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17:01 horas

Sentada ante su mesa, Sarah Stanton oyó otro chirrido del sistema de megafonía del edificio a la altura del techo.

En la oficina se comentaba en broma que la empresa ponía filtros en los altavoces para que los mensajes resultaran completamente ininteligibles. Sarah se apartó de su ordenador y preguntó:

—¿Qué dicen? No entiendo nada.

—Están anunciando no sé qué —contestó a voces uno de sus compañeros.

Vaya, no me digas.

—No paran. Qué fastidio. ¿Será un simulacro contra incendios?

—Ni idea.

Un momento después oyó el estrépito de la alarma contra incendios.

Supongo que sí.

Desde el 11 de Septiembre, la alarma saltaba una vez al mes, más o menos. Las primeras dos veces, Sarah había hecho caso y bajado las escaleras como todo el mundo. Pero ese día ella tenía muchas cosas que hacer. Además, si de verdad había un incendio y se bloqueaban las salidas, siempre podía saltar por la ventana. Su despacho estaba en la primera planta.

Se volvió hacia el ordenador.

Pero en ese momento oyó voces al fondo del pasillo que llevaba a su despacho. Parecían alteradas. Y se oía otra cosa: un tintineo metálico. ¿Sería algún tipo de equipo de extinción de incendios?, se preguntaba.

Quizás estuviera pasando algo.

Oyó un estruendo de pisadas a su espalda y al darse la vuelta vio a varios policías de traje oscuro, armados con pistolas. ¿La policía? Dios mío, ¿sería un atentado terrorista? Pensó de inmediato en irse a buscar a su hijo al colegio.

—Estamos evacuando el edificio —anunció uno de los agentes.

—¿Es un atentado? —gritó alguien—. ¿Ha habido otro ataque?

—No. —El policía no dio más explicaciones—. Salgan ordenadamente. Cojan sus abrigos y dejen todo lo demás.

Sarah se relajó. No hacía falta que se preocupara por su hijo.

Otro policía anunció alzando la voz:

—Estamos buscando extintores. ¿Hay alguno en esta zona? No los toquen. Sólo avísennos. ¡Repito, no los toquen!

Así que es verdad que hay un incendio, pensó Sarah mientras se ponía la chaqueta.

Luego se dijo que era curioso que los bomberos fueran a utilizar los extintores de la empresa para apagar un fuego. ¿No tenían los suyos? ¿Y por qué les preocupaba tanto que usaran uno? No hacía falta adiestramiento especial, ni nada por el estilo.

¡Repito, no los toquen!

El policía se asomó al despacho que había cerca de la mesa de Sarah.

—Agente, ¿busca un extintor? —preguntó ella—. Tengo uno aquí mismo.

Y levantó del suelo la pesada bombona roja.

—¡No! —gritó el policía antes de abalanzarse hacia ella.

Sachs dio un respingo al oír el fuerte chisporroteo eléctrico de sus auriculares.

—Equipo de contención y extinción de incendios, primera planta, despacho de la esquina sureste. Preparados. Revestimiento de suelos y diseño de interiores Lanam. ¡Ahora! ¡Vamos, vamos, vamos!

Una docena de bomberos y policías de la brigada de artificieros se echaron al hombro su equipo y corrieron hacia la puerta trasera.

—¿Situación? —gritó Haumann, hablando para su micrófono.

Sólo oyeron voces apresuradas y, de fondo, el alarido estridente de la alarma contra incendios.

—¿Ha habido alguna explosión? —preguntó en tono apremiante el jefe de la Unidad de Emergencias.

—No veo humo —dijo Pulaski.

Dennis Baker miró hacia la primera planta y negó con la cabeza.

—Si es alcohol —respondió uno de los jefes de bomberos—, no habrá humo hasta que ardan los materiales secundarios. —Y añadió sin cambiar de tono—: O su cabello y su piel.

Sachs seguía escudriñando las ventanas con los puños apretados. ¿Estaría agonizando la mujer, rodeada de policías y bomberos?

—Vamos —susurró Baker.

Luego una voz emergió de la radio:

—Tenemos el artefacto… Lo… Sí, lo tenemos. No ha estallado.

Sachs cerró los ojos.

—Gracias a Dios —dijo Baker.

La gente empezaba a salir en tropel del edificio bajo la atenta mirada de los efectivos de emergencias y los patrulleros de la policía, que buscaban a Duncan comparando su retrato robot con las caras de los oficinistas.

Un agente condujo a una mujer adonde estaban los detectives en el instante en que Sellitto se reunía con ellos.

Sarah Stanton, la víctima potencial, les explicó que había encontrado bajo su mesa un extintor que no estaba allí antes, y que no había visto quién lo había dejado. Alguien del edificio recordaba haber visto a un operario de uniforme rondando por allí, pero no recordaba ningún otro detalle, ni sabía decir adónde había ido. Tampoco reconoció el retrato robot.

—¿Estado del artefacto? —preguntó Haumann.

Un miembro de su equipo respondió:

—No hemos visto temporizador, pero el indicador de presión estaba en blanco. Podría ser el detonador. Y huele a alcohol. Los artificieros lo han metido en una vasija de contención. Van a llevarlo a Rodman’s Neck. Todavía estamos registrando esto, por si encontramos al que lo colocó.

—¿Algún rastro de él? —preguntó Baker.

—Negativo. Hay dos escaleras de incendios y los ascensores. Podría haber salido por ahí. Y en esa planta hay cuatro o cinco empresas. Podría haberse metido en una de ellas. Las registraremos enseguida, en cuanto comprobemos que no hay más artefactos.

Diez minutos después, los agentes informaron de que no había más bombas en el edificio.

