Gerald Duncan estaba sentado en el bordillo de la acera, junto a Sachs y Sellitto. Le habían esposado y quitado la gorra y las gafas de sol, y entre sus efectos personales habían encontrado varios pares de guantes de color beis, una cartera y un cúter manchado de sangre.
A diferencia de Dennis Baker, se mostraba amable y dispuesto a cooperar, a pesar de que había sido arrojado al suelo, cacheado y esposado por tres agentes de la policía, entre ellos Sachs, que no tenía fama de tratar con delicadeza a los detenidos, especialmente si se trataba de criminales como aquél.
Su permiso de conducir de Misuri confirmó su identidad y les procuró una dirección en San Luis.
—Santo Dios —dijo Sellitto—, ¿cómo coño le has descubierto?
Que Rhyme hubiera descubierto la identidad del espectador que los observaba desde el callejón no era tan prodigioso como parecía. Ya antes de fijarse en él había deducido que el Relojero quizá no hubiera escapado del lugar de los hechos.
—Tengo al forense al teléfono —anunció Pulaski.
Rhyme inclinó la cabeza hacia el móvil que sostenía el novato en la mano enguantada y mantuvo una breve conversación con el patólogo. Éste le proporcionó información sumamente interesante y él le dio las gracias y asintió. De inmediato Pulaski cortó la llamada y el criminalista arrimó su silla de ruedas a Duncan.
—Usted es Lincoln Rhyme —dijo el detenido como si para él fuera un honor conocerle.
—Así es. Y usted es el presunto Relojero.
Duncan dejó escapar una risa.
Rhyme le observó con detenimiento. Parecía cansado, pero irradiaba una sensación de plenitud. Incluso de paz.
—Bueno —dijo el criminalista con una de sus raras sonrisas—, ¿quién era en realidad la víctima del callejón? Podemos hacer averiguaciones sobre Theodore Adams en el registro civil, pero sería una pérdida de tiempo, ¿no es así?
Duncan ladeó la cabeza.
—¿Eso también lo ha descubierto?
—¿Qué pasa con Adams? —preguntó Sellitto, y luego cayó en la cuenta de que había preguntas más generales que formular—. ¿Qué está pasando, Linc?
—Estoy interrogando al sospechoso sobre el hombre al que encontramos en el callejón ayer por la mañana con la tráquea aplastada. Quiero saber quién era y cómo murió.
—Le mató este capullo —contestó Sellitto.
—No, nada de eso. Acabo de hablar con el forense. Aún no tiene los resultados definitivos de la autopsia, pero me ha dado un informe preliminar. La víctima murió en torno a las cinco o las seis de la tarde del lunes, no a las once de la noche. Y murió en el acto debido a las gravísimas lesiones internas que le produjo una caída o un accidente de automóvil. Su cuello aplastado nada tuvo que ver con ello. El cadáver estaba congelado cuando lo encontramos, a la mañana siguiente, por eso el forense de guardia no pudo determinar in situ la causa del fallecimiento, ni la hora aproximada de la muerte. —Ladeó una ceja—. Así que ¿quién era y cómo murió, señor Duncan?
El detenido respondió:
—Era un pobre diablo que se mató en un accidente de coche, en Westchester. Se llamaba James Pickering.
—Continúe —le instó Rhyme—. Y recuerde que estamos deseosos de escuchar sus respuestas.
—Me enteré del accidente por la radio de la policía. La ambulancia llevó el cuerpo al depósito del hospital del condado en Yonkers. Fue allí donde lo robé.
—Llama al hospital —ordenó Rhyme a Sachs.
Ella obedeció. Tras una breve conversación, dijo:
—Un varón de treinta y un años se salió de la carretera del río Bronx a eso de las cinco del lunes. Patinó en una placa de hielo y perdió el control del coche. Murió en el acto a causa de las lesiones internas. Se llamaba James Pickering. El cadáver fue trasladado al hospital y luego desapareció. Pensaban que podía haber sido llevado a otro hospital por error, pero no lo encontraban. Sus familiares no se lo han tomado muy bien, como podéis imaginar.
