33
20:36 horas

Amelia Sachs entró en un pequeño supermercado abandonado de Little Italy, al sur de Greenwich Village. El local tenía las cristaleras pintadas y en su interior lucía una sola bombilla pelada. La puerta de la oscura trastienda, que estaba entornada, dejaba ver un gran montón de desperdicios, de estanterías viejas y latas polvorientas de salsa de tomate.

Parecía el club social de alguna banda mafiosa de medio pelo, y eso había sido hasta hacía un año, cuando se cerró después de una redada. El ayuntamiento, que se había hecho cargo del local temporalmente, estaba intentando librarse de él, pero no encontraba quien se lo quedara. Sellitto había dicho que sería el lugar idóneo para celebrar una reunión tan delicada como aquélla.

Sentados ante una desvencijada mesa estaban el teniente de alcalde Robert Wallace y un policía joven y pulcro, detective de Asuntos Internos. Toby Henson, el detective, saludó a Sachs con un firme apretón de manos y una mirada a los ojos que daba a entender que, si accedía a salir con él, le haría pasar la mejor noche de su vida.

Ella, concentrada en la ardua tarea que tenía por delante, se limitó a inclinar la cabeza secamente. Repensar los hechos, como le había aconsejado Rhyme, y mirar de nuevo lo que tenía delante de sí había dado resultados, y esos resultados eran extremadamente desagradables.

—Dijo usted que había un problema grave que no quería discutir por teléfono —comentó Wallace.

Ella les explicó brevemente lo sucedido con Gerald Duncan y Dennis Baker. Wallace estaba enterado del asunto a grandes rasgos, pero Henson se rió, sorprendido.

—Ese tal Duncan ¿es un ciudadano de a pie? ¿Y montó todo ese tinglado porque quería trincar a un poli corrupto?

—Sí.

—¿Sabe nombres?

—Sólo el de Baker. Hay otros ocho o diez implicados pertenecientes a la Ciento dieciocho, y una persona más. Un pez gordo.

—¿Una persona más? —preguntó Wallace.

—Sí. Todo este tiempo hemos estado buscando alguna conexión con Maryland. Pero estábamos equivocados.

—¿Con Maryland? —preguntó el detective de Asuntos Internos.

Sachs dejó escapar una risa amarga.

—¿Conocen el juego del teléfono?

—¿El de las fiestas infantiles? ¿Ése en el que se le dice algo en voz baja al que tienes al lado y cuando la palabra da la vuelta al corro se ha convertido en algo completamente distinto?

—Sí. Mi fuente oía «Maryland». Yo creo que era «Marilyn».

—¿Un nombre de mujer? —Al ver que ella asentía, Wallace entrecerró los párpados—. Espere, ¿no se estará refiriendo…?

—A la inspectora Marilyn Flaherty.

—Imposible.

El detective Henson sacudió la cabeza.

—No puede ser.

—Ojalá estuviera equivocada. Pero tenemos pruebas. Encontramos arena y restos de agua marina en el coche de Baker. Ella tiene una casa en Connecticut, cerca de la playa. Y a mí me ha estado siguiendo un Mercedes AMG. Al principio pensé que era alguna banda de Jersey o de Baltimore. Pero resulta que ése es el coche que tiene Flaherty.

—¿Tiene un AMG, siendo policía? —preguntó con incredulidad el detective.

—No olvide que Flaherty puede estar ganando ilegalmente un par de cientos de miles de dólares al año —respondió Sachs con envarada frialdad—. Y encontramos un cabello canoso más o menos de la longitud del suyo en el Explorer que Baker robó del depósito municipal. Recuerden, además, que no quería ni oír hablar de que Asuntos Internos se hiciera cargo del caso.

—Sí, eso me extrañó —convino Wallace.

—Porque pretendía echar tierra sobre el asunto. Quería dárselo a alguien de confianza. Para que lo hiciera desaparecer.

—Madre mía, una inspectora —murmuró el apuesto agente de Asuntos Internos.

—¿Está detenida? —preguntó Wallace.

Sachs negó con la cabeza.

—El problema es que no encontramos el dinero. Carecemos de causa probable para solicitar la intervención de sus cuentas bancarias o el registro de su domicilio. Por eso le necesito.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Wallace.

—Le he pedido a la inspectora que se reúna con nosotros aquí. Voy a informarle de lo sucedido, sólo que le daré una versión aguada. Quiero que le diga que hemos descubierto que Baker tenía un cómplice. Que el alcalde ha convocado una comisión especial y que va a darles luz verde para que lleguen al fondo de este asunto. Dígale que ahora todo está en manos de Asuntos Internos.

