41
15:17 horas

Sachs acabó de inspeccionar la casa de Brooklyn y mandó a Rhyme las pocas pruebas que pudo encontrar.

Se quitó el mono de polietileno y, después de ponerse la chaqueta, regresó a toda prisa al coche de Sellitto atravesando el aire cortante del exterior. En la parte de atrás estaba sentada Pam Willoughby, que, agarrada a su libro de Harry Potter, bebía un chocolate caliente que le había conseguido el corpulento detective de la policía. Sellitto estaba todavía en la casa del Relojero, acabando el papeleo. Sachs subió al coche y se sentó junto a la chica. Había sido idea de Kathryn Dance que llevaran a Pam a examinar la casa y las posesiones del Relojero, con la esperanza de que algo desencadenara un recuerdo. Pero el asesino no había dejado gran cosa y en cualquier caso Pammy no vio nada que la ayudara a recordar.

Sachs la miró con una sonrisa. Se estaba acordando de su extraña cara de esperanza cuando la vio en el coche alquilado, en la escena del primer crimen del Relojero.

—He pensado mucho en ti durante estos años —dijo.

—Yo también —contestó la chica, mirando su taza.

—¿Adónde fuisteis después de Nueva York?

—Volvimos a Misuri y nos escondimos en los bosques. Mi madre me dejaba a menudo con otras personas. Yo prefería quedarme sola y leer. No me llevaba bien con nadie. Se portaban muy mal conmigo. Si no pensabas como ellos, o sea, si no estabas como una cabra, te hacían la vida imposible. Muchos educaban a sus hijos en casa, pero yo quería ir a un colegio público y armé un escándalo para conseguirlo. Bud no quería que fuera, pero mi madre aceptó por fin. Pero me dijo que si le hablaba de ella a alguien, si contaba lo que había hecho, yo también iría a prisión por ser su ayudante… No, su cómplice. Y que allí los hombres me harían cosas. Ya sabes lo que quiero decir.

—Ay, cariño. —La detective apretó su mano.

Amelia Sachs ardía en deseos de tener hijos y sabía que, de un modo u otro, los tendría. Le horrorizaba que una madre hubiera obligado a su hija a pasar por algo así.

—A veces, cuando las cosas se ponían muy feas, pensaba en ti y me imaginaba que eras mi madre. No sabía tu nombre. Puede que lo oyera alguna vez, pero no me acordaba. Así que te puse otro: Artemisa. Lo saqué de un libro de mitología que leí. Era la diosa de la caza. Porque tú mataste a ese perro rabioso, el que me atacó. —Bajó los ojos—. Es una tontería.

—No, no, es un nombre precioso. Me encanta. El martes me reconociste en el callejón, ¿verdad? Cuando estabas en el coche.

—Sí. Pensé que era cosa del destino, que estabas allí para salvarme otra vez. ¿Tú crees en esas cosas?

No, Sachs no creía en esas cosas. Pero dijo:

—La vida es curiosa, a veces.

Un coche del ayuntamiento se detuvo cerca de allí y una trabajadora social conocida de la detective se apeó de él y fue a reunirse con ellas.

—Caray. —La mujer, una afroamericana muy guapa, se frotó las manos delante de la rejilla de la calefacción—. Y todavía no estamos en invierno oficialmente. Esto no es justo. —Había estado haciendo preparativos para hacerse cargo de la chica y explicó—: Hemos encontrado un par de familias de acogida estupendas. Hay una en Riverdale a la que conozco desde hace años. Te quedarás allí unos días, hasta que veamos si podemos encontrar a tus familiares.

Pammy arrugó el ceño.

—¿Puedo cambiar de nombre?

—¿Cambiar de…?

—No quiero seguir siendo yo. Y no quiero volver a hablar con mi madre. Ni que esa gente me encuentre.

Sachs contestó antes de que lo hiciera la trabajadora social.

—Nosotros nos aseguraremos de que no te pase nada. Te lo prometo.

Pammy la abrazó.

—Entonces, ¿puedo volver a verte? —preguntó Sachs.

La chica intentó refrenar su emoción.

—Supongo que sí —dijo—. Si tú quieres.

