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09:43 horas

Había formas terribles de morir.

Amelia Sachs creía haberlas visto todas. No recordaba, sin embargo, una forma de matar tan cruel como aquélla.

Había hablado con Rhyme desde Westchester y él le había dicho que fuera inmediatamente a la parte baja de Manhattan, donde debía inspeccionar la escena de dos homicidios cometidos, al parecer, con unas horas de diferencia por un sujeto que se hacía llamar «el Relojero».

Había inspeccionado ya la más sencilla de las dos: un muelle del río Hudson. El examen le había llevado poco tiempo: el cadáver no había aparecido aún, y el viento abrasivo que soplaba por el río había barrido o contaminado gran parte de las pruebas materiales. Había fotografiado y grabado el lugar de los hechos desde todos los ángulos, fijándose especialmente en el sitio que había ocupado el reloj. Le preocupaba que la brigada de artificieros hubiera alterado la escena del crimen al llevárselo para analizarlo. Pero no quedaba otro remedio, con un posible artefacto explosivo de por medio.

Recogió también la nota del asesino, parcialmente manchada de sangre. Después tomó muestras de la sangre congelada. Examinó las marcas de uñas del muelle, allí donde se había agarrado la víctima, colgando sobre el agua, antes de caer al río. Recogió una uña rota: era grande, corta y sin brillo, lo cual sugería que la víctima era un varón.

El asesino había cortado la valla de alambre que impedía la entrada al muelle. Sachs recogió una muestra de la alambrada para buscar marcas de herramientas. No encontró huellas dactilares, ni pisadas, ni marcas de neumáticos cerca del punto de entrada, ni alrededor del charco de sangre helada.

No se había localizado a ningún testigo presencial.

El médico forense había dictaminado que, si la víctima había caído al Hudson, como parecía probable, tenía que haber muerto de hipotermia en el plazo aproximado de diez minutos. Los buzos de la policía de Nueva York y la Guardia Costera seguían buscando el cadáver y las pruebas que pudiera haber en el agua.

Sachs estaba ahora en el escenario del segundo homicidio, el callejón que desembocaba en la calle Cedar, cerca de Broadway. Theodore Adams, de unos treinta y cinco años, yacía de espaldas, amordazado con cinta aislante y con las muñecas y los tobillos atados. El asesino había pasado una cuerda por una escalera de incendios, tres metros por encima de Adams, y atado uno de sus extremos a una pesada barra de hierro de un metro ochenta de largo, provista de agujeros a los lados. Después había suspendido la barra sobre la garganta de la víctima. El otro extremo de la cuerda lo había colocado en las manos de Theodore Adams. Estando atado, Adams no podía apartarse de la barra. Su única esperanza era sujetar la gruesa barra con todas sus fuerzas para mantenerla suspendida hasta que alguien pasara por allí y le salvara.

Pero no había pasado nadie.

Adams llevaba muerto algún tiempo, y la barra había seguido comprimiendo su cuello mientras el frío de diciembre congelaba su cadáver. Bajo el pesado hierro que lo había aplastado, su cuello parecía tener apenas dos centímetros y medio de grosor. Tenía el semblante blanquecino y la mirada neutra propios de la muerte, pero Sachs podía imaginar el aspecto que habría presentado su cara durante los (¿cuántos habrían sido?) diez o quince minutos que había pasado luchando por mantenerse con vida, rojo primero por el esfuerzo y luego morado, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

¿Quién podía matar así, de un modo ideado a todas luces para prolongar la agonía?

Enfundada en su mono de polietileno de alta densidad para impedir que su cabello o las fibras de su ropa contaminaran el lugar de los hechos, Sachs preparó el equipo de recogida de pruebas mientras hablaba del caso con sus compañeros Nancy Simpson y Frank Rettig, pertenecientes al laboratorio central de criminalística del Departamento de Policía de Nueva York, con sede en Queens. Cerca de allí esperaba la unidad móvil de la Brigada de Inspección Ocular y Recogida de Pruebas, una gran furgoneta llena de equipamiento forense de primera necesidad.

Se puso unas tiras de goma alrededor de los pies para distinguir sus huellas de las del asesino. (Otra idea de Rhyme. Pero ¿para qué molestarse? Llevo el mono, Rhyme, no voy con calzado de calle, le había dicho Sachs una vez. Él la había mirado con aire cansino. Ah, perdona. Imagino que a un asesino jamás se le ocurriría comprarse un mono de polietileno. ¿Cuánto cuestan, Sachs? ¿Cuarenta y nueve con noventa y cinco?)