—Cree que se asustará, que irá en busca del dinero y que así podrán atraparla.

—Eso esperamos. Mi compañero pondrá un dispositivo de seguimiento en su coche mientras la inspectora esté aquí. La seguiremos cuando se marche. En fin, ¿le parece bien mentirle?

—No, no me parece bien. —Wallace miró la áspera superficie de la mesa, llena de pintadas—. Pero lo haré.

El detective Toby Henson parecía haber perdido todo interés en un posible idilio con Sachs. Dando un suspiro, hizo una afirmación con la que ella no pudo menos que estar de acuerdo:

—Esto va a ser muy jodido.

*****

Bueno, ¿qué hemos aprendido?, se preguntaba Ron Pulaski, que acostumbraba a pensar en plural por tener un hermano gemelo.

O sea: ¿Qué he aprendido trabajando en este caso con Rhyme y Sachs?

Estaba decidido a ser un buen policía y pasaba mucho tiempo evaluando lo que había hecho bien y lo que había hecho mal en el desempeño de su trabajo. Mientras caminaba por la calle hacia el supermercado abandonado en el que Amelia Sachs había quedado con Wallace, tenía la impresión de no haber cometido ningún error grave en aquel caso. Podría haber inspeccionado mejor el lugar donde habían encontrado el Explorer, claro. Y pensaba asegurarse de llevar siempre el arma fuera del mono de allí en adelante… y de no inmovilizar a nadie con una llave en el cuello, a no ser que fuera imprescindible.

Pero, en líneas generales, lo había hecho bastante bien.

Aun así, no estaba del todo satisfecho. Imaginaba que ello se debía a que trabajaba para la detective Sachs. Esa mujer ponía el listón muy alto. Con ella siempre había algo más que comprobar, una pista más que seguir, un rato más que pasar en el lugar de los hechos.

Podía volverte loco.

Y también enseñarte a ser un policía sensacional.

Si Sachs se marchaba, él tendría que apechugar y dar la talla. Había oído decir que la detective dejaba la policía, claro, y no le hacía ninguna gracia. Pero haría lo que fuese necesario. No sabía, sin embargo, si alguna vez tendría su tesón. A fin de cuentas, en ese momento, mientras caminaba a toda prisa por la calle helada, iba pensando en su familia. Estaba deseando volver a casa. Hablar con Jenny de cómo le había ido el día (a ella, no a él; eso, no) y luego jugar con los niños. Era tan divertido ver la mirada de su hijo… Cambiaba tan deprisa y tan drásticamente cuando reparaba en algo que no había visto nunca, cuando establecía alguna relación o se reía… Jenny y él se sentaban en el suelo y Brad gateaba entre los dos, de un lado a otro, agarrando con sus deditos el pulgar de su padre.

¿Y su hija recién nacida? Era redonda y arrugada como una uva pasa y se quedaba allí tumbada, en su moisés de Bob Esponja, perfecta y feliz.

Pero el placer de su familia tendría que esperar. Después de lo que estaba a punto de suceder, la noche sería muy larga.

Comprobó los números de la calle. Estaba a dos manzanas de la tienda donde debía reunirse con Amelia Sachs. Pensó:

¿Qué más he aprendido?

Una cosa: a no acercarte a los callejones. Eso lo tienes claro.

Un año antes había estado a punto de morir: se había pegado demasiado a la pared sin percatarse de que el sospechoso estaba escondido al otro lado de la esquina del edificio. El tipo salió de pronto y le golpeó en la cabeza con una porra.

Un descuido absurdo.

Tal y como había dicho la detective Sachs:

Antes no lo sabías. Ahora ya lo sabes.

Al acercarse a otro callejón, se desvió a la izquierda para pasar por el bordillo, por si acaso había alguien, un atracador o un yonqui, escondido.

Se volvió para echar un vistazo y vio desierto el corto tramo de calle empedrada. Pero él, por lo menos, había espabilado. En eso consistía ser policía: en aprender esos pequeños trucos e integrarlos en…

Una mano le agarró desde atrás.

—Dios mío —murmuró mientras le metían por la puerta abierta de la furgoneta aparcada junto al bordillo, que no había visto porque estaba mirando el callejón. Sofocó un gemido e intentó pedir socorro.

Pero su asaltante, el subinspector Halston Jefferies, cuya mirada era tan fría como la luna que brillaba en el cielo, le tapó la boca con la mano. Otra persona le agarró y dos segundos después Pulaski desapareció en la trasera de la furgoneta.

