En la desangelada habitación del hotel, Lincoln Rhyme sacudía la cabeza con incredulidad. Sachs le estaba contando lo que acababa de averiguar: que habían conocido a Charlotte hacía años, cuando fue a Nueva York bajo el seudónimo de Carol Ganz. Ella y su hija, Pammy, se habían visto involucradas, en el papel de víctimas, en el primer caso en que Sachs y Rhyme trabajaron juntos: el mismo caso en el que él había estado pensando hacía poco, el del secuestrador obsesionado con los huesos humanos, un criminal tan listo e implacable como el Relojero.
Rhyme había reclutado a Sachs para seguir su rastro; para que fuera sus ojos, sus oídos y sus piernas, y juntos habían logrado rescatar a la mujer y a su hija, sólo para descubrir que Carol era en realidad Charlotte Willoughby, militante de un grupo ultraderechista que renegaba del Gobierno federal y de su intervención en política extranjera. Tras su rescate y el reencuentro con los suyos, la mujer logró introducir una bomba en la sede de la ONU en Manhattan. La explosión dejó seis muertos.
Rhyme y Sachs retomaron el caso, pero Charlotte y la pequeña desaparecieron en el submundo de las organizaciones clandestinas, posiblemente en el Oeste o el Medio Oeste del país, y con el tiempo su rastro se perdió por completo.
De vez en cuando comprobaban los informes del FBI, el VICAP y las policías locales respecto a los grupos paramilitares y las organizaciones de ultraderecha, pero nunca encontraban una pista que les condujera hasta Charlotte o Pammy. La preocupación de Sachs por la pequeña nunca había disminuido, no obstante, y a veces, de noche, mientras yacía en la cama junto a Rhyme, se preguntaba en voz alta qué tal le iría a la chica y si sería ya demasiado tarde para salvarla. Ella, que siempre había querido tener hijos, se horrorizaba al pensar en la clase de vida que le estaría obligando a llevar su madre: siempre escondiéndose, sin apenas amigos de su edad ni poder asistir a una escuela normal, y todo en nombre de una causa odiosa.
Y ahora Charlotte, acompañada de su nuevo marido, Bud Allerton, había regresado a Nueva York en una nueva misión terrorista, y Rhyme y Sachs se habían visto de nuevo enredados en sus vidas.
La mujer miraba furiosa al criminalista, con los ojos llenos de odio y lágrimas.
—¡Han matado a Bud! ¡Malditos fascistas! ¡Le han matado! —La detenida soltó una risa gélida—. ¡Pero nos salimos con la nuestra! ¿A cuántos hemos matado hoy? ¿A cincuenta? ¿A setenta y cinco? ¿Y a cuántos jefazos del Pentágono?
Sachs se inclinó hacia su cara.
—¿Sabíais que habría niños en ese salón de actos? ¿Maridos y esposas de los militares? ¿Y sus padres? ¿Y sus abuelos? ¿Lo sabíais?
—Claro que sí —respondió Charlotte.
—Sólo eran chivos expiatorios, ¿no es eso?
—Por el bien común —repuso ella.
Tal vez ésa fuera la consigna que recitaba su grupo al principio de sus concentraciones o sus mítines.
Rhyme miró a Sachs.
—Quizá deberíamos mostrarle la carnicería —dijo.
La agente hizo un gesto afirmativo y encendió el televisor.
En pantalla apareció una presentadora.
