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11:07 horas

Al documentarse sobre el arte de la relojería con el fin de hacerse pasar por asesino movido por la venganza, Charles Hale había descubierto el concepto de «complicación».

En un reloj de pared o pulsera, una complicación es una función distinta a la marcación de la hora del día. Por ejemplo, esos pequeños cuadrantes que pueblan la esfera de los relojes lujosos y que dan información como el día de la semana, la fecha y las zonas horarias de distintos lugares, y van provistos de repetidores (tintineos que suenan a intervalos determinados). Los relojeros siempre han tenido el prurito de añadir a sus relojes tantas complicaciones como fuera posible. Uno típico es el Patek Philippe Star Calibre 2000, un reloj de pulsera compuesto por más de mil piezas. Sus complicaciones ofrecen al propietario datos tales como la hora de la salida del sol y el ocaso, un calendario perpetuo, el día de la semana, la fecha y el mes, la estación, las fases lunares, la órbita lunar e indicadores de reserva de energía tanto para el mecanismo del reloj como para sus diversas señales sonoras.

El problema de las complicaciones es, no obstante, que son precisamente eso: complicaciones. Tienden a distraer del propósito fundamental de un reloj: marcar la hora. Breitling fabrica soberbias piezas de relojería, pero algunos de sus modelos, como el Professional y el Navitimer, tienen tantos diales, manecillas y funciones complementarias, como cronógrafos (término técnico para designar a los cronómetros) y reglas de cálculo logarítmico, que cuesta encontrar la aguja grande y la pequeña.

Complicaciones eran, sin embargo, lo que necesitaba Charles Hale para su plan en Nueva York. Distracciones para desviar la atención de la policía de su verdadero objetivo. Porque era muy posible que Lincoln Rhyme y su equipo averiguaran que ya no se hallaba bajo custodia policial ni se llamaba en realidad Gerald Duncan y que, por tanto, llegaran a la conclusión de que tenía otro propósito, aparte de vengarse de un policía corrupto.

Así pues, necesitaba una complicación más para mantener ocupada a la policía.

Sonó su teléfono móvil. Era un mensaje de texto de Charlotte Allerton: «Boletín especial en la tele: museo cerrado. Te busca la policía».

Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

Y disfrutó de un instante de pura satisfacción, rayana en lo sexual.

Cabía deducir del mensaje que, en efecto, Rhyme había descubierto que no era quien decía ser y que la policía seguía dando palos de ciego, distraída por la complicación del Museo Metropolitano. Les había inducido a creer que se proponía robar el famoso Mecanismo Délfico dejando folletos sobre diversas exposiciones de relojes antiguos celebradas en Boston y Tampa. Se había explayado hablándole del artilugio a Vincent Reynolds y había dado muestras de estar obsesionado con los relojes antiguos delante del vendedor de relojes, con el que también había hablado del Mecanismo, de cuya exhibición en el museo había dicho estar al corriente. El pequeño incendio que había provocado en el Instituto Nacional de Patrones y Tecnología, en Brooklyn, les haría creer que se proponía cambiar la hora del reloj de cesio del país, desactivando de ese modo el sistema de seguridad del museo con el fin de robar el Mecanismo.

Que ése era el verdadero móvil del complot urdido por el Relojero parecía ser la deducción más aguda y sutil que sería capaz de extraer la policía de Nueva York. Las fuerzas de seguridad pasarían horas registrando palmo a palmo el museo y los alrededores de Central Park en busca de Hale, y examinando la bolsa de loneta que había dejado en consigna. La bolsa contenía cuatro libros cuyo interior había vaciado para meter dos bolsas de bicarbonato, un pequeño escáner y, cómo no, un reloj: un modelo digital barato provisto de alarma. Ninguna de esas cosas significaba nada por sí misma, pero cada una de ellas mantendría ocupada a la policía durante horas.

Las complicaciones del plan eran tan elegantes, si bien no tan numerosas, como las del reloj de pulsera con fama de ser el más complejo del mundo: un modelo fabricado por Gerald Genta.

