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10:03 horas

Lon Sellitto se paseaba furioso por el laboratorio de Rhyme.

Por lo visto, el abogado de Duncan se había reunido con el ayudante del fiscal del distrito y éste había retirado todos los cargos, a cambio de que el detenido se declarara culpable, abonará cien mil dólares en pago por los servicios policiales y de extinción de incendios que habían requerido sus acciones y se comprometiera por escrito a testificar contra Baker. Los cargos, eso sí, quedaban sujetos a reposición si Duncan se negaba finalmente a personarse en el juicio para declarar contra el teniente.

Ni siquiera le habían fichado o tomado las huellas.

El fornido y desastrado detective de la policía puso los brazos en jarras y miró furioso el altavoz, como si éste fuera el incompetente que había dejado en libertad a un asesino en potencia.

Al otro lado de la línea, el ayudante del fiscal se puso a la defensiva.

—Fue el único modo de que cooperara —contestó—. Le representaba un abogado de Reed-Prince. Entregó su pasaporte. Estaba todo en orden. Y se comprometió a no salir de esta jurisdicción hasta el juicio de Baker. Se aloja en un hotel de la ciudad y hay un agente de policía vigilándole. No va a ir a ninguna parte. ¿A qué viene esto? He hecho lo mismo cien veces.

—¿Qué hay de Westchester? —preguntó Rhyme—. ¿Del robo del cadáver?

—Acordaron no procesarle. Les dije que les echaríamos una mano con un par de casos para los que necesitan nuestra colaboración.

El letrado veía aquello como un broche de oro para su carrera: desmantelar una red de corrupción policial le catapultaría a la fama.

Rhyme meneó la cabeza, enfurecido. La incompetencia y la ambición sin escrúpulos le sacaban de quicio. Bastante le costaba ya hacer su trabajo sin que interfirieran los políticos. ¿Por qué diablos no le habían consultado antes de dejar en libertad a Duncan? Había demasiados interrogantes sin respuesta para dejarle libre, incluso antes de que Kathryn Dance les diera su opinión sobre el vídeo del interrogatorio.

—¿Dónde está? —bramó Sellitto.

—Además, ¿qué pruebas…?

—¿Dónde cojones está? —gritó el detective.

El ayudante del fiscal titubeó antes de darles el nombre de un hotel del distrito centro y el número de móvil del agente que estaba encargado de vigilar a Duncan.

—Estoy en ello. —Cooper comenzó a marcar el número.

Sellitto continuó preguntando:

—¿Quién era su abogado?

El ayudante del fiscal les dio también el nombre del letrado.

—La verdad es que no veo a qué viene tanto alboroto… —añadió con nerviosismo.

Sellitto cortó la comunicación y miró a Dance.

—Voy a mover algunos hilos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—También en California metemos la pata a veces. Pero sigo estando convencida de mi dictamen. Haz lo que puedas por encontrar a Duncan. O sea, todo lo posible. Le diré lo mismo a quien quieras. Al jefe del Departamento, al alcalde o al gobernador.

—Averigua qué sabe de él el abogado —le dijo Rhyme a Sachs.

Ella tomó nota del nombre del abogado y abrió su teléfono. El criminalista conocía Reed-Prince, desde luego. Era un bufete grande y muy respetado del bajo Broadway. Sus abogados solían encargarse de la defensa de imputados por delitos económicos de gran relevancia.

—Tenemos un problema —comentó Cooper con acritud—. He hablado con el agente encargado de vigilar a Duncan en el hotel. Acaba de echar un vistazo a su habitación. Se ha ido, Lincoln.

—¿Qué?

—El policía dice que anoche se acostó temprano, alegando que no se encontraba bien y que quería dormir hasta tarde. Según parece, ha forzado la puerta de la habitación contigua. El policía no tiene idea de cuándo fue. Pudo ser anoche.

Sachs cerró su teléfono.

—En Reed-Prince no hay ningún abogado con el nombre que nos ha dado el fiscal. Y Duncan no figura entre sus clientes.

—Maldita sea —masculló Rhyme.

—Muy bien —dijo Sellitto—, es hora de llamar a la caballería. —Telefoneó a Bo Haumann, de la Unidad de Emergencias, y le informó de que tenían que detener de nuevo al sospechoso—. Sólo que no sabemos dónde está.