—… un herido leve. Un agente de la brigada de artificieros que estaba manejando un robot por control remoto con el objetivo de desactivar las bombas resultó herido de menor gravedad por la metralla. Ha sido dado de alta tras ser atendido por los servicios de emergencias. Los daños materiales se calculan en torno a los quinientos mil dólares. Pese a lo que se apuntaba en un principio, ni Al Qaeda ni ningún otro grupo terrorista islámico ha tomado parte en el atentado. Según una portavoz del Departamento de Policía de Nueva York, los responsables forman parte de una organización terrorista intestina. Repetimos, para los espectadores que acaben de incorporarse a este avance informativo, que en torno a las doce del mediodía de hoy dos bombas han hecho explosión en las oficinas del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano, en la parte baja de Manhattan. No ha habido víctimas mortales y sólo se ha registrado un herido de escasa consideración. Entre los objetivos de los terroristas se encontraban un subsecretario de Estado y el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor…
Sachs quitó el volumen y lanzó a Charlotte una mirada cargada de petulancia.
—No —gimió la detenida—. Ay, no… ¿Qué…?
—Obviamente —contestó Rhyme—, descubrimos lo que estaba pasando antes de que estallaran las bombas y evacuamos la sala.
Charlotte estaba atónita.
—Pero… eso es imposible. No… Los aeropuertos estaban cerrados, los trenes…
—Ah, eso —dijo él con aire desdeñoso—. Sólo queríamos ganar un poco de tiempo. Al principio pensé, claro, que Duncan se proponía robar el Mecanismo Délfico, aunque enseguida llegué a la conclusión de que era sólo otra maniobra de distracción. Pero eso no significaba que fuera a dejar intacto el reloj de cesio. Así que, mientras averiguábamos qué estaba tramando en realidad, llamamos al alcalde y le pedimos que suspendiera el funcionamiento de los transportes públicos y se cerrara el espacio aéreo.
Tú sabes lo que pasará si accionamos ese resorte…
Charlotte miró hacia la habitación en la que su marido había muerto inútilmente. Pero un instante después la ideóloga que había dentro de ella hizo acto de aparición y dijo con voz firme:
—No nos venceréis. Podéis ganar una batalla o dos. Pero al final recuperaremos nuestro país. Haremos…
—Oiga, ahórrese la retórica, ¿quiere? —dijo un negro alto y desgarbado que acababa de entrar en la habitación.
Era el agente especial del FBI Fred Dellray. Al enterarse de que se trataba del ataque de una organización terrorista intestina, había dejado de lado el caso de fraude financiero en el que estaba trabajando (Era un bodrio, de todos modos) y se había constituido en enlace federal para el caso del atentado en las oficinas de Vivienda y Desarrollo Urbano.
Lucía un traje de color azul celeste y una llamativa camisa verde bajo el abrigo de espiguilla marrón, estilo años setenta. Su gusto en el vestir era tan descarado como sus modales.
Miró a Charlotte de arriba abajo.
—Vaya, vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí. —La mujer le miró con desafío. Él se echó a reír—. Es una pena que vaya a ir a la cárcel para…, bueno, para siempre, y que ni siquiera haya conseguido lo que se proponía. ¿Qué se siente cuando uno la caga hasta ese punto?
Dellray abordaba los interrogatorios de manera muy distinta a la de Kathryn Dance. Rhyme sospechaba que la agente californiana no le habría dado su aprobación.
Sachs había detenido a Charlotte acusada de delitos de jurisdicción estatal, y ahora le tocó el turno a Dellray de detenerla por delitos federales: por el atentado frustrado y por el perpetrado en la sede de Naciones Unidas unos años antes, así como por su participación en un tiroteo acaecido en un juzgado federal de San Francisco y otros cargos de diversa índole.
Charlotte dijo entender sus derechos y a continuación se lanzó a otra diatriba.
Dellray la miró meneando un dedo.
—Espera un segundo, corazón. —El larguirucho agente se volvió hacia Rhyme—. Bueno, Lincoln, ¿cómo lo has descubierto? Había oído cosas por ahí: no sé qué sobre unos polis que se estaban llevando pasta que no era suya y algo sobre un chiflado que iba por ahí dejando relojes como tarjeta de visita. Y de pronto me entero de que se han cerrado los aeropuertos, se declara la alerta máxima y me despiertan de la siesta.
