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08:32 horas

Ya solos, Rhyme y Sachs revisaron las mesas sobre las que descansaban las pruebas del escándalo de corrupción del Saint James y el caso del Relojero.

Ella intentaba concentrarse, pero él sabía que estaba distraída. Habían estado despiertos hasta muy tarde, hablando de lo ocurrido. La trama de corrupción era ya bastante grave de por sí, pero el hecho de que agentes de policía hubieran intentado matar a otros compañeros del cuerpo había sacudido a Sachs hasta la médula de los huesos.

Decía que seguía sin saber si iba a dejar o no la policía, pero a Rhyme le bastaba con ver su cara para saber que iba a marcharse. Sabía, además, que había recibido un par de llamadas de Argyle Security.

No había duda.

Rhyme miraba ahora el pequeño rectángulo de papel blanco colocado dentro del maletín abierto de la detective: el sobre que contenía su carta de renuncia. Su blancura resultaba cegadora, como la luz deslumbrante de la luna en medio del cielo nocturno. Costaba mirarlo y costaba, asimismo, ver otra cosa.

Se obligó a no pensar en ello y siguió observando las pruebas.

Gerald Duncan (al que Thom, siempre tan ingenioso, había apodado «el Criminal Descafeinado») se hallaba a la espera de ser procesado por los delitos que había cometido, todos ellos de escasa gravedad. (Los análisis de ADN habían demostrado que la sangre del cúter, la de la chaqueta recogida en el puerto y la del charco del muelle, en efecto, le pertenecía, lo mismo que la uña rota).

El caso de corrupción de la comisaría 118 progresaba con lentitud.

Había pruebas suficientes para enjuiciar a Baker y Wallace, así como a Toby Henson. La tierra hallada en el lugar del asesinato de Sarkowski y las muestras que Sachs había recogido en la casa de Creeley, en Westchester, coincidían con los restos materiales hallados en los domicilios de Baker y Henson. Había, asimismo, una fibra de cuerda que implicaba al teniente en la muerte de Creeley, y en el registro del barco de Wallace se habían hallado fibras similares. Henson, por su parte, tenía en su poder unos guantes de cuero cuyas marcas de textura eran idénticas a las halladas en Westchester.

Pero los tres detenidos no cooperaban. Se negaban a pactar una declaración de culpabilidad con el fiscal, y no había pruebas que implicaran a terceros, ni siquiera a los dos agentes que montaban guardia frente al establecimiento del East Village, y que afirmaban ser inocentes. Rhyme había intentado que Kathryn Dance los interrogara, pero ellos se negaban a abrir la boca.

El criminalista estaba convencido de que acabarían por descubrir a todos los implicados en la trama de extorsión de la 118 y encontrarían pruebas suficientes para procesarlos. Pero no quería dejar pasar el tiempo. Quería que fuera ya. Tal y como había dicho Sachs, quizá los demás agentes que frecuentaban el Saint James planearan asesinar a algún otro testigo. O tal vez intentaran eliminarlos de nuevo a Pulaski y a ella. También era posible que alguno de ellos, o más de uno, estuviera obligando a Baker, Henson y Wallace a guardar silencio bajo amenaza de atentar contra sus familias.

Rhyme, además, tenía que ocuparse de otros casos. Ese mismo día había recibido una llamada relativa a otro suceso. Fred Dellray, el agente del FBI, liberado momentáneamente de la vorágine de los delitos financieros, le había comentado que alguien había entrado por la fuerza en la sede del NIST, el Instituto Nacional de Patrones y Tecnología, ubicada en Brooklyn, y provocado un incendio. Los daños eran de escasa cuantía, pero el autor de los hechos había quebrantado un sistema de seguridad muy sofisticado y, estando el terrorismo en mente de todos, cualquier irrupción en un edificio gubernamental se convertía en noticia. Los federales querían que Rhyme colaborara en la parte forense de la investigación. Él, por su parte, deseaba ayudar, pero primero necesitaba cerrar de una vez por todas el caso Baker-Wallace.

Llegó un mensajero con el expediente sobre el asesinato del amigo de Duncan, urdido por Baker cuando el empresario se resistió a su intento de extorsión. El caso seguía abierto (los asesinatos no prescribían), pero hacía un año que estaba archivado. Rhyme confiaba en encontrar en el expediente alguna pista que pudiera ayudarles a identificar a otros implicados en la trama de corrupción.