En ese momento Hale estaba ya lejos del museo, del que había salido hacía media hora. Poco después de entrar y dejar la bolsa en consigna, se había metido en un aseo y se había quitado el abrigo, debajo del cual llevaba un uniforme del ejército con galones de mayor. Se había puesto las gafas y la gorra militar que había ocultado en un falso bolsillo del abrigo y había salido del museo sin perder un instante. Se hallaba ahora en el centro de Manhattan, avanzando lentamente por la fila de seguridad que conducía a las oficinas del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano de Nueva York.

Faltaba poco tiempo para que numerosos soldados acompañados por sus familias asistieran a una ceremonia en su honor que, patrocinada por el municipio y los departamentos de Estado y de Defensa, iba a celebrarse en la sede de dicho organismo. Las autoridades recibirían a los militares recién regresados de conflictos en el extranjero y a sus familiares y les harían entrega de diversas condecoraciones por los servicios que habían prestado en conflictos bélicos recientes, así como en señal de agradecimiento por haberse realistado. Después de la ceremonia, de la sesión fotográfica de rigor y de las consabidas declaraciones ante la prensa, los invitados se marcharían y los generales y otros altos funcionarios de la administración se reunirían para debatir futuros esfuerzos con el fin de extender la democracia a otras zonas del mundo.

Esos funcionarios, así como los militares, sus familias y los miembros de la prensa que estuvieran presentes, eran el verdadero objetivo de las maquinaciones de Charles Hale en Nueva York.

Le habían contratado con el sencillo propósito de matar a cuantos más mejor.

*****

Con la mano apoyada sobre el musculoso muslo de su marido, Lucy Richter guardaba silencio mientras pasaban junto a la tribuna levantada delante del edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano. Acababa de concluir el desfile y el fornido y risueño Bob conducía el coche.

El Honda se abría paso entre el denso tráfico mientras él charlaba despreocupadamente de la fiesta de esa noche. Lucy respondía con desgana. Le preocupaba de nuevo el Gran Conflicto, el que le había confesado a Kathryn Dance. ¿Debía seguir adelante y realistarse, o no?

Interrógate a ti misma…

Un mes antes, al dar su consentimiento, ¿había sido sincera consigo misma o se había engañado?

Buscaba los síntomas que le había indicado la agente Dance: ira, depresión… Y se preguntaba si se estaba mintiendo.

Procuró olvidarse de su dilema.

Estaban ya junto al edificio y vio manifestantes al otro lado de la calle. Protestaban contra la intervención de Estados Unidos en diversos conflictos extranjeros. Sus amigos y compañeros destinados en otros puntos del planeta se mostraban hostiles hacia todo aquel que protestara contra las intervenciones militares, pero, curiosamente, Lucy no era de la misma opinión. Creía que el hecho mismo de que aquellas personas fueran libres de manifestarse y no estuvieran en prisión daba validez a lo que hacía.

Se aproximaron al puesto de control situado en el cruce, cerca del edificio. Dos soldados se acercaron para comprobar su documentación e inspeccionar el maletero.

Lucy se puso tensa.

—¿Qué pasa? —preguntó su marido.

—Mira —dijo ella.

Bob bajó la mirada. Ella se había llevado la mano derecha a la cadera, donde solía llevar el arma cuando estaba de servicio.

—¿Vas a desenfundar? —bromeó su marido.

—Es instintivo. Me pasa siempre en los puestos de control. —Se rió, pero su risa sonó desganada.

Niebla amarga…

Bob saludó a los militares con una inclinación de cabeza y sonrió a su esposa.

—Creo que no corremos peligro. Esto no es Bagdad, ni Kabul.

Lucy le apretó la mano y se dirigieron al aparcamiento reservado a los invitados de honor.