Rhyme le detalló el frenético proceso de trabajo cinestésico y forense que les había llevado a destapar el verdadero plan del Relojero. Kathryn Dance opinaba que Duncan mentía respecto a su objetivo en Nueva York. Así que habían vuelto a revisar las pruebas materiales. Algunas señalaban hacia el posible robo de un raro artefacto arqueológico en el Museo Metropolitano.
Pero cuanto más pensaba Rhyme en ello, menos probable le parecía. Finalmente, concluyó que Duncan había urdido la historia del paquete que no se había entregado en el museo con el único propósito de que fijaran su atención en él. Alguien tan cuidadoso como el Relojero no habría dejado tal rastro de pruebas. Les había entregado a Vincent a sabiendas de que el violador les hablaría de la iglesia, donde había dejado varios programas de exposiciones en los que se mencionaba el Mecanismo. También habló de éste con Hallerstein y Vincent. No, no era eso lo que se traía entre manos. Pero ¿qué era? Kathryn Dance revisó varias veces la grabación del interrogatorio y llegó a la conclusión de que Duncan podía estar mintiendo al afirmar que había elegido a las presuntas víctimas simplemente porque su ubicación le facilitaba la huida.
—Lo que significaba —explicó Rhyme— que las elegía con otro fin. Así pues, ¿qué tenían en común esas personas?
Rhyme había recordado entonces algo que averiguó Dance acerca del lugar del presunto primer crimen. Ari Cobb había dicho que el todoterreno estaba aparcado al fondo del callejón y que luego el Relojero retrocedió hasta su entrada para depositar allí el cuerpo.
—¿Por qué lo hizo? Quizá porque necesitaba situar a la víctima en un lugar específico. ¿Y qué había cerca de allí? La puerta trasera del edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano.
Rhyme había conseguido el listado de clientes de la empresa de revestimientos para el suelo en la que Duncan había colocado el extintor de incendios convertido en falsa bomba. Así descubrió que la empresa había suministrado moquetas y baldosas para las oficinas de dicho organismo.
—Mandé a nuestro novato al centro a echar un vistazo. Encontró un edificio en remodelación al otro lado de la calle Cedar. Habían asfaltado la azotea hacía una semana, justo antes de la ola de frío. Los trozos de asfalto coincidían con los encontrados en los zapatos del sospechoso. Y la azotea era el lugar perfecto para vigilar el edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano.
Eso explicaba también por qué había esparcido arena en el supuesto lugar del crimen y por qué había barrido: para cerciorarse de que no encontrarían rastros materiales que pudieran servir para identificarle posteriormente, cuando volviera para montar y activar las bombas.
Rhyme descubrió, además, que las otras víctimas también tenían relación con el edificio. Lucy Richter iba a ser condecorada allí ese mismo día, y había recibido las credenciales y los pases especiales necesarios para acceder a todo el edificio. Tenía en su poder, además, una circular reservada sobre procedimientos de seguridad y evacuación.
Joanne Harper, por su parte, resultó ser la encargada de hacer los arreglos florales para la ceremonia: un buen modo de introducir algo clandestinamente en el edificio.
—Una bomba, supuse. Llamamos al alcalde para ponerle al corriente y él avisó a los medios y les pidió que no informaran de que íbamos a evacuar el edificio. Así los terroristas no correrían a esconderse en sus madrigueras. Pero el artefacto estalló antes de que los artificieros lograran desmontarlo. —El criminalista sacudió la cabeza—. Odio que las pruebas valiosas acaben hechas pedazos. ¿Sabes lo difícil que es obtener huellas de trozos de metal que han saltado por los aires a nueve kilómetros por segundo?
—¿Y cómo disteis con Miss Simpatía? —preguntó Dellray, indicando con un gesto a Charlotte.