—¿Qué te parece si mañana vamos de compras?

—Vale. Claro que sí.

—Bien. Quedamos en eso. —Sachs tuvo una idea—. Oye, ¿te gustan los perros?

—Sí, unas personas con las que viví en Misuri tenían uno. Me gustaba más que ellos.

La detective llamó a casa de Rhyme.

—Una pregunta.

—Adelante.

—¿Alguien se ha interesado por Jackson?

—No. Sigue en adopción.

—Pues ya tiene dueña —respondió Sachs. Colgó y miró a Pam—. Aún faltan unos días para Navidad, pero tengo un regalo para ti.

*****

A veces, hasta los relojes mejor diseñados fallan.

Son artefactos muy frágiles, pensándolo bien. Quinientas o mil piezas minúsculas en movimiento: tuercas, muelles y gemas de tamaño microscópico ensamblados con precisión. Docenas de movimientos autónomos ejecutándose al unísono. Pueden fallar cientos de cosas. A veces, el relojero calcula mal; a veces, una pequeñísima pieza metálica está defectuosa; otras, el propietario da cuerda al reloj con demasiada brusquedad. A veces lo deja caer. O se mete humedad bajo el cristal.

Puede, además, que el reloj funcione perfectamente en un ambiente y no en otro. Hasta el famoso Rolex Oyster Perpetual, revolucionario por ser el primer reloj de lujo para buceadores, tiene un tope de presión bajo el agua.

Ahora, cerca de Central Park, mientras aguardaba en el coche que él mismo había traído desde San Diego (pagando en efectivo y evitando las carreteras de peaje para no dejar ningún rastro), Charles Vespasian Hale se preguntaba por qué había fallado su plan.

Imaginaba que cabía atribuirlo a la labor de la policía, y más concretamente de Lincoln Rhyme. Había hecho todo lo que se le había ocurrido para anticiparse a sus movimientos. Pero el ex-policía había acabado sacándole ventaja. Había hecho justamente lo que más preocupaba a Hale: deducir, mediante la observación de unas cuantas palancas y resortes, cómo funcionaba el mecanismo creado por Hale.

Tendría tiempo de reflexionar sobre lo que había fallado, a fin de intentar evitarlo en el futuro. Pensaba partir inmediatamente hacia California y hacer todo el trayecto en coche. Miró su cara en el espejo retrovisor. Había vuelto a teñirse el pelo de su color natural y se había quitado las lentes de contacto de color azul claro, pero su piel no había eliminado aún el colágeno responsable de su gruesa nariz, sus mejillas carnosas y su abultada papada. Tardaría, además, meses en recuperar los veinte kilos que había perdido para el trabajo y en volver a ser el de antes. Se sentía flojo y macilento después de pasar tanto tiempo en la ciudad. Necesitaba regresar a sus bosques agrestes y sus montañas.

Sí, había fracasado. Pero, como le había dicho a Vincent Reynolds, eso no afectaba al orden universal de las cosas. La detención de Charlotte Allerton le traía sin cuidado. Ellos desconocían su verdadera identidad (todo ese tiempo habían creído que se apellidaba Duncan) y sus primeros contactos se habían efectuado a través de personas extremadamente discretas.

Su fracaso tenía, incluso, un lado positivo: había aprendido algo que cambiaría su vida. Había creado el personaje del Relojero simplemente porque le parecía espeluznante y porque atraería la atención de un público y una policía fascinados por los criminales televisivos.

Pero, al meterse en el papel, había descubierto con sorpresa que el personaje era la encarnación de su verdadera personalidad. Representarlo era como regresar a casa. De hecho, su fascinación por el tiempo y los relojes no había dejado de crecer. (Había desarrollado, además, un interés duradero por el Mecanismo Délfico, y no descartaba la posibilidad de robarlo en un futuro).

El Relojero…

Él mismo, Charles Hale, era sencillamente una pieza de relojería. Un reloj podía usarse para fines gozosos, como medir las contracciones en el nacimiento de un bebé. O para fines horrendos, como sincronizar una matanza de mujeres y niños.

El tiempo trascendía la moralidad.

