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12:48 horas

Era un día de diciembre no muy frío, pero la vieja caldera de la casa de Rhyme se había averiado y en el laboratorio de la planta baja todos se habían envuelto en gruesas chaquetas. Cada vez que respiraban salían nubecillas de vaho de sus bocas y las protuberancias de sus caras habían adquirido un color rojo brillante. Amelia Sachs llevaba dos jerséis y Pulaski lucía una chaqueta verde acolchada de la que colgaban, como medallas de un soldado veterano, varios boletos del telesilla de Killington.

Un policía esquiador, se dijo Rhyme. Parecía extraño, aunque no sabía por qué exactamente. Tal vez fuera por el peligro que entrañaba lanzarse a toda velocidad por una montaña con una pistola de nueve milímetros y gatillo ultrasensible bajo el mono de esquí.

—¿Dónde se ha metido el técnico de la caldera? —le preguntó a su ayudante con aspereza.

—Dijo que vendría entre la una y las cinco. —Thom llevaba una chaqueta de tweed que le había regalado Rhyme la Navidad anterior, y una bufanda de cachemira morada, obsequio de Sachs.

—Ah, entre la una y las cinco. La una y las cinco. ¿Sabes qué te digo? Que le llames y…

—Eso fue lo que dijo…

—No, escucha. Llámale y dile que nos han notificado que hay un asesino psicópata suelto en este barrio y que intentaremos atraparlo entre la una y las cinco. A ver qué le parece.

—Lincoln —repuso con paciencia su ayudante—, no me…

—¿Sabe a qué nos dedicamos? ¿Sabe lo que intentamos proteger, a quién servimos? Llámale y díselo.

Pulaski vio que Thom no echaba mano del teléfono.

—Eh, ¿quieres que lo haga yo? —preguntó—. Llamar, quiero decir.

Ah, la ingenuidad de la juventud…

Thom contestó:

—No le hagas caso. Es como un perro dando saltos. Ignóralo y parará.

—¿Como un perro? —preguntó Rhyme—. ¿Yo soy un perro? Resulta un poco irónico, ¿no crees, Thom? Porque eres tú el que está mordiendo la mano que te da de comer. —Satisfecho con su réplica, añadió—: Dile al técnico que creo que estoy sufriendo una hipotermia. Lo creo de verdad, por cierto.

—Entonces, ¿puede sentir…? —preguntó el novato, y se paró en seco.

—Sí, claro que puedo sentirme incómodo, Pulaski, ya lo creo que sí.

—Perdón, no sé en qué estaba pensando.

—Oye, ¡enhorabuena! —exclamó Thom, riendo.

—¿Por qué? —preguntó el novato.

—Has subido de rango: ahora ya te llama por tu apellido. Empieza a pensar en ti como en un ser algo más evolucionado que una babosa. Así es como llama a la gente que de verdad le gusta. Yo, por ejemplo, soy Thom a secas. Eternamente Thom.

—Pero pídele perdón una sola vez más y volverá a degradarte —le dijo Sachs al novato.

Un momento después sonó el timbre y Thom a secas fue a abrir.

Rhyme miró el reloj. Era la una y dos minutos. ¿Sería posible que el técnico llegara puntual?

Pero, naturalmente, no fue así. Era Lon Sellitto, que al entrar hizo amago de quitarse el abrigo y enseguida cambió de idea. Miró el aliento que exhalaba su boca.

—Por Dios, Linc, con lo que te paga el ayuntamiento puedes permitirte encender la calefacción, ¿sabes? ¿Eso es café? ¿Está caliente?

Thom le sirvió una taza y el detective la agarró con una mano mientras con la otra abría su maletín.

—Por fin lo he encontrado. —Señaló con la cabeza lo que había sacado: una vieja carpetilla estropeada por manchas de tinta descolorida y anotaciones a lápiz, muchas de ellas tachadas, que demostraban los muchos usos a los que había sido sometida como consecuencia de la política de ahorro municipal.

—¿El informe Luponte? —preguntó Rhyme.

—Exacto.

—Lo quería la semana pasada —refunfuñó el criminalista, al que, a causa del frío, le escocía el interior de la nariz. Quizá le dijera al técnico que tardaría entre uno y cinco meses en abonar la factura. Miró el expediente—. Casi me había dado por vencido. Sé lo mucho que te gustan los tópicos, Lon. ¿Te suena la frase «Tarde, mal y nunca»?

—No —contestó cordialmente el detective—. Me suena más otra que dice: «Si le haces un favor a alguien y encima se queja, que le jodan».

