Para la mayoría de la gente, aquel sonido habría sido un simple chasquido metálico, perdido entre el sinfín de ruidos ambientales propios de un edificio de oficinas de la gran urbe.
Para Amelia Sachs, en cambio, sonó claramente como el percutor de muelle de un arma automática al golpear el fulminante de una bala en mal estado, o como el ruido que hacía un arma al dispararse con el cargador vacío. Había oído aquel sonido cien veces, en pistolas propias y en las de sus compañeros.
El chasquido fue seguido por el ruido de costumbre: el portador del arma deslizó la corredera para sacar la bala defectuosa y calzar la siguiente. En muchos casos, como en ése, la maniobra se efectuaba con especial nerviosismo: la persona que se disponía a disparar tenía que desembarazarse cuanto antes de la bala fallida y colocar una nueva lo antes posible. Podía ser cuestión de vida o muerte.
Sachs se dijo todo esto en una fracción de segundo. Dejó caer el rodillo con el que estaba recogiendo restos materiales, se llevó la mano derecha a la cadera (siempre sabía dónde llevaba la pistolera) y un instante después se giró con la Glock en la mano y, agachándose en posición de disparo, apuntó hacia el lugar de donde procedía aquel sonido.
Vio de reojo que a su derecha, en el reservado de al lado, Ron Pulaski la miraba alarmado, preguntándose qué estaba pasando.
A seis metros de allí estaba Dennis Baker, pasmado de asombro. Sostenía en la mano enguantada una pequeña pistola (del calibre treinta y dos, pensó Sachs), con la que le apuntaba al tiempo que desplazaba la corredera. Se fijó en que era una Autauga Mk II, el tipo de arma que, según Rhyme, usaba el Relojero.
El teniente parpadeó. Se quedó sin habla un momento.
—He oído algo —dijo atropelladamente—. Y he pensado que había vuelto el Relojero.
—Has apretado el gatillo.
—No, sólo estaba colocando una bala.
Ella miró el suelo, donde descansaba la bala fallida. Sólo había una razón para que estuviera allí: que, tras intentar disparar, Baker la hubiera extraído del cañón.
Sosteniendo aún la pequeña pistola con la mano izquierda, el teniente bajó la derecha y se la llevó al costado.
—Debemos tener cuidado. Creo que ha vuelto.
Sachs le apuntó directamente al pecho.
—No lo hagas, Dennis —dijo señalando con la cabeza hacia su cadera, donde descansaba su arma reglamentaria—. Dispararé. Supongo que vas blindado debajo del traje. La primera bala te dará en el pecho, pero la segunda y la tercera irán más arriba. Y no será agradable.
—Yo… Tú no lo entiendes. —Tenía los ojos muy abiertos, aterrorizados—. Tienes que creerme.
¿No era ésa una de las frases clave para distinguir cuándo alguien intentaba engañarte, según Kathryn Dance?
—¿Qué pasa? —preguntó Pulaski.
—Quédate ahí, Ron —ordenó Sachs—. No hagas caso de lo que diga Baker. Saca tu arma.
—Pulaski —dijo el teniente—, se ha vuelto loca. Aquí pasa algo raro.
Pero Sachs vio por el rabillo del ojo que su compañero sacaba su arma y apuntaba a Baker.
—Dennis, deja la treinta y dos encima de la mesa. Coge con la mano izquierda tu arma reglamentaria por la empuñadura, sólo con el índice y el pulgar, déjala también ahí y retrocede cinco pasos. Túmbate boca abajo. ¿Te ha quedado claro?
—Tú no lo entiendes.
—No necesito entenderlo —contestó ella con calma—. Lo que quiero es que hagas lo que te digo.
—Pero…
—Y quiero que lo hagas ya.
—Estás loca —le espetó Baker—. Me la tienes jurada desde que te enteraste de que te estaba vigilando por ese asunto con tu ex-novio. Intentas desacreditarme. Pulaski, va a matarme. Ha perdido la cabeza. No dejes que te arrastre con ella.
—Ya ha oído a la detective Sachs —respondió el novato—. Le desarmaré, si es necesario. Bueno, señor, ¿qué decide?
Pasaron varios segundos que parecieron horas. Nadie se movió.
—Joder. —Baker dejó sus armas donde le había ordenado Sachs y se tumbó en el suelo—. Os habéis metido en un buen lío.
—Espósale —ordenó Sachs a Pulaski.
Siguió apuntando a Baker mientras el novato, perplejo, hacía poner las manos a la espalda al teniente y le colocaba las esposas.
—Regístrale.
Sachs cogió su Motorola.
—Aquí detective cinco, ocho, ocho, cinco, llamando a Haumann. Responda, cambio.
—Adelante, cambio.
—La situación ha dado un vuelco. Tengo a un individuo esposado al que necesito que escolten abajo.