Hale miró el Breguet de bolsillo, que reposaba a su lado, sobre el asiento. Lo cogió con las manos enguantadas, le dio cuerda sin prisa (siempre era preferible darle de menos que de más) y lo deslizó con cuidado entre el forro de burbujas de un gran sobre blanco.

Pegó la solapa autoadhesiva y puso el coche en marcha.

*****

No había pistas claras.

En el laboratorio de Central Park West, Rhyme, Sellitto, Cooper y Pulaski inspeccionaban los pocos indicios hallados en el piso franco del Relojero en Brooklyn.

Amelia Sachs no estaba presente. No había dicho dónde iba. Pero no hacía falta. Le había comentado a Thom que no estaría muy lejos, si la necesitaban: tenía una reunión en la confluencia de calle Cincuenta y siete con la Sexta Avenida. Rhyme había echado un vistazo al listín telefónico. Era la dirección de Argyle Security.

Pero ahora no quería pensar en eso: tenía que concentrarse en cómo proseguir la búsqueda del Relojero, fuese éste quien fuese.

Dando marcha atrás en el tiempo, reconstruyó a grandes rasgos la sucesión de los hechos. La ceremonia de entrega de condecoraciones se había anunciado el 15 de octubre, de modo que Charlotte y Bud tenían que haber contactado con el Relojero aproximadamente en esos días. El criminal había llegado a Nueva York en torno al 1 de noviembre, la fecha que figuraba en el contrato de alquiler de la casa de Brooklyn. Unas semanas más tarde Amelia Sachs se hizo cargo del caso Creeley y poco después de eso Baker y Wallace decidieron ordenar su asesinato.

—Después entraron en contacto con el Relojero. ¿Qué nos dijo sobre su encuentro cuando todavía creíamos que era Duncan?

Fue Sellitto quien respondió:

—Sólo que los había puesto en contacto alguien de la discoteca. De esa en la que Baker intentó chantajear a su amigo.

—Pero estaba mintiendo. No había ninguna discoteca. —El criminalista sacudió la cabeza—. Alguien tuvo que ponerles en contacto, una persona que conoce al Relojero. Seguramente, alguien de esta zona. Si damos con esa persona, quizás encontremos alguna pista sólida. ¿Baker ha dicho algo?

—No, ni una palabra. Nadie suelta prenda.

El novato sacudió la cabeza.

—Va a ser difícil. Porque ¿cuántas bandas mafiosas hay en la zona metropolitana? Tardaremos una eternidad en dar con la acertada. Porque está claro que no van a ofrecerse a echarnos una mano.

Rhyme arrugó el ceño.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué tienen que ver con esto las bandas mafiosas?

—Bueno, imagino que fue alguien vinculado a la delincuencia organizada quien los puso en contacto.

—¿Por qué?

—Baker quería matar a una detective de la policía, ¿no? Pero no podía hacerlo de un modo que las sospechas recayeran sobre él, así que tenía que contratar a alguien. Recurre a algún contacto suyo en la mafia, pero como la mafia no quiere ni oír hablar de cargarse a un policía, le recomiendan a un individuo que quizá sí esté dispuesto a hacerlo: el Relojero.

Al ver que nadie decía nada, Pulaski se sonrojó y bajó los ojos.

—No sé. Es sólo una idea.

—Una idea cojonuda, chaval —respondió Sellitto.

—¿En serio?

—No está mal. Vamos a llamar a la brigada antimafia, a ver si sus soplones pueden decirnos algo. Llama también a Dellray. Y, ahora, volvamos a las pruebas.

Habían encontrado algunas huellas dactilares en la casa de Brooklyn, pero ninguna había dado positivo en el sistema de identificación de huellas dactilares del FBI, ni coincidía con las halladas anteriormente. El Relojero había alquilado la casa usando un nombre falso, y la dirección previa que había dado también era ficticia. La transacción se había efectuado en metálico. Una inspección exhaustiva de la actividad de los internautas del vecindario había revelado que, al parecer, el Relojero se había conectado varias veces a través de redes inalámbricas de los alrededores. No había constancia de que hubiera mandado o recibido ningún correo electrónico, pero había visitado, en cambio, diversas páginas web. La que había consultado con más frecuencia era la de una librería que vendía manuales de diversas especialidades médicas.

