Tesoro por su posible implicación en blanqueo de capitales u otros delitos.

—¿Y la arena? —preguntó Rhyme, refiriéndose al agente de ocultación.

—Es del tipo corriente —contestó Cooper sin levantar la vista del microscopio—. De la que se usa en los parques infantiles, no arena de obra. Voy a analizarla, por si hubiera algún rastro material.

Rhyme recordó que Sachs le había dicho que en el muelle no había arena. ¿Se debía ello a que el asesino tenía previsto volver al callejón, como suponía Sachs? ¿O era simplemente porque en el muelle no hacía falta, puesto que el brutal viento del Hudson se encargaría de barrer el escenario del crimen?

—¿Qué hay de la barra de apuntalar? —preguntó Rhyme.

—¿La qué?

—La barra que aplastó el cuello de la víctima. Es una barra de apuntalar agujereada en los extremos. —El criminalista había hecho un estudio minucioso de los materiales de construcción que se usaban en la ciudad, dado que una forma muy corriente de deshacerse de los cadáveres era dejarlos en los solares en obras.

Cooper y Sellitto colocaron la barra de casi treinta y siete kilos sobre la mesa de examen, después de pesarla. Medía cerca de un metro ochenta de largo, dos centímetros y medio de grosor y casi ocho de ancho. Tenía un agujero practicado en cada extremo.

—Se utilizan principalmente en la construcción de barcos y el montaje de maquinaria pesada, grúas, antenas y puentes.

—Creo que es el arma homicida más pesada que he visto nunca —comentó Cooper.

—¿Más que un Suburban? —preguntó el criminalista, para el que la precisión lo era todo. Se refería al caso de la esposa que, unos meses antes, había atropellado a su marido infiel con un enorme todoterreno, en plena Tercera Avenida.

—Ah, eso… Es mi hombre —canturreó Cooper con chillona voz de tenor. Luego buscó huellas dactilares y, al no encontrar ninguna, limó la barra para extraer algunas virutas de metal—. Seguramente es hierro. Veo rastros de óxido. —El análisis químico confirmó su sospecha.

—¿No hay marcas que permitan rastrear su origen?

—No.

Rhyme hizo una mueca.

—Eso sí que es un problema. Tiene que haber unos cincuenta sitios de los que podría proceder, sólo en el área metropolitana… Pero, espera. Amelia dijo que había una obra cerca de allí.

—Ah, sí —dijo Pulaski—. Me hizo comprobarlo, y no están usando barras metálicas como ésa. Olvidé decírselo.

—Conque se te olvidó, ¿eh? —masculló Rhyme—. Pues yo sé que el ayuntamiento está haciendo una obra importante en el puente de Queensboro. Probemos allí. Llama al encargado de la obra —añadió dirigiéndose a Pulaski— y averigua si están usando barras como ésa y si les falta alguna.

El novato asintió con un gesto y sacó su teléfono móvil.

Cooper echó un vistazo a los resultados del análisis de la arena.

—Bien, aquí hay algo. Sulfato de talio.

—¿Qué es eso? —preguntó Sellitto.

—Matarratas —contestó Rhyme—. Aquí está prohibido, pero a veces puede encontrarse en comunidades de inmigrantes, o en edificios donde trabaja población extranjera. ¿Está muy concentrado?

—Mucho, sí. Y no aparece en los residuos y el sustrato de control que recogió Amelia. Lo que significa que seguramente procede de algún otro lugar en el que estuvo el asesino.

—Puede que esté planeando cargarse a alguien con matarratas —sugirió Pulaski mientras esperaba a que atendieran su llamada.

Rhyme negó con la cabeza.

—Es poco probable. El matarratas no es fácil de administrar y además hace falta una dosis muy alta para matar a una persona. Pero puede que nos conduzca hasta el asesino. Averiguad si últimamente se ha confiscado algún cargamento o si ha habido alguna denuncia en la agencia medioambiental del ayuntamiento.

Cooper se encargó de hacer las llamadas.

—Echemos un vistazo a la cinta aislante —ordenó Rhyme.

Tras examinar los rectángulos de cinta gris satinada que habían servido para atar y amordazar a Theodore Adams, el técnico concluyó que se trataba de cinta corriente, de la que se vendía en miles de ferreterías, droguerías y supermercados de todo el país. El análisis del pegamento reveló muy escasos rastros materiales: apenas un par de granos de sal de la que se utilizaba para fundir la nieve, idéntica a las muestras recogidas por Sachs en las inmediaciones de la escena del crimen, y la arena que el Relojero había esparcido para facilitarse la limpieza de las pruebas materiales.

Decepcionado, Rhyme fijó su atención en las fotografías del cuerpo de Adams que había tomado Sachs. Luego acercó su silla de ruedas a la mesa de examen y observó la pantalla.