Entró primero en el archivo del New York Times para leer el breve artículo que el periódico publicó en su día sobre la muerte de Andrew Culbert, la víctima. No decía nada, salvo que el fallecido era un empresario de Duluth presuntamente asesinado en el curso de un atraco acaecido en el distrito centro de Manhattan. No había sospechosos, y después de aquella primera noticia no había ningún otro artículo que hiciera referencia al caso.

Rhyme mandó a Thom que colocara el dossier de la investigación en su atril mecanizado y comenzó a leer. Como era normal en los expedientes archivados, la caligrafía de las anotaciones era variada, prueba evidente de que el caso había ido pasando de mano en mano, cada vez con menor ímpetu a medida que transcurría el tiempo. Según el informe de los técnicos forenses, las pruebas materiales eran muy escasas: no había huellas dactilares, ni pisadas, ni casquillos de bala. (La muerte se había producido como consecuencia de dos disparos en la frente efectuados con proyectiles del treinta y ocho especial, fáciles de encontrar en cualquier parte, y el análisis de las armas incautadas a Baker y los demás policías de la 118 no relevó coincidencias balísticas).

—¿Tienes el inventario de la primera inspección? —le preguntó a la detective Sachs.

—A ver. Sí, aquí está —contestó ella, levantando una hoja—. Te lo leo.

Rhyme cerró los ojos para formarse una imagen más precisa de los objetos hallados en el lugar del crimen.

—Una cartera —leyó Sachs—, una llave de habitación perteneciente al hotel Saint Regis, una llave de minibar, un bolígrafo Cross, una agenda electrónica, un paquete de chicles y una libreta de papel con la anotación «aseo de caballeros» en la primera hoja y «Chardonnay» en la segunda. Eso es todo. El detective encargado del caso fue John Repetti, de Homicidios.

Rhyme había desviado la mirada, absorto en alguna cosa. Miró a Sachs.

—¿Qué?

—Estaba diciendo que Repetti llevó el caso desde la comisaría centro-norte de Manhattan. ¿Quieres que le llame?

Pasado un momento, él contestó:

—No. Quiero que hagas otra cosa.

*****

Está poseída.

Mientras escuchaba en su iPod la rasposa versión de «See that my grave is kept clean» grabada por el bluesman Blind Lemon Jefferson, Kathryn Dance miraba fijamente su abultada maleta abierta, que se negaba a cerrarse.

Sólo he comprado dos pares de zapatos y unos cuantos regalos de Navidad… Bueno, tres pares de zapatos, pero unos son mocasines y no cuentan. Ah, claro, pero estaba el jersey. Ése era el problema.

Sacó el jersey. Y lo intentó de nuevo. Sin embargo, aún le faltaban pocos centímetros para poder cerrar la maleta del todo.

Y dale: está poseída.

Creo que tendré que optar por un look elegante.

Buscó la bolsa de plástico del servicio de lavandería y sacó de la maleta unos vaqueros, un traje, un rizador de pelo, unas medias y el aparatoso jersey. Intentó de nuevo cerrar la maleta.

Clic.

Bueno, no me hará falta un exorcista.

Sonó el teléfono de la habitación y el empleado de recepción anunció que tenía una visita.

Justo a tiempo.

—Dígale que suba —dijo Dance.

Cinco minutos después, Lucy Richter estaba sentada en el pequeño sofá de la habitación.

—¿Quieres beber algo?

—No, gracias. No puedo quedarme mucho tiempo.

Dance señaló la neverita.

—El que inventó los minibares tenía una mente perversa. Chocolatinas y patatas fritas, mi perdición. Bueno, la verdad es que a mí casi todo me pierde. Y para colmo te cobran diez dólares por la salsa.

Lucy se rió, a pesar de que no parecía haber tenido que preocuparse por las calorías ni los gramos de más en toda su vida. Luego dijo:

—Tengo entendido que le han detenido. Me lo ha dicho el agente que vigila mi casa. Pero no ha podido darme ningún detalle.

Dance le habló del caso de Gerald Duncan, que era inocente desde el principio, y del escándalo de corrupción.