El portón se cerró de golpe.

*****

Se abrió la puerta del supermercado y Marilyn Flaherty entró y la cerró a su espalda.

Paseó la mirada por el sombrío local, muy seria, y saludó a Wallace y a los demás agentes con una inclinación de cabeza. Sachs pensó que parecía más tensa que de costumbre.

El teniente de alcalde le presentó con aparente despreocupación al detective de Asuntos Internos. Ella estrechó su mano y se sentó a la desvencijada mesa, junto a Sachs.

—Alto secreto, ¿mmm…?

—Esto ha resultado ser un avispero —contestó la detective, y comenzó a explicarle los detalles del caso sin despegar la vista de ella.

Su semblante, petrificado, no dejaba traslucir nada. Sachs se preguntó qué vería Kathryn Dance en su postura envarada, en sus labios crispados, en la mirada rápida y fría de sus ojos. Estaba prácticamente paralizada.

La detective le habló del cómplice de Baker. Luego añadió:

—Sé lo que opina respecto a Asuntos Internos, pero, con todo el respeto, he creído necesaria su intervención.

—Yo…

—Lo siento, inspectora. —Sachs se volvió hacia Wallace.

Pero el teniente de alcalde no dijo nada. Se limitó a sacudir la cabeza, suspiró y miró al detective de Asuntos Internos. El joven agente sacó su arma.

Sachs pestañeó.

—¿Qué…? Eh, ¿qué hace?

El agente apuntaba entre Flaherty y ella.

—¿Qué es esto? —exclamó la inspectora.

—Es un marrón —contestó Wallace, casi con pesar—. Un auténtico marrón. Pongan las manos sobre la mesa.

El teniente de alcalde no les quitó los ojos de encima mientras Toby Henson le pasaba la pistola para que siguiera apuntándoles.

Henson no pertenecía a Asuntos Internos. Era en realidad un detective de la 118 que formaba parte de la trama de corrupción, y era él quien había ayudado a Dennis Baker a matar a Sarkowski y a Creeley. Se puso unos guantes de piel y extrajo de su funda la Glock de Sachs. Luego cacheó a la detective por si llevaba alguna otra arma, pero no encontró ninguna. A continuación registró el bolso de la inspectora y sacó de él su pequeño revólver reglamentario.

—Tenía usted razón, detective —comentó Wallace dirigiéndose a Sachs, que le miraba con estupor—. Tenemos un problema. Un problema muy grave. —Sacó su teléfono móvil y llamó a uno de los agentes que esperaban en la puerta y que también formaba parte de la red de extorsión—. ¿Todo despejado?

—Sí.

Wallace apagó el teléfono.

—¿Usted? —dijo Sachs—. ¿Era usted? Pero… —Volvió la cabeza hacia Flaherty.

—¿A qué viene esto? —preguntó la inspectora.

El teniente de alcalde la señaló con la cabeza y dijo dirigiéndose a Amelia Sachs:

—Ha metido usted la pata hasta el fondo. Ella no tiene nada que ver. Dennis Baker y yo éramos socios. Teníamos una compañía. En Long Island. Nos criamos allí. Montamos juntos una empresa de reciclaje. Salió mal y él se apuntó a la Academia. Se hizo policía. Yo abrí otro negocio y luego me metí en política municipal. Dennis y yo seguíamos en contacto. Me convertí en enlace con la policía y en defensor del pueblo y empecé a darme cuenta de qué tramas funcionaban y cuáles no. Y Dennis y yo ideamos una que podía funcionar.

—¡Robert! —exclamó Flaherty—. No, no…

—Ay, Marilyn… —repuso el canoso representante municipal.

—Entonces —dijo Amelia Sachs, dejando caer los hombros—, ¿qué es lo que se proponen? —Dejó escapar una risa amarga—. ¿Que la inspectora me mate a mí y que luego se suicide? ¿Van a dejar dinero en su casa y luego…?

—Luego Dennis Baker morirá en prisión. Se meterá en líos con algún recluso o se caerá por las escaleras. ¿Quién sabe? Es una lástima. Pero debería haber tenido más cuidado. Sin testigos, se archivará el caso.

—¿Cree que alguien va a tragarse eso? Alguien de la Ciento dieciocho acabará por cantar. Tarde o temprano les cogerán.

—Perdone, detective, pero primero conviene apagar los fuegos que ya están ardiendo, ¿no le parece? Y usted es el más grande que veo en este momento.