—Ésa es buena —reconoció Lincoln Rhyme.

—El caso es que no me dijiste hasta qué punto era reservado. Tuve que averiguarlo por mi cuenta y pedirle a Ron Scott que lo buscara.

Rhyme no despegó la mirada del detective mientras éste abría el expediente y empezaba a hojearlo. Se preguntaba con intenso desasosiego qué encontraría dentro. Podía ser bueno, o espantoso.

—Debería haber un informe oficial. Búscalo.

Sellitto siguió hojeando el expediente. Por fin levantó un documento. En la portada había una etiqueta vieja, escrita a máquina, en la que se leía: «Anthony C. Luponte, subcomisario». El dossier estaba sellado con una descolorida tira de cinta roja que decía: «Reservado».

—¿Lo abro? —preguntó Sellitto.

Rhyme hizo girar los ojos.

—Linc, avísame cuando recuperes el buen humor, ¿quieres?

—Ponlo en el atril. Por favor y gracias.

Sellitto rompió la cinta y le pasó el cuadernillo a Thom.

El ayudante colocó el informe en un artilugio semejante a un atril para libros de cocina. Llevaba sujeto un brazo de goma que pasaba las páginas cuando Rhyme se lo ordenaba moviendo ligeramente el dedo sobre su mando táctil. Comenzó a hojear y a leer el documento, intentando dominar la tensión que sentía.

—¿Luponte? —Sachs levantó la vista de una mesa de pruebas.

Rhyme pasó otra página.

—Eso es.

Siguió leyendo párrafo tras párrafo de densa jerga administrativa.

Vamos, pensó con fastidio. Id de una vez al grano.

¿Sería bueno o malo lo que descubriera?

—¿Tiene algo que ver con el Relojero? —preguntó ella.

De momento no tenían ninguna pista sobre el asesino, ni en Nueva York, ni en California, donde Kathryn Dance había empezado a investigar por su cuenta.

—No, nada que ver —contestó Rhyme.

Sachs meneó la cabeza.

—Pero lo querías por eso.

—No, eso fue lo que tú diste por sentado.

—¿De qué se trata, entonces? ¿De otro caso? —insistió ella. Miró las pizarras, que revelaban la progresión de varios casos archivados que estaban investigando.

—De ésos, no.

—¿De cuál, entonces?

—Podría decírtelo mucho antes si no me interrumpieras tanto.

Sachs suspiró.

El criminalista llegó por fin a la sección que buscaba. Haciendo una pausa, miró por la ventana las ramas marrones y diáfanas que poblaban Central Park. Creía, en el fondo, que el informe le diría lo que quería oír, pero Lincoln Rhyme era un científico antes que nada y desconfiaba de sus corazonadas.

La verdad es la única meta…

¿Qué verdades le revelarían aquellas palabras?

Volvió a mirar el atril y leyó rápidamente un pasaje. Luego lo leyó otra vez.

Pasado un momento le dijo a Sachs:

—Quiero leerte una cosa.

—De acuerdo. Te escucho.

Rhyme movió el dedo derecho sobre el ratón táctil y las páginas volvieron atrás.

—Esto es de la primera página. ¿Me escuchas?

—Ya te he dicho que sí.

—Bien. «Esta actuación ha de mantenerse en secreto. Entre el dieciocho y el veintinueve de junio de 1974, una docena de agentes de policía de Nueva York fueron enjuiciados por un gran jurado, acusados de extorsionar a comerciantes y empresarios de Manhattan y Brooklyn y de aceptar sobornos a cambio de obstaculizar la investigación de diversos delitos. Asimismo, cuatro agentes fueron procesados por agresiones relacionadas con dichos actos de extorsión. Esos doce agentes eran miembros de lo que se conoce como el Club de la Avenida Dieciséis, nombre que se ha convertido en sinónimo de corrupción policial, un delito deplorable».

Rhyme notó que Sachs empezaba a respirar agitadamente. Al levantar los ojos la vio mirando el dossier como miraría una niña una serpiente en el jardín.

Siguió leyendo:

—«No hay confianza mayor que la depositada por los ciudadanos estadounidenses en los efectivos de la policía encargados de salvaguardar su seguridad. Los agentes del Club de la Avenida Dieciséis conculcaron imperdonablemente esa confianza sagrada y no sólo perpetuaron los delitos que debían impedir, sino que dañaron de manera incalculable la estimación pública de sus valerosos y sacrificados compañeros de filas. Por consiguiente, yo, el alcalde de Nueva York, concedo por el presente documento la Medalla al Valor a los siguientes agentes de policía, por sus esfuerzos a la hora de llevar a dichos malhechores ante la justicia: patrullero Vincent Pazzini, patrullero Herman Sachs y detective de tercer grado Lawrence Koepel».