La militar sacudió la cabeza mientras la escuchaba. Luego paseó la mirada por la pequeña habitación e hizo algunos comentarios sobre las láminas enmarcadas y las vistas que se contemplaban desde la ventana. Hollín, nieve y una corriente de aire eran los elementos esenciales del paisaje.

—Sólo he venido a darte las gracias.

No, nada de eso, pensó Dance. Pero dijo:

—No hace falta que me las des. Es nuestro trabajo.

Observó que Lucy no cruzaba los brazos y que parecía sentirse cómoda, ligeramente recostada en el sillón, con los hombros relajados, pero no caídos. Estaba a punto de producirse una confesión.

La agente dejó que se prolongara el silencio.

—¿Eres psicoterapeuta? —preguntó la militar.

—No. Sólo policía.

Durante sus entrevistas, sin embargo, no era infrecuente que los sospechosos siguieran hablando después de confesar. A menudo le contaban historias acerca de sus otras faltas, de unos padres a los que odiaban, de sus celos hacia sus hermanos, de sus esposas o sus maridos infieles, de su rabia, de lo que les hacía felices y despertaba sus esperanzas. Se sinceraban con ella, buscaban consejo. No, no era terapeuta. Pero era policía y madre, y experta en cinestesia, y esos tres papeles juntos la convertían en especialista en el olvidado arte de la escucha atenta.

—Pues es muy fácil hablar contigo. He pensado que quizá pudieras darme tu opinión sobre una cosa.

—Adelante —la animó Dance.

La militar continuó:

—No sé qué hacer. Hoy van a darme esa condecoración de la que te hablé. Pero hay un problema. —Le explicó algo más sobre su labor en el extranjero, coordinando el transporte de gasoil y otros suministros.

Dance abrió el minibar y sacó dos botellas de seis dólares de Perrier. Levantó una ceja.

Lucy vaciló.

—Sí, claro.

La agente abrió las botellas y le pasó una. Mantener las manos ocupadas libera la mente para pensar y la voz para hablar.

—Bueno, pues en mi equipo había un cabo, Pete. Un reservista de Dakota del Sur. Un tipo simpático. Muy divertido. Aquí era entrenador de fútbol y trabajaba en la construcción. Me ayudó mucho cuando llegué. Un día, hará cosa de un mes, tuvimos que ir a peritar un vehículo averiado. Algunos los enviamos a Ford Hood para que los reparen y otros los arreglamos nosotros mismos. A veces sólo están un poco abollados.

»Yo estaba en el despacho y él había ido al comedor. Habíamos quedado en que le recogería a la una para ir al taller. Fui a buscarle en un Humvee. Le vi allí, esperándome. Justo en ese momento estalló un artefacto casero. Una bomba.

Dance sabía a qué se refería, naturalmente.

—Yo estaba a diez o doce metros cuando estalló. Petey estaba saludándome con la mano y de pronto vi un fogonazo y cambió toda la escena. Fue como si parpadearas y al instante siguiente estuvieras en otro lugar. —Miró por la ventana—. La fachada del comedor había desaparecido, las palmeras… se habían evaporado. Algunos soldados y un par de civiles que estaban fuera… estaban allí y un instante después se habían esfumado.

Su voz sonaba extrañamente serena. Dance conocía aquel tono. Lo había oído a menudo hablando con testigos que habían perdido a seres queridos como consecuencia de un crimen. (Las entrevistas más duras, peores que sentarse delante del más amoral de los asesinos).

—El cuerpo de Petey estaba hecho pedazos. No hay otra forma de describirlo. —Se le quebró la voz—. Estaba todo rojo y negro, destrozado… He visto muchas cosas allí, pero aquello fue tan espantoso… —Bebió un sorbo de agua y aferró luego la botella como una niña se aferraría a una muñeca.

Dance no le brindó palabras de compasión: no habrían servido de nada. Le indicó con un gesto que continuara. Un profundo suspiro. Los dedos de Lucy Richter se entrelazaron ligeramente. En su trabajo, la agente interpretaba aquel gesto, muy común, como un intento de sofocar la insoportable tensión que provocaban la culpa, el dolor o la vergüenza.