—¿Qué está pasando? —preguntó el jefe de la Unidad de Emergencias—. ¿Es el asesino?
—Buena pregunta —respondió Sachs mientras enfundaba su pistola.
Este último giro de los acontecimientos atrajo a otra persona a las puertas del edificio de oficinas del distrito centro en el que, al parecer, el detective Dennis Baker había intentado matar a Amelia Sachs y Ron Pulaski.
*****
Sirviéndose de su mando táctil, Lincoln Rhyme condujo su silla de ruedas roja a lo largo de la acera, hasta la entrada del edificio. El teniente esperaba, esposado y con grilletes en los pies, en la parte de atrás de un coche patrulla aparcado allí cerca. Estaba muy pálido y tenía la vista clavada al frente.
Al principio, había alegado que Sachs se la tenía jurada por el asunto de Nick Carelli. Rhyme decidió entonces comprobar la veracidad de su relato. Preguntó al jefe de policía quién había enviado el correo electrónico relativo a Carelli, y descubrió que era el propio Baker quien había sacado a relucir el asunto de la posible vinculación entre Sachs y un policía condenado por corrupción. Era él quien había escrito ese correo, no sus superiores. Había inventado toda aquella historia para cubrirse las espaldas, por si Sachs le sorprendía siguiéndola o haciendo averiguaciones sobre ella.
Rhyme se sirvió de nuevo del mando táctil para acercarse al puesto de mando que Sellitto y Haumann habían montado junto al edificio. Cuando hubo aparcado, Sellitto le explicó lo ocurrido arriba. Y añadió:
—No lo entiendo. Es que no lo entiendo.
El corpulento detective se frotó las manos desnudas y levantó los ojos hacia el cielo ventoso y despejado como si acabara de percatarse de que aquél estaba siendo uno de los meses más fríos de la historia. Cuando estaba trabajando en un caso, no notaba ni el frío ni el calor.
—¿Llevaba algo encima? —preguntó Rhyme.
—Sólo la pistola del treinta y dos y unos guantes de látex —contestó Pulaski—. Además de algunos efectos personales.
Un momento después se les unió Amelia Sachs con una caja de cartón llena de pruebas envueltas en bolsas de plástico. Había estado registrando el coche de Baker.
—Esto se pone cada vez más interesante, Rhyme. Mirad esto. —Les mostró las bolsas una por una. Contenían cocaína, cincuenta mil dólares en metálico, algunas prendas de vestir viejas y varios recibos de discotecas y bares de Manhattan; entre ellos, el Saint James. Sachs levantó una bolsa que parecía vacía. Al examinarla más de cerca, Rhyme vio que contenía varias fibras.
—¿De alfombrilla? —preguntó.
—Sí. Marrón.
—Apuesto a que coinciden con las del Explorer.
—Eso mismo pienso yo.
Otro vínculo con el Relojero.
El criminalista hizo un gesto afirmativo mientras miraba la bolsa, mecida por el aire helado. Estaba experimentando ese arrebato de satisfacción que se apoderaba de él cuando las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar. Se volvió hacia el coche patrulla en el que esperaba Baker y dijo a través de la ventanilla entreabierta:
—¿Cuándo te asignaron a la Ciento dieciocho?
El teniente fijó la mirada en él.
—Que te jodan. ¿Creéis que voy a deciros algo, capullos? Todo esto son gilipolleces. Esas cosas las ha colocado ahí alguien para inculparme.
—Llama a Personal —le dijo Rhyme a Sellitto—. Quiero saber dónde ha estado destinado.
El detective obedeció y, tras una breve conversación, levantó la mirada.
—Bingo. Estuvo dos años en la Ciento dieciocho, en Narcóticos y en Homicidios. Hace tres que le ascendieron y pasó a la Casa Grande.
—¿Cómo conociste a Duncan?
Baker se acomodó en el asiento trasero y volvió a mirar al frente.
—Vaya, a esto le llamo yo una confluencia de casos —comentó Rhyme con buen humor.
—¿Una qué? —gruñó Sellitto.
—Confluencia. Una unión, Lon. O una fusión. ¿Es que no haces crucigramas?
—¿De qué casos? —rezongó el detective.
—Está claro: el de Sachs y el del Relojero. No eran casos separados. Nada de eso, eran caras opuestas del mismo puñal, podría decirse. —Le agradó su propia metáfora.
Su Caso y el Otro Caso…
—¿Te importaría explicarte?
¿De veras hacía falta?
Fue Amelia Sachs quien respondió:
—Baker está implicado en el caso de corrupción de la Ciento dieciocho. Como me estaba acercando demasiado, contrató al Relojero, es decir, a Duncan, para que me eliminara.
—Lo cual demuestra que, efectivamente, algo huele a podrido en Dinamarca.