—Lo lamento —dijo Duncan con aparente pesadumbre—. Pero no me quedó otro remedio. Tengo todos sus efectos personales y estoy dispuesto a devolverlos. Y a pagar de mi bolsillo los gastos del entierro.
—¿Y la documentación que había en la cartera que encontramos en el cadáver? —preguntó Sachs.
—Es falsa. —Duncan hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. No soportaría un examen minucioso, pero sólo necesitaba engañarles un par de días.
—Robó el cadáver, lo llevó al callejón y colocó una barra de hierro sobre su cuello para que pareciera que había muerto lentamente.
El Relojero asintió con un gesto.
—Luego dejó el reloj y la nota.
—Exacto.
—Pero ¿y el muelle de la calle Treinta y dos? —preguntó Lon Sellitto—. ¿Qué hay del tío al que mató allí?
Rhyme miró a Duncan.
—¿Su sangre es del tipo AB positivo?
El detenido se echó a reír.
—Es usted muy listo.
—No había ninguna víctima en el muelle, Lon. Era su propia sangre. —Echó un vistazo al sospechoso y agregó—: Colocó la nota y el reloj en el muelle y manchó con su sangre el suelo y una chaqueta que arrojó al río. Las marcas de uñas también son suyas. ¿De dónde sacó la sangre? ¿Se la extrajo usted mismo?
—No, fue en un hospital de Nueva Jersey. Les dije que quería almacenarla porque pensaba someterme a una operación dentro de poco.
—De ahí los anticoagulantes. —A la sangre almacenada solía añadírsele un fluidificante para impedir que se coagulara.
Duncan asintió.
—Me preguntaba si lo habrían comprobado.
—¿Y la uña? —preguntó Rhyme.
El sospechoso levantó su dedo anular. Le faltaba el extremo de la uña. Se la había cortado él mismo.
—Imagino —añadió— que Vincent les habrá hablado de un joven al que supuestamente maté cerca de la iglesia. Ni siquiera le toqué. La sangre del cúter, y la que hay en unos papeles de periódico, en una papelera cercana, si es que todavía siguen allí, también es mía.
—¿Qué ocurrió? —inquirió Rhyme.
—Fue un momento apurado. Vincent pensó que el chico había visto su cuchillo. Así que fingí matarle. Si no, habría empezado a sospechar de mí. Seguí al chico, doblé la esquina y luego me metí en un callejón, me hice un corte en el brazo con el cuchillo y manché un poco el cúter con mi propia sangre. —Les mostró una herida reciente en el antebrazo—. Pueden analizar el ADN.
—Descuide, lo haremos. —A Rhyme se le ocurrió otra idea—. Y el robo del coche… No mató a nadie para robar el Buick, ¿verdad? No se ha denunciado la desaparición de ningún estudiante en la zona de Chelsea, pero tampoco se sabe que últimamente hayan asesinado a una persona para robarle el coche en ningún barrio de la ciudad.
Lon Sellitto se sintió impelido a preguntar de nuevo:
—¿De qué rayos va todo esto?
—No es un asesino en serie —contestó Rhyme—. En realidad, no es un asesino. Ha montado toda esta farsa para que pareciera que lo es.
—¿Su mujer no murió atropellada? —preguntó Sellitto.
—No está casado.
—¿Cómo lo ha descubierto? —le preguntó Pulaski a Rhyme.
—Un par de cosas que ha dicho Lon me han hecho dudar.
—¿Yo?
—Para empezar, has mencionado su nombre, Duncan.
—¿Y qué? Ya sabíamos que se llamaba así.
—Exacto. Porque nos lo había dicho Vincent Reynolds. Pero el señor Duncan es alguien que lleva guantes veinticuatro horas al día, siete días por semana, con el único propósito de no dejar huellas. Se habría guardado muy mucho de decirle su nombre a un sujeto como Vincent, a no ser que no le importara que averiguáramos su identidad.