Lo primero que pensó fue que, si no eran golpes de la mafia, aquellas muertes tenían que ser obra de un psicópata. La mafia solía escenificar sus asesinatos de un modo parecido, a modo de escarmiento para bandas rivales. Un sociópata, en cambio, podía poner en escena un asesinato tan elaborado como aquél bien por pura enajenación mental, bien para obtener un placer que podía ser de índole sádica (si el móvil era sexual) o, dejando a un lado la lujuria, derivarse del simple regodeo en la crueldad. Durante los años que llevaba en la policía, Sachs había aprendido que el hecho de infligir dolor podía ser, por sí solo, una fuente de placer, e incluso crear adicción.

Ron Pulaski se acercó, vestido con uniforme y chaqueta de piel. El rubio patrullero de la policía de Nueva York, delgado y joven, le estaba echando una mano en el caso Creeley y tenía orden de ayudarla en los casos asignados a Rhyme. Después de que un encontronazo con un asesino le mandara al hospital para una larga temporada, le habían ofrecido la jubilación anticipada por invalidez. Pero Pulaski, todavía novato, le había contado a Sachs que se había sentado con Jenny, su joven esposa, a hablar del asunto. ¿Debía dejar el trabajo o no? Su hermano gemelo, que también era policía, le había dado su opinión. Y, al final, había decidido someterse a tratamiento y reincorporarse al trabajo. Sachs y Rhyme, impresionados por su ímpetu juvenil, habían movido algunos hilos para que le asignaran a su equipo siempre que fuera posible. Pulaski le había confesado después a Sachs (a Rhyme no, por supuesto; eso nunca) que la resistencia del criminalista a dejarse vencer por su tetraplejia y su severo régimen diario de ejercicios de rehabilitación habían sido su principal inspiración a la hora de volver al servicio activo.

Pulaski, que no llevaba mono de polietileno, se detuvo ante la cinta amarilla que rodeaba el lugar de los hechos.

—Santo cielo —masculló con la mirada fija en el grotesco escenario.

Informó a Sachs de que Sellitto y otros agentes estaban hablando con los guardias de seguridad y los encargados de las oficinas de los edificios que rodeaban el callejón, para saber si alguien había visto u oído algo o conocía a Theodore Adams.

—El equipo de artificieros está analizando los relojes. Luego se los mandarán a Rhyme. Voy a anotar las matrículas de los coches aparcados por los alrededores. Me lo ha dicho el detective Sellitto.

Sachs asintió, de espaldas a él, aunque en realidad no prestó mucha atención a aquel dato, que de momento no le era útil. Se disponía a inspeccionar a fondo el escenario del crimen y estaba intentando despejar su cabeza de distracciones. A pesar de que la investigación forense versa, por definición, sobre objetos inanimados, su ejercicio entraña una curiosa forma de intimidad: para actuar con eficacia, los policías encargados de la inspección del lugar de un crimen han de convertirse en asesinos, tanto en el plano intelectual como en el emocional. La situación, por horrenda que sea, debe desplegarse en su imaginación con todo lujo de detalles: en qué pensaba el asesino, qué posición ocupaba cuando levantó la pistola, el garrote o el cuchillo, cómo cambió de postura, si se detuvo a contemplar los últimos estertores de la víctima o si huyó de inmediato, qué atrajo su atención dentro de la escena del crimen, qué le sedujo y qué le repugnó, cuál fue su vía de escape. No se trataba de trazar su perfil psicológico (ese retrato del criminal tan en boga entre los medios de comunicación y que sin embargo sólo en ocasiones servía de algo), sino del arte de cribar la inmensa morralla propia del lugar del delito, en busca de las escasísimas pero decisivas pepitas de oro que podían ponerles tras la pista del sospechoso.

Eso era lo que estaba haciendo Sachs: convertirse en otra persona, en el asesino que había ideado aquel final para otro ser humano.

Escudriñaba el escenario mirándolo todo de arriba abajo y de un lado a otro: los adoquines, las paredes, el cadáver, la barra de hierro…

Soy él. Soy él. ¿En qué pienso? ¿Por qué quiero matar a estas personas? ¿Y por qué así? ¿Por qué en el muelle? ¿Por qué aquí?

Pero la causa de la muerte era tan inaudita, la mente del asesino tan alejada de la suya propia, que no encontraba respuesta para aquellas preguntas. Aún no.

Se puso sus auriculares.

—Rhyme, ¿estás ahí?

—¿Dónde iba a estar, si no? —preguntó el criminalista con aire divertido—. Estaba esperando. ¿Dónde estás? ¿En el lugar del segundo crimen?

—Sí.

—¿Y qué ves, Sachs?

Soy él…

—Un callejón, Rhyme —contestó, hablando para el micrófono—. Una bocacalle para descarga de mercancías. No tiene salida. La víctima está cerca de la calle principal.