*****

Charles Hale no era del todo apolítico. Tenía algunas ideas generales acerca de la democracia frente a la teocracia, el fascismo y el comunismo. Sabía, no obstante, que sus opiniones eran equiparables a las perogrulladas que expresaban los oyentes que llamaban a Rush Limbaugh o a la NPR, la radio nacional estadounidense: ni muy radicales, ni muy elaboradas. Así pues, el octubre anterior, cuando Charlotte y Bud Allerton le contrataron con el fin de «lanzar un mensaje» acerca de la errada intervención del Gobierno norteamericano en naciones «paganas», Hale se había guardado de mostrar sus reservas.

El reto, sin embargo, le intrigaba.

—Hemos hablado con seis personas y ninguna ha querido aceptar el trabajo —le contó Bud Allerton—. Es prácticamente imposible.

A Charles Vespasian Hale le gustaba esa palabra. Uno nunca se aburría cuando abordaba lo imposible. Ni cuando se enfrentaba a lo «invulnerable».

Charlotte y Bud, su segundo marido, formaban parte de un grupo marginal de extrema derecha violenta que llevaba años atentando contra funcionarios y edificios del Gobierno federal e instalaciones de las Naciones Unidas. Hacía tiempo que habían pasado a la clandestinidad, pero últimamente, indignados por el entrometimiento del Gobierno en los asuntos mundiales, Charlotte y otros miembros de su anónima organización habían decidido que ya iba siendo hora de preparar un atentado a lo grande.

El atentado no sólo debía hacer llegar su preciado mensaje al mundo, sino que tenía que causar graves daños al enemigo; es decir, acabar con la vida de generales y funcionarios de la administración que había traicionado los principios fundacionales de Estados Unidos y enviado a nuestros hijos e hijas (que Dios nos ampare) a morir en suelo extranjero en beneficio de pueblos atrasados, crueles y enemigos del Cristianismo.

Hale había logrado desprenderse de la retórica adictiva de sus clientes y ponerse manos a la obra. En Halloween había ido a Nueva York para instalarse en el piso franco de Brooklyn y había pasado el mes y medio siguiente enfrascado en la fabricación de su mecanismo de relojería: procurándose suministros, buscando cómplices involuntarios que le ayudaran (Dennis Baker y Vincent Reynolds), haciendo averiguaciones sobre las presuntas víctimas del Relojero y vigilando el edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano al que se acercaba ahora en medio del aire gélido de la mañana.

El edificio había sido elegido para la ceremonia y las reuniones posteriores no por su función administrativa, que nada tenía ver con el ejército, sino porque, entre las oficinas de la administración federal situadas en la parte baja de Manhattan, era la que ofrecía mejores garantías en cuestión de seguridad. Las paredes eran de gruesa piedra caliza; si un terrorista conseguía de algún modo atravesar las barricadas que rodeaban el edificio y hacer estallar un coche bomba, la explosión resultante causaría menos daños que en un moderno edificio con fachada de cristal. Era, además, más bajo que la mayoría de los edificios de oficinas del centro, lo que lo convertía en un blanco menos probable para misiles o aviones suicidas. Su menor número de entradas y salidas facilitaba el control de acceso, y el salón donde iban a tener lugar la ceremonia y las posteriores reuniones estratégicas daba a la pared sin ventanas del edificio del otro lado del callejón, de modo que ningún francotirador podría disparar hacia su interior.

Con una veintena de militares y policías provistos de armas automáticas en las calles de los alrededores y las azoteas de los edificios, el edificio de Vivienda y Desarrollo Urbano era prácticamente inexpugnable.

Desde fuera, claro.

Nadie sospechaba, sin embargo, que el peligro no vendría del exterior.

Charles Hale enseñó sus tres credenciales expedidas por el ejército, dos de las cuales, específicas para el acto que iba a celebrarse, se habían entregado a los invitados hacía apenas dos días. Le indicaron que pasara por el detector de metales y a continuación le cachearon.

El último guardia, un cabo, revisó por segunda vez su documentación y luego le saludó. Hale correspondió al gesto y entró.

