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12:21 horas

—Ay, gracias —murmuró Charlotte, dirigiéndose tanto a Jesús como al hombre que había llevado a buen puerto su misión.

Sentada al borde de la silla, miraba atentamente el televisor. Al boletín especial de noticias acerca de la evacuación del Museo Metropolitano y el paro de los transportes públicos había seguido una noticia bien distinta: la del atentado en el edificio del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano. Charlotte apretó la mano de su marido. Bud se inclinó para besarla. Sonreía como un niño.

La presentadora tenía una expresión amarga (a pesar de su satisfacción contenida por estar de guardia en el momento de estallar semejante noticia) mientras daba los pocos detalles que se conocían: una bomba había hecho explosión en el interior de la sede del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano, en la parte baja de Manhattan, donde numerosos altos funcionarios del gobierno y mandos de las Fuerzas Armadas asistían a una ceremonia. Entre los presentes se encontraban un subsecretario de Estado y el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Las cámaras mostraban el humo que salía de las ventanas de un salón de actos. El dato más importante (el recuento de víctimas) no se había facilitado aún, aunque se sabía que había al menos medio centenar de personas en el salón en el momento de estallar el artefacto.

Un comentarista apareció en pantalla. La falta de datos respecto al siniestro no le impidió aventurar que el atentado era obra de terroristas islámicos.

Pronto sabrían que no era así.

—¡Mira, cariño! ¡Lo hemos conseguido! —le gritó Charlotte a su hija, que seguía en el dormitorio, absorta en su libro. (Aquel endiablado Harry Potter. Charlotte le había tirado dos libros. ¿De dónde rayos había sacado otro ejemplar?)

La chica dejó escapar un suspiro exagerado y siguió leyendo.

Charlotte montó en cólera por un instante. Le dieron ganas de entrar en la habitación y abofetearla con todas sus fuerzas. Acababan de conseguir una victoria sensacional y su hija sólo mostraba una flagrante falta de respeto. Bud le había preguntado varias veces si le permitiría azotarla con una palmeta en el trasero desnudo. La madre había puesto reparos, pero ahora se preguntaba si no sería buena idea.

Aun así, su ira se desvaneció cuando pensó en su triunfo de hoy. Se puso en pie.

—Será mejor que nos vayamos. —Apagó el televisor y siguió haciendo el equipaje.

Bud entró en el dormitorio para ayudarla. Tenían previsto ir en coche hasta Filadelfia, donde tomarían un avión de vuelta a San Luis (Duncan les había advertido que evitaran los aeropuertos de Nueva York después del atentado). Luego regresarían al Misuri profundo y pasarían de nuevo a la clandestinidad, esperando otra oportunidad de promover su causa.

Gerald Duncan llegaría pronto. Recogería el resto de su dinero y él también se marcharía de la ciudad. Charlotte se preguntaba si podría convertirlo a su causa. Había hablado con él sobre su ideario, pero no parecía interesado, aunque aseguraba que les prestaría de nuevo su ayuda si elegían algún objetivo especialmente difícil y le pagaban bien.

Llamaron a la puerta.

Duncan llegaba justo a tiempo.

Riendo, Charlotte se acercó a la puerta y la abrió de golpe.

—¡Lo has hecho! ¡Qué…!

Pero se calló y su sonrisa desapareció de golpe. Un policía con casco negro y traje de combate la apartó de un empujón. Con él iba Amelia Sachs. Empuñando una aparatosa pistola negra, la detective inspeccionó la habitación con los ojos entornados y una mirada furiosa.

Media docena de policías entraron tras ellos.

—¡Alto! ¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

—¡No! —gimió Charlotte, dando media vuelta. Pero apenas había avanzado un paso cuando se abalanzaron sobre ella.

En el dormitorio, Bud Allerton sofocó un gemido de sorpresa al oír los gritos de su mujer, las ásperas voces de los policías y el estrépito de sus pisadas. Cerró la puerta con violencia, sacó una pistola automática de su maletín y movió la corredera para introducir una bala en la recámara.

—¡No! —gritó su hijastra y, dejando caer su libro, intentó llegar a la puerta.

—Cállate —le susurró él con ferocidad antes de agarrarla del brazo.

La chica gritó cuando la arrojó sobre la cama. Se golpeó la cabeza contra la pared y quedó aturdida. A Bud nunca le había gustado la muchacha. Le desagradaban su actitud, su sarcasmo, su rebeldía. Los hijos venían a este mundo para obedecer (las chicas, sobre todo) o para sufrir las consecuencias si no lo hacían.

Pegó el oído a la puerta. Parecía haber una docena de policías en el cuarto de estar de la suite. No tenía mucho tiempo para entonar una plegaria, pero los mensajeros de Dios pueden comunicarse con Él según lo permitan las circunstancias.