Esta vez fue Pulaski quien no entendió su comentario.
—¿En Dinamarca? ¿La de Europa?
—La de Shakespeare, Ron —respondió el criminalista con impaciencia. Y se dio por vencido al ver que el novato sonreía con desconcierto.
Sachs tomó de nuevo la palabra.
—Quiere decir que eso demuestra que en la Ciento dieciocho hay un caso grave de corrupción. Está claro que no se trata únicamente de que hagan la vista gorda para favorecer a alguna banda de Baltimore o Bay Ridge.
Rhyme miró distraídamente el edificio de oficinas y asintió, ajeno al viento y al frío. Había algunos interrogantes sin resolver, desde luego. No estaba seguro, por ejemplo, de si Vincent Reynolds formaba parte de la trama o sólo era un iluso al que habían tendido una trampa.
Y luego estaba la cuestión de adónde iba a parar el dinero de las extorsiones.
—¿Quién hay en Maryland? —preguntó—. ¿Para quién trabajas? ¿Para la mafia, o se trata de otra cosa?
—¿Estás sordo? —le espetó Baker—. No voy a decirte nada, joder.
—Llévenlo a jefatura —ordenó Sellitto a los agentes que aguardaban junto al coche—. De momento, está detenido por agresión con intención criminal. Luego le añadiremos algún que otro ornamento a la acusación. —Mientras veían alejarse el coche patrulla, el detective sacudió la cabeza—. Dios mío —masculló—. Qué suerte hemos tenido.
—¿Suerte? —refunfuñó Rhyme, acordándose de que él mismo había dicho algo parecido poco antes.
—Sí, de que Duncan no haya matado a nadie más. Y también por esto. Amelia era un blanco perfecto. Si el arma no hubiera fallado… —Se interrumpió sin llegar a mencionar la tragedia que había estado a punto de ocurrir.
Pero Lincoln Rhyme creía en la suerte tanto como en los fantasmas y los platillos volantes. Estuvo a punto de preguntar qué demonios tenía que ver la suerte en todo aquello, pero las palabras no llegaron a salir de su boca.
Suerte…
De pronto, un tropel de ideas comenzó a zumbar en torno a su cabeza como abejas al agitarse una colmena.
—Qué raro… —comentó con el ceño fruncido, y se calló. Luego susurró—: Duncan.
—¿Pasa algo, Linc? ¿Estás bien?
—¿Rhyme? —dijo Sachs.
—Shhhh.
Se volvió lentamente, utilizando el mando táctil, y echó un vistazo a un callejón cercano. Luego, tras las bolsas y las cajas de pruebas que había recogido Sachs, se rió por lo bajo.
—Quiero la pistola de Baker —ordenó.
—¿La reglamentaria? —preguntó Pulaski.
—Claro que no. La otra. La del treinta y dos. ¿Dónde está? ¡Vamos, deprisa!
Pulaski encontró el arma envuelta en una bolsa de plástico y regresó con ella.
—Desmóntala.
—¿Yo? —preguntó el novato.
Rhyme señaló a Sachs con la cabeza.
—Tú.
Ella extendió un trozo de plástico sobre la acera, cambió sus guantes de piel por unos de látex y en cuestión de segundos desmontó la pistola y colocó sus piezas en el suelo.
—Enséñamelas una por una.
Sachs obedeció. Se miraron a los ojos.
—Qué interesante —comentó ella.
—Estupendo. ¡Novato!
—Sí, señor.
—Tengo que hablar con el forense. Búscale.
—Sí, claro. ¿Le llamo?
Rhyme soltó un suspiro envuelto en una nube de vaho.
—Podrías ponerle un telegrama o ir a llamar a su puerta, pero creo que lo mejor será que uses… ¡el teléfono! Y no aceptes un no por respuesta. Necesito hablar con él.
El joven cogió su móvil y empezó a marcar.
—Linc —dijo Sellitto—, ¿de qué va…?
—También necesito que hagas una cosa, Lon.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Hay un tipo al otro lado de la calle, mirándonos. A la entrada del callejón.
Sellitto se volvió.
—Ya le veo. —Era delgado, llevaba gafas de sol a pesar de que estaba anocheciendo y vestía gorra, vaqueros y chaqueta de cuero—. Me suena su cara.
—Invítale a acercarse. Quiero hacerle unas preguntas.
Sellitto se echó a reír.
—Estás muy cambiado desde que conoces a Kathryn Dance, Linc. Creía que no te fiabas de los testigos.
—Bueno, creo que en este caso conviene hacer una excepción.
El fornido detective se encogió de hombros.
—¿Quién es?
—Puede que me equivoque —contestó Rhyme en el tono de quien rara vez cree equivocarse—, pero tengo la sensación de que es el Relojero.