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08:08 horas

Un ruido en el exterior de la casa. Un crujido en la nieve.

Amelia Sachs se quedó quieta. Miró por la ventana hacia el jardín blanco y apacible. No vio a nadie.

Estaba a media hora de la ciudad, al norte, sola en una casa suburbana de estilo Tudor en la que reinaba un silencio mortal.

Una idea muy acertada, se dijo, dado que su propietario ya no estaba entre los vivos.

Aquel ruido otra vez. Sachs era una urbanita acostumbrada a la disonancia de los ruidos, buenos y malos, de la gran ciudad. Aquella ruptura de la excesiva quietud campestre la puso alerta.

¿Eran pisadas lo que oía?

La detective de la policía, alta y pelirroja, vestida con chaqueta de cuero negro, jersey azul marino y vaqueros negros, aguzó el oído un momento mientras se rascaba distraídamente el cuero cabelludo. Oyó otro crujido. Se bajó la cremallera de la chaqueta para tener a mano su Glock y, agachándose, lanzó un rápido vistazo afuera. Al no ver nada, retomó su tarea.

Se sentó en la lujosa silla de piel y comenzó a examinar el contenido del enorme escritorio. Pero ésta era una labor frustrante. El problema era que no sabía exactamente qué buscar, lo cual solía ocurrir cuando se inspeccionaba un lugar relacionado con un delito sólo en segundo, tercer o cuarto grado. De hecho, difícilmente podía considerarse aquella casa la escena de un crimen. No se había descubierto en ella ningún cadáver, ni ningún botín escondido, y era improbable que el asesino o asesinos hubieran estado allí. Era simplemente la residencia infrautilizada de un tal Benjamin Creeley, muerto en otra parte y que, en el momento de su fallecimiento, llevaba una semana sin pisar aquella casa.

Aun así tenía que buscar, y buscar cuidadosamente. Porque no estaba allí en su papel habitual, el de especialista en la inspección ocular de lugares donde se habían cometido crímenes violentos. Aquél era el primer caso de homicidio de cuya investigación se encargaba.

Otro chasquido fuera. Hielo, nieve, una rama, un ciervo… Una ardilla, quizás. Amelia no hizo caso y prosiguió la búsqueda que había iniciado un par de semanas antes, gracias a un nudo hecho en un cordel para tender ropa.

Era ese tramo de cuerda de tender el que había segado a los cincuenta y seis años la vida de Ben Creeley, al que se había hallado colgado de la barandilla de su casa del Upper East Side, con una nota de suicidio sobre la mesa y ni un solo indicio que moviera a sospecha.

Y sin embargo, justo después de su muerte, su viuda, Suzanne Creeley, acudió a la policía de Nueva York. Sencillamente, no podía creer que su marido se hubiera suicidado. El empresario y contable, que disfrutaba de una posición desahogada, había estado malhumorado últimamente, eso era cierto. Pero sólo, creía su mujer, porque trabajaba mucho en proyectos de especial complejidad. Sus episodios de desánimo eran pasajeros y distaban mucho de ser depresiones susceptibles de acabar en suicidio. No tenía antecedentes de enfermedad mental o trastornos emocionales, y no tomaba antidepresivos. Gozaba de una holgada situación económica y no había hecho cambios recientes en su testamento ni en su póliza de seguros. Su socio, Jordan Kessler, estaba de viaje en Pensilvania, adonde había ido a visitar la oficina de un cliente. Sachs había hablado con él un momento y Kessler le había confirmado que, aunque Creeley parecía deprimido en los últimos tiempos, que él supiera jamás había hablado de suicidio.

Sachs había sido nombrada ayudante permanente de Lincoln Rhyme en la investigación in situ de crímenes violentos, pero no quería dedicarse en exclusiva a la técnica forense. Llevaba algún tiempo haciendo campaña dentro de la brigada de Delitos Mayores para que le permitieran dirigir un caso de homicidio o terrorismo. Finalmente, alguien en la Casa Grande había decidido que merecía la pena indagar en la muerte de Creeley y le había asignado el caso. Pero, aparte del consenso general en cuanto a la nula predisposición de Creeley hacia el suicidio, Sachs no había encontrado en principio ninguna prueba que indicara juego sucio. Luego, sin embargo, había hecho un descubrimiento. El informe del patólogo afirmaba que, en el momento de su muerte, Creeley tenía roto uno de los pulgares: llevaba la mano derecha escayolada por completo.

Así pues, no había podido atar el nudo de la horca, ni asegurar la cuerda a la barandilla del balcón.

Sachs lo sabía porque lo había intentado una docena de veces. Era imposible hacerlo sin usar el pulgar. Cabía la posibilidad de que Creeley hubiera hecho el nudo antes de su accidente de bici, que precedió en una semana a su muerte, pero parecía improbable que hubiera anudado la soga y la hubiera dejado a mano, a la espera de otro día en el que matarse.

Sachs decidió declarar sospechosa su muerte y abrir un expediente por homicidio.