—Eso fue fácil —contestó Rhyme con desdén—. No tomó precauciones. Si Duncan era un farsante, la mujer que le había ayudado en la escena del presunto crimen del callejón tenía que serlo también. Nuestro novato había anotado el número de matrícula de todos los vehículos que había en las proximidades del callejón. El coche que conducía la supuesta hermana de la víctima era un Avis alquilado a nombre de Charlotte Allerton. Hicimos averiguaciones en todos los hoteles de la ciudad hasta que dimos con ella.
Dellray meneó la cabeza.
—¿Y qué hay del asesino aficionado a los relojes?
—El Relojero —masculló Rhyme—. Ésa es otra historia. —Le explicó que Pam, la hija de Charlotte, había oído decir que tenía una casa en Brooklyn, aunque desconocía la dirección exacta—. No hay más pistas.
Dellray se agachó.
—¿En qué parte de Brooklyn? Tenemos que averiguarlo. Y enseguida.
Charlotte contestó, desafiante:
—¡Es usted patético! ¡Todos ustedes lo son! No son más que lacayos de la burocracia de Washington. Están vendiendo el espíritu de este país y…
Dellray pegó su cara a la de la mujer y chasqueó la lengua.
—Se acabó de hablar de política y de filosofía. Lo único que queremos son respuestas. ¿Estamos?
—Que te jodan —respondió Charlotte.
Dellray resopló como un trompetista y añadió en tono quejoso:
—Este intelecto es demasiado para mí.
Rhyme lamentó que Kathryn Dance no estuviera allí para interrogar a la mujer, aunque suponía que necesitarían mucho tiempo para sonsacarle alguna información. Se echó hacia delante en la silla de ruedas y dijo en voz baja para que Pam no le oyera:
—Si nos ayuda, puedo conseguir que vea a su hija de vez en cuando una vez que esté en prisión. Pero si no coopera, me aseguraré personalmente de que no vuelva a verla mientras viva.
Charlotte miró hacia el pasillo, donde, sentada en una silla, Pam aferraba desafiante su libro. La muchacha era morena y guapa, de rasgos delicados, pero muy delgada. Vestía vaqueros descoloridos y una sudadera azul oscura. Tenía ojeras y hacía entrechocar sus uñas en un gesto compulsivo. Parecía necesitada de un sinfín de atenciones.
La mujer se volvió hacia Rhyme.
—Entonces no volveré a verla —dijo con calma.
Dellray pestañeó al oír esto y su rostro, normalmente inexpresivo, se contrajo en una mueca de repulsión.
Al criminalista no se le ocurrió nada más que decir.
Justo entonces entró corriendo Ron Pulaski. El novato se detuvo para recobrar el aliento.
—¿Qué pasa? —preguntó Rhyme.
El joven agente tardó un momento en recuperar el habla. Por fin dijo:
—Los teléfonos… El Relojero…
—Dilo de una vez, Ron.
—Perdón… —Respiró hondo—. No hemos podido dar con su teléfono móvil, pero un empleado del hotel vio a Charlotte haciendo llamadas a eso de las doce de la noche estos últimos cuatro o cinco días. He llamado a la empresa telefónica y me han dado el número al que llamaba. Lo han localizado. Es una cabina telefónica de Brooklyn. En este cruce. —Pasó un trozo de papel a Sellitto, que se lo entregó a Bo Haumann y al equipo de Emergencias.
—Buen trabajo —le dijo Rhyme antes de llamar al subinspector de la comisaría del distrito donde estaba situada la cabina. Sus efectivos empezarían a peinar el vecindario en cuanto Mel Cooper les enviara por correo electrónico el retrato robot del Relojero.
Rhyme sabía que era muy posible que Duncan no viviera cerca de la cabina (no le habría sorprendido lo más mínimo), pero apenas media hora después un agente de la policía consiguió una identificación en firme del sospechoso, al que varios vecinos aseguraban reconocer.
Sellitto anotó el número del edificio y alertó a Bo Haumann.