Mi amado Señor Jesucristo, mi Salvador, gracias por los dones que has concedido a los verdaderos creyentes. Por favor, dame fuerzas para poner fin a mi vida y apresurar mi partida hacia Tu Reino. Y permíteme mandar al infierno a tantos como pueda de los que han venido a atentar contra Ti.

Había quince balas en el cargador de la pistola. Podía llevarse por delante a casi todos los policías, si se mantenía en pie y si Dios le daba fuerzas para hacer caso omiso de las heridas que le infligieran. Pero, aun así, tenían muchas armas. Necesitaba contar con alguna ventaja.

Se volvió hacia su hijastra, que lloraba agarrándose la cabeza ensangrentada. Añadió un colofón a su plegaria, con una amabilidad que le pareció especialmente generosa dadas las circunstancias.

Y cuando recibas en el cielo a esta cría, perdónale los pecados que cometió contra ti. No sabía lo que hacía.

Se levantó y, acercándose a la muchacha, la agarró del pelo.

—¿Allerton está ahí? —le gritó Amelia Sachs a Charlotte, señalando la puerta cerrada del dormitorio.

La mujer no dijo nada.

—¿Y la chica?

El recepcionista les había dicho qué habitación ocupaban Charlotte y Bud Allerton, a los que acompañaba su hija, y les había explicado la distribución de la habitación. Estaba seguro de que seguían arriba. Había reconocido la fotografía del Relojero. Al parecer, había estado allí varias veces, pero hoy no se había pasado aún por el hotel, que él supiera.

—¿Dónde está Allerton? —preguntó Sachs con aspereza. Tenía ganas de zarandear a la mujer.

Charlotte miraba con furia a la detective sin despegar los labios.

—¡Baño despejado! —gritó uno de los agentes de la Unidad de Emergencias.

—¡Segundo dormitorio despejado!

—¡Armario despejado! —gritó Ron Pulaski, cuya enjuta figura resultaba casi cómica con el casco y el abultado chaleco antibalas.

Sólo quedaba el dormitorio con la puerta cerrada. Sachs se acercó a ella y, poniéndose a un lado, indicó a los demás agentes que se retiraran de la línea de fuego.

—¡Los de dentro de la habitación, escuchen! ¡Soy oficial de policía! ¡Abran la puerta!

No hubo respuesta.

Sachs probó el picaporte. La llave no estaba echada. Respiró hondo, levantó la pistola.

Abrió la puerta de golpe y se agachó en posición de disparo. Vio a la chica, la misma a la que había visto en el coche de Charlotte en el escenario del primer presunto crimen del Relojero. Tenía las manos atadas y una tira de cinta aislante le tapaba la nariz y la boca. Su piel iba adquiriendo un tono azulado, y se retorcía frenética sobre la cama, intentando respirar. Faltaban pocos segundos para que se asfixiara.

—¡Mira! ¡La ventana está abierta! —gritó Ron Pulaski, señalando hacia la ventana de la habitación—. ¡Se escapa!

Hizo amago de avanzar hacia la ventana.

Sachs le agarró por el chaleco antibalas.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—No hemos inspeccionado aún la habitación —contestó ella. Señaló con la cabeza hacia el cuarto de estar—. Comprueba la salida de incendios desde ahí. A ver si está fuera. Y ten cuidado. Puede que esté apuntando a la ventana.

El novato corrió a la otra habitación y se asomó fuera.

—No. Puede que haya escapado. —Llamó por radio a los efectivos de Emergencias que esperaban en el exterior del edificio para que inspeccionaran el callejón de detrás del hotel.

Sachs estaba indecisa, pero no podía esperar más. Tenía que salvar a la chica. Dio un paso adelante.

Luego, de pronto, se detuvo. A pesar de que se ahogaba, la hija de Charlotte intentaba decirle algo. Comenzó a sacudir negativamente la cabeza, y la detective dedujo que Allerton pretendía tenderle una emboscada. La chica miró a su derecha, indicándole dónde se escondía su padrastro, o quien fuese, seguramente listo para disparar.

La detective se agachó de nuevo.

—¡Sea quien sea, tire el arma! ¡Túmbese boca abajo en el centro de la habitación! ¡Vamos!

Silencio.

La pobre chica se retorcía con los ojos desorbitados.

—¡Tire el arma inmediatamente!

Nada.

Se habían acercado varios agentes de Emergencias. Uno empuñaba una granada de aturdimiento, diseñada para desorientar al enemigo. Pero una persona podía disparar aunque estuviera sorda y ciega. A Sachs le preocupaba que Allerton abriera fuego indiscriminadamente y diera a la chica. Hizo un gesto negativo mirando al agente y apuntó hacia el interior de la habitación a través de la puerta. Tenía que reducir a Allerton inmediatamente. A la chica no le quedaba mucho tiempo.