A pesar de lo laberíntico del edificio, se encaminó rápidamente hacia el sótano. Conocía a la perfección la disposición del plano porque Sarah Stanton, la quinta presunta víctima del Relojero, era la encargada de hacer los presupuestos en la empresa de revestimientos para suelos y decoración que había suministrado moquetas y suelos de linóleo al edificio, cosa que Hale había descubierto consultando archivos públicos relativos a las subcontratas de la administración. En los archivadores de Sarah había encontrado planos detallados de cada habitación y cada pasillo del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano. (La empresa estaba, además, frente al servicio de mensajería al que había llamado unas horas antes para quejarse sobre el paquete que no había sido entregado en el Museo Metropolitano, con el fin de prestar credibilidad al presunto complot para robar el Mecanismo Délfico).

De hecho, todas las «agresiones» que el Relojero había perpetrado esa semana (el ataque en la empresa de Sarah Stanton, su irrupción en el apartamento de Lucy Richter, el supuesto asesinato en el callejón contiguo a la calle Cedar y el ataque en la floristería), con la salvedad del llamativo baño de sangre del muelle, eran pasos esenciales para la consecución de su objetivo.

Había entrado en casa de Lucy para fotografiar, con el fin de falsificarlos, los pases de acceso especial que llevarían los militares asistentes a la entrega de condecoraciones (el nombre de Lucy lo había averiguado a través de un artículo de periódico dedicado al acontecimiento). Había copiado además, y memorizado después, una circular reservada que el Departamento de Defensa había enviado a Lucy informándole de los protocolos de seguridad que se pondrían en marcha ese día en el edificio.

La simulación del asesinato del ficticio Teddy Adams había obedecido también a un motivo concreto. La parte de atrás del edificio daba justamente al callejón donde Hale había colocado el cadáver del fallecido en accidente de tráfico en el condado de Westchester. Al llegar Charlotte Allerton haciéndose pasar por la angustiada hermana de la víctima, los guardias habían dejado pasar a la mujer histérica por la puerta de atrás del edificio y, sin molestarse en registrarla, le habían permitido usar el aseo de la planta baja. Una vez dentro, Charlotte había dejado al fondo de la papelera empotrada lo que Hale se disponía a retirar ahora: dos discos metálicos y una pistola del calibre veintidós con silenciador. No había otro modo de introducir aquellos objetos en un edificio protegido por detectores de metales y registros sucesivos.

Hale se los guardó en los bolsillos y se dirigió al salón de actos situado en la quinta planta.

Una vez allí, localizó lo que consideraba el resorte principal de su plan: los dos grandes arreglos florales que Joanne Harper había creado para la ceremonia, uno ubicado a la entrada de la sala y otro al fondo. Hale había averiguado por la Oficina de Relación con los Proveedores de los Servicios Administrativos Gubernamentales que la empresa de Harper era la encargada de proveer de plantas y arreglos florales a la sede del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano. Había entrado en el taller de la calle Spring con el único propósito de ocultar algo en los jarrones, confiando en que éstos pasarían por el cordón de seguridad sin que les dedicaran más que un breve vistazo, dado que Joanne llevaba varios años trabajando para el organismo y era una persona de confianza. Al entrar en el taller no llevaba en la bolsa únicamente el reloj con la cara de luna y sus herramientas: llevaba, además, dos botes de un explosivo conocido como astrolita. Más potente que el TNT o la nitroglicerina, la astrolita era un líquido transparente que conservaba su potencia explosiva incluso cuando era absorbido por otra sustancia. Hale averiguó qué ramos estaban destinados a la ceremonia y vertió la astrolita en el fondo de los jarrones.