—Fíjate en los bordes de la cinta.

Cooper apartó la vista de las fotografías digitales y miró la cinta.

—Qué interesante —comentó.

Lo que había llamado su atención era que las tiras habían sido cortadas y colocadas con extrema precisión. Normalmente el agresor las arrancaba del rollo con los dedos o las cortaba con los dientes (lo que solía dejar rastros de saliva cargados de ADN) y envolvía chapuceramente con ellas las muñecas, los tobillos y la boca de la víctima. Las tiras usadas por el Relojero, en cambio, estaban perfectamente cortadas con un objeto afilado y eran todas de la misma longitud.

Ron Pulaski dejó de hablar por teléfono y anunció:

—No están usando barras con aberturas a los lados en la obra del puente.

Bueno, Rhyme no esperaba respuestas fáciles.

—¿Y la cuerda que sujetaba la víctima?

Cooper le echó una ojeada y a continuación buscó en varias bases de datos. Sacudió la cabeza.

—Es del tipo corriente.

Rhyme indicó con la cabeza varias pizarras blancas que había en un rincón del laboratorio.

—Hay que empezar con los diagramas. Ron, ¿tienes buena letra?

—Bastante buena, sí.

—Eso es lo único que hace falta. Escribe tú.

*****

Cuando dirigía la investigación de un caso, Rhyme elaboraba cuadros sinópticos en los que incluía todas las pruebas que encontraban. Para él eran como bolas de cristal: mirando las anotaciones, las fotografías y los gráficos, intentaba comprender quién podía ser el asesino, dónde se escondía y dónde volvería a atacar. Contemplar sus pizarras era lo más parecido a la meditación que conocía Lincoln Rhyme.

—Vamos a utilizar el apodo del asesino como encabezamiento, ya que ha tenido la gentileza de decirnos cómo quiere que le llamemos.

Mientras Pulaski escribía lo que le dictaba Rhyme, Cooper tomó un tubo que contenía una muestra minúscula de algo que parecía tierra. La examinó a través del microscopio, empezando por un aumento de 4x (en lo tocante a instrumentos ópticos, la regla número uno es empezar por los aumentos más bajos; si empiezas por los más altos, acabas viendo imágenes abstractas, interesantes desde un punto de vista estético, pero inservibles para la investigación forense).

—Parece tierra común. Voy a ver qué más contiene. —Preparó una muestra para el cromatógrafo y espectrómetro de masas, una aparatosa máquina que separaba e identificaba distintas sustancias presentes en las muestras materiales.

Cuando estuvieron listos los resultados, Cooper miró la pantalla del ordenador y anunció:

—Bueno, hay algunos aceites, nitrógeno, urea, cloro… y proteínas. Esperad, voy a sacar la secuencia. —Un momento después, su ordenador arrojó nuevos datos—. Es proteína de pescado.

—Así que puede que el asesino trabaje en un restaurante especializado en pescados —dijo Pulaski con entusiasmo—. O que tenga un puesto de pescado en el barrio chino. O no, esperad, quizá sea pescadero en un supermercado.

—Ron —dijo Rhyme—, ¿alguna vez has oído decir a un orador «antes de empezar, me gustaría decir algo»?

—Eh… Creo que sí.

—¿Y a que suena un poco raro? Porque si ya está hablando, es que ya ha empezado.

Pulaski levantó una ceja.

—Lo que quiero decir es que, antes de empezar a analizar una prueba, hay que hacer otra cosa.

—¿Cuál?

—Averiguar de dónde procede la muestra. Así que ¿dónde recogió Sachs esa tierra con proteína de pescado?

El joven agente miró la etiqueta.

—Ah.

—¿Y dónde es eso?

—Dentro de la chaqueta de la víctima.

—Así que ¿de quién puede decirnos algo el análisis de la prueba?

—De la víctima, no del asesino.

—¡Exacto! ¿Sirve de algo saber que tenía esos residuos en la chaqueta? Quién sabe. Puede que sí. Pero lo importante es que no debemos apresurarnos a mandar a nuestras tropas a todas las pescaderías de Nueva York. ¿Te parece sensato, Ron?

—Muy sensato.

—Cuánto me alegro. Anota lo de la tierra con residuos de pescado debajo del perfil de la víctima y pasemos a otra cosa, ¿quieres? ¿Cuándo nos mandará su informe el forense?

—Quizá tarde un poco —contestó Cooper—. Estamos casi en Navidad.

—Época de asesinatos —canturreó Sellitto.

Pulaski arrugó el ceño.