—¿Qué? —murmuró Sachs.

Rhyme continuó leyendo:

—«Cada uno de dichos agentes arriesgó su vida en diversas ocasiones trabajando de incógnito a fin de procurar a la policía la información que necesitaba para identificar a los responsables de la trama y recabar pruebas susceptibles de utilizarse en un juicio. Debido al peligro que entraña su labor, estas condecoraciones se otorgan confidencialmente, y el expediente correspondiente a la investigación quedará sellado con objeto de preservar la seguridad de esos tres valerosos agentes y sus familias. Pueden tener la certeza, sin embargo, de que, aunque sus esfuerzos no alcancen reconocimiento público, la gratitud de este ayuntamiento en nada se ve mermada por ello».

Amelia Sachs le miraba atentamente.

—¿Mi padre…?

Rhyme señaló el expediente con la cabeza.

—Tu padre era de los buenos, Sachs. Fue uno de los tres que salieron indemnes. Sólo que no estaba implicado. Trabajaba para Asuntos Internos. Era para el Club de la Avenida Dieciséis lo que tú para la banda del Saint James, sólo que él trabajaba infiltrado.

—¿Cómo lo has sabido?

—No lo sabía. Recordaba algo acerca del informe Luponte y los procesos anticorrupción, pero no sabía que tu padre estuviera implicado. Por eso quería verlo.

—¿Qué te parece? —dijo Sellitto mientras masticaba un pedazo de tarta de moca.

—Sigue mirando, Lon. Hay algo más.

El detective rebuscó en la carpeta y encontró un diploma y una medalla. Era una Medalla al Valor del Departamento de Policía de Nueva York, una de las condecoraciones de mayor rango que concedía el cuerpo. Sellitto se la pasó a Sachs. Con los ojos y los labios entornados, ella leyó el diploma de pergamino sin enmarcar que llevaba el nombre de su padre. La medalla colgaba de sus dedos trémulos.

—Qué bonito —comentó Pulaski, indicando el diploma—. Mirad cuántas volutas y adornos.

Rhyme señaló el dossier colocado en el atril.

—Está todo ahí, Sachs. Su supervisor en Asuntos Internos tenía que asegurarse de que los demás policías le creyeran. Entregaba a tu padre un par de miles de dólares para que los hiciera circular. Así parecía que él también aceptaba sobornos. Tenía que ser creíble. Si alguien sospechaba que era un informante de la policía, podía acabar muerto; sobre todo, estando Tony Gallante de por medio. Asuntos Internos simuló abrir una investigación sobre él para dar credibilidad a la historia. Ése fue el caso que se cayó por falta de pruebas. Acordaron con Inspección Ocular que se perdieran las tarjetas de cadena de custodia.

Sachs bajó la cabeza. Luego profirió una risa suave.

—Mi padre fue siempre muy modesto. Es muy propio de él que la condecoración más alta que le dieron fuera secreta. Nunca dijo una palabra al respecto.

—En el dossier encontrarás todos los detalles. Tu padre dijo que llevaría un micro, que recogería toda la información que necesitaban sobre Gallante y los otros capos implicados en el asunto. Pero se negó a declarar en la sala de un tribunal. No quería poneros en peligro a tu madre y a ti.

Ella miraba fijamente la medalla, que oscilaba, pensó Rhyme con ironía, como el péndulo de un reloj.

Lon Sellitto se frotó por fin las manos.

—Oye, me alegra mucho la noticia —gruñó—. Pero ¿qué os parece si nos largamos de aquí y vamos al Manny’s? Me vendría bien comer algo. ¿Y sabéis qué? Apuesto a que ellos sí gastan en calefacción.

—Me encantaría —dijo Rhyme con una sinceridad que, a su modo de ver, disimulaba su total falta de interés por salir y circular por las calles heladas en su silla de ruedas—. Pero tengo que escribir un artículo de opinión para el Times. —Señaló su ordenador—. Y además tengo que esperar al técnico. —Sacudió la cabeza—. De una a cinco.

Thom hizo amago de decir algo (sin duda para animar a Rhyme a salir), pero Sachs se le adelantó:

—Lo siento. Tengo otros planes.

—Si hay hielo y nieve de por medio —repuso el criminalista—, conmigo no cuentes.

Supuso que Pammy Willoughby y ella habían quedado para dar otra vuelta con Jackson, el habanero, al que la chica había adoptado.