»Luego has dicho que era una suerte que no hubiera matado a más gente, y tampoco a Amelia. Al principio me enfadé al oírlo. Pero luego me dio que pensar. Tenías razón. En realidad, nosotros no hemos salvado a ninguna de las víctimas. Joanne, la florista… Deduje que el presunto asesino iba a atacarla, sí, pero fue ella misma quien llamó a emergencias después de oír un ruido en su taller. Un ruido que posiblemente Duncan hizo a propósito.
—Así es —respondió el Relojero—. Y dejé un carrete de alambre en el suelo para que la chica se diera cuenta de que había entrado alguien en el taller.
—Lucy, la militar de Greenwich Village —dijo Sachs—. En su caso recibimos una llamada anónima de una persona que decía haber visto a un hombre trepar a la azotea del edificio. Pero no fue un testigo quien llamó, ¿verdad? Fue usted mismo.
—Le dije a Vincent que alguien que pasaba por la calle había llamado a emergencias. Pero, en efecto, fui yo. Llamé desde un teléfono público para denunciarme a mí mismo.
Rhyme señaló con la cabeza el edificio de oficinas que se alzaba tras ellos.
—Y aquí… Imagino que el extintor de incendios era de pega.
—Completamente inofensivo. Lo rocié con un poco de alcohol por fuera, pero está lleno de agua.
Sellitto llamó a la comisaría número seis, donde tenía su sede la brigada de artificieros de la policía de Nueva York. Colgó un momento después.
—Es agua del grifo.
—Igual que la pistola que le dio a Baker, la que iba a usar para matar a Sachs. —Rhyme miró el arma desmontada—. Acabo de comprobarlo: el percutor está roto.
—También taponé el cañón —le dijo Duncan a Sachs—. Puede comprobarlo. Además, sabía que Baker no usaría su arma reglamentaria para dispararle, porque eso le vincularía con su muerte.
—Muy bien —bramó Sellitto—, se acabó. Que alguien me explique de qué va todo esto.
Rhyme se encogió de hombros.
—Yo lo único que puedo hacer es traer el tren hasta esta estación, Lon. Ahora le toca al señor Duncan completar el trayecto. Sospecho que tenía planeado sacarnos de dudas desde el principio. De ahí que estuviera disfrutando del espectáculo desde la grada del otro lado de la calle.
El hombre asintió con un gesto.
—Ha dado de lleno en el clavo, detective Rhyme.
—Ya no pertenezco al cuerpo de policía —puntualizó el criminalista.
—El propósito de todo lo que he hecho era justamente lo que acaba de ocurrir. Y, en efecto, he disfrutado muchísimo viendo cómo detenían a ese canalla de Dennis Baker y le llevaban a rastras a la cárcel.
—Prosiga.
El semblante de Duncan pareció relajarse.
—Hace un año, vine a Nueva York en viaje de negocios. Soy dueño de una empresa dedicada al arrendamiento de maquinaria industrial. Estaba trabajando con un amigo, mi mejor amigo, el hombre que me salvó la vida cuando estábamos en el ejército, hace veinte años. Estuvimos trabajando todo el día, preparando documentación, y luego volvimos al hotel para asearnos antes de ir a cenar. Pero mi amigo no apareció. Después me enteré de que había muerto tiroteado. La policía dijo que había sido un atraco. Pero había algo que no encajaba. Porque ¿desde cuándo un atracador dispara a sus víctimas a bocajarro en la frente, dos veces?
—Bueno, las muertes por disparo de arma de fuego en el transcurso de atracos a mano armada son extremadamente infrecuentes, según recientes… —Pulaski se calló al ver la fría mirada que le dirigió Rhyme.
Duncan continuó diciendo:
—La última vez que le vi, mi amigo me dijo algo que me chocó. Dijo que la noche anterior había estado en un bar de copas, en el centro. Cuando salió, dos policías le pararon y le dijeron que le habían visto comprando droga. Lo cual era una idiotez. Mi amigo no se drogaba. No me cabe ninguna duda. Él adivinó que pretendían chantajearle y exigió ver a un superior. Iba a llamar a la jefatura de policía para quejarse. Pero justo en ese momento salió gente del bar y los policías le dejaron marchar. Al día siguiente, fue asesinado a tiros.