—El caso es que… llegué tarde. Estaba en el despacho. Miré el reloj. Era la una menos cinco, pero tenía una lata de refresco a medio beber. Pensé en tirarla y en marcharme, porque tardaba cinco minutos en llegar al comedor, pero me apetecía acabarme el refresco. Sólo quería quedarme sentada un momento y acabarlo. Llegué tarde al comedor. Si hubiera llegado a tiempo, Petey no habría muerto. Le habría recogido y habríamos estado a un kilómetro de allí cuando estalló la bomba.

—¿Tú resultaste herida?

—Un poco. —Se levantó la manga y le mostró una cicatriz grande y correosa en el antebrazo—. Nada grave. —Miró fijamente la cicatriz y bebió más agua. Sus ojos parecían desprovistos de expresión—. Si hubiera llegado aunque fuera un minuto antes, al menos Petey habría subido al coche. Seguramente habría sobrevivido. Sesenta segundos… Eso habría bastado para que no muriera. Y todo por un refresco. Lo único que quería era acabarme el dichoso refresco. —Una risa melancólica escapó de sus labios secos—. ¿Y luego quién aparece para intentar matarme? Un tipo que se hace llamar el Relojero y que deja un puto reloj en mi cuarto de baño. Durante meses no he dejado de pensar que, de una manera o de otra, un solo minuto marca la diferencia entre la vida y la muerte. Y ahora viene ese chiflado a refregármelo por la cara.

—¿Qué más? —preguntó Dance—. Porque hay algo más, ¿verdad?

Una leve risa.

—Sí, ése es el problema. Verás, se suponía que mi contrato acababa el mes que viene. Pero me sentía tan culpable por lo de Pete que le dije a mi comandante que iba a reengancharme.

Dance asintió con la cabeza.

—Por eso la ceremonia. No es porque me hirieran. Todos los días hieren a alguien. Es por haberme realistado. Al ejército le cuesta encontrar nuevos reclutas. Van a usar a los reenganchados como ejemplo para publicitar el nuevo ejército. «Nos gusta tanto que queremos volver». Esas cosas.

—¿Y ahora tienes dudas?

Lucy hizo un gesto afirmativo.

—Me estoy volviendo loca. No puedo dormir. No puedo hacer el amor con mi marido. No puedo hacer nada. Me siento sola, tengo miedo. Echo de menos a mi familia, pero también sé que la labor que hacemos allí es importante, que beneficia a un montón de gente. Me siento incapaz de tomar una decisión. Sencillamente incapaz.

—¿Qué pasará si les dices que has cambiado de idea?

—No lo sé. Seguramente se cabrearán. Pero no me montarán un consejo de guerra. El problema es más bien mío. Decepcionaría a mucha gente. Sentiría que me he acobardado. Y eso no lo he hecho nunca, en toda mi vida. Y, además, estaría rompiendo una promesa.

Dance se quedó pensando un momento mientras bebía el agua con gas.

—No puedo decirte qué debes hacer. Pero una cosa sí te digo: mi trabajo consiste en averiguar la verdad. La mayoría de las personas con las que trato son delincuentes, criminales. Saben la verdad y mienten para salvar el pellejo. Pero también me encuentro con un montón de gente que se miente a sí misma. Y normalmente ni siquiera lo sabe.

»Pero mientas a quien mientas, ya sea a la policía, a tu madre, a tu marido, a tus amigos o a ti misma, los síntomas son siempre los mismos. Estás estresada, enfadada, deprimida. Las mentiras afean a la gente. La verdad hace lo contrario. Naturalmente, a veces parece que lo último que deseamos es la verdad. Pero no te imaginas cuántas veces, cuando consigo que confiese un sospechoso, veo en su cara una expresión de puro alivio. Es de lo más extraño. A veces hasta me dan las gracias.

—¿Quieres decir que yo sé la verdad?

—Sí, claro que la sabes. Está ahí, aunque esté muy bien escondida. Puede que no te guste cuando la descubras, pero está ahí.

—¿Cómo puedo encontrarla? ¿Interrogándome a mí misma?

—Es una manera estupenda de expresarlo, ¿sabes? Claro, lo que tienes que hacer es buscar las mismas cosas que busco yo: rabia, depresión, negación, excusas, argumentaciones racionales. ¿En qué momentos te sientes así y por qué? ¿Qué hay detrás de este o aquel sentimiento? No debes darte tregua. Sigue insistiendo y averiguarás lo que quieres de verdad.