Podría haber actuado sin hacerse pasar por el Relojero, naturalmente, pero si alguien hubiera visto a un ladrón entrando en el taller o en la casa de Lucy Richter, o se hubiera fijado en que algo faltaba o estaba fuera de su sitio, ello habría suscitado la pregunta lógica: ¿qué estaba tramando en realidad? Así pues, había urdido una serie de móviles que explicaban sus allanamientos. Su plan original consistía simplemente en simular que era un asesino en serie a fin de acceder a aquellos cuatro lugares, sacrificando a su infortunado ayudante, Vincent Reynolds, para convencer a la policía de que el Relojero era justamente lo que aparentaba ser. Luego, a mediados de noviembre, recibió la llamada de un contacto suyo en la mafia que le dijo que un agente de la policía de Nueva York llamado Dennis Baker estaba buscando un asesino a sueldo para quitar de en medio a una detective del departamento. La mafia no se atrevía a tocar a un policía, pero quizás él estuviera interesado. No lo estaba, pero enseguida se dio cuenta de que podía servirse de Baker como segunda complicación, y resolvió hacerse pasar por un ciudadano de a pie que buscaba vengarse de un policía corrupto. Por último, añadió la maravillosa floritura del robo del Mecanismo Délfico.

Tener un motivo es el único modo seguro de que te atrapen. Si eliminas el móvil, eliminas la sospecha.

Hale se acercó ahora al arreglo floral de la entrada del salón de actos y lo colocó bien como haría cualquier militar diligente, un militar orgulloso de formar parte de aquella importante celebración. Cuando nadie miraba, introdujo en el explosivo uno de los discos metálicos que había recogido abajo (un detonador digital), pulsó el botón que lo activaba y ahuecó el musgo para ocultarlo. Hizo lo mismo con el arreglo floral del fondo, que haría explosión mediante una señal de radio procedente del primer detonador.

Los dos hermosos arreglos florales eran ahora bombas letales, cebadas con explosivo suficiente para hacer saltar por los aires el salón entero.

*****

En el laboratorio de Rhyme reinaba la tensión.

Todo el mundo (excepto Pulaski, que había salido a cumplir un encargo del criminalista) miraba atentamente al ocupante de la silla de ruedas, que a su vez tenía la vista fija en los diagramas que le rodeaban como batallones de soldados aguardando sus órdenes.

—Aun así, harán muchas preguntas —comentó Sellitto—. Tú sabes lo que pasará si accionamos ese resorte.

Rhyme miró a Amelia Sachs.

—¿Tú qué opinas? —preguntó.

La detective frunció los labios.

—No creo que tengamos elección. Opino que debemos hacerlo.

—Ay, madre —masculló Sellitto.

—Haz la llamada —le dijo Rhyme al desaliñado teniente de la policía.

Y Lon Sellitto marcó el número reservado que le conectaría de inmediato con el teléfono codificado situado sobre la mesa del alcalde de Nueva York.

*****

De pie en el salón de actos del Organismo de Vivienda y Desarrollo Urbano, que empezaba a llenarse de militares y acompañantes, Charles Hale sintió vibrar su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y leyó el mensaje de texto que acababa de enviarle Charlotte Allerton. «Suspendidos todos los vuelos y el servicio de trenes. Equipo especial en la sede del NIST comprobando el reloj nuclear. Va todo bien. Alabado sea Dios».

Perfecto, pensó Charles. La policía se había dejado distraer por la complicación del Mecanismo Délfico y su presunto plan para manipular el ordenador que controlaba el reloj de cesio.

Hale retrocedió y, componiendo una expresión satisfecha, paseó la mirada por el salón de actos y luego lo abandonó. Tomó el ascensor hasta el vestíbulo principal y salió a la calle. Empezaban a llegar los coches oficiales, protegidos por abundantes medidas de seguridad. Se internó entre el gentío que se había reunido al otro lado de las barreras de cemento. Algunos ondeaban banderas. Otros aplaudían.

Se fijó también en los manifestantes: jóvenes desarrapados, hippies entrados en años, profesores universitarios implicados en causas sociales y sus respectivas parejas. Llevaban pancartas y entonaban consignas que Hale no alcanzaba a entender, pero cuyo mensaje estaba claro: protestaban contra la política internacional de Estados Unidos.

Quedaos por aquí, les recomendó para sus adentros.

A veces, uno consigue lo que quiere.