El caso, no obstante, estaba resultando duro de roer. Por norma, los casos de homicidio o se resolvían durante las primeras veinticuatro horas o tardaban meses en resolverse. Las pocas pruebas que había (la botella de licor de la que Creeley había estado bebiendo antes de morir, la nota y la soga) no habían aclarado nada. No había testigos. El informe de la policía de Nueva York tenía medio folio de largo. El detective que había llevado el caso apenas le había dedicado tiempo, como era típico en los casos de suicidio, y no había podido ofrecerle ningún otro dato de interés.

El rastro de los posibles sospechosos se perdía en la ciudad, donde Creeley tenía su despacho y la familia pasaba casi todo su tiempo. Lo único que le quedaba por hacer en Manhattan era interrogar a fondo a Kessler, el socio del fallecido. Ahora estaba registrando uno de los últimos lugares en los que quizá pudiera hallar alguna pista: la casa que los Creeley tenían a las afueras de la ciudad, donde la familia pasaba muy poco tiempo.

Pero no estaba encontrando nada. Se recostó en la silla y se quedó mirando una fotografía reciente del fallecido en la que se le veía estrechando la mano de un individuo con aspecto de empresario. Estaban en la pista de un aeropuerto, delante de un avión privado. Al fondo se veían tuberías y pozos petrolíferos. Creeley sonreía. No parecía deprimido. Claro que ¿quién lo parece en una foto?

Se oyó otro crujido, muy cerca, al otro lado de la ventana que había a su espalda. Y luego otro, aún más cerca.

Eso no es una ardilla.

Sacó la Glock: una reluciente bala de nueve milímetros en el cargador y, debajo de ella, trece más. Salió sin hacer ruido por la puerta principal y rodeó la casa con la pistola asida entre ambas manos, cerca del costado (nunca delante cuando se doblaba una esquina, donde el adversario podía quitársela de un manotazo. Las películas siempre se equivocaban). Echó un rápido vistazo. El lado de la casa estaba despejado. Avanzó hacia la parte de atrás apoyando con cuidado sus botas negras sobre el camino de piedra, cubierto por una gruesa capa de hielo.

Se detuvo a escuchar.

Sí, eran pisadas. Alguien se movía con paso indeciso hacia la puerta trasera, quizás.

Una pausa. Un paso. Otra pausa.

Lista, se dijo Sachs.

Se acercó a la esquina trasera, pero resbaló en una franja de hielo y, sin darse cuenta, dejó escapar un gemido leve. Apenas audible, le pareció.

Pero lo bastante alto para que lo oyera el intruso.

Sintió pisadas apresuradas y el crujido de la nieve en el jardín de atrás.

Maldita sea…

Se agachó y, por si era una estratagema para hacerla salir, se asomó a la esquina y levantó velozmente la Glock. Un individuo larguirucho, con vaqueros y chaqueta gruesa, corría por la nieve.

Joder. Odiaba que echaran a correr. Le había tocado en suerte un cuerpo alto y de articulaciones vagas (sufría artritis), y la combinación de ambas cosas hacía que correr fuera un calvario.

—Soy agente de policía. ¡Alto! —Comenzó a correr tras él.

Estaba sola. No había avisado a la policía del condado de Westchester de que estaba allí. Si quería refuerzos, tendría que llamar al 911, el número de emergencias, y no había tiempo para eso.

—¡No voy a repetírselo! ¡Deténgase!

No hubo respuesta.

Corrieron por el espacioso jardín y, más allá, se adentraron en la arboleda de detrás de la casa. Jadeando, con un dolor en el costado que se sumaba al de sus rodillas, Sachs corría con todas sus fuerzas, pero el intruso le sacaba mucha ventaja.

Mierda, voy a perderle.

Pero intervino la naturaleza. El desconocido tropezó con una rama que sobresalía de la nieve y cayó de bruces. Sachs oyó su quejido a más de diez metros de distancia. Se acercó corriendo y, mientras intentaba recobrar el aliento, apoyó el cañón de la Glock contra el cuello del individuo. El intruso dejó de moverse.

—¡No me haga daño! ¡Por favor!

—Cállate.

Sacó las esposas.

—Las manos detrás de la espalda.

Él entrecerró los ojos.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Las manos.

Obedeció, pero con tanta torpeza que Sachs tuvo la impresión de que no le habían esposado nunca. Era más joven de lo que pensaba: un adolescente con la cara salpicada de acné.

—¡No me haga daño, por favor!

Sachs tomó aliento y le registró. No llevaba documentación, ni armas, ni drogas. Sólo un poco de dinero y un juego de llaves.

—¿Cómo te llamas?

—Greg.

—¿Greg qué más?

Un titubeo.

—Witherspoon.

—¿Vives por aquí?

El chico tomó aire y señaló con la cabeza hacia la derecha.

—En esa casa de ahí, la de al lado de los Creeley.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—¿Por qué has echado a correr?

—No sé. Estaba asustado.

—¿No me has oído decir que era policía?

—Sí, pero no lo parece. Policía, quiero decir. ¿En serio lo es?

Ella le enseñó su insignia.