Lucy Richter se inclinó hacia delante y la abrazó, cosa que rara vez hacían sus interlocutores.

Luego sonrió.

—Oye, tengo una idea. ¿Por qué no escribimos entre las dos un libro de autoayuda? Cómo interrogarse a sí misma. Guía práctica. Sería un éxito de ventas.

—En nuestro tiempo libre. —Dance se rió y entrechocaron sus botellas de agua con un tintineo.

Quince minutos después, mientras tomaban el café con magdalenas de arándanos que habían pedido al servicio de habitaciones, sonó el teléfono móvil de la agente, que miró el número que aparecía en la pantalla y, sacudiendo la cabeza, rompió a reír.

*****

En casa de Lincoln Rhyme sonó el timbre. Un momento después Thom entró en el laboratorio acompañado por Kathryn Dance. La experta en cinestesia había prescindido de la prieta trenza que lucía otros días y se había soltado el pelo. Seguía llevando, en cambio, los auriculares del iPod colgando alrededor del cuello. Se quitó un abrigo fino y saludó a Sachs y a Mel Cooper, que acababa de llegar.

Después se inclinó para acariciar a Jackson.

—Mmm, ¿qué te parecería un regalo de despedida? —comentó Thom, señalando al habanero con la cabeza.

Ella se rió.

—Es precioso, pero en casa ya no caben más animales. Ni bípedos, ni cuadrúpedos.

Quien la había llamado era Rhyme, para pedirle que, por favor, de nuevo les echara una mano.

—Te prometo que es la última vez —le dijo el criminalista cuando Dance se sentó junto a él.

—Y bien, ¿qué pasa? —preguntó ella.

—Hay algo que no cuadra en el caso y necesito tu ayuda.

—¿Qué puedo hacer?

—Recuerdo que, cuando me contaste lo del caso de ese tal Hanson, en California, dijiste que al revisar la transcripción de su declaración te hiciste una idea más clara de lo que tenía en mente.

Dance asintió con un gesto.

—Quiero que hagas lo mismo para nosotros.

Le habló del asesinato del amigo de Gerald Duncan, Andrew Culbert, a raíz del cual Duncan se había propuesto precipitar la caída de Baker y Wallace.

—Hemos encontrado algunas cosas curiosas en el expediente. Culbert llevaba encima una agenda electrónica, pero no su teléfono móvil. Es muy extraño. Hoy en día cualquier persona que se dedique a los negocios tiene un móvil. Llevaba, además, un taco de papel con dos anotaciones. Una decía «Chardonnay». Lo cual quizá signifique que tenía que acordarse de comprar vino. La otra, en cambio, decía «aseo de caballeros». ¿Por qué escribiría eso? Estuve pensándolo un rato y se me ocurrió que era una de esas cosas que uno escribe si tiene un problema de habla o de audición. Para pedir vino en un restaurante y luego para preguntar dónde están los aseos. Tampoco llevaba teléfono móvil. Así que me pregunté si acaso sería sordo.

—Entonces —dijo Dance—, el amigo de Duncan fue asesinado porque el atracador perdió los nervios cuando la víctima no le entendió o tardó en darle la cartera. Duncan pensó que Baker había asesinado a su amigo, pero fue una simple coincidencia.

—Es más complejo que eso —comentó Sachs.

—Encontré a la viuda de Culbert en Duluth —dijo Rhyme—. Y me dijo que su marido era sordomudo de nacimiento.

Sachs añadió:

—Duncan, sin embargo, afirmó que Culbert le había salvado la vida en el ejército. Pero, si era sordomudo, no le habrían considerado apto para el servicio.

—Creo —continuó el criminalista— que Duncan leyó algo sobre el asesinato de Culbert en el periódico y afirmó que era amigo suyo para dar credibilidad a su plan de inculpar a Baker. —Se encogió de hombros—. Puede que no sea problema. A fin de cuentas, hemos atrapado a un policía corrupto. Pero este asunto plantea algunos interrogantes. ¿Puedes echar un vistazo a la cinta del interrogatorio de Duncan y decirnos qué opinas?