—Escucha, Robert —dijo Flaherty con voz crispada—, estás metido en un buen lío, pero todavía no es demasiado tarde.

Wallace se puso unos guantes.

—Vuelve a echar un vistazo fuera. Diles que tengan listo el coche. —El teniente de alcalde empuñó la Glock de Sachs.

Su compañero se acercó a la puerta.

Wallace miró a la detective con frialdad y asió con fuerza la pistola.

Ella le sostuvo la mirada.

—Espere.

Él arrugó el ceño.

La detective le miró de arriba abajo. Wallace pensó que estaba extrañamente serena, dadas las circunstancias. Luego ella dijo:

—Adelante, agente número uno.

El teniente de alcalde parpadeó.

—¿Qué?

De pronto, un hombre gritó desde la trastienda en penumbra:

—¡Que nadie se nueva o disparo!

¿Qué era aquello?

Wallace ahogó un grito y miró hacia la puerta, donde había aparecido un agente de la Unidad de Emergencias cuya ametralladora les apuntaba alternativamente a él y a Henson, que se hallaba ante la puerta delantera.

Sachs bajó el brazo y cogió algo de debajo de la mesa. Cuando retiró la mano, empuñaba otra Glock. ¡La había pegado allí antes! Se giró hacia la puerta del supermercado y apuntó a Henson.

—¡Tire el arma! ¡Al suelo!

El agente de Emergencias apuntó al teniente de alcalde.

Dios mío, era una trampa, pensaba Wallace, aterrorizado. Estaba todo preparado.

—¡Al suelo! —gritó Sachs de nuevo.

—Mierda —masculló Henson antes de obedecer.

Wallace miró el arma de Sachs, que aún tenía en la mano.

Sin despegar los ojos de Henson, la detective se volvió ligeramente hacia él.

—Esa pistola está descargada. Moriría usted sin motivo.

Wallace dejó la pistola sobre la mesa, asqueado, y levantó las manos.

La inspectora Flaherty se levantó, echando la silla hacia atrás.

Sachs dijo hablando para su solapa:

—Equipo de entrada, adelante.

La puerta delantera se abrió de golpe y varios policías irrumpieron en el local. Pertenecían a la Unidad de Emergencias. Detrás de ellos iba el subinspector Halston Jefferies y el jefe de la División de Asuntos Internos, el capitán Ron Scott. Les seguía un joven agente de cabello rubio.

Los agentes de Emergencias obligaron a Wallace a tumbarse en el suelo, haciéndole daño en la cadera y las articulaciones. Henson también fue esposado. Al mirar afuera, el teniente de alcalde vio a los dos agentes de la 118 que habían montado guardia en la calle. Estaban tumbados sobre la fría acera, esposados.

—Ha costado —comentó Amelia Sachs sin dirigirse a nadie en particular mientras cargaba su Glock y la guardaba en su pistolera—, pero esto solventa nuestra duda.

La duda a la que se refería Sachs no atañía a la culpabilidad de Robert Wallace, del que sabían de antemano que era uno de los cómplices de Baker, sino a la posible implicación de Marilyn Flaherty.

Habían organizado aquella encerrona para averiguarlo y grabar, de paso, la confesión de Wallace.

Lon Sellito, Rob Scott y Halston Jefferies habían montado un puesto de mando en una furgoneta, calle arriba, y apostado a un francotirador de la Unidad de Emergencias en la trastienda del establecimiento para asegurarse de que Wallace y el policía que le acompañaba no empezaran a disparar antes de que Sachs tuviera tiempo de grabar la conversación. Pulaski debía vigilar la puerta principal con uno de los equipos mientras otro se hacía cargo de la trasera. Pero en el último momento habían descubierto que Wallace iba acompañado de otros policías de la 118 que quizá formaran parte de la trama y habían cambiado ligeramente de planes.

Pulaski había estado a punto de toparse con los agentes de Wallace en la puerta delantera de la tienda, lo cual lo habría echado todo a perder.

—El subinspector Jefferies me metió en la furgoneta justo antes de que esos tipos me vieran —explicó el novato.

—Iba por la calle como un puto boy scout de excursión —replicó Jefferies—. Si quiere sobrevivir en la calle, joven, más vale que mantenga los ojos bien abiertos.

Sachs notó que el enfado del subinspector parecía muy débil comparado con su estallido de la víspera. Por los menos ya no escupía.

—Sí, señor. De ahora en adelante tendré más cuidado.