—¿Qué estabas haciendo en la casa?

—Vivo al lado.

—Eso ya me lo has dicho. ¿Qué estabas haciendo? —Tiró de él para que se sentara. Parecía aterrorizado.

—Vi que había alguien dentro. Pensé que era la señora Creeley o alguien de la familia, no sé. Sólo quería decirle una cosa. Luego miré dentro y vi que tenía usted una pistola, y me asusté. Pensé que estaba con ellos.

—¿Con quiénes?

—Con esos tipos que entraron. Eso era lo que iba a decirle a la señora Creeley.

—¿Entró alguien en la casa?

—Vi a dos tíos forzando la puerta. Hace un par de semanas. Por Acción de Gracias.

—¿Llamaste a la policía?

—No. Debería haberles llamado, supongo. Pero no quería meterme en líos. Tenían pinta de… duros.

—Dime qué pasó.

—Yo estaba fuera, en el jardín de mi casa, y los vi acercarse a la puerta de atrás, mirar alrededor y luego, ya sabe, forzar la cerradura y entrar.

—¿Eran blancos, negros…?

—Blancos, creo. No estaba tan cerca. No pude verles las caras. Eran sólo, bueno, ya sabe, un par de tíos. Con vaqueros y cazadoras. Uno era más grande que el otro.

—¿Color de pelo?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo estuvieron dentro?

—Una hora, creo.

—¿Viste su coche?

—No.

—¿Se llevaron algo?

—Sí. Un equipo de música, varios CD, una tele… Y unos juegos, creo. ¿Puedo levantarme ya?

Sachs le ayudó a ponerse de pie y le llevó hacia la casa. Comprobó que, en efecto, la puerta trasera estaba forzada. Muy hábilmente, por cierto.

Miró a su alrededor. En el cuarto de estar seguía habiendo un televisor de pantalla grande. En el aparador había porcelana fina en abundancia. La plata también estaba allí. Y era de ley. Aquel robo no tenía sentido. ¿Se habrían llevado los ladrones algunos objetos para encubrir otra cosa?

Inspeccionó la planta baja. La casa estaba impecable, con la única excepción de la chimenea. Vio que era un modelo de gas y que dentro había un montón de ceniza. Pero, siendo de gas, no hacía falta papel, ni astillas para encenderla. ¿Habían encendido el fuego los ladrones?

Sin tocar nada, alumbró su interior con la linterna.

—¿Te fijaste en si esos hombres encendieron la chimenea cuando estuvieron aquí?

—No lo sé. Puede ser.

Había manchas de barro delante de la chimenea. Sachs llevaba equipo forense básico en el maletero del coche. Podía buscar huellas alrededor de la chimenea y de la mesa y recoger la ceniza y el barro o cualquier otra prueba material que pudiera serle útil.

Fue entonces cuando vibró su teléfono móvil. Miró la pantalla. Un mensaje urgente de Lincoln Rhyme. Debía volver a Nueva York lo antes posible. Mandó acuse de recibo.

¿Qué habrían quemado?, se preguntó mientras miraba fijamente la chimenea.

—Bueno —dijo Greg—, ¿puedo irme ya?

Sachs le lanzó una mirada.

—No sé si eres consciente de ello, pero después de cualquier muerte sospechosa, la policía hace un inventario completo de todo lo que hay en la casa el día del fallecimiento del propietario.

—¿Sí? —El chico bajó la mirada.

—Dentro de una hora llamaré a la policía del condado de Westchester para pedirles que cotejen lo que hay en la casa con su inventario. Si falta algo, me avisarán y yo les daré tu nombre y luego llamaré a tus padres.

—Pero…

—Esos hombres no se llevaron nada, ¿verdad? Cuando se marcharon, entraste por la puerta de atrás y te llevaste… ¿Qué te llevaste?

—Sólo cogí prestadas un par de cosas, nada más. De la habitación de Todd.

—¿El hijo del señor Creeley?

—Sí. Además, uno de los Nintendo era mío. Todd no me lo había devuelto.

—¿Y esos hombres? ¿Se llevaron algo?

Un titubeo.

—No parecía.

Sachs le quitó las esposas.

—Tendrás que devolverlo todo —dijo—. Ponlo en el garaje. Dejaré la puerta abierta.

—Sí, claro, se lo prometo —contestó el chico casi sin aliento—. Por supuesto. Sólo que… —Empezó a llorar—. La verdad es que me comí un poco de tarta. Estaba en la nevera. No puedo… Les compraré otra.

—No se hace inventario de la comida —contestó Sachs.

—¿No?

—Pero devuelve todo lo demás.

—Le doy mi palabra. En serio. —Se limpió la cara con la manga.

—Una cosa más —dijo Sachs cuando el chico se disponía a marcharse—. Cuando te enteraste de que el señor Creeley se había suicidado, ¿te sorprendió?

—Pues sí.

—¿Por qué?

Soltó una risa.

—Tenía un siete cuarenta. Y de los grandes, además. ¿Quién se suicida, teniendo un BMW?