—¿A qué distancia?

—A cuatro metros y medio. El callejón mide unos treinta.

—¿Cómo llegó allí?

—No hay huellas de neumáticos, pero está claro que tuvieron que arrastrarlo hasta aquí. Tiene sal y suciedad en la parte de abajo de los pantalones y la chaqueta.

—¿Hay puertas cerca del cadáver?

—Sí. Está casi enfrente de una.

—¿Trabajaba en el edificio?

—No. Tengo sus tarjetas de visita. Era escritor, trabajaba por su cuenta. Su dirección profesional coincide con la de su apartamento.

—Debía de tener un cliente allí o en otro de los edificios.

—Lon lo está comprobando.

—Bien. La puerta que está más cerca… ¿podría haberlo esperado el asesino allí?

—Sí —contestó ella.

—Dile a un agente que te la abra. Quiero que eches un vistazo al otro lado.

Lon Sellitto la llamó desde la cinta amarilla:

—No hay testigos. Parece que aquí todo el mundo está ciego, joder. Y sordo también. Debe de haber cuarenta o cincuenta oficinas en los edificios que rodean el callejón. Si alguien conocía a la víctima, vamos a tardar un buen rato en averiguarlo.

Sachs le trasladó la petición del criminalista para que le abrieran la puerta trasera junto a la que se hallaba el cuerpo.

—Eso está hecho. —El detective se marchó a cumplir su encargo, soplándose las manos para entrar en calor.

Sachs fotografió y grabó en vídeo el lugar de los hechos. Buscó indicios de actividad sexual en el cadáver y sus alrededores, pero no encontró ninguno. Comenzó después a recorrer la cuadrícula en la que dividía la escena del crimen, revisándola dos veces, palmo a palmo, en busca de pruebas materiales. Rhyme, a diferencia de muchos profesionales de la investigación forense, insistía en que de la inspección ocular se encargara una sola persona (salvo en el caso de catástrofes masivas, como era lógico), y Sachs siempre recorría la cuadrícula sola.

Pero quien había cometido el crimen había tenido mucho cuidado de no dejar ningún rastro visible de su paso, fuera de la nota y del reloj, la barra metálica, la cinta aislante y la soga.

Así se lo dijo a Rhyme.

—No es propio de los asesinos facilitarnos las cosas, ¿no, Sachs?

Su buen humor molestó a la mujer. Él no estaba al lado de una persona que había tenido una muerte tan perra. Ignoró el comentario y siguió con la inspección: realizó un examen preliminar del cadáver para que pudiera procederse a su levantamiento, recogió sus efectos personales, esparció polvo para buscar huellas dactilares, hizo impresiones electrostáticas de pisadas y recogió restos materiales con un rodillo adhesivo como los que se usaban para desprender pelos de la ropa.

Era probable que el asesino hubiera llegado en coche, dado el peso de la barra, pero pese a ello no había huellas de neumáticos. El centro del callejón estaba cubierto con sal para fundir el hielo, y sus granos impedían el contacto directo de las ruedas con los adoquines.

Sachs entornó los ojos.

—Rhyme, aquí hay algo raro. Veo algo en el suelo, alrededor del cuerpo, en un radio de unos noventa centímetros.

—¿Qué crees que es?

Se agachó y examinó con una lupa lo que, según le dijo a Rhyme, parecía ser arena.

—¿Será para el hielo?

—No. Sólo está alrededor del cadáver. No hay más en todo el callejón. La sal es sólo para la nieve y el hielo. —Retrocedió unos pasos—. Pero queda solamente un residuo muy fino. Es como… Sí, Rhyme. El asesino barrió. Con una escoba.

—¿Barrió?

—Veo las marcas de las cerdas de la escoba. Es como si hubiera esparcido arena a puñados y luego la hubiera barrido. Pero puede que no fuera él. En el muelle, donde cometió el otro crimen, no había nada parecido.

—¿Hay arena en el cadáver o en la barra?

—No lo sé… Espera, sí.

—Así que lo hizo después de matar a la víctima —comentó Rhyme—. Seguramente como agente de ocultación.

Los asesinos metódicos se servían en ocasiones de algún material granuloso o en polvo (tierra, arena para gatos o incluso harina) que esparcían por el suelo tras cometer el crimen. Después barrían o pasaban una aspiradora para eliminar, junto con el material, cualquier partícula que pudiera constituir una prueba.

—Pero ¿por qué? —se preguntó Rhyme en voz alta.

Sachs observó el cadáver y el callejón de adoquines.

Soy él. ¿Por qué barrería?

