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10:32 horas

Un taxi se detuvo delante del Museo Metropolitano, en la Quinta Avenida. El enorme edificio, decorado para las fiestas navideñas, lucía la elegante parafernalia victoriana que cabía esperar en el Upper East Side. Festiva, pero discreta.

Al salir del taxi, Charles Vespasian Hale miró a su alrededor cuidadosamente, por si se daba la remota posibilidad de que la policía estuviera siguiendo sus pasos. Era muy improbable que estuvieran vigilándole. Aun así, miró a todos lados sin prisas, en busca de alguien que pareciera prestarle atención, aunque fuera mínimamente. No vio nada preocupante.

Se inclinó hacia la ventanilla abierta del taxi y, sin quitarse los guantes, pagó al conductor. Se colgó luego del hombro una bolsa de loneta negra y subió la escalinata que conducía al amplio vestíbulo de aspecto catedralicio, en el que resonaba un eco de voces, en su mayoría jóvenes: el museo estaba lleno de niños liberados por unos días de la disciplina escolar. Había abetos, adornos, tul y oropeles por todas partes, y en la cavernosa entrada del museo retumbaba el alegre sonido grabado de un clavecín tocando las invenciones a dos voces de Bach.

Navidad, Navidad…

Hale dejó la bolsa negra en consigna, pero se quedó con el abrigo y la gorra. La encargada echó un vistazo al interior de la bolsa, se fijó en los cuatro libros de arte, volvió a cerrar la cremallera y le deseó un buen día. Él recogió el resguardo y pagó la entrada. Pasó sonriendo junto a los guardias de seguridad y se adentró en el museo.

*****

—¿Sigue expuesto el Mecanismo Délfico? —Rhyme estaba hablando con el director del Museo Metropolitano a través del manos libres.

—Sí, detective —contestó su interlocutor, extrañado—. Hace dos semanas que está aquí. La exposición va a viajar por distintas ciudades…

—Vale, vale, vale. ¿Está vigilado?

—Sí, por supuesto. Yo…

—Cabe la posibilidad de que un ladrón esté intentando robarlo.

—¿Robarlo? ¿Está seguro? Es un objeto único. Si alguien lo roba, jamás podrá mostrarlo en público.

—El ladrón no tiene intención de venderlo —repuso Rhyme—. Creo que lo quiere para disfrute propio.

El criminalista explicó que el paquete robado en la empresa de mensajería del edificio de la calle Treinta y dos procedía de un rico mecenas y tenía como destino el Museo Metropolitano. Contenía una carpeta de gran tamaño con reproducciones de antigüedades que su dueño deseaba ofrecer a la colección de mobiliario del museo.

¿El Museo Metropolitano?, había pensado Rhyme. Después se acordó de los programas de exposiciones que habían encontrado en la iglesia. Preguntó a Vincent Reynolds y a Victor Hallerstein, el vendedor de relojes, si Duncan había mencionado alguna vez el museo. Así era, en efecto. Al parecer, había pasado bastante tiempo allí y expresado especial interés por el Mecanismo Délfico.

—Sospechamos que pudo robar el paquete con el fin de introducir alguna cosa en el museo —le dijo Rhyme al director—. Herramientas, quizás, o tal vez programas informáticos para desactivar las alarmas. No lo sabemos. En este momento no puedo aventurar ninguna hipótesis, pero creo que conviene tomar precauciones.

—Dios mío… Está bien. ¿Qué hacemos?

Rhyme miró a Cooper, que tecleó algo en su ordenador y le hizo un gesto de asentimiento levantando el pulgar. El criminalista añadió hablando por el micrófono:

—Acabamos de enviarle la fotografía del sospechoso por correo electrónico. ¿Puede imprimirla y repartirla entre los empleados del museo, incluida la sala de monitores y la consigna? A ver si le reconocen.

—Enseguida. ¿Puede esperar unos minutos?

—Claro.

El director volvió a ponerse poco después.

—¿Detective Rhyme? —Parecía faltarle la respiración—. ¡Está aquí! Dejó una bolsa en consigna hará cosa de diez minutos. La encargada lo ha reconocido por la fotografía.

—¿La bolsa sigue ahí?

—Sí. Ese hombre no se ha marchado.

Rhyme hizo un gesto de asentimiento mirando a Sellitto, y el detective tomó su teléfono para llamar a Bo Haumann, cuyos equipos iban de camino al museo, e informarle de las novedades.

—¿El guardia del Mecanismo está armado? —preguntó Rhyme.

—No. ¿Creen que el ladrón sí lo está? No tenemos detectores de metales en la entrada. Puede que haya entrado con una pistola.

—Es posible. —Rhyme miró a Sellitto levantando una ceja.

El detective preguntó:

—¿Quieres que un equipo entre sin armar jaleo? ¿De incógnito?

—Ha dejado una bolsa en consigna… y sabe de relojes. ¿Ha visto alguien lo que hay en la bolsa? —le preguntó al director.

—Voy a preguntar. No cuelgue. —Un momento después respondió—: Libros. Contiene libros de arte. Pero la encargada de la consigna no los ha examinado.

—¿Una bomba para distraer nuestra atención? —preguntó Sellitto.

—Tal vez. Puede que no sea más que humo, pero aun así hará cundir el pánico. En todo caso, podría haber víctimas.