Le dio los pocos datos que tenían. La respuesta de Haumann, que Rhyme no oyó, podía deducirse de la expresión de Sellitto.

—¿Qué me vas a contar a mí, Bo? —dijo el detective.

Después dejó un mensaje al fiscal general y llamó a la Casa Grande para poner al corriente de lo sucedido a la plana mayor de la policía.

—Quiero saber más cosas sobre él —le dijo Rhyme a Cooper—. Hemos sido demasiado complacientes, joder. No le hicimos suficientes preguntas. —Miró a Dance—. Kathryn, odio pedírtelo, pero…

Ella acababa de poner fin a una llamada telefónica.

—Ya he cancelado mi vuelo.

—Lo siento. Este caso no es tuyo, en realidad…

—Ha sido mi caso desde el martes, cuando entrevisté a Cobb —respondió ella con los labios tensos y una expresión fría en los ojos verdes.

Cooper estaba repasando los datos que tenían sobre Gerald Duncan. Hizo una lista de números de teléfono y empezó a llamar. Tras varias conversaciones dijo:

—Escuchad esto. No se llama Duncan. La policía estatal de Misuri ha mandado un coche a la dirección que figuraba en su permiso de conducir. La casa pertenece a un tal Gerald Duncan, sí, pero no al nuestro. Hace seis meses que el tío que vivía allí se trasladó a Anchorage por motivos de trabajo. La casa está vacía y se alquila. Aquí está la foto del dueño.

El hombre que aparecía en la fotografía de carné era muy distinto al que habían detenido la víspera.

Rhyme asintió con la cabeza.

—Una jugada brillante. Buscó anuncios de alquiler en el periódico, encontró una casa que llevaba tiempo en alquiler y dedujo que no se alquilaría durante las siguientes semanas, por las fiestas. Igual que la iglesia. Después falsificó el permiso de conducir que nos enseñó. Y también el pasaporte. Hemos subestimado a ese tipo desde el principio.

Con la vista fija en su ordenador, Cooper añadió:

—El dueño de la casa, el verdadero Duncan, ha tenido algunos problemas con su tarjeta de crédito. Suplantación de identidad.

Lincoln Rhyme notó un escalofrío en el centro de su ser, allí donde, en teoría, no podía sentir nada. Tenía el presentimiento de que se estaba desencadenando un desastre sin precedentes.

Dance miraba la imagen fija del rostro de Duncan con la misma intensidad con la que Rhyme estudiaba sus cuadros sinópticos.

—¿Qué es lo que está tramando? —se preguntó en voz alta.

Una pregunta cuya respuesta se les escapaba.

*****

Mientras viajaba en el metro, Charles Vespasian Hale, el hombre que se había hecho pasar por Gerald Duncan, el Relojero, echó una ojeada a su reloj de pulsera (el Breguet de bolsillo, al que le había tomado cariño, no era adecuado para el papel que se disponía a asumir).

Todo iba conforme a lo previsto. Había tomado el metro en el barrio de Brooklyn donde tenía su piso franco, y a pesar de que se sentía a un tiempo expectante y nervioso, nunca había estado tan en armonía consigo mismo.

Muy poco de lo que le había dicho a Vincent Reynolds sobre su pasado era cierto, desde luego. No podía serlo. Pensaba tener una larga carrera profesional y sabía que el untuoso violador se lo soltaría todo a la policía a la menor amenaza.

Nacido en Chicago, Hale era hijo de un profesor de latín que impartía clases en un instituto (de ahí que su segundo nombre fuera el de un famoso emperador romano) y de la encargada de la sección de tallas pequeñas de unos grandes almacenes suburbanos. Sus padres no hablaban mucho, ni hacían gran cosa. Todas las noches, después de cenar en silencio, su padre se entregaba a la lectura y su madre se sentaba delante de la máquina de coser. Cuando querían hacer algo en familia, se acomodaban en sendos sillones, delante del pequeño televisor, y veían ínfimas teleseries y predecibles dramas policiales que les brindaban un excepcional medio de comunicación: comentando la programación, se hacían partícipes el uno al otro de deseos y rencores que jamás se habrían atrevido a expresar sin tapujos.