—Joder —dijo Sellitto—, puede que le haya contratado otra persona.

Puedes apostar a que sí, pensó Rhyme mientras asentía con la cabeza.

—Tiene otra víctima o víctimas en el punto de mira. Seguramente en estos momentos estará maquinando su plan. Imaginaos el daño que podría hacer disfrazado de médico.

Y yo he dejado que se escape.

El examen de las pruebas materiales recogidas por Sachs arrojó escasos resultados: fibras de vellón y unos pedazos de una materia vegetal de color verde que contenía agua marina evaporada, pero que no coincidía con las algas y el agua de mar halladas en el barco que Robert Wallace tenía en Long Island.

El subinspector de la comisaría de Brooklyn llamó para informar de que sus pesquisas en el vecindario no habían dado fruto. Varias personas recordaban haber visto al Relojero, pero nadie sabía nada sobre él.

En cuanto a Charlotte y su difunto marido, Bud Allerton, sus indagaciones dieron mejores resultados. No habían sido ni mucho menos tan cuidadosos como el Relojero. Sachs había encontrado gran cantidad de pruebas acerca de los grupos paramilitares clandestinos que les habían ofrecido cobijo, incluido uno muy numeroso en Misuri y la tristemente célebre Asamblea de Patriotas del interior del estado de Nueva York, con la que Rhyme y Sachs habían tenido varios encontronazos en el pasado. Las llamadas telefónicas, las huellas dactilares y los correos electrónicos darían al FBI y a la policía local sobrados indicios para actuar.

Sonó el timbre y Thom fue a abrir. Un momento después regresó acompañado de una mujer vestida con uniforme militar. Era Lucy Richter, la cuarta «víctima» del Relojero. Rhyme advirtió que le sorprendía más el laboratorio forense instalado en su casa que su discapacidad. Luego pensó que aquella mujer había participado en una guerra en la que las bombas eran el arma predilecta: sin duda había visto amputados, parapléjicos y tetrapléjicos de todas clases. El estado físico de Rhyme no la desconcertaba.

Lucy explicó que un rato antes había llamado a Kathryn Dance para decirle que quería hablar con los encargados de la investigación y que la detective californiana le había sugerido que telefoneara a casa de Rhyme o que se pasara por allí.

Thom intervino para ofrecerle té o café. El criminalista, que normalmente se mostraba molesto con las visitas y era reacio a ofrecerles cualquier aliciente para quedarse, miró con enfado a su ayudante.

—Puede que tenga hambre, Thom. O que quiera algo con más sustancia. Whisky, por ejemplo.

—No hay quien te entienda —repuso su ayudante—. Ignoraba que hubiera una regla especial de hospitalidad con las Fuerzas Armadas en el Manual de buenas maneras de Lincoln Rhyme.

—Gracias, pero no quiero nada —dijo Lucy—. No puedo quedarme mucho tiempo. Primero quiero darles las gracias. Por salvarme la vida… dos veces.

—La verdad —contestó Sellitto— es que la primera vez no corría peligro. Ese individuo no pensaba hacerle daño. Ni a usted, ni a las otras víctimas. La segunda vez, en cambio… Por eso sí que puede dárnoslas. Ese tipejo se proponía hacer saltar por los aires el salón de actos.

—Mi familia también estaba allí —dijo ella—. No saben cuánto se lo agradezco.

Rhyme siempre se sentía incómodo cuando le daban las gracias, pero aun así inclinó la cabeza, confiando en que Richter se diera por satisfecha con ese gesto.

—El otro motivo por el que he venido a verles es que he descubierto algo que quizá sea de ayuda. He estado hablando con mis vecinos sobre lo que pasó ayer, cuando ese hombre entró en mi casa. Un señor que vive en mi calle, tres bloques más allá, me ha contado una cosa. Dice que ayer salió a recoger un paquete a la parte de atrás del edificio y vio una cuerda colgando del tejado, en el callejón. Desde la azotea de mi edificio se puede llegar allí fácilmente. Se me ha ocurrido que quizá fue así como escapó.

—Qué interesante —comentó Rhyme.