Pero Amelia, al parecer, tenía otra cosa en mente.

—Lo hay —dijo—. Hielo y nieve, quiero decir. —Se rió y le besó en la boca—. Pero no contaba contigo.

—Alabado sea Dios —contestó Lincoln Rhyme y, lanzando un chorro de algodonoso vaho hacia el techo, se volvió hacia el ordenador.

—Tú.

*****

—Hola, detective, ¿cómo le va? —preguntó Amelia Sachs.

Art Snyder la miraba desde la puerta de su bungaló. Tenía mejor aspecto que la última vez que se habían visto, cuando estaba tendido en el asiento trasero de su furgoneta. Aun así, seguía enfadado. Había clavado en ella sus ojos enrojecidos.

Pero cuando en tu profesión corres el riesgo de que de vez en cuando te peguen un tiro, un par de miradas fulminantes no significan gran cosa. Sachs le lanzó una sonrisa.

—Sólo he venido a darle las gracias.

—¿Sí? ¿Por qué? —Snyder sostenía una taza de café que a todas luces no contenía café.

Sachs vio que en el aparador volvía a haber varias botellas. Notó también que ninguno de sus proyectos de bricolaje había prosperado.

—Cerramos el caso del Saint James.

—Sí, ya me enteré.

—Hace bastante frío aquí fuera, detective —comentó ella.

—¿Cariño? —dijo desde la puerta de la cocina una mujer rechoncha, con el cabello castaño y corto y semblante alegre y curtido.

—Es una persona del Departamento.

—Pues invítala a pasar. Voy a hacer café.

—Está muy ocupada —contestó Snyder con amargura—, recorriendo la ciudad, husmeando por ahí y haciendo toda clase de cosas. Seguramente no puede quedarse.

—Aquí me estoy congelando.

—¡Art! ¡Dile que pase!

Él suspiró, dio media vuelta y entró, dejando que Sachs fuera tras él y cerrara la puerta. La detective dejó su abrigo encima de una silla.

La señora Snyder se reunió con ellos y le estrechó la mano.

—Deja que se siente en el sillón bueno, Art —le dijo a su marido en tono de reproche.

Sachs se sentó en el gastado sillón reclinable y Snyder en el sofá, que suspiró bajo su peso. No bajó el volumen del televisor, que emitía en alta definición un frenético partido de baloncesto.

Su mujer trajo dos tazas de café.

—Yo no quiero —dijo Snyder, mirando la taza.

—Ya lo he servido. ¿Quieres que lo tire? —Dejó la taza en la mesa, junto a él, y regresó a la cocina, donde estaba friendo unos ajos.

Sachs bebió el café fuerte en silencio mientras Snyder miraba la televisión. Sus ojos siguieron el movimiento de una pelota lanzada desde más allá de la línea de tres puntos. Cerró el puño casi imperceptiblemente al ver que entraba en la canasta.

Comenzó un bloque de anuncios. Snyder fue cambiando de canal hasta dar con un concurso.

Sachs recordó que Kathryn Dance le había hablado del poder del silencio a la hora de animar a alguien a hablar. Miraba al ex-policía sin decir palabra, mientras se bebía el café.

Finalmente, Snyder preguntó en tono molesto:

—Conque el Saint James, ¿eh?

—Ajá.

—Leí que Dennis Baker estaba detrás del asunto. Y también el teniente de alcalde.

—Sí.

—Vi a Baker un par de veces. No me causó mala impresión. Me sorprendió que estuviera en el ajo. —Una expresión preocupada cruzó su cara—. ¿Estaba también implicado en los homicidios? ¿El de Sarkowski y el otro tipo?

Ella asintió con un gesto.

—Una cosa es el dinero. Pero matar… Eso es muy distinto.

Amén.

—¿Uno de los implicados era ese individuo del que te hablé? ¿El que tenía una casa en Maryland o algo así?

Sachs se dijo que Snyder merecía cierto reconocimiento.

—Era Wallace. Pero no era una casa. Era otra cosa. —Le habló del barco del teniente de alcalde.

Él soltó una risa amarga.

—¿En serio? ¿El Maryland Monroe? Menuda chorrada.

—Sin su ayuda, quizá no hubiera resuelto el caso —dijo Sachs.

Snyder pareció satisfecho durante una fracción de segundo. Luego se acordó de que estaba enfadado. Se levantó con deliberación y, exhalando un suspiro, volvió a llenarse la taza de whisky. Se sentó de nuevo. Su café seguía intacto. Continuó cambiando de canal.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—¿Puedo impedírtelo? —rezongó él.