»Demasiada coincidencia. Fui un par de veces al local y empecé a hacer preguntas. Me costó cinco mil pavos, pero por fin encontré a alguien dispuesto a decirme que Dennis Baker y algunos compañeros suyos habían montado una red de extorsión.
Les explicó que el teniente y sus compinches acusaban falsamente a empresarios o a sus hijos de posesión de drogas y retiraban luego los cargos a cambio de grandes sumas de dinero.
—La droga que faltaba en la Ciento dieciocho —comentó Pulaski.
Sachs hizo un gesto afirmativo.
—Poca para venderla, pero suficiente para fabricar pruebas falsas.
—Tengo entendido —añadió Duncan— que operaban desde no sé qué bar de la parte baja de Manhattan.
—¿El Saint James?
—Sí, ése. Se reunían allí cuando acababan sus turnos en comisaría.
—¿Y su amigo? —preguntó Rhyme—. El que murió. ¿Cómo se llamaba?
Duncan les facilitó el nombre y Sellitto llamó a Homicidios. Era cierto. El empresario había muerto durante un presunto atraco a mano armada por el que no se había detenido a ningún sospechoso.
—Me serví de mi contacto en la discoteca, al que pagué un montón de dinero, para que me presentara a algunas personas que conocían a Baker. Me hice pasar por asesino profesional y ofrecí mis servicios. Pasó una temporada sin que volviera a saber nada del asunto. Pensé que por fin habían detenido a Baker, o que se había enmendado y que no volvería a tener noticias suyas. Era muy frustrante. Pero Baker me llamó por fin y nos vimos. Resultó que había estado haciendo averiguaciones sobre mí, para ver si era de fiar. Al parecer quedó satisfecho. No me contó muchos detalles, pero me dijo que tenía un negocio que corría peligro. Otro policía y él se habían encargado de ciertos problemas que habían surgido.
—¿Creeley y Sarkowski? —preguntó Sachs—. ¿Le habló de ellos?
—No me dio ningún nombre, pero estaba claro que se refería a que había matado a varias personas.
La detective sacudió la cabeza, impresionada.
—Me preocupaba que algunos agentes de la Ciento dieciocho estuvieran recibiendo dinero de la mafia. Y resulta que los asesinos eran ellos.
Rhyme la miró. Sabía que estaba pensando en Nick Carelli. Y también en su padre.
Duncan prosiguió su relato:
—Luego Baker me dijo que había surgido otro problema. Tenía que eliminar a otra persona, a una detective de la policía. Pero no podían matarla ellos mismos. Si moría, todo el mundo relacionaría su asesinato con el caso que estaba investigando, y la policía continuaría la investigación todavía con más empeño. Entonces se me ocurrió hacerme pasar por un asesino en serie. Y me inventé un apodo: el Relojero.
—Por eso no pertenecía a ninguna asociación de relojeros —dijo Sellitto. Según sus pesquisas, el nombre de Gerald Duncan no figuraba en ninguna organización profesional.
—Exacto. El personaje fue creación mía de principio a fin. Necesitaba a alguien que pasara información a la policía y les hiciera creer que era de verdad un psicópata. Por eso trabé relación con Vincent Reynolds. Luego dimos comienzo a los presuntos asesinatos. Los dos primeros los simulé yo, sin Vincent. Los otros, estando ya con él, los frustré a propósito.
»Tenía que asegurarme de que encontraran la caja de munición que relacionaría al Relojero con Baker. Iba a dejarla caer en algún sitio donde pudieran encontrarla. Pero… —Duncan dejó escapar una risa—. Al final, no hizo falta. Averiguaron lo del todoterreno y estuvieron a punto de atraparnos.
—Por eso dejó la munición en el vehículo.
—Sí. Y también el libro.