Haumann llamó por radio.

—Muy bien —dijo con voz chisporroteante—, tenemos equipos acercándose a todos los accesos del edificio, tanto a los públicos como a los de servicio.

—¿Seguro que está dispuesto a matar? —le preguntó Rhyme a Dance.

—Sí.

El criminalista estaba analizando la asombrosa capacidad de planificación del Relojero. ¿Tendría prevista alguna otra estratagema mortífera por si intentaban detenerle en el museo? Rhyme tomó una decisión.

—Evacuad el edificio.

—¿Entero? —preguntó Sellitto.

—Creo que tenemos que hacerlo. Lo primordial es salvar vidas. Despejad la consigna y el vestíbulo principal y desalojad luego todo lo demás. Que los hombres de Haumann controlen a todo el que salga. Y aseguraos de que los equipos tengan su fotografía.

El director del museo había escuchado la conversación.

—¿De veras lo cree necesario?

—Sí. Proceda de inmediato.

—Está bien, pero no veo cómo va a robarlo nadie —comentó el director—. El Mecanismo está protegido por un cristal blindado de dos centímetros y medio de grosor. Y la vitrina no puede abrirse hasta el día de clausura de la exposición, el martes próximo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Rhyme.

—Es una de nuestras vitrinas especiales.

—Pero ¿por qué no puede abrirse hasta el martes?

—Porque está provista de un cierre con temporizador digital conectado a no sé qué reloj oficial. Aseguran que no puede abrirla nadie. Las piezas más valiosas se exhiben en esas vitrinas.

El director siguió hablando, pero Rhyme desvió la mirada. Había algo que le inquietaba. Entonces se acordó.

—Ese incendio provocado con el que Fred Dellray quería que le echáramos una mano. ¿Dónde fue?

Sachs arrugó el ceño.

—En una oficina de la administración. El Instituto Nacional de Patrones y Tecnología o algo así. ¿Por qué?

—Compruébalo, Mel.

El técnico se conectó a Internet.

—El NIST es el nuevo nombre de la Oficina Nacional de Patrones y…

—¿La Oficina de Patrones? —le interrumpió Rhyme—. Es la encargada de la conservación del reloj atómico nacional. ¿Eso es lo que está tramando? El cierre de la vitrina del Museo Metropolitano está conectado a ese reloj. Va a ingeniárselas para alterar la fecha y la hora, para que el cierre informatizado interprete que hoy es martes. La vitrina se abrirá automáticamente.

—¿Puede hacer eso? —preguntó Dance.

—No lo sé. Pero, si puede hacerse, encontrará la manera. Apuesto a que entró en el NIST y provocó el incendio para encubrir su acción… —Se interrumpió al comprender las consecuencias que podía tener el plan del Relojero—. No…

—¿Qué pasa?

Estaba pensando en lo que había comentado Kathryn Dance: que, para el Relojero, la vida humana era prescindible. Dijo:

—El reloj atómico rige la hora en todo el país. Las aerolíneas, los trenes, la defensa nacional, la red eléctrica, los ordenadores… Todo. ¿Tenéis idea de lo que pasará si cambia la hora?

*****

En un hotel barato del centro de Manhattan, un hombre y una mujer de mediana edad veían la televisión sentados en un pequeño sofá con olor a moho y a comida rancia.

Charlotte Allerton era la gruesa señora que se había hecho pasar por la hermana de Theodore Adams, la primera «víctima», hallada el martes en el callejón. El hombre sentado a su lado, Bud Allerton, su marido, era el presunto abogado que había logrado que dejaran en libertad a Gerald Duncan con la promesa de que su cliente declararía como testigo estelar en el juicio contra Baker y Wallace.

Bud era de verdad abogado, aunque ya hacía algunos años que no ejercía. Había desempolvado algunos de sus conocimientos en pro del plan de Duncan, que exigía que se hiciera pasar por abogado penalista de Reed-Prince, un prestigioso bufete. El ayudante del fiscal del distrito se había tragado el cuento de principio a fin, sin molestarse siquiera en llamar al bufete para comprobar sus credenciales. Gerald Duncan creía, y no se había equivocado, que estaría tan deseoso de labrarse un nombre sirviéndose de aquel escándalo que creería a pie juntillas lo que le contaran. Además, ¿desde cuándo se le pedían sus credenciales a un abogado?

Los Allerton miraban fijamente el televisor, que estaba dando las noticias locales. Un reportaje acerca de las precauciones de seguridad necesarias con los árboles de Navidad. Bla, bla, bla. La mirada de Charlotte se deslizó un momento hacia el dormitorio, donde su hija, una chica guapa y delgada, estaba sentada leyendo un libro. La joven miró a su madre y a su padrastro por el vano de la puerta con la misma expresión hosca y sombría que caracterizaba su semblante desde hacía unos meses.

Esta niña…

Charlotte arrugó el entrecejo y volvió a fijar la mirada en la pantalla del televisor.

—¿No está tardando mucho?

Bud no respondió. Encorvado y con los gruesos dedos entrelazados, se había echado hacia delante en el asiento y apoyaba los codos en las rodillas. Su mujer se preguntó si estaría rezando.

Un momento después, desapareció la presentadora cuya misión era salvar a las familias del azote de los árboles de Navidad.