—Dijo que conocía a mi padre. Ya quedan pocas personas que le conocieran. Quería preguntarle por él.

—¿Por lo del Club de la Avenida Dieciséis?

—No. No es eso lo que me interesa.

—Tuvo suerte de escapar —comentó Snyder.

—A veces se esquiva la bala.

—Por lo menos después se enmendó. Tengo entendido que no volvió a meterse en líos.

—Me dijo usted que había trabajado con él. No hablaba mucho sobre su trabajo. Siempre me he preguntado cómo era ser policía en aquel entonces. Y se me ha ocurrido poner por escrito algunas cosas.

—¿Para sus nietos?

—Algo así.

—Nunca fuimos compañeros —respondió Snyder de mala gana.

—Pero usted le conocía.

Un titubeo.

—Sí.

—Dígame, ¿cómo era esa historia del comandante? ¿El que estaba loco? Siempre he querido saberlo.

—¿Cuál de ellos? —dijo Snyder con un bufido—. Había varios.

—El que mandó a un equipo táctico a un apartamento que no era.

—Ah. ¿Caruthers?

—Creo que sí. Mi padre fue uno de los que estuvieron entreteniendo al secuestrador hasta que la Unidad de Emergencias encontró por dónde entrar.

—Sí, sí. Yo también estuve. Menudo gilipollas, el tal Caruthers. Qué mamón. Menos mal que no hubo heridos. Ese mismo día se olvidó las pilas del megáfono. Y otra cosa: mandaba a lustrar sus botas. Enviaba a los novatos, ¿sabes? Y encima les daba cinco centavos de propina. Dar propina a un policía es de locos. ¡Pero darles cinco centavos…!

El volumen del televisor bajó un par de barras. Snyder se echó a reír.

—Oye, ¿quieres que te cuente una historia?

—Claro que sí.

—Un día que no estaba de servicio, quedé con tu padre y otros compañeros en ir al Garden a ver una pelea, o un partido o algo por el estilo. Y de pronto aparece un chaval con una pistola de chiflo. ¿Sabes lo que es eso?

Sachs lo sabía, pero dijo que no.

—Es como una pistola casera. Sólo lleva un casquillo del veintidós. Y el pobre fulano va y nos atraca, ¿te lo puedes creer? Nos paró en plena calle Treinta y cuatro. Así que empezamos a darle las carteras. Y entonces tu padre tiró al suelo el billetero como quien no quiere la cosa, sabes lo que te digo, ¿no? Y el chaval se agachó a recogerlo. Y cuando se incorporó casi se caga: se encontró de cara con el cañón de cuatro Smitties amartilladas y listas para disparar. La cara que puso… Dijo: «Me parece que hoy no es mi día». ¿A que es como para morirse de risa? «Me parece que hoy no es mi día». Madre mía, estuvimos riéndonos toda la noche. —Su rostro se contrajo en una sonrisa—. Ah, y otra cosa…

Mientras Snyder hablaba, Sachs asentía con la cabeza, animándole a seguir. En realidad, conocía muchas de aquellas anécdotas. Herman Sachs nunca había sido reacio a hablarle de su trabajo. Se pasaban horas y horas en el garaje, reparando una transmisión o una bomba de gasolina, y entretanto las historias sobre la vida de un policía de a pie se sucedían una tras otra, plantando las semillas del futuro de Sachs.

Naturalmente, no había ido allí a indagar sobre la historia de su familia. No: era una visita de auxilio, un 10-13 del corazón. Sachs había resuelto no dejar que el ex-detective Art Snyder se hundiera. Si sus presuntos amigos no querían verle porque había ayudado a desmantelar la trama del Saint James, ella le pondría en contacto con un montón de agentes que le tenderían la mano: ella misma, Sellitto, Rhyme y Ron Pulaski, Fred Dellray, Roland Bell, Nancy Simpson, Frank Rettig y muchos otros.

Le hizo más preguntas y él contestó a todas, a veces con entusiasmo y otras con irritación, por momentos distraído, pero siempre dispuesto a ofrecerle algo. Se levantó un par de veces para volver a llenarse la taza de licor, consultaba con frecuencia su reloj y luego la miraba a ella, como diciendo: «¿No tienes nada mejor que hacer?»

Pero ella se recostó cómodamente en la tumbona, siguió preguntando y hasta le contó un par de batallitas propias. Amelia Sachs no iba a ir a ninguna parte. Tenía todo el tiempo del mundo.

FIN