Los criminales solían borrar las huellas dactilares y llevarse las pruebas más obvias, pero rara vez se tomaban la molestia de utilizar un agente externo para alterar la escena del delito. Cerró los ojos y, haciendo un esfuerzo, se imaginó de pie delante del joven mientras éste intentaba impedir que la barra oprimiera su garganta.

—Puede que se le vertiera algo.

Pero Rhyme contestó:

—Es poco probable. No parece tan descuidado.

Sachs siguió pensando.

Soy muy cuidadoso, claro. Pero ¿por qué barro?

Soy él…

—¿Por qué? —murmuró Rhyme.

—Porque es…

—Es, no —puntualizó el criminalista—. Eres, Sachs. Recuérdalo: eres.

—Porque soy un perfeccionista y quiero eliminar todas las pruebas posibles.

—Cierto, pero lo que consigues barriendo —inquirió Rhyme—, lo pierdes quedándote en el lugar de los hechos más tiempo del necesario. Creo que tiene que haber otra razón.

Sachs hizo otro esfuerzo: se sintió levantar la barra, poner la soga en las manos del joven, mirar su rostro contorsionado, sus ojos desorbitados.

Pongo el reloj junto a su cabeza. Hace tictac, tictac… Le veo morir. No dejo huellas, ni barro…

—Piensa, Sachs. ¿Qué es lo que pretende?

Soy él…

Entonces balbució:

—Voy a volver, Rhyme.

—¿Qué?

—Voy a volver a la escena del crimen. Quiero decir que él va a volver. Por eso barrió. Porque no quería dejar absolutamente nada que pudiera darnos alguna pista sobre quién es: ni fibras, ni cabellos, ni pisadas, ni tierra de sus zapatos. No teme que podamos utilizar esas pruebas para seguirle hasta su escondrijo: no dejaría huellas de ese tipo, es demasiado perfeccionista. No, lo que teme es que encontremos algo que nos permita reconocerle cuando regrese.

—Muy bien, podría ser eso. Puede que sea un mirón, que le guste ver morir a los demás, o ver trabajar a la policía. O puede que quiera ver quién anda tras su pista… para poder comenzar su propia cacería.

Sachs sintió que un estremecimiento recorría su espalda. Miró a su alrededor. Al otro lado de la calle se había congregado, como de costumbre, una pequeña multitud de curiosos. ¿Estaba el asesino entre ellos, observándola en aquel mismo instante?

Luego Rhyme añadió:

—O puede que haya vuelto ya. Que se pasara por allí esta mañana, a primera hora, para comprobar que la víctima estaba realmente muerta. Lo que significa…

—Que quizás haya dejado alguna prueba en otra parte, fuera del perímetro principal. En la acera, o en la calle.

—Exacto.

Pasó por debajo de la cinta que rodeaba el escenario del crimen y observó la calle y, a continuación, la acera de delante del edificio. Allí, en la nieve, había media docena de pisadas. No tenía modo de saber si eran del Relojero, pero varias de ellas (pertenecientes a botas anchas, con dibujo de celdilla en las suelas) sugerían que alguien, posiblemente un varón, había permanecido unos minutos a la entrada del callejón, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. Paseó la mirada en derredor y llegó a la conclusión de que no había ningún motivo para que alguien se parara en aquel lugar: ni cabinas telefónicas, ni buzones, ni ventanas cercanas.

—Aquí, a la entrada del callejón, hay unas huellas de botas peculiares, junto a la acera de la calle Cedar —le dijo a Rhyme—. Grandes. —Examinó la zona, hurgando en un cúmulo de nieve—. He encontrado algo.

—¿Qué?

—Un clip metálico para sujetar billetes, de color dorado. —Mientras contaba el dinero que contenía el portabilletes, sintió el escozor del frío en los dedos, a pesar de que llevaba guantes de látex—. Hay trescientos cuarenta dólares en billetes de veinte nuevos. Estaban justo al lado de las pisadas.

—¿La víctima llevaba dinero encima?

—Sesenta pavos, también nuevecitos.

—Puede que el asesino robara el dinero y que se le cayera al marcharse.

Sachs lo guardó en una bolsa de pruebas y siguió examinando otras zonas, sin encontrar nada.

Se abrió la puerta trasera del edificio de oficinas y aparecieron Sellitto y un guardia uniformado del personal de seguridad del lugar. Se apartaron mientras Sachs examinaba la puerta (donde encontró y fotografió un millón de huellas, según le dijo a Rhyme, a lo que él contestó con una risa) y el oscuro vestíbulo del otro lado. No encontró nada que, a simple vista, pareciera relevante para la investigación.

De pronto, el grito angustiado de una mujer cortó el frío aire del invierno.

—¡Dios mío, no!