—Os llamaré desde allí —dijo Sachs.
—Espera —contestó Rhyme, mirándola—. ¿Por qué no te quedas? Deja que se encargue Bo.
—¿Qué?
—Habrá una fuerza táctica al completo.
Rhyme estaba pensando en la superstición según la cual los policías que trabajaban con horario reducido tenían más probabilidades que los demás de morir o resultar heridos. El criminalista no creía en supersticiones, de modo que eso le importaba muy poco. Pero no quería que fuera.
Quizás Amelia Sachs estuviera pensando lo mismo. Parecía indecisa. Finalmente, él la vio mirar hacia el pasillo, donde esperaba Pam Willoughby. Se volvió hacia su compañero. Se miraron a los ojos. Él esbozó una leve sonrisa y asintió con un gesto.
Ella cogió su chaqueta de cuero y se encaminó hacia la puerta.
*****
En un tranquilo vecindario de Brooklyn, una docena de agentes de las fuerzas especiales de la policía caminaban sin prisa por la acera mientras otros seis avanzaban lentamente por el callejón trasero de una desvencijada casa unifamiliar.
Era un barrio de viviendas modestas, con jardincillos rebosantes de adornos navideños. Las exiguas dimensiones de las parcelas no deslucían la habilidad de sus propietarios para poblarlas con cuantos Santa Claus, alces y renos cupieran en ellas.
Sachs caminaba despacio por la acera, al frente del equipo de detención. Estaba conectada con Rhyme a través de la radio.
—Ya estamos aquí —dijo en voz baja.
—¿Qué hay?
—Hemos despejado las casas de ambos lados y de atrás. Enfrente no hay ninguna.
Al otro lado de la calle había un minúsculo huerto en cuyo centro se alzaba un andrajoso espantapájaros con un garabato pintado con aerosol sobre el pecho.
—Un sitio estupendo para practicar una detención. Estamos… Espera, Rhyme. —En una de las habitaciones delanteras de la casa se había encendido una luz. Los policías que rodeaban a Sachs se detuvieron y comenzaron a agacharse. Ella susurró—: Todavía está aquí. Te dejo.
—Ve por él, Sachs.
La detective creyó advertir una extraña determinación en la voz de su compañero. Sabía que estaba molesto porque Duncan hubiera escapado. Salvar a las potenciales víctimas del atentado y detener a Charlotte estaba bien, pero Rhyme no se daría por satisfecho mientras quedara algún criminal al que poner las esposas.
Su empeño no era tan grande, sin embargo, como el de Amelia Sachs. La detective quería entregarle en bandeja al Relojero, como un regalo para celebrar su último caso juntos.
Cambió la frecuencia de radio y dijo dirigiéndose a su micrófono:
—Detective cinco, ocho, ocho, cinco a Unidad Uno.
Bo Haumann, que se encontraba en el puesto de mando a una manzana de allí, respondió:
—Adelante, cambio.
—Está aquí. Acabamos de ver encenderse una luz en una de las habitaciones delanteras.
—Recibido. Equipo B, ¿me reciben?
Eran los agentes situados detrás de la casa.
—Jefe del equipo B a Unidad Uno. Recibido. Estamos… Espere. De acuerdo, ahora está en la planta superior. Acaba de encenderse una luz arriba. En el dormitorio de atrás, parece.
—No den por sentado que está solo —recomendó Sachs—. Puede que le acompañe algún miembro del grupo de Charlotte. O que se haya buscado otro cómplice.
—Entendido, detective —respondió Haumann con su voz rasposa—. B y V, ¿qué pueden decirnos?
Los Equipos de Búsqueda y Vigilancia acababan de ocupar posiciones en la azotea del edificio de apartamentos de atrás y en el huerto del otro lado de la calle, frente a la casa del Relojero, donde estaban montando su instrumental.