—Pero eso no es todo. Bob, mi marido, estuvo echando un vistazo a la cuerda. Estuvo dos años en las Fuerzas Especiales de la Marina y…

—¿En la Marina? ¿Y usted es del Ejército de Tierra? —preguntó Pulaski, divertido.

Ella sonrió.

—De vez en cuando tenemos discusiones muy… interesantes. Sobre todo, durante la temporada de fútbol. El caso es que estuvo echando una ojeada a la cuerda y dice que el que la ató sabía muy bien lo que hacía. Era un nudo muy raro, de los que se usan para hacer rápel. Ya saben, el descenso en escalada. Nudo del muerto, lo llaman. No se ve mucho por aquí, se usa principalmente en Europa. Puede que ese hombre haya practicado la escalada o el montañismo en el extranjero.

—Ah, por fin algún dato concreto. —Rhyme miró malhumorado a Pulaski—. Es una lástima que haya tenido que ser la víctima quien encuentre la prueba, ¿no crees? A fin de cuentas, ése es nuestro trabajo. —Se volvió hacia Lucy—. ¿La cuerda sigue allí?

—Sí.

—Bien. ¿Va a quedarse una temporada? —le preguntó Rhyme—. Si atrapamos a ese hombre, tal vez necesitemos que testifique en el juicio.

—Me voy pronto al extranjero, pero seguro que podré volver para el juicio. Puedo pedir un permiso especial.

—¿Cuánto tiempo va a estar fuera?

—Me he realistado para otros dos años.

—¿En serio? —preguntó Sellitto.

—No iba a hacerlo. Aquello es demasiado duro. Pero al final he decidido volver.

—¿Por el atentado en la ceremonia?

—No, fue justo antes. Estaba mirando a los familiares y a los demás militares que había allí y pensé «Tiene gracia cómo te coloca la vida en sitios que no podías ni imaginar». Pero ahí estás, haciendo cosas buenas, cosas importantes, cosas que, en lo fundamental, te hacen sentir bien. Así que… —Se puso la chaqueta—. Si me necesitan, pediré un permiso para volver a casa.

Se despidieron y Thom la acompañó a la puerta.

Cuando regresó, Rhyme le ordenó:

—Añádelo al perfil. Escalador o montañero, posiblemente formado en Europa. —Se volvió hacia Pulaski—. Que alguien de la Unidad de Inspección vaya a recoger la cuerda que pasaste por alto…

—La verdad es que no fui yo quien inspeccionó ese…

—Luego busca a un experto en escalada. Quiero saber dónde puede haberse entrenado ese tipo. Infórmate también sobre la cuerda. Averigua dónde y cuándo pudo comprarla.

—Sí, señor.

Quince minutos después sonó de nuevo el timbre y Thom regresó con Kathryn Dance. Los auriculares blancos del iPod colgaban de los hombros de la agente cuando saludó a los presentes. Llevaba en las manos un sobre blanco de veinte por treinta.

—Hola —dijo Pulaski.

Rhyme saludó levantando una ceja.

—Me voy al aeropuerto —explicó Dance—. Sólo quería despedirme. Ah, esto estaba en la puerta.

Le pasó el sobre a Thom.

El ayudante lo miró extrañado, frunciendo el ceño.

—No lleva remite.

—Vamos a asegurarnos —dijo Rhyme—. La cesta.

Sellitto cogió el sobre y se acercó a un cubo de gran tamaño hecho de tiras de acero trenzadas que semejaba un cesto de mimbre para la colada. Dejó el sobre dentro y cerró la tapa. Cualquier paquete sin identificar iba a parar, por rutina, a la cesta de las bombas, diseñada para difuminar el impacto de artefactos explosivos caseros de tamaño mediano o pequeño. La cesta contenía sensores que detectaban rastros de nitratos y otros explosivos comunes.

Los sensores analizaron los vapores que despedía el sobre y el ordenador informó de que no era una bomba.

Provisto de guantes de látex, Cooper lo sacó y procedió a examinarlo. Llevaba una etiqueta impresa por ordenador en la que sólo se leía «Lincoln Rhyme».

—Autoadhesiva —añadió el técnico con una mueca de fastidio.