—Claro que sí.

Cooper tecleó en su ordenador.

Un momento después apareció en el monitor un primer plano de Gerald Duncan. Permanecía cómodamente sentado en una sala de interrogatorios de la jefatura de policía mientras la voz de Lon Sellitto iba desgranando datos: su identidad, la fecha y el nombre del caso. Luego comenzó la declaración propiamente dicha. Duncan recitó básicamente los mismos hechos que le había referido a Rhyme mientras estaba sentado en el bordillo de la acera, frente al edificio donde había tenido lugar su último presunto intento de asesinato.

Dance miraba la grabación y asentía despacio con la cabeza mientras escuchaba los pormenores de su plan.

Al acabar el vídeo, Cooper pulsó el botón de pausa y el rostro de Duncan quedó congelado en la pantalla.

La experta en cinestesia se volvió hacia Rhyme.

—¿Eso es todo?

—Sí. —Advirtió que el rostro de la detective californiana parecía de pronto paralizado. Preguntó—. ¿Qué opinas?

Ella titubeó. Luego dijo:

—Debo decir… Mi impresión es que el problema no es únicamente esa historia sobre el asesinato de su amigo. Creo que prácticamente todo lo que cuenta en ese vídeo es mentira.

En casa de Rhyme se hizo el silencio.

Un silencio total.

El criminalista apartó por fin la vista de la imagen de Gerald Duncan, congelada en la pantalla, y dijo:

—Continúa.

—He trazado su línea base de conducta cuando explicaba los detalles de su plan para hacer detener a Baker. Sabemos que ciertos aspectos de ese relato son ciertos. Así que, cuando los niveles de estrés cambian, doy por sentado que está mintiendo. He visto desviaciones importantes cuando habla de su supuesto amigo. Tampoco creo que se llame Duncan. Ni que viva en el Medio Oeste. Ah, y Dennis Baker le importa un bledo. Su detención le trae sin cuidado. Y hay otra cosa.

Miró la pantalla.

—¿Puedes retroceder hasta la mitad del vídeo? Hay un momento en que se toca la mejilla.

Cooper hizo retroceder la imagen.

—Ahí. Ponlo en marcha.

—Jamás le haría daño a nadie. No podría. Quizás haya infringido un poco la ley…

La agente californiana sacudió la cabeza con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —preguntó Sachs.

—Sus ojos… —susurró Dance—. Esto es un problema.

—¿Por qué?

—Creo que es peligroso, muy peligroso. Pasé meses estudiando las cintas del interrogatorio de Ted Bundy, el asesino en serie. Era un psicópata puro, es decir, que podía mentir sin mostrar prácticamente ningún indicio de ello. Lo único que detecté en él fue una ligera alteración en la mirada cuando afirmaba que nunca había matado a nadie. No era la reacción típica de alguien que miente. Reflejaba rencor y desilusión. Estaba negando algo que formaba parte intrínseca de su ser. —Señaló hacia la pantalla—. Exactamente igual que Duncan.

—¿Estás segura? —preguntó Sachs.

—Del todo, no. Pero creo que debemos volver a interrogarle.

—Sea lo que sea lo que está tramando, conviene que permanezca bajo custodia policial hasta que descubramos qué se trae entre manos.

Como había sido detenido por delitos no violentos y de poca importancia, estaría en una celda de detención de baja seguridad en la jefatura de la calle Centre, en Manhattan. Escapar de allí era poco probable, pero no imposible. Rhyme llamó mediante su programa de reconocimiento de voz al supervisor de detenciones de la jefatura.

Se identificó y dio instrucciones de que trasladaran a Duncan a una celda más segura.

El supervisor no dijo nada. Rhyme supuso que le molestaba recibir órdenes de un civil.

La tediosa burocracia…

Hizo una mueca y miró a Sachs, dándole a entender que tendría que autorizar el traslado. Fue entonces cuando quedó clara la verdadera razón del silencio del supervisor.

—Bueno, detective Rhyme —dijo, inquieto—, ese señor sólo estuvo aquí unos minutos. Ni siquiera llegamos a ficharle.

—¿Qué?

—El fiscal llegó a no sé qué acuerdo con él y le dejó en libertad anoche mismo. Pensaba que lo sabía.