Silencio…

El chico había sido un solitario casi toda su vida. Vino al mundo por sorpresa y sus padres le trataban con apática formalidad y mirada inquisitiva, como si fuera una variedad de planta de cuyo régimen de riego y fertilización no estuvieran del todo seguros. Las horas de aburrimiento y soledad fueron convirtiéndose en una llaga abierta, y Charles comenzó a sentir un deseo ansioso de ocupar su tiempo, por miedo a que la espantosa quietud de su hogar acabara por asfixiarle.

Pasaba horas y horas fuera de casa, paseando por el campo o subiéndose a los árboles. La soledad se le hacía más llevadera al aire libre. Allí fuera siempre había algo con lo que distraerse, algo que ver en el cerro siguiente, en la rama de más arriba del arce. En el colegio formaba parte del club de biología de campo. Salía de excursión con una asociación de deportes de aventura y era siempre el primero en cruzar el puente de cuerda, en arrojarse al mar desde el acantilado o en descender haciendo rápel por la ladera de una montaña.

Adquirió la costumbre de poner las cosas en orden cuando no le quedaba otro remedio que quedarse en casa. Ordenando artículos de papelería, libros o juguetes podía llenar el tedio de horas infinitas. De ese modo no se sentía solo, no sufría de aburrimiento, no temía el silencio.

¿Sabías, Vincent, que la voz «meticuloso» procede del latín meticulosus, que significa «miedoso»?

Cuando las cosas no ocupaban su lugar exacto, se ponía frenético, aunque el desorden consistiera en algo tan tonto como una vía de tren mal alineada o una rueda de bici con un radio torcido. Cualquier cosa que no funcionara como la seda le sacaba de sus casillas del mismo modo que un chirrido de uñas sobre un encerado crispaba los nervios de otras personas.

El matrimonio de sus padres, por ejemplo. Después del divorcio, no volvió a dirigirles la palabra. La vida debía ser ordenada y perfecta. Si no lo era, uno debía tener la libertad de eliminar sin contemplaciones los elementos causantes del desorden. Charles no rezaba (no había ninguna prueba empírica de que se pudiera poner orden en la propia vida o lograr alguna meta mediante la comunicación con un ser divino), pero, de haberlo hecho, habría pedido a Dios que sus padres se murieran.

Pasó dos años en el ejército, cuya atmósfera de orden resultó especialmente idónea para él. Asistió a la Escuela de Oficiales y allí atrajo la atención de sus profesores, que, tras su graduación, le propusieron enseñar historia militar y planificación táctica y estratégica, disciplinas ambas en las que descollaba.

Al acabar su contrato con el ejército pasó un año en Europa dedicado a la práctica del senderismo y la escalada, y al regresar a Estados Unidos entró en el mundo de los negocios como asesor financiero e inversor de capitales de riesgo, al tiempo que empezaba a estudiar Derecho por las noches.

Ejerció durante un tiempo la abogacía y demostró un talento sobresaliente para la estructuración de acuerdos empresariales. Ganaba mucho dinero, pero su vida seguía rodeada de una elemental soledad. Huía de las relaciones de pareja porque exigían improvisación y estaban repletas de comportamientos ilógicos. Su pasión por el orden y la planificación fue ocupando cada vez en mayor medida el papel de una amante. Y como suele suceder cuando una obsesión ocupa el lugar de la verdadera intimidad, Hale se descubrió buscando formas cada vez más intensas de satisfacer su prurito.

Seis años atrás había encontrado la solución perfecta. Fue entonces cuando mató por primera vez.

Mientras estaba viviendo en San Diego, se enteró de que un socio de negocios había resultado gravemente herido. Un conductor borracho había empotrado su coche contra el del empresario, que acabó con la cadera y las dos piernas rotas. Una de ellas tuvieron que amputársela. El conductor no expresó remordimiento alguno y siguió negando cualquier responsabilidad en el accidente, del que llegó a culpar a la víctima. Fue condenado, pero como carecía de antecedentes penales la sentencia fue muy leve. Después comenzó a acosar al socio de Hale exigiéndole dinero.

Hale decidió entonces que ya estaba bien. Urdió un complicado plan para aterrorizar al chico y pararle los pies. Pero al repasarlo comprendió que había algo en él que le incomodaba y le ponía nervioso. Tenía un punto de chapucero. No estaba organizado con la exactitud que él hubiera deseado. Por fin se dio cuenta de cuál era el problema. Su plan serviría para atemorizar a la víctima, pero la dejaría con vida. En cambio, si el chico moría, funcionaría a la perfección y no habría modo de que relacionaran su muerte con él o con su socio herido en el accidente.