Los criminalistas preferían los sobres cuya solapa había que mojar con saliva. El adhesivo era una fuente excelente de ADN. Cooper agregó que conocía aquella marca de sobres: se vendía en tiendas de todo el país y era prácticamente imposible de rastrear.

Rhyme se acercó y, con Dance a su lado, vio al técnico extraer del sobre un reloj de bolsillo y una nota impresa por ordenador.

—Es de él —anunció Cooper.

El sobre no llevaba en la puerta más de un cuarto de hora, el tiempo transcurrido entre la marcha de Lucy Richter y la llegada de Dance. Sellitto llamó a la central para que algunos coches de la cercana comisaría 20 peinaran el vecindario. Cooper les envió por correo electrónico el retrato robot del Relojero.

El reloj funcionaba y marcaba la hora exacta. Era de oro y su esfera presentaba varios diales de tamaño reducido.

—Pesa —comentó Cooper. Se puso las gafas de aumento y lo examinó atentamente—. Parece antiguo, hay señales de desgaste…, pero ningún grabado personalizado. —Tomó un cepillo de pelo de camello y desempolvó el reloj encima de un trozo de papel de periódico limpio. Hizo lo mismo con el sobre. No se desprendió ningún resto.

—Aquí está la nota, Lincoln. —La colocó en un proyector elevado.

Estimado señor Rhyme:

Cuando reciba esto, me habré marchado. Sé ya, desde luego, que ninguno de los asistentes a la ceremonia ha resultado herido. Deduje de ello que se había adelantado a mis planes. Así pues, yo me adelanté a los suyos y pospuse mi visita al hotel de Charlotte, lo cual me dio ocasión de ver llegar a sus agentes. Doy por sentado que salvaron a su hija. Me alegro de ello. La chica merecía algo mejor que esos dos.

De modo que enhorabuena. Pensaba que mi plan era perfecto. Pero por lo visto me equivoqué.

El reloj de bolsillo es un Breguet. Mi favorito, entre los muchos relojes con los que me he topado. Fue fabricado a principios del siglo XIX y está provisto de escape cilíndrico de rubí, calendario perpetuo y dispositivo antichoque o paracaídas. Confío en que, a tenor de nuestras recientes aventuras, el cuadrante con las fases de la luna sea de su agrado. Hay en el mundo muy pocos relojes como éste. Se lo ofrezco como obsequio, en señal de respeto. Nadie me ha impedido nunca llevar a cabo un trabajo; es usted tan bueno como el que más. (Diría que tan bueno como yo, pero no sería cierto: a fin de cuentas, no me ha atrapado). Dé cuerda al Breguet de cuando en cuando, pero con delicadeza; él se encargará de contar el tiempo hasta que volvamos a encontrarnos.

Un consejo: yo que usted, aprovecharía cada segundo.

El Relojero

Sellitto hizo una mueca.

—¿Qué pasa? —preguntó Rhyme.

—A ti te mandan amenazas más finas que a mí, Linc. Las mías normalmente sólo dicen «Voy a matarte». ¿Y qué coño es esto? —Señaló la nota—. ¿Un punto y coma? Te está amenazando y usa signos de punto y coma. Menudo pirado.

Rhyme no se rió. Seguía enfureciéndole que el Relojero hubiera escapado… y que al parecer no tuviera intención de retirarse.

—Cuando te canses de hacer chistes malos, Lon, quizá te percates de que la gramática y la sintaxis son perfectas. Eso revela algo más sobre él. Ha recibido una buena educación. ¿Colegios privados? ¿Formación clásica? ¿Becas? ¿Un expediente brillante? Ponlo en el cuadro, Thom.

Sellitto no se inmutó.

—Me cago en el punto y coma.

—Aquí hay algo —anunció Cooper, apartando la mirada de su ordenador—. Los restos de color verde de la casa de Brooklyn. Estoy casi seguro de que es Caulerpa taxifolia. Una planta nociva.

—¿Una qué?

—Una alga marina que se extiende incontrolablemente. Causa toda clase de problemas. Está prohibida en Estados Unidos.