Una mujer morena y fornida, de treinta y tantos años, se acercó corriendo a la cinta amarilla, donde un agente de policía le cortó el paso. Se había llevado las manos a la cara y estaba sollozando. Sellitto se acercó a ellos. Sachs le siguió.

—¿Conoce a ese hombre, señora? —preguntó el corpulento detective de policía.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? No… ¡Ay, Dios mío, no!

—¿Le conoce? —repitió Sellitto.

La mujer se volvió entre sollozos, horrorizada por la escena.

—Mi hermano… No… ¿Está muerto? Dios mío, no… No puede ser… —Cayó de rodillas sobre el hielo.

Sachs comprendió que era la mujer que la noche anterior había denunciado la desaparición de su hermano.

Con los sospechosos, Lon Sellitto mostraba el carácter de un pitbull, pero con las víctimas y sus familiares hacía gala de una ternura sorprendente. Con voz suave, adensada por su acento de Brooklyn, añadió:

—Lo siento muchísimo. Ha muerto, sí. —La ayudó a levantarse y ella se apoyó en la pared del callejón.

—¿Quién ha sido? ¿Por qué? —dijo chillando mientras contemplaba el espantoso cuadro del cadáver de su hermano—. ¿Quién puede haber hecho algo así? ¿Quién?

—No lo sabemos, señora —contestó Sachs—. Lo siento. Pero lo averiguaremos. Le doy mi palabra.

La mujer se volvió, jadeante.

—No dejen que lo vea mi hija, por favor.

Sachs miró más allá de ella, hacia un coche aparcado a medias en la acera, donde la hermana de la víctima lo había dejado, aturdida por la angustia. Sentada en el asiento del copiloto había una adolescente que la miraba con el ceño fruncido y la cabeza ladeada. La detective se colocó delante del cuerpo para que no viera a su tío.

La hermana, cuyo nombre era Barbara Eckhart, se había bajado del coche sin abrigo e intentaba defenderse del frío cruzando los brazos. Sachs la condujo por la puerta abierta, hasta el vestíbulo de servicio que acababa de inspeccionar. La mujer, histérica, pidió usar el aseo. Cuando salió seguía estando pálida y trémula, pero había conseguido dominarse.

Barbara ignoraba qué motivos podía tener el asesino para matar a su hermano, un joven soltero que trabajaba por su cuenta como escritor publicitario, bien considerado y sin enemigos de los que ella tuviera noticia. La víctima no formaba parte de ningún triángulo amoroso (podían descartarse, por tanto, los maridos celosos), ni había tenido nunca contacto con las drogas ni con cualquier otra actividad ilegal. Vivía en la ciudad desde hacía dos años.

El hecho de que no tuviera ningún vínculo aparente con la delincuencia organizada preocupaba a Sachs, porque ello ponía en primer término el factor psicótico, mucho más alarmante para el público que la existencia de sicarios profesionales al servicio de la mafia.

Explicó a la mujer el procedimiento que se seguiría con el cadáver, que el forense entregaría al familiar más próximo en un plazo de entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. El semblante de Barbara parecía petrificado.

—¿Por qué han matado así a Teddy? ¿Qué querían?

Pero ésa era una pregunta para la que Amelia Sachs no tenía respuesta.

Mientras la señora Eckhart regresaba a su coche acompañada por el detective Sellitto, la detective no pudo apartar los ojos de la hija, que seguía mirándola fijamente. Su mirada resultaba difícil de soportar. La chica debía de saber ya que la víctima era su tío y que estaba muerto, pero Sachs advertía en su expresión un destello de esperanza.

Una esperanza que estaba a punto de extinguirse.

*****

Hambre.

Tumbado en la mohosa cama de su vivienda temporal (una antigua iglesia, nada menos), Vincent Reynolds sintió que el ansia se apoderaba de su ánimo y reproducía como un eco silencioso el gruñido de su abultada barriga.

El templo católico abandonado, situado junto al río Hudson, en una inhóspita zona de Manhattan, iba a ser su base de operaciones mientras duraran los asesinatos. Gerald Duncan era de fuera de la ciudad y Vincent vivía en Nueva Jersey, en un apartamento. Le había dicho a Duncan que podían quedarse en su casa, pero él había contestado que no, que eso era imposible. No debían mantener ningún contacto con sus verdaderos lugares de residencia. Al decir esto, parecía estar sermoneándole. Pero no en el mal sentido, sino como un padre que aleccionara a su hijo.

—¿Una iglesia? —había preguntado Vincent—. ¿Por qué?

—Porque lleva catorce meses y medio en venta. No es una finca muy cotizada. Y en esta época del año no va a venir nadie. —Le lanzó una rápida mirada—. No te preocupes. Está desacralizada.