—B y V Uno a Unidad Uno. Todas las persianas están cerradas. No se ve el interior de la casa. Hay una fuente de calor en la parte trasera. Pero el sospechoso no parece moverse. Hay una luz encendida en la buhardilla, pero no vemos el interior. No se ven las ventanas, sólo las persianas de lamas, cambio.
—Igual que aquí. B y V Dos. Visibilidad nula. Calor arriba. En la planta baja, nada. Hemos oído un par de chasquidos hace un segundo, cambio.
—¿Un arma?
—Pudiera ser. O puede que sea sólo el horno o algún electrodoméstico, cambio.
El agente de Emergencias situado junto a Sachs desplegó a sus efectivos haciéndoles indicaciones con las manos. La detective y él, acompañados de otros dos policías, se agruparon junto a la puerta delantera mientras otros cuatro agentes se situaban justo detrás de ellos. Uno sostenía el ariete. Los otros tres cubrían las ventanas de las dos plantas.
—Equipo B a Uno. Estamos en posición. Tenemos una escalera colocada junto a la habitación iluminada de la parte de atrás, cambio.
—Equipo A, en posición —informó otro agente con un susurro.
—No vamos a llamar —les dijo Haumann—. Cuando cuente tres, lancen granadas de aturdimiento a las habitaciones que tengan las luces encendidas. Arrójenlas con fuerza para que atraviesen las persianas. A la de una, entrada dinámica simultánea por delante y por detrás. Equipo B, sepárense y cubran la planta baja y el sótano. Equipo A, suban directamente al piso de arriba. Recuerden que ese tipo sabe fabricar bombas caseras. Busquen artefactos explosivos.
—Equipo B, recibido.
—A, recibido.
A pesar del frío, a Sachs le sudaban las palmas de las manos dentro de los prietos guantes militares. Se quitó el guante derecho y se sopló la mano. Hizo lo mismo con la izquierda. Luego se ciñó el chaleco antibalas y desabrochó el corchete de su portacargadores. Los demás agentes llevaban ametralladoras, pero a ella nunca le habían gustado. Prefería la elegancia de un solo disparo bien hecho a una ráfaga de plomo.
Los tres agentes del primer equipo de entrada y ella se hicieron señas de asentimiento.
La voz rasposa de Haumann inició la cuenta atrás:
—Seis… cinco… cuatro… tres…
El aire gélido se llenó con el estrépito de los cristales rotos cuando los agentes arrojaron los proyectiles a través de las ventanas.
Haumann prosiguió con calma:
—Dos… uno.
El estampido de las granadas de aturdimiento sacudió las ventanas al tiempo que un blanco fogonazo inundaba la casa por un instante. El corpulento policía que sostenía el ariete lo estrelló contra la puerta delantera. Ésta se abrió sin resistencia y unos segundos más tarde los agentes comenzaron a desplegarse por la casa escasamente amueblada.
Con la linterna en una mano y la pistola en la otra, Sachs no se separó de su equipo mientras subían por la escalera.
Comenzó a oír las voces de otros agentes informando de que habían despejado el sótano y las habitaciones de la planta baja.
El dormitorio de arriba estaba desierto; el otro cuarto, también.
Un momento después, todas las habitaciones habían sido revisadas.
—¿Dónde diablos se ha metido? —masculló Sachs.
—Esto es siempre una aventura, ¿eh? —dijo alguien.
—Es el puto hombre invisible —comentó otra voz.
Después Sachs oyó por sus auriculares:
—B y V Uno. La luz de la buhardilla acaba de apagarse. Está ahí arriba.
En el techo del cuartito del fondo descubrieron una trampilla de la que colgaba un grueso cordel. Una escalerilla plegable. Uno de los agentes apagó la luz de la habitación para que fuera más difícil localizarles. Se echaron hacia atrás y apuntaron hacia la trampilla mientras Sachs cogía el cordel y tiraba con fuerza. La trampilla bajó con un chirrido, dejando a la vista una escalera plegable.