—Y cabe suponer que, si se extiende, puede encontrarse en todas partes —comentó Rhyme con acritud—. Inútil como prueba.

—A decir verdad, no —explicó Cooper—. De momento, sólo se ha encontrado en la costa del Pacífico de América del Norte.

—¿Entre México y Canadá?

—Más o menos.

—Eso es prácticamente una dirección completa —repuso Rhyme sarcásticamente—. Id llamando a las fuerzas especiales.

Kathryn Dance arrugó el entrecejo.

—¿La Costa Oeste? —Se quedó pensando un momento. Luego preguntó—: ¿Dónde está la entrevista con él?

Mel Cooper buscó el archivo. Lo abrió y vieron por enésima vez al asesino mirar a la cámara y mentir con todo descaro. Dance se inclinó hacia delante, reconcentrada. A Rhyme le recordaba a sí mismo cuando inspeccionaba una prueba.

Había visto tantas veces el interrogatorio que las palabras ya no le decían nada. No le revelaron nada nuevo. La agente californiana, en cambio, se echó a reír de pronto.

—Tengo una idea.

—¿Cuál?

—Bueno, no puedo daros una dirección completa, pero sí un estado. Creo que es de California. O que ha vivido allí algún tiempo.

—¿Y eso por qué?

Ella pulsó el botón de retroceso y volvió a pasar parte de la entrevista, el fragmento en el que el Relojero hablaba de su viaje en coche a Long Island para recoger el todoterreno confiscado.

Dance detuvo la grabación y dijo:

—He estudiado los modismos regionales. En California, la gente suele referirse a las carreteras interestatales con el artículo «la». La cuatrocientos cinco de Los Ángeles, por ejemplo. En la entrevista, menciona la cuatrocientos noventa y cinco de aquí, de Nueva York. ¿Y le habéis oído decir «autovía»? Eso también es muy común en California, mucho más que «autopista» o «vía rápida», que es lo que suele decirse en la Costa Este.

Posiblemente aquella información les sería de ayuda, pensó Rhyme. Otro ladrillo en el muro de las pruebas.

—Al cuadro —ordenó.

—Cuando vuelva a California, abriré una investigación oficial sobre este asunto —dijo ella—. Desempolvaré todo lo que tengamos en los archivos estatales. Veremos qué pasa. Bueno, será mejor que me vaya… Ah, y os espero a los dos en California dentro de poco.

El ayudante miró a Rhyme.

—Necesita viajar más. Finge que no le gusta, pero la verdad es que, cuando llega a un sitio, lo disfruta. Siempre y cuando haya whisky y un buen crimen que resolver, claro.

—Es el norte de California —comentó Dance—. Tierra de vinos, principalmente. Pero por lo demás no os preocupéis: crímenes hay de sobra.

—Ya veremos —dijo Rhyme ambiguamente. Luego añadió—: Una cosa más. ¿Puedes hacerme un favor?

—Claro.

—Apaga tu teléfono. Porque, si surge algo, seguramente sentiré la tentación de llamarte otra vez camino del aeropuerto.

—Si no tuviera que volver con mis hijos, quizá lo cogiera.

Sellitto le dio las gracias de nuevo y Thom la acompañó a la puerta.

—Ron —dijo Rhyme—, haz algo de provecho.

El novato miró los diagramas de las pruebas.

—Ya he llamado por lo de la cuerda, si se refiere a eso.

—No, no me refiero a eso —refunfuñó Rhyme—. He dicho algo de provecho. —Indicó con la cabeza la botella de whisky colocada en un estante, al otro lado de la habitación.

—Ah, claro.

—Que sean dos —gruñó Sellitto—. Y no seas rácano.

Pulaski sirvió el whisky y les pasó los vasos. Cooper no quiso tomar nada. Rhyme le dijo al novato:

—No te prives.

—No, estoy de servicio.

Sellitto se atragantó al ahogar una carcajada.

—Bueno, vale. Sólo un poco. —El joven agente se sirvió whisky y bebió un sorbo del potente y carísimo licor—. Me gusta —dijo, a pesar de que sus ojos evidenciaban lo contrario—. Dígame, ¿ha probado a mezclarlo con un poco de ginger-ale o de Sprite?