A Rhyme se le ocurrió otra idea.
—El agente que inspeccionó el aparcamiento comentó que era chocante que hubiera dejado el coche en medio del garaje, no cerca de una puerta. Lo hizo porque quería asegurarse de que encontrábamos el Explorer.
—Así es. Y todos los demás presuntos asesinatos tenían que conducirles a éste, a fin de que sorprendieran a Baker intentando matar a la detective Sachs. Eso, supuse, les daría un motivo de peso para registrar su coche y su casa y encontrar pruebas que lo condujeran directamente a la cárcel.
—¿Y el poema? La Luna Fría llena está en el cielo…
—Lo escribí yo. —Sonrió—. Soy mejor empresario que poeta, pero me pareció suficientemente espeluznante para el fin que iba a darle.
—¿Por qué eligió a esas personas como víctimas?
—No las elegí. Elegí los escenarios porque nos facilitaban el poder escapar rápidamente. Este último, el despacho de esa mujer, lo escogí por su ubicación. Porque me permitiría dejar a Baker al descubierto.
—¿Para vengar a su amigo? —preguntó Sachs—. Mucha gente se habría limitado a matar a Baker.
—Yo jamás le haría daño a nadie —contestó Duncan con sinceridad—. No podría. Quizás haya infringido un poco la ley. Reconozco que he cometido algunos delitos. Pero son inofensivos. Los coches no los robé. Baker los sacó de un depósito policial.
—¿Y la supuesta hermana de la primera víctima? —preguntó Sachs—. ¿Quién era?
—Una amiga a la que pedí ayuda. Hace unos años le presté bastante dinero, pero no tenía modo de devolvérmelo. Así que aceptó echarme una mano.
—¿Y la chica que iba en el coche con ella? —insistió Sachs.
—Es su hija de verdad.
—¿Cómo se llama su amiga?
Una sonrisa remolona.
—Eso me lo reservo. Le prometí no decírselo. Y lo mismo les digo del tipo del bar que me puso en contacto con Baker. Ése era el trato y pienso cumplirlo.
—¿Quién más está implicado en los chantajes de la Ciento dieciocho, aparte de Baker?
Duncan sacudió la cabeza de mala gana.
—Ojalá pudiera decírselo. Deseo que les encierren, a ellos y a Baker. Intenté averiguarlo. El teniente no quiso hablarme de su tinglado, pero tuve la impresión de que había alguien más implicado, aparte de los agentes de esa comisaría.
—¿Una persona de fuera?
—Sí. De las altas esferas.
—¿Sabe si era de Maryland o tenía casa allí? —inquirió Sachs.
—Eso nunca se lo oí decir. Confiaba en mí, pero sólo hasta cierto punto. No creo que le preocupara que fuera a entregarle. Parecía más bien temer que me volviera avaricioso y que empezara a interesarme por el dinero. Por lo visto, había mucho en juego.
Un coche oscuro paró junto al precinto policial y de él salió un hombre delgado y calvo, envuelto en un abrigo de paño fino, que se acercó a ellos. Era uno de los ayudantes del fiscal del distrito. Había actuado como letrado de la acusación en varios juicios en los que Rhyme había participado como testigo de cargo. El criminalista le saludó con una inclinación de cabeza y Sellitto le explicó lo sucedido.
El fiscal escuchó con atención el relato del extraordinario giro que había dado el caso. Los delincuentes a los que enviaba a prisión eran, en su mayoría, mafiosos con pocas luces, a lo Tony Soprano, o yonquis y gamberros con menos cerebro aún. Parecía divertirle haber encontrado a un delincuente brillante cuyos crímenes habían resultado ser mucho menos graves de lo que parecía en un principio. Pero lo que más le entusiasmaba era verse implicado en el desmantelamiento de una trama de corrupción policial, un proceso que podía catapultar su carrera.
—¿La División de Asuntos Internos sabe algo de esto? —le preguntó a Sachs.
—No. Llevaba el caso yo sola.
—¿Por orden de quién?
—De Flaherty.