—Las épocas del año más propicias para el asesinato —explicó Rhyme— son las olas de calor y las fiestas de Navidad. Recuerda, Ron: el estrés no mata a la gente. Es la gente la que se mata entre sí, pero impulsada por el estrés.

—Aquí hay algunas fibras de color marrón —anunció Cooper. Miró las notas pegadas a la bolsa—. Proceden del talón del zapato de la víctima y la correa de su reloj de pulsera.

—¿Qué clase de fibras?

Cooper las examinó atentamente e introdujo su perfil en la base de datos del FBI.

—De automóvil, según parece.

—Es lógico que el asesino fuera en coche: no se puede llevar una barra de hierro de treinta y siete kilos en el metro. Así que aparcó delante del callejón y arrastró a la víctima hasta el lugar de su muerte. ¿Qué sabemos del vehículo?

Resultó que no sabían gran cosa. La fibra procedía de las alfombrillas que utilizaban más de cuarenta modelos de coches, camionetas y todoterrenos. En cuanto a las huellas de neumáticos, la parte del callejón donde había aparcado el asesino estaba cubierta de sal, y ésta había impedido el contacto total de las bandas de rodamiento con los adoquines y, por tanto, la toma de huellas.

—En lo tocante al vehículo, un cero mayúsculo. En fin, vamos a ver su nota de amor.

Cooper sacó la hoja de papel blanco del sobre de plástico.

La Luna Fría llena está en el cielo.
Sobre el cadáver de la tierra,
su brillo marca la hora de morir,
el fin del viaje que se inició al nacer.

EL RELOJERO

—¿Y lo está? —preguntó Rhyme.

—¿Si está qué? —preguntó Pulaski como si se hubiera perdido algo.

—Llena la luna, obviamente. Hoy.

Pulaski hojeó el New York Times de Rhyme.

—Sí, hay luna llena.

—¿Por qué ha puesto «Luna Fría» en mayúsculas? —preguntó Dennis Baker.

Cooper hizo una búsqueda rápida en Internet.

—Es un mes del calendario lunar. Nosotros usamos el solar, de trescientos sesenta y cinco días al año, basado en el sol. El calendario lunar marca el tiempo de luna nueva en luna nueva. Los nombres de la luna describen el ciclo de nuestras vidas desde el nacimiento hasta la muerte. Su designación procede de distintos hitos del año: la Luna de la Fresa es en primavera, la de la Cosecha y la del Cazador, en otoño. La Luna Fría es en diciembre, el mes de la hibernación y de la muerte.

Como había hecho notar Rhyme poco antes, los criminales que utilizaban como referencia la luna o algún otro motivo astrológico solían ser asesinos en serie. Algunos estudios sugerían que la luna podía inducir a ciertas personas al asesinato; el criminalista creía, sin embargo, que ello se debía tan sólo a la influencia de la sugestión, como cuando aumentaron súbitamente las presuntas abducciones alienígenas justo después del estreno de Encuentros en la tercera fase, la película de Steven Spielberg.

—Busca el apodo del Relojero en las bases de datos, junto con «Luna Fría». Ah, y busca también los otros meses lunares.

Tras diez minutos buscando en el Programa de Detención de Criminales Violentos y en el Centro Nacional de Información sobre Delitos, así como en diversas bases de datos estatales, no encontraron ninguna coincidencia.

Rhyme pidió a Cooper que averiguara de dónde procedía el poema. El técnico miró en docenas de páginas web dedicadas al arte poético, pero no encontró nada que se le pareciera. Llamó, además, a un profesor de literatura de la Universidad de Nueva York que colaboraba ocasionalmente con ellos. El poema no le sonaba de nada. O pertenecía a un autor tan poco conocido que no aparecía en ningún motor de búsqueda de Internet o, más probablemente, era obra del propio Relojero.

—En cuanto a la nota misma —dijo Cooper—, está impresa en papel normal de impresora láser. La tinta es de una Hewlett-Packard normal y corriente.

Rhyme sacudió la cabeza, molesto por la falta de pistas. Si el Relojero era, en efecto, un asesino cíclico, podía estar vigilando a su siguiente víctima (o incluso matándola) en ese preciso instante.

Un momento después entró Amelia Sachs quitándose la chaqueta. Le presentaron a Dennis Baker, que dijo estar encantado con su colaboración. Su fama la precedía, añadió el teniente (que no llevaba anillo de casado), sonriendo con coquetería. Sachs respondió con un enérgico y profesional apretón de manos. Aquello era el pan de cada día para una mujer perteneciente al cuerpo de policía.

Rhyme la puso al corriente de lo que habían descubierto hasta ese momento.

—No es mucho —masculló ella—. El tipo es muy hábil.

—¿Es cierto que han detenido a un sospechoso? —preguntó Baker.

Sachs señaló hacia la puerta.