—Santo Dios, ahora dejan entrar a cualquiera en la Academia.

La detective intentó sofocar una sonrisa. Se volvió hacia Flaherty.

—Le pido disculpas, inspectora. Sólo queríamos asegurarnos de que no estaba usted implicada. —Le explicó sus sospechas y las pistas que les habían llevado a creer que podía estar compinchada con Baker.

—¿El Mercedes? —preguntó Flaherty—. Claro que era mío. Y la estaba siguiendo, desde luego. Ordené a un agente de la División de Operaciones que les vigilara a Pulaski y a usted. Los dos son jóvenes e inexpertos, y este asunto podía venirles grande. Dejé que usara mi coche porque, si usaba un vehículo policial, lo habrían visto ustedes enseguida.

El lujoso vehículo había despistado a Sachs, desde luego, y había cambiado el rumbo de sus sospechas. Le había hecho pensar que, si no estaba implicada la mafia, quizá Pulaski se hubiera equivocado respecto a Jordan Kessler, el socio de Creeley, y el empresario tuviera algo que ver en los asesinatos. Quizá, se decía, Creeley y Sarkowski se habían visto atrapados en una investigación del estilo de Enron y habían sido asesinados por saber demasiado de los manejos financieros de la empresa de algún cliente. Kessler parecía el único jugador del partido que podía permitirse un coche de ese calibre.

Ahora, sin embargo, Sachs se daba cuenta de que se trataba de un caso de pura corrupción policial, y de que la ceniza hallada en la chimenea de Creeley no procedía de asientos contables amañados. Eran los restos de las pruebas que Baker y sus cómplices habían destruido para cerciorarse de que no quedara ningún papel relativo al dinero de la extorsión, como había sospechado desde el principio.

La inspectora Flaherty fijó su atención en Robert Wallace.

—¿Cómo lo descubrió? —le preguntó a Sachs.

—Díselo, Ron —ordenó ella.

—La detective Sachs se incautó de… —comenzó a decir el novato, y se detuvo—. La detective Sachs encontró un montón de pruebas en el coche y la casa de Baker que nos hicieron sospechar, o, mejor dicho, que hicieron sospechar a los detectives Sachs y Rhyme que el otro implicado podía vivir cerca de una playa o un puerto deportivo.

Sachs prosiguió el relato:

—No creía que el subinspector Jefferies estuviera implicado, porque no habría pedido que enviaran un expediente a su comisaría si pensaba destruirlo. Era otra persona quien había solicitado su traslado y lo había interceptado antes de que entrara en el registro. Volví a ver a Jefferies y le pregunté si alguien había pasado últimamente por la sala de archivos, alguien que pudiera tener alguna relación con el caso. Y así era. Usted. —Miró a Wallace—. Así que me hice la pregunta lógica. ¿Tenía alguna relación con Maryland? Y, en efecto, la tenía. Sólo que no era evidente.

Ver lo que tienes delante de los ojos…

—Dios mío —masculló Wallace—. Baker me dijo que había mencionado Maryland, pero no pensé que pudiera descubrirlo.

Ron Scott, el jefe de la División de Asuntos Internos, le dijo a Flaherty:

—Wallace tiene un barco atracado en su casa de la costa sur de Long Island. Registrado en Nueva York, pero construido en Annapolis. El Maryland Monroe. —Lanzó una mirada al teniente de alcalde y soltó una risa desabrida—. A ustedes los marineros les encantan los juegos de palabras.

Sachs prosiguió:

—Los restos de arena, algas y agua de mar que encontramos en el coche y el domicilio de Baker coinciden con los de su embarcadero. Conseguimos una orden judicial para registrar el barco. Encontramos algunas pruebas. Números de teléfono, documentación, restos materiales. Más de cuatro millones de dólares en metálico. Ah, y también un montón de drogas. Y bastante licor, seguramente de contrabando. Aunque yo diría que eso es lo que menos debe preocuparle ahora.

Ron Scott señaló con la cabeza a dos agentes de la Unidad de Emergencias.

—Llévenle a jefatura y fíchenle.

Mientras se lo llevaban, Wallace se volvió y gritó:

—¡No voy a decir nada! Si creen que voy a empezar a soltar nombres, están muy equivocados. No pienso confesar.

Flaherty se rió por primera vez desde que Sachs la conocía.

—¿Estás loco, Robert? Parece que tienen pruebas suficientes para encerrarte de por vida. No hace falta que digas nada. La verdad es que, si por mí fuera, no volverías a abrir esa bocaza.