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15:54 horas

Dennis Baker tomó asiento en una de las sillas del despacho del almacén mientras se sacudía los pantalones manchados por la caída.

El traje era italiano, muy caro. Mierda.

—Hemos detenido a Vincent Reynolds y registrado la iglesia —informó a Duncan.

El asesino ya lo sabía, claro: era él quien había alertado a la policía de que el cómplice del Relojero se estaba paseando por las calles del West Village empujando un carrito de la compra. (A Baker le había sorprendido e impresionado que Kathryn Dance descubriera a Vincent antes incluso de que Duncan delatara a su presunto ayudante).

El Relojero sabía, además, que el violador confesaría dónde se escondía a poco que le presionaran.

—Tardó más de lo que esperaba —comentó Baker—, pero finalmente cantó.

—Claro que sí —respondió Duncan—. Es un gusano.

Tenía planeada desde el principio la detención de aquel degenerado. Era necesaria para que la policía se convenciera, a través de la información que les proporcionaría Reynolds, de que el Relojero era un psicópata vengativo y no un asesino a sueldo, como era en realidad. Vincent era la clave para encaminar a la policía en la dirección adecuada y culminar de ese modo su plan.

Un plan tan elegante y elaborado como el más refinado de los relojes y cuyo propósito era poner fin a la investigación de Amelia Sachs, que amenazaba con sacar a la luz la red de extorsión que Baker dirigía desde la comisaría 118.

Dennis Baker procedía de una familia de agentes de la ley. Su padre, policía de tráfico, se jubiló antes de tiempo, después de caerse por la escalera de una estación de metro. Su hermano mayor trabajaba en el Departamento de Correccionales y un tío suyo era policía en una pequeña localidad del condado de Suffolk, de donde era oriunda la familia. La profesión policial no había interesado en principio a Baker. Aquel joven guapo y fornido quería hacer dinero. Pero tras perder hasta el último centavo en un negocio de reciclaje que salió mal, decidió alistarse en el cuerpo. Cambió Long Island por Nueva York e intentó reinventarse a sí mismo como policía.

Pero incorporarse tan tarde al oficio (y con el estilo chulesco de policía de teleserie que había hecho suyo) le perjudicó y puso en su contra a mandos y compañeros de filas. Ni siquiera su historial familiar le sirvió de ayuda: a fin de cuentas, sus parientes ocupaban un puesto ínfimo en el escalafón policial. Baker podía, pues, ganarse la vida como policía, pero no parecía destinado a ocupar un despacho esquinero en la Casa Grande.

De modo que decidió dedicarse a ganar pasta, pero no haciendo negocios, sino sirviéndose de su insignia policial.

Cuando empezó a extorsionar a empresarios, se preguntaba si sentiría algún remordimiento.

Pero no. Ni por asomo.

El único problema era que, para mantener un tren de vida que satisficiera su gusto por el vino, la comida y las mujeres atractivas, no le bastaba con mil dólares a la semana arrancados a tenderos coreanos y a barrigudos propietarios de pizzerías de Queens. Así pues, él, un ex-compañero y algunos agentes de la 118 idearon y pusieron en marcha una lucrativa red de extorsión. Los cómplices de Baker robaban pequeñas cantidades de droga de los depósitos de la policía o conseguían algo de coca o de caballo en la calle. Sus víctimas eran los hijos de ricos empresarios que frecuentaban las discotecas de Manhattan, a los que colocaban la droga y luego detenían. Él se encargaba de hablar con los padres e informarles de que, a cambio de un pago de seis cifras, harían desaparecer la denuncia. Si no pagaban, los chicos irían a prisión. A veces colocaban la droga a los propios empresarios.

Pero, en lugar de aceptar el dinero sin más, obligaban a las víctimas del chantaje a simular que lo habían perdido en algún negocio ficticio, como en el caso de Frank Sarkowski, o en falsas partidas de póquer en Las Vegas o Atlantic City, como en el caso de Ben Creeley. Así, las víctimas podían explicar razonablemente por qué de pronto habían perdido doscientos o trescientos mil dólares.

Luego, sin embargo, Dennis Baker cometió un error. Se volvió perezoso. No era fácil encontrar presas idóneas para el chantaje, y decidió pedir un segundo plazo a quienes ya habían caído presa de sus manejos.

Algunos pagaron por segunda vez. Pero dos de los empresarios, Sarkowski y Creeley, eran huesos duros de roer y, aunque al principio cedieron al chantaje para quitarse de encima a Baker, se negaron en redondo a pagar por segunda vez. Uno amenazó con acudir a la policía y el otro a la prensa. A principios de noviembre, Baker y otro agente de la 118 secuestraron a Sarkowski y le llevaron a una zona industrial de Queens, cerca de la cual un cliente suyo tenía una fábrica. Le mataron a tiros y simularon que había sido un atraco a mano armada. Varias semanas después, Baker y el mismo policía entraron en casa de Creeley, le pusieron una soga alrededor del cuello y le lanzaron por el balcón.

Destruyeron o robaron los archivos personales, los libros de cuentas y las agendas de ambos empresarios. Cualquier cosa que pudiera ofrecer pistas sobre Baker y su red de extorsión. En cuanto a los informes policiales, en el caso de Creeley no había prácticamente nada que pudiera resultar incriminatorio; el expediente de Sarkoswki, en cambio, mencionaba diversas pruebas de las que un investigador avezado podía sacar conclusiones comprometedoras. De ahí que uno de los implicados se las hubiera arreglado para hacerlo desaparecer.

Convencido Baker de que las muertes de Creeley y Sarkowski pasarían desapercibidas, la banda de extorsionadores retomó sus actividades hasta que hizo acto de aparición una joven agente de policía. La detective Amelia Sachs no creía que Creeley se hubiera suicidado y empezó a hacer indagaciones sobre su fallecimiento.

Y ya no hubo forma de pararla. No quedaba otro remedio: tenían que quitarla de en medio. Muerta o incapacitada Sachs, Baker dudaba mucho de que otro detective siguiera los casos con idéntico celo. El problema, claro, era que, si la detective moría, Lincoln Rhyme deduciría inmediatamente que su muerte estaba relacionada con la investigación en torno al Saint James, y nada podría impedir que Sellitto y él persiguieran a los asesinos.

Así pues, Baker necesitaba que la muerte de Sachs no tuviera ninguna relación aparente con los delitos de la comisaría 118.

Tanteó a algunos mafiosos que conocía y pronto oyó hablar de Gerald Duncan, un asesino a sueldo especializado en manipular las escenas de sus crímenes y en dejar pruebas falsas para despistar a la policía y librar así de sospecha a la persona que lo hubiera contratado.

—Tener un motivo para matar es el único modo seguro de que te atrapen —le había explicado—. Si se elimina el móvil, se elimina la sospecha.

Se pusieron de acuerdo en el precio (y Duncan no era barato), y el asesino comenzó a planificar el asunto. Buscó a un pobre diablo del que pudiera servirse para pasar información sobre el Relojero a la policía y así encontró a Vincent Reynolds, un perfecto iluso que se tragó sin problemas el cuento que le explicó acerca de la muerte de su esposa y de su venganza psicópata contra ciudadanos que hubieran podido socorrerla.

El día anterior a su encuentro con Vincent, Duncan comenzó a llevar su