—Dentro de un momento estará aquí. Echó a correr cuando intentamos hablar con él, pero no creo que sea nuestro hombre. Me he informado sobre él. Está casado, es corredor de bolsa y lleva cinco años trabajando en la misma empresa. No hay ninguna orden judicial contra él. Ni siquiera creo que pudiera con eso. —Señaló con la cabeza la barra de hierro.

Llamaron a la puerta.

Detrás de Sachs, dos agentes uniformados hicieron entrar a un tipo esposado cuyo rostro reflejaba congoja. Ari Cobb era un hombre de negocios atractivo, de unos treinta y cinco años, de los que se veían a montones en Nueva York. Era de complexión delgada y llevaba un bonito abrigo, posiblemente de cachemira, que se había manchado, cabía suponer, en el momento de su detención.

—¿Qué tiene que decirnos? —le preguntó Sellitto hoscamente.

—Como le he dicho a ella —contestó Cobb, señalando a Sachs con la cabeza—, anoche iba caminando hacia el metro por la calle Cedar cuando se me cayó algún dinero. Ése que está ahí. —Indicó los billetes y el clip metálico—. Esta mañana, cuando me di cuenta, volví a buscarlo y vi allí a la policía. No sé, simplemente quería pasar desapercibido. Soy corredor de bolsa. Tengo clientes muy sensibles a la publicidad. Podía perjudicarme profesionalmente. —Sólo entonces pareció darse cuenta de que Rhyme estaba en una silla de ruedas. Parpadeó una sola vez, se repuso y volvió a adoptar una expresión indignada.

Al registrar su ropa no encontraron arena de grano fino, sangre u otros restos materiales que pudieran relacionarle con los asesinatos. Rhyme, lo mismo que Sachs, dudaba de que fuera el Relojero, pero dada la gravedad de los crímenes no pensaba dejar nada al azar.

—Tomadle las huellas —ordenó.

Así lo hizo Cooper, que descubrió que las huellas presentes en el portabilletes eran suyas, en efecto. Una consulta a la base de datos de Tráfico bastó para comprobar que Cobb no tenía coche, y una llamada a la compañía de su tarjeta de crédito demostró que tampoco había alquilado uno recientemente, al menos por ese medio.

—¿En qué momento se le cayó el dinero? —preguntó Sellitto.

Cobb les explicó que la tarde anterior había salido del trabajo a eso de las siete y media. Había tomado unas copas con unos amigos y luego, en torno a las nueve, se había ido a pie al metro. Recordaba haber sacado del bolsillo un bono de metro cuando pasaba por la calle Cedar. Seguramente fue entonces cuando perdió el portabilletes. Siguió luego hasta la estación y llegó a su casa, en el Upper East Side, a las diez menos cuarto, aproximadamente. Como su mujer estaba de viaje de negocios, se fue a cenar solo a un bar que había cerca de su apartamento. Volvió a casa sobre la una.

Sellitto hizo algunas llamadas para verificar su relato. El guardia de noche de su oficina confirmó que Cobb se había marchado a las siete y media, un recibo de su tarjeta bancaria demostró que había estado en un bar de la calle Water en torno a las nueve de la noche, y el portero de su edificio y un vecino confirmaron que había regresado a su apartamento a la hora a la que afirmaba haberlo hecho. Parecía, por tanto, imposible que hubiera secuestrado a dos víctimas, hubiera matado a una de ellas en el muelle y hubiera preparado luego la muerte de Theodore Adams en el callejón, todo ello entre las nueve y cuarto y la una de la madrugada.

—Estamos investigando un crimen muy grave. Ocurrió cerca de donde estuvo usted anoche. ¿Se fijó en algo que pueda sernos de ayuda?

—No, en nada. Les juro que les ayudaría, si pudiera.

—El responsable podría perpetrar otro asesinato, ¿sabe?

—Lo siento mucho —contestó, aunque su expresión contradecía sus palabras—. Pero me asusté. Y eso no es un delito.

Sellitto miró a los guardias.

—Llévenle fuera un minuto.

Al marcharse Cobb, Baker masculló:

—Una pérdida de tiempo.

Sachs sacudió la cabeza.

—Sabe algo. Tengo una corazonada.

Rhyme delegaba en la detective todo lo relativo a lo que él, con cierta condescendencia, llamaba la parte «social» del trabajo policial: el trato con los testigos, los aspectos psicológicos y, cómo no, las corazonadas.

—Está bien —dijo—. Pero ¿qué hacemos con tu corazonada?

No fue Sachs quien respondió, sino Lon Sellitto, que dijo:

—Tengo una idea.

El detective se abrió la chaqueta, dejando al descubierto una camisa sumamente arrugada, y sacó su teléfono móvil.