—¿La inspectora? ¿La de la División de Operaciones?
—Sí.
El fiscal comenzó a hacer preguntas y a tomar notas. Cuando llevaba cinco minutos escribiendo con letra clara y minuciosa, hizo una pausa.
—Muy bien, tenemos invasión indebida de propiedad ajena y allanamiento…, pero no doloso.
El allanamiento era doloso cuando se invadía la propiedad ajena con fines criminales, como el robo o el asesinato. Y ésas no habían sido las intenciones de Duncan.
—Robo de restos humanos —prosiguió el fiscal.
—Los tomé prestados. No pensaba quedarme con el cadáver —le recordó el acusado.
—Bueno, eso tendrán que decidirlo en Westchester. Aquí tenemos también obstrucción a la justicia, injerencia en procedimientos policiales…
Duncan arrugó el ceño.
—Podría alegarse, sin embargo, que puesto que no ha habido asesinato, los procedimientos policiales eran innecesarios desde el principio y que, por tanto, la injerencia en ellos carece de importancia.
Rhyme se echó a reír.
El ayudante del fiscal del distrito, en cambio, ignoró el comentario del Relojero.
—Posesión de arma de fuego…
—El cañón estaba taponado —replicó Duncan—. El arma estaba inutilizada.
—¿Qué me dice de los vehículos robados? ¿De dónde procedían?
Le explicó que Baker los había sustraído del depósito de la policía en Queens. Señaló el montón que formaban sus efectos personales, entre los que había un juego de llaves.
—El Buick está aparcado un poco más arriba, en la calle Treinta y uno. Baker lo sacó del mismo sitio que el todoterreno.
—¿Cómo le hacía entrega de los vehículos? ¿Había alguien más involucrado?
—El teniente y yo fuimos a recogerlos juntos. Estaban en el aparcamiento de un restaurante. Él me dijo que conocía a la gente de allí.
—¿Le dijo sus nombres?
—No.
—¿Qué restaurante era?
—Uno griego, no recuerdo el nombre. Cogimos la cuatrocientos noventa y cinco para llegar. No recuerdo la salida, pero después de salir del túnel del distrito centro sólo estuvimos en la autovía unos diez minutos. Luego, en la salida, giramos a la izquierda.
—Hacia el norte —comentó Sellitto—. Haremos que alguien lo compruebe. Puede que Baker también haya estado traficando con coches confiscados.
El fiscal sacudió la cabeza.
—Confío en que comprenda las repercusiones que tendrá para usted todo esto. No sólo por los delitos. Tendrá que pagar multas por haber provocado innecesariamente la intervención de personal municipal y vehículos de emergencia. Y me refiero a decenas de miles de dólares. A cientos de miles, quizá.
—Eso no es problema. Antes de empezar, me informé sobre la legislación y las directrices de imposición de penas y decidí que merecía la pena correr el riesgo de que me condenaran a prisión, con tal de dejar al descubierto a Baker. Pero no lo habría hecho si hubiera cabido la posibilidad de que alguna persona inocente resultara perjudicada.
—Aun así, ha puesto en peligro a algunas personas —masculló Sellitto—. Pulaski fue agredido en el aparcamiento en el que dejó el tododeterreno. Podría haber muerto.
Duncan se rió.
—No, no, fui yo quien le salvó. Después de abandonar el Explorer, cuando salimos corriendo del aparcamiento, vi a ese indigente. No me gustó su aspecto. Llevaba en la mano un garrote o algo parecido. Cuando Vincent y yo nos separamos, regresé al aparcamiento para asegurarme de que ese tipo no hería a nadie. —Miró a Pulaski—. Cuando empezó a acercársele, cogí una cubierta de rueda que había en la basura y golpeé con ella la pared para que usted se volviera y viera al mendigo.
El novato asintió.
—Sí, así fue. Pensé que el ruido lo había hecho él al tropezar. Pero el caso es que, cuando se me echó encima, yo ya estaba sobre aviso. Y es cierto que había una cubierta de rueda por allí cerca.