—¿Sí? —preguntó Vincent, que estaba convencido de haber cometido pecados suficientes para ir derecho al infierno, en caso de que éste existiera. Allanar una iglesia, santificada o no, era la menor de sus faltas.

La agencia inmobiliaria mantenía las puertas cerradas con llave, desde luego, pero las destrezas de un relojero eran casi las mismas que las de un cerrajero (eso eran, de hecho, los primeros relojeros, según le había explicado Duncan), y había sido fácil forzar una de las puertas traseras y cerrarla luego con un candado para que pudieran entrar y salir sin que les vieran desde la calle o la acera. Duncan había cambiado también la cerradura de la puerta delantera y dejado un trocito de cera en ella para saber si alguien intentaba entrar en su ausencia.

La iglesia era oscura, estaba llena de corrientes de aire y olía a limpiador barato.

Duncan ocupaba el que antes había sido el dormitorio del párroco, en la primera planta de la rectoría. Al otro lado del pasillo, en el antiguo despacho, se hallaba la habitación en la que ahora yacía Vincent. Contenía un camastro, una mesa, una plancha para cocinar, un microondas y un frigorífico (Vincent el Hambriento era, por descontado, el amo y señor de la cocina). La iglesia aún tenía suministro eléctrico, por si los agentes de la inmobiliaria necesitaban luz, y la calefacción se mantenía encendida para que no reventaran las tuberías, aunque con el termostato puesto al mínimo.

Al ver la iglesia por vez primera, Vincent, que conocía la obsesión de Duncan por el tiempo, había comentado:

—Lástima que no haya un reloj en la torre. Como el Big Ben.

—Ése es el nombre de la campana, no del reloj.

—¿De la campana de la Torre de Londres?

—De la de la torre del reloj —le había corregido de nuevo Duncan—. En el Palacio de Westminster, la sede del Parlamento. Su nombre proviene de sir Benjamin Hall. A fines de la década de 1850, era la campana más grande de Inglaterra. En los relojes primitivos, las campanas eran lo único que marcaba la hora. No tenían esfera, ni manecillas.

—Ah.

—La palabra inglesa clock proviene del latín clocca, que significa «campana».

Aquel tipo lo sabía todo.

Y eso a Vincent le gustaba. Le gustaban muchas cosas de Gerald Duncan. Llevaba algún tiempo preguntándose si dos inadaptados como ellos podrían hacerse amigos de verdad. Él no tenía muchos. A veces salía a tomar una copa con los pasantes del despacho, y con otros operadores de procesamiento de textos. Pero ni siquiera cuando era Vincent el Listo hablaba mucho, porque temía meter la pata haciendo algún comentario sobre una camarera o sobre la mujer sentada en la mesa de al lado. El ansia le volvía descuidado (por eso le había pasado lo de Sally Anne).

Duncan y él eran opuestos en muchos sentidos, pero tenían una cosa en común: un negro secreto en el corazón. Y cualquiera que hubiera compartido algo así con otra persona sabía que eso compensaba cualquier diferencia política o de estilo de vida, por grande que ésta fuera.

Sí. Él, desde luego, iba a intentar que su amistad durara.

Se aseó pensando de nuevo en Joanne, la morena a la que visitarían esa noche: la florista, su siguiente víctima.

Abrió la pequeña nevera. Sacó un bollo de pan y lo cortó por la mitad con su cuchillo de caza. El cuchillo tenía una hoja de veinte centímetros, muy afilada. Untó el pan con crema de queso y se lo comió mientras se bebía dos coca-colas. El frío hacía que le escociera la nariz. Gerald Duncan, siempre tan meticuloso, insistía en que usaran guantes allí también, y eso era un fastidio. Ese día, sin embargo, hacía tanto frío que a Vincent no le importaba.

Se tumbó en la cama y se puso a fantasear con el cuerpo de Joanne.

Después…

Estaba ansioso, muerto de hambre. El ansia le vaciaba las tripas. Si no tenía pronto su pequeño tú a tú con Joanne, se consumiría por completo.

Se bebió una lata de Dr. Pepper, comió una bolsa de patatas fritas. Y luego unas galletas saladas.

Ansioso.

Voraz.

Él, por sí solo, no habría llegado a la conclusión de que el impulso de agredir sexualmente a las mujeres era una forma de hambre. Esa idea procedía de su terapeuta, el doctor Jenkins.

Después de que le detuvieran por lo de Sally Anne (la única vez que había estado detenido), el doctor le había explicado que debía asumir que el ansia que sentía no desaparecería jamás.

—No puede librarse de ella. Es, en cierto modo, como el apetito. Pero ¿qué sabemos del apetito? Que es natural. No podemos evitar tener hambre. ¿No está de acuerdo?