Pero ¿sería capaz de matar a un ser humano? Parecía una idea descabellada.

¿Sí o no?

Una lluviosa noche de octubre, Hale se decidió por fin.

El asesinato se efectuó sin tropiezos y la policía ni siquiera llegó a sospechar que la víctima no había muerto electrocutada como consecuencia de un desafortunado accidente doméstico.

Hale esperaba sentir remordimientos. Pero no sintió ninguno. Por el contrario, experimentó una sensación de euforia. La ejecución del plan había sido tan perfecta que el hecho de haber acabado con la vida de otra persona se le antojaba irrelevante.

El adicto, entonces, deseó más droga.

Poco tiempo después intervino en un acuerdo empresarial con el fin de construir una urbanización de casas de lujo en Ciudad de México. Un político corrupto, sin embargo, se las arregló para ponerles tantas trabas que el negocio acabó por irse a pique. El socio mexicano de Hale le explicó que aquel politicucho había hecho lo mismo varias veces antes.

—Es una lástima que no se le pueda quitar de en medio —comentó Hale con malicia.

—Sí, no hay modo de librarse de él —contestó el mexicano—. Es invulnerable, como quien dice.

Aquello extrañó a Hale.

—¿Por qué?

Según le explicó su socio, el director de la Comisión de Licencias de Urbanismo del Distrito Federal estaba obsesionado con la seguridad. Conducía un enorme todoterreno blindado, un Cadillac hecho ex profeso para él, e iba siempre acompañado por varios guardias armados. La empresa que se encargaba de su seguridad trazaba constantemente nuevos itinerarios para sus idas y venidas entre sus distintas casas, sus despachos y reuniones. El funcionario trasladaba a su familia de casa en casa al azar y a menudo ni siquiera se alojaba en sus casas, sino en las de amigos o en alojamientos alquilados. Se rumoreaba, además, que solía viajar acompañado de su hijo pequeño para utilizarle como escudo. Y, por si eso fuera poco, contaba con la protección de un pez gordo del Ministerio del Interior.

—Así que es, como quien dice, invulnerable —le explicó el mexicano mientras servía dos vasos de carísimo tequila Patrón.

—Invulnerable —repitió Charles Hale en un susurro, y asintió con la cabeza.

Poco después de tener lugar esta conversación, un 23 de octubre, El Heraldo de México publicó cinco noticias que no parecían guardar relación alguna entre sí.

Un incendio en las oficinas de Mexicana Seguridad Privada, una empresa de servicios de seguridad, había provocado la evacuación de todos sus empleados. No había habido heridos y los daños materiales eran de escasa cuantía.

Un pirata informático había bloqueado el ordenador principal de una empresa de telefonía móvil, lo que había ocasionado la interrupción de las líneas telefónicas en todo un sector de Ciudad de México y sus suburbios meridionales por espacio de varias horas.

Un camión se había incendiado en mitad de la autovía 160, al sur de la ciudad, cerca de Chalco, bloqueando por completo el tráfico en dirección norte.

Henri Porfirio, director de la Comisión de Licencias de Urbanismo del Distrito Federal, había fallecido al caer su todoterreno por un puente de un solo carril y precipitarse al vacío desde una altura de doce metros. El vehículo se había estrellado contra un camión de propano aparcado bajo el puente que estalló como consecuencia del impacto. El accidente tuvo lugar cuando los conductores, siguiendo las indicaciones de un operario, estaban desviándose de la autovía para tomar una carretera secundaria a fin de eludir un importante embotellamiento de tráfico. Otros vehículos habían cruzado el puente sin incidentes, pero el coche del comisionado, protegido por un grueso blindaje, pesaba demasiado para la desvencijada estructura del puente, a pesar de que una señal indicaba que podía soportar su peso. Al enterarse del atasco, el jefe de seguridad de Porfirio había intentado contactar con éste para que tomara una ruta más segura, pero no había podido avisarle porque el teléfono del comisionado no funcionaba. El suyo fue el único vehículo que cayó al vacío. Su hijo no se hallaba en el todoterreno, como habría sido de esperar, porque por fortuna el día anterior había sufrido una leve intoxicación alimentaria y se había quedado en casa con su madre.