—En cuanto a Vincent —prosiguió Duncan—, me aseguré de que nunca se acercara lo suficiente a una mujer para hacerle daño. Fui yo quien le denunció. Llamé al novecientos once para informar sobre él. Puedo demostrarlo. —Les dio detalles respecto a la detención del violador que confirmaron que era él, en efecto, quien había alertado a la policía.
El fiscal parecía necesitar algún tiempo para asimilar todo aquello. Consultó sus notas, miró luego a Duncan y se frotó la calva reluciente. Tenía las orejas coloradas por el frío.
—Tengo que hablar con el fiscal general. —Se volvió hacia dos detectives de One Police Plaza con los que había quedado en reunirse allí. Señaló a Duncan con la cabeza y dijo—: Llévenlo a jefatura. Y que le vigilen de cerca. Recuerden que ha puesto al descubierto una trama de corrupción policial.
Ayudaron a Duncan a ponerse en pie.
—¿Por qué no acudió a nosotros y nos contó lo que estaba pasando? —preguntó Amelia Sachs—. ¿O por qué no grabó a Baker confesando lo que había hecho? Podría haberse ahorrado toda esta farsa.
Duncan soltó una risa áspera.
—¿Y en quién iba a confiar? ¿A quién iba a mandarle la grabación? ¿Cómo sabía quién era honrado y quién trabajaba para Baker? Es ley de vida, ¿sabe?
—¿A qué se refiere?
—A que haya policías corruptos.
Rhyme notó que Sachs no se inmutaba al oír aquel comentario mientras dos agentes uniformados conducían a Duncan al coche patrulla. Volvían a ser, al menos temporalmente, un equipo.
Tú y yo, Sachs…
*****
El caso de Lincoln Rhyme se había convertido en el de Amelia Sachs y, aunque el Relojero había resultado ser inofensivo, aún quedaba mucho por hacer. El escándalo de corrupción de la comisaría 118 se les había empingorotado, como decía Sellitto (lo que había hecho responder con sorna al criminalista: He ahí un verbo que no se oye todos los días); desconocían la identidad concreta del agente o agentes que habían ayudado a Baker en el asesinato de Benjamin Creeley y Frank Sarkowski; y aún había que montar el caso contra el teniente corrupto y poner al descubierto la trama de extorsión y su presunta relación con Maryland.
Kathryn Dance se ofreció voluntaria para interrogar al acusado, pero éste se negó a abrir la boca, de modo que el equipo tuvo que recurrir a métodos tradicionales de investigación e inspección forense.
Siguiendo instrucciones de Rhyme, Pulaski se había puesto a cotejar las llamadas telefónicas de Baker y a revisar detenidamente sus archivos y su agenda electrónica, intentando averiguar con quién tenía trato asiduo, tanto dentro como fuera de la 118. De momento, sin embargo, no había encontrado nada útil. Mel Cooper y Sachs estaban analizando las pruebas recogidas en el coche del teniente, en su casa de Long Island y en su despacho de One Police Plaza, así como en las casas y apartamentos de varias novias que había tenido en tiempos recientes (ninguna de las cuales conocía la existencia de las otras). Sachs, tras proceder al registro con su diligencia habitual, había regresado a casa de Rhyme cargada de cajas llenas de ropa, herramientas, chequeras, documentos, fotografías, armas y restos materiales recogidos en los neumáticos del coche de Baker.
Cuando llevaban una hora inspeccionando todo aquello, Cooper anunció:
—Ah, aquí tenemos algo.
—¿Qué? —preguntó Rhyme.
Fue Sachs quien respondió:
—Encontré un poco de ceniza en la ropa que había en el maletero del coche de Baker.
—¿Y? —preguntó Sellitto.
—Que es idéntica a la ceniza encontrada en la chimenea de la casa de Creeley —respondió Cooper—. Es decir, que sitúa a nuestro hombre en ese escenario.
Encontraron también una fibra procedente del garaje de Baker que coincidía con la de la cuerda utilizada en el presunto suicidio de Creeley.