Sachs interrogó a Sarah, llamó a Rhyme y le explicó cómo estaban las cosas. La mujer no conocía a ninguna de las otras víctimas, ni había oído hablar de Gerald Duncan. Quedó horrorizada al saber que su esposa podía haber muerto delante de su casa, aunque no recordaba ningún atropello mortal en esa zona.

Finalmente, Haumann les informó de que sus efectivos habían concluido el registro. El Relojero había escapado.

—Maldita sea —masculló Dennis Baker—. Estábamos tan cerca…

—Bueno —dijo Rhyme, desalentado—, inspeccionad el lugar de los hechos y decidme qué encontráis.

Se despidieron. Haumann mandó a dos equipos a vigilar el almacén que había usado Duncan para preparar sus asesinatos, por si regresaba, y Sachs se puso el mono blanco de polietileno y cogió el maletín metálico que contenía los utensilios básicos de recogida y conservación de pruebas.

—Yo te ayudo —dijo Pulaski, y él también se enfundó el mono blanco.

Sachs le dio el maletín y cogió otro.

Al llegar a la primera planta se detuvo a inspeccionar el pasillo. Tras fotografiarlo, entró en Revestimientos de Suelo y Diseño de Interiores Lanam y se acercó a la mesa de Sarah Stanton.

Pulaski y ella abrieron los maletines y sacaron el equipamiento elemental: bolsas, tubos, hisopos, rodillos adhesivos, láminas electrostáticas para tomar las huellas de pisadas, preparados químicos para el revelado de huellas latentes y diversos útiles forenses.

—¿Qué hago? —preguntó Pulaski—. ¿Quieres que revise las escaleras?

Ella dudó un momento. Tenían que revisarlas, pero al final decidió hacerlo ella misma. Eran la vía de entrada y de salida lógica, y quería asegurarse de que no pasaban por alto ninguna pista. Tras inspeccionar el habitáculo en el que trabajaba Sarah, reparó en que a su lado había un puesto vacío. Era posible que el Relojero hubiera esperado allí hasta tener oportunidad de colocar la bomba.

—Revisa ese puesto —le dijo al novato.

—Vale. —Pulaski entró en el habitáculo, sacó su linterna y comenzó a inspeccionarlo con perfecta minuciosidad. Sachs le sorprendió husmeando el aire: otra de las recomendaciones de Lincoln Rhyme a la hora de inspeccionar el escenario de un delito. Este chico llegará lejos, se dijo.

Entró en el habitáculo en el que habían encontrado el artefacto. Oyó un ruido y miró hacia atrás. Era sólo Dennis Baker, que apareció por el pasillo y se detuvo a unos seis metros de los puestos de trabajo del despacho para no contaminar la escena.

Sachs ignoraba qué hacía allí, pero, como seguían sin saber dónde estaba el Relojero, se alegró de verle.

Busca bien, pero cúbrete las espaldas…

La diferencia radicaba en lo siguiente: el detective Dennis Baker había asesinado a Benjamin Creeley y Frank Sarkowski con ayuda de un agente de la 118. Había sido duro, pero lo habían hecho sin vacilar y Baker estaba dispuesto a matar a cualquier otra persona que pusiera en peligro su red de extorsión. No había problema. Cinco millones de dólares en metálico (su botín hasta la fecha) podían enterrar mucha mala conciencia.

Pero nunca había matado a un compañero.

Nervioso, con el ceño fruncido, observaba a Amelia Sachs y a aquel chico, Pulaski, que también presentaba un blanco fácil.

Aquello era muy distinto.

Matar a un compañero era como matar a un pariente.

La triste verdad, sin embargo, era que Sachs (y Pulaski, por extensión) podían destrozarle la vida.

Así pues, no había nada que pensar.

Baker observó el lugar. Sí, Duncan lo había planeado todo a la perfección. Allí estaba la ventana. Se asomó afuera. Cuatro metros y medio más abajo, el callejón estaba desierto. Y a su lado estaba la silla metálica gris de la que le había hablado el asesino, con la que tendría que romper el cristal después de tirotear a los dos agentes. Allí estaba también la salida de aire acondicionado cuya rejilla quitaría después de efectuar los disparos para que pareciera que el Relojero se había escondido dentro.

Respiró hondo.

Bueno, es la hora.

Tenía que actuar deprisa, antes de que llegara alguien más. Amelia Sachs había mandado a los otros agentes al pasillo principal, pero podían volver en cualquier momento.

Empuñó la pistola del calibre treinta y dos y retiró suavemente la corredera para asegurarse de que había una bala en la recámara. Con el arma oculta a la espalda, avanzó hacia su blanco. Miraba fijamente a Sachs, que se movía por el despacho casi como una bailarina: fluidamente, con precisión, absorta en su tarea. Era bonito verla moverse así.

Baker se obligó a salir de su ensimismamiento.

¿A cuál de los dos primero?, se preguntaba.

Pulaski estaba a tres metros de distancia; Sachs, a seis. Ambos le daban la espalda.

Lógicamente, debía matar primero a Pulaski por estar más cerca. Pero Baker sabía por Lincoln Rhyme que Sachs era una magnífica tiradora. Podía sacar su arma y disparar en cuestión de segundos. El chico seguramente nunca había disparado en acto de servicio. Quizá llegara a echar mano de su arma después de que él matara a Sachs, pero moriría sin que le diera tiempo a desenfundar.

Baker respiró hondo varias veces.

Amelia Sachs le facilitó las cosas sin darse cuenta. Se levantó de donde estaba agachada. Su espalda presentaba un blanco perfecto. El teniente apuntó a lo alto de su columna vertebral y apretó el gatillo.