Erasmo Saleno, un alto funcionario del Gobierno federal, había sido detenido después de que un chivatazo condujera a la policía hasta su casa de veraneo, donde los agentes del orden se incautaron de un alijo de armas y cocaína (curiosamente, también se había alertado a la prensa, incluido un fotógrafo vinculado a Los Angeles Times).

Todo ello, en un solo día.

Un mes después, el proyecto urbanístico salió a flote y Hale recibió de sus socios mexicanos una bonificación de medio millón de dólares en metálico.

El dinero fue un aliciente. Pero mucho más que el dinero le interesaron los contactos que hizo a través del empresario mexicano. Al poco tiempo, éste le puso en comunicación con un ciudadano estadounidense que precisaba servicios semejantes.

Ahora, varias veces al año, entre negocio y negocio, Hale aceptaba un encargo de esa índole. Normalmente se trataba de asesinatos, aunque también se había involucrado en estafas financieras, fraudes de seguros y robos de difícil ejecución. Trabajaba para cualquiera; el móvil le traía sin cuidado. No le interesaba por qué motivo determinada persona quería que se cometiera un crimen. En dos ocasiones había asesinado a maridos maltratadores. Y una semana antes de matar a una empresaria que hacía importantes aportaciones a una ONG de ayuda al desarrollo, había liquidado a un violador de menores.

Su definición del bien y el mal, de lo bueno y lo malo, era muy peculiar. Todo aquello que entrañaba para él un estímulo intelectual era bueno. En cambio, todo lo que asociaba con el aburrimiento era malo. Bueno era un plan elegante y bien ejecutado; malo, uno chapucero o puesto en práctica sin el debido esmero.

El complot que se traía ahora entre manos (el más complejo y ambicioso de cuantos había maquinado) estaba funcionando sin tropiezos.

Dios creó el complejo mecanismo del universo y, tras darle los últimos toques, lo puso en marcha.

Hale salió del metro y subió a la calle. Al echar a andar por la acera, el frío irritó su nariz y humedeció sus ojos. Se disponía a apretar el botón que pondría en movimiento las manecillas de su cronógrafo.

*****

Lon Sellitto contestó a su teléfono y, frunciendo el ceño, mantuvo una breve conversación.

—Voy a comprobarlo.

Rhyme le miraba expectante.

—Era Haumann. Ha recibido una llamada del encargado de un servicio de mensajería del distrito centro que tiene sus oficinas en la misma planta que la empresa en la que entró el Relojero. Dice que acababa de llamarle un cliente. Un paquete que se suponía que tenían que entregar ayer no apareció. Parece ser que alguien entró en la oficina y lo robó más o menos a la misma hora en que estábamos registrando el edificio en busca del sospechoso. El encargado quería saber si nosotros teníamos alguna información al respecto.

Rhyme dejó que su mirada se deslizara hasta las fotografías del pasillo hechas por Sachs. Había fotografiado (bendita fuera) toda la planta. Bajo el nombre de la empresa de mensajería se leía: «Máxima seguridad. Entrega de mercancías valiosas garantizada. Aseguramos sus envíos».

Oía a su alrededor el ruido blanco de las conversaciones, pero no distinguía las palabras. Miraba fijamente la fotografía y las otras pruebas.

—Acceso —susurró.

—¿Qué? —preguntó Sellitto, arrugando el entrecejo.

—Estábamos tan pendientes del Relojero y los falsos asesinatos, y luego de su plan para descubrir a Baker, que no vimos qué más estaba pasando.

—¿Y qué más estaba pasando? —preguntó Sachs.

—Un allanamiento. El delito que de verdad cometió fue un allanamiento. Todas las oficinas de esa planta carecían de vigilancia en ese momento. Cuando evacuaron el edificio, ¿dejaron las puertas abiertas?

—Bueno, supongo que sí —contestó el corpulento detective.

—Entonces —dijo Sachs—, mientras estábamos pendientes de la empresa de decoración interior, puede que el Relojero se pusiera un uniforme o se colgara una insignia del cuello y entrara tranquilamente en la oficina de la empresa de mensajería para llevarse ese paquete.

Acceso…

—Llama a la empresa. Averigua qué había en el paquete, quién lo mandaba y adónde iba. Rápido.