—También quiero vincularle con la muerte de Sarkowski —dijo Rhyme—. Mandad a Nancy Simpson y a Frank Rettig a Queens, al descampado donde encontraron el cadáver. Que tomen muestras del suelo. Quizá también podamos situar al teniente o alguno de sus colegas en el lugar del crimen.
—La tierra que encontré en casa de Creeley, delante de la chimenea —señaló Sachs— contenía sustancias químicas, como si procediera de una zona industrial. Puede que coincida.
—Estupendo.
Sellitto llamó al laboratorio forense de Queens para ordenar que se procediera a la recogida de muestras.
Sachs y Cooper encontraron también restos de arena y de plantas que resultaron ser algas marinas. Todos los restos procedían del coche de Baker. Y había muestras similares en el garaje de su casa.
—Arena y algas —comentó Rhyme—. Podrían ser de una casa de veraneo. Maryland, otra vez. Puede que tenga una casa allí. O que la tenga una de sus novias.
Pero sus pesquisas en las bases de datos de los registros de la propiedad arrojaron resultados negativos.
*****
Sachs llevó a la sala la pizarra que habían dejado en el gimnasio de Rhyme y anotó en ella las últimas pruebas. Visiblemente exasperada, se apartó y se quedó mirando las anotaciones.
—El nexo con Maryland —dijo—. Tenemos que encontrarlo. Si mataron a dos personas y han estado a punto de matarnos a Ron y a mí, estarán dispuestos a cargarse a alguien más. Saben que nos estamos acercando y no querrán dejar testigos. Y es muy probable que estén destruyendo pruebas.
Se quedó callada. Parecía nerviosa.
Es difícil tener por compañero de trabajo a tu pareja. Pero Lincoln Rhyme no podía contenerse, ni siquiera (o quizá menos aún) con Amelia Sachs.
—Éste es tu caso —dijo con voz baja y firme—. Eres tú quien lo ha seguido desde el principio, no yo. ¿Adónde apunta todo esto?
—No lo sé. —Se clavó la uña de un dedo en el pulgar. Tensó la boca y sacudió la cabeza sin dejar de mirar el diagrama. Cabos sueltos—. No hay pruebas suficientes.
—Nunca hay pruebas suficientes —le recordó Rhyme—. Pero eso no es excusa. Para eso estamos aquí, Sachs. Somos nosotros los que descubrimos qué aspecto tenía el castillo con sólo examinar unos cuantos pedruscos sucios.
—No lo sé.
—Yo no puedo ayudarte, Sachs. Tienes que descubrirlo tú sola. Piensa en lo que tienes. Alguien relacionado con Maryland. Alguien que te sigue en un Mercedes. Agua salada y algas marinas. Dinero a montones. Y policías corruptos.
—No lo sé —repitió ella, crispada.
Rhyme, sin embargo, siguió en sus trece.
—Eso no puede ser. Tienes que saberlo.
Sachs le miró, enfadada por el duro mensaje que transmitían sus palabras:
Mañana puedes salir por esa puerta y mandar al garete tu carrera profesional, si quieres. Pero ahora mismo sigues siendo policía y tienes que cumplir con tu deber.
Ella se clavó las uñas en el cuero cabelludo.
—Hay algo más, algo que estás pasando por alto —rezongó Rhyme mientras miraba los diagramas.
—Lo que quiere decir, creo, es que tenemos que pensar de forma más creativa, quitándonos las anteojeras —dijo Ron Pulaski.
—Ah, benditos clichés —contestó el criminalista—. Bueno, si llevas las anteojeras puestas, quizá sea por una buena razón. No digo que tenga que ampliar su campo de visión, sino mirar más atentamente lo que tienes delante de los ojos. Así que, Sachs, ¿qué ves delante de ti?
Ella siguió mirando los diagramas unos segundos.
Luego sonrió y dijo en voz baja:
—Maryland.
HOMICIDIO DE BENJAMIN CREELEY
HOMICIDIO DE FRANK SARKOWSKI