—Sí, señor.

El psiquiatra había añadido que, aunque no se pudiera eliminar por completo, aquella ansia podía saciarse adecuadamente.

—¿Entiende lo que le digo? Cuando se trata de comer, uno toma una comida sana en el momento apropiado, no se limita a picotear de aquí y de allá. Cuando se trata de personas, debe establecerse una relación sana, un compromiso duradero conducente al matrimonio y a la formación de una familia.

—Entiendo.

—Bien. Creo que estamos haciendo progresos. ¿No está de acuerdo?

Vincent se tomó muy a pecho la lección del psiquiatra, aunque la interpretara de manera algo distinta a la que pretendía el buen doctor: se dijo que utilizaría la analogía del hambre como una guía práctica. Sólo comería (es decir, tendría un pequeño tú a tú con una mujer) cuando de veras lo necesitara. De ese modo no se pondría frenético… ni se volvería descuidado, como le había pasado con Sally Anne.

Genial.

¿No está de acuerdo, doctor Jenkins?

Se terminó las galletas saladas y el refresco y escribió otra carta a su hermana. Vincent el Listo hizo algunos dibujitos en los márgenes. Monigotes que creía que le gustarían. No se le daba mal dibujar.

Llamaron a la puerta.

—Entra.

Gerald Duncan abrió. Se dieron los buenos días. Vincent miró hacia la habitación de Duncan. Estaba perfectamente ordenada: los objetos colocados en orden simétrico sobre la mesa; la ropa, planchada y colgada en el armario, cada prenda separada por un hueco de cinco centímetros exactos. Aquello sí podía ser un impedimento para su amistad. Vincent era un cerdo.

—¿Quieres comer algo? —preguntó.

—No, gracias.

Por eso estaba tan flaco el Relojero. Pocas veces comía. Nunca tenía hambre. Eso también podía ser una pega. Pero Vincent decidió ignorar aquel defecto. A fin de cuentas, su hermana tampoco comía mucho y aun así él la quería.

El asesino preparó café. Mientras se calentaba el agua, sacó de la nevera el frasco de los granos y midió dos cucharadas. Los granos tintinearon y crujieron cuando los echó en el molinillo de mano y accionó la manivela una docena de veces, hasta que cesó el ruido. Vertió cuidadosamente el café en un filtro de papel cónico, dentro de un colador, y lo aplastó para asegurarse de que quedara raso. A Vincent le encantaba ver a Gerald Duncan preparar el café.

Era tan cuidadoso…

Duncan miró su reloj de bolsillo de oro. Le dio cuerda con sumo cuidado. Apuró el café (se lo bebía deprisa, como si fuera una medicina) y luego miró a Vincent.

—Nuestra florista —dijo—, Joanne. ¿Vas a ir a echarle un vistazo?

Un vuelco en el estómago. Hasta luego, Vincent el Listo.

—Claro.

—Yo voy a ir al callejón de la calle Cedar. La policía ya habrá llegado. Quiero ver con quién hemos de vérnoslas.

Hemos de…

Duncan se puso la chaqueta y se colgó su bolsa del hombro.

—¿Estás listo?

Vincent asintió con un gesto antes de ponerse la parka de color crema, el gorro y los guantes.

—Quiero saber si pasa gente por el taller a recoger pedidos o si está trabajando sola —le dijo Duncan.

El Relojero había descubierto que Joanne pasaba mucho tiempo en su taller, a pocas manzanas de la floristería. Era un local tranquilo y oscuro. Cuando se imaginaba a Joanne (su cabello castaño y rizado, su cara larga pero bonita), Vincent el Hambriento no lograba quitársela de la cabeza.

Bajaron y salieron al callejón de detrás de la iglesia.

Duncan cerró el candado.

—Ah, quería decirte una cosa —dijo—. La de mañana también es una mujer. Serán dos seguidas. No sé con cuánta frecuencia te gusta tener tus… ¿Cómo lo llamas? ¿Tú a tú?

—Sí, eso.

—¿Por qué lo llamas así? —preguntó Duncan.

Vincent sabía ya que el asesino tenía una curiosidad insaciable.

Aquella expresión también procedía del doctor Jenkins, su amigo el psiquiatra del centro de detención, que le había dicho que fuera a su despacho siempre que quisiera, a hablar sobre cómo se sentía. A charlar de tú a tú.

Por alguna razón, aquella frase le gustó. Sonaba mucho mejor que «violación».

—No lo sé. Porque sí. —Añadió que no le importaba que fueran dos mujeres seguidas.

A veces, cuando uno come, le entra aún más hambre, doctor Jenkins. ¿No está de acuerdo?