—¡El del ático! —gritó el jefe del equipo—. ¡Baje inmediatamente! ¿Me oye? Es su última oportunidad.
Nada.
—Granada de aturdimiento —ordenó el policía.
Uno de los agentes extrajo una granada de su cinturón y asintió.
El jefe del equipo apoyó la mano en la escalerilla, pero Sachs hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Iré yo.
—¿Está segura?
Ella asintió.
—Pero préstenme un casco.
Cogió uno y se lo puso.
—Preparados, detective.
—Adelante.
Sachs subió casi hasta arriba y cogió la granada. Retiró la espoleta y cerró los ojos para que el destello del proyectil no la cegara y para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad de la buhardilla.
Muy bien, allá vamos.
Arrojó la granada y agachó la cabeza.
Tres segundos después, al hacer explosión el proyectil, abrió los ojos, se precipitó escalera arriba y penetró en el interior de la pequeña estancia llena de una neblina de humo y del olor residual del explosivo. Se apartó rodando de la trampilla, encendió la linterna y describió con ella un círculo mientras se acercaba a un poste, el único lugar donde podía guarecerse.
Nada a la derecha, nada en el centro, nada…
De pronto cayó al abismo.
El suelo no era de madera, como parecía, sino de cartón yeso colocado sobre planchas aislantes. Su pierna derecha atravesó las láminas del falso techo del dormitorio, en las que quedó atrapada sin poder moverse. Chilló de dolor.
—¡Detective! —gritó alguien.
Sachs levantó la linterna y el arma y apuntó con ellas hacia el único lugar que veía desde allí: justo delante de ella. Pero el asesino no estaba ahí.
Lo cual significaba que estaba a su espalda.
En ese momento se encendió la luz del techo casi encima de ella, y se convirtió en un blanco perfecto.
Luchó por volverse, esperando oír el fuerte chasquido de la pistola, el golpe sordo al incrustarse la bala en su cráneo, en su cuello o en su espalda.
Pensó en su padre.
Pensó en Lincoln Rhyme.
Tú y yo, Sachs…
Decidió en el acto que no pensaba morir sin intentar llevarse a Duncan por delante. Sujetó la pistola con los dientes y usó ambas manos para girarse y buscar un blanco.
Oyó pisadas en la escalerilla. Un agente de Emergencias subía a ayudarla. Naturalmente, eso era lo que esperaba el Relojero: la ocasión de matar a otros policías. La estaba utilizando como cebo para atraer a sus compañeros a una muerte segura, confiando en poder escapar en medio del caos.
—¡Cuidado! —gritó, empuñando la pistola—. ¡Está…!
—¿Dónde? —preguntó el jefe del Equipo A.
Se había agazapado en lo alto de la escalerilla. No la había oído (o no le había hecho caso) y había subido, seguido por otros dos agentes. Estaban inspeccionando la estancia, incluida la zona a espaldas de Sachs.
Ella se esforzó por mirar hacia atrás mientras su corazón latía violentamente.
—¿No lo ven? —preguntó—. Tiene que estar ahí.
—No.
El jefe del equipo y otro agente se inclinaron y, agarrándola por el chaleco antibalas, la sacaron de entre las planchas de cartón yeso. Sachs se giró, agachada.
La estancia estaba vacía.
—¿Cómo ha salido? —masculló uno de los policías—. No hay puertas, ni ventanas.
La detective dejó escapar una risa amarga al distinguir un objeto al otro lado de la habitación.
—No estaba aquí. Ni arriba, ni abajo. Seguramente hace horas que se marchó.
—Pero las luces… Alguien estaba encendiéndolas y apagándolas.
—No. Miren. —Señaló una cajita marrón conectada a la caja de fusibles—. Quería hacernos creer que seguía aquí. Para facilitarse la huida.
—¿Qué es eso?
—¿Qué va a ser? Un temporizador.