Pero la muchacha volvía a sacudir la cabeza. Mientras luchaba por controlar sus convulsiones, miró a la derecha de Sachs y hacia abajo.

A pesar de que se moría, estaba indicándole hacia dónde tenía que disparar.

La detective ajustó la puntería: el blanco estaba mucho más a la derecha de lo que imaginaba. Si hubiera disparado hacia donde pretendía hacerlo, su oponente habría adivinado su posición y posiblemente le habría dado de lleno al devolver el disparo.

La chica asintió con la cabeza.

Aun así, Sachs dudó. ¿De veras era eso lo que quería decirle la chica? Manifestaba una disciplina que pocos adultos podrían mostrar, y temía malinterpretarla. El riesgo de herir a un inocente era demasiado grande.

Luego, sin embargo, se acordó de la mirada de la chica la primera vez que la vio, en el coche, junto al callejón contiguo a la calle Cedar. En aquel momento había visto en ella esperanza. Ahora veía coraje.

Empuñó con firmeza su pistola y disparó seis veces en círculo hacia donde le indicaba la joven. Sin esperar a comprobar si había dado en el blanco, entró de un salto en la habitación, seguida por los efectivos de Emergencias.

—¡Ocupaos de la chica! —gritó mientras hacía un barrido con la Glock hacia su derecha, donde se hallaban el cuarto de baño y el ropero.

Un agente cubrió la habitación con su ametralladora MP-5 mientras los demás tumbaban a la muchacha en el suelo y le arrancaban la cinta de la cara. Sachs la sintió inhalar ansiosamente, con un ruido áspero, y luego oyó sollozos.

Abrió bruscamente la puerta del armario y se apartó en el instante en que caía al suelo el cadáver de un hombre alcanzado por cuatro disparos. Apartó de una patada el arma de Allerton y revisó el armario y el baño. Después, no queriendo arriesgarse, miró en la ducha, debajo de la cama y en la salida de incendios.

Unos minutos más tarde la habitación estaba despejada. Charlotte, con la cara enrojecida por la furia y el llanto, aguardaba sentada en el sofá, esposada, mientras en el pasillo los servicios médicos administraban oxígeno a la chica.

La mujer no soltó prenda sobre el Relojero, y el registro preliminar de las habitaciones no les brindó ninguna pista sobre su paradero. Sachs encontró un sobre con doscientos cincuenta mil dólares en metálico, lo que sugería que el asesino debía ir al hotel a cobrar sus honorarios. Llamó a Sellitto a la planta de abajo para que despejara la calle de vehículos de emergencias y apostara equipos de detención en las proximidades.

*****

Rhyme iba camino del hotel en su furgoneta y Sachs llamó para decirle que entrara por la puerta de atrás. Luego salió al pasillo para ver qué tal estaba la chica.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien, creo. Me duele la cara.

—Apuesto a que te quitaron la cinta muy deprisa.

—Ya lo creo.

—Gracias por lo que has hecho. Has salvado varias vidas. La mía entre ellas.

La joven la observó con curiosidad antes de bajar la mirada. Sachs le dio el libro de Harry Potter que había encontrado en el dormitorio y le preguntó si sabía algo de un individuo que se hacía llamar Gerald Duncan.

—Daba miedo. Era, no sé, raro. Te miraba como si fueras una piedra, o un coche, o una mesa, no una persona.

—¿Tienes idea de dónde está?

La chica negó con la cabeza.

—Oí decir a mi madre que había alquilado un piso en Brooklyn. Eso es lo único que sé. No tengo ni idea de dónde. Él nunca hablaba de eso. Pero iba a pasarse por aquí para recoger el dinero.

Sachs se llevó aparte a Pulaski y le pidió que comprobara todas las llamadas entrantes y salientes de los móviles de Charlotte y Bud, así como las del teléfono fijo de la habitación.

—¿Y las del teléfono del vestíbulo no? El teléfono público, digo. Y las de las cabinas que haya cerca de aquí.

Ella levantó una ceja.

—Bien pensado.

El novato se fue a cumplir su misión. Sachs consiguió un refresco y se lo dio a la chica. Ella abrió la lata y se bebió la mitad a toda prisa. Miró a la agente de un modo extraño. Luego soltó una risa.

—¿Qué pasa? —preguntó la detective.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? Ya nos conocíamos.

—Claro. Nos vimos el martes, cerca del callejón.

—No, no. Mucho antes de eso.

Sachs entornó los ojos. Recordaba haber tenido la vaga sensación de conocerla al verla sentada en el coche, en las proximidades del callejón. Ahora esa sensación era aún más fuerte, pero no acertaba a recordar dónde se habían visto antes del martes.

—Me temo que no me acuerdo.

—Me salvaste la vida. Yo era muy pequeña.

—Hace mucho… —Amelia Sachs entrecerró los párpados, se volvió hacia la madre y la miró más atentamente—. Dios mío —murmuró.