Mientras pisaban con cuidado las placas de hielo de la acera, preguntó:

—Y… ¿qué vas a hacer con Joanne?

Duncan tenía una sola regla para matar a sus víctimas: que su muerte fuera lenta. Lo cual no era tan fácil como parecía, le había explicado con aquella voz suya, tan precisa y desapasionada. Tenía un libro titulado Técnicas de interrogatorio extremas acerca de cómo aterrorizar a un prisionero para que hablara sometiéndole a torturas que le causaban la muerte si no confesaba. Torturas como ponerle pesos en la garganta, cortarle las venas y dejar que se desangrara, y diez o doce más.

—En su caso —explicó—, no quiero extenderme demasiado. La amordazaré y le ataré las manos a la espalda. Luego haré que se tumbe boca abajo y le pasaré un cable por el cuello y los tobillos.

—¿Con las rodillas dobladas? —Vincent ya podía imaginárselo.

—Exacto. Está en el libro. ¿Has visto las ilustraciones?

Negó con la cabeza.

—No podrá mantener las piernas en esa postura mucho tiempo. Cuando empiece a estirarlas, se tensará el cable del cuello y se estrangulará ella sola. Tardará entre ocho y diez minutos, calculo yo. —Sonrió—. Voy a cronometrarlo, como me sugeriste. Cuando acabe, te avisaré y será toda tuya.

Una charla de tú a tú…

Al salir del callejón les zarandeó una ráfaga de aire helado. A Vincent se le abrió la parka, que llevaba sin abrochar.

De pronto se detuvo, alarmado. En la acera, a unos metros de distancia, había un joven. Llevaba una barba raquítica y una chaqueta andrajosa. Una mochila colgaba de su hombro. Un estudiante, supuso. El joven siguió caminando enérgicamente, con la cabeza agachada.

Duncan miró a su compañero.

—¿Qué pasa?

Vincent indicó su costado con la cabeza: llevaba el cuchillo de caza en la cinturilla, metido en su funda.

—Creo que lo ha visto. Lo… lo siento. Debería haberme subido la cremallera, pero…

Duncan apretó los labios.

No, no…

Vincent confiaba en que no se enfadara.

—Iré a encargarme de él, si quieres. Iré a…

El asesino miró al estudiante, que se alejaba de ellos con paso apresurado.

Se volvió hacia su compañero.

—¿Has matado alguna vez a alguien?

Vincent no pudo soportar la mirada penetrante de sus ojos azules.

—No.

—Espera aquí.

Gerald Duncan observó la calle, en la que sólo se veía al estudiante. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el cúter que había usado la víspera para cortarle las venas al hombre del muelle. Echó a andar apresuradamente tras el chico. Vincent le vio apretar el paso hasta que estuvo a pocos metros de él. Luego doblaron la esquina en dirección este.

Aquello era horrible. Vincent había vuelto a descuidarse. Lo había puesto todo en peligro: la oportunidad de ser amigo de Duncan, y de mantener de vez en cuando un tú a tú con una mujer. Y todo por un descuido. Le dieron ganas de gritar, de ponerse a llorar.

Hurgó en su bolsillo, encontró un Kit Kat y lo devoró, comiéndose parte del envoltorio junto con la chocolatina.

Cinco angustiosos minutos después, Duncan regresó con un periódico arrugado en la mano.

—Lo siento —dijo Vincent.

—No pasa nada. No tiene importancia. —Su voz sonaba suave. Envuelto en el periódico llevaba el cúter manchado de sangre. Limpió la hoja con el papel y recogió la cuchilla. Tiró el papel y los guantes. Se puso otro par. Insistía en que llevaran siempre dos o tres pares encima.

—He tirado el cuerpo a un contenedor —dijo—. Y lo he tapado con basura. Si tenemos suerte, acabará en un vertedero o en el mar antes de que alguien vea la sangre.

—¿Estás bien? —Le pareció que Duncan tenía una marca roja en la mejilla.

El Relojero se encogió de hombros.

—Me descuidé. Se resistió. Tuve que rajarle los ojos. Recuérdalo: si alguien se resiste, rájale los ojos. Así dejan de forcejear enseguida y les puedes controlar a tu antojo.

Rajarles los ojos…

Vincent asintió despacio con la cabeza.

—¿Vas a tener más cuidado? —preguntó Duncan.

—Sí, sí. Te lo prometo. En serio.

—Ahora, ve a vigilar a la florista. Nos vemos en el museo a las cuatro y cuarto.

—Claro, de acuerdo.

Duncan fijó sus ojos azules en él y esbozó una de sus raras sonrisas.

—No te preocupes. Ha habido un problema y lo hemos resuelto. En el plano general de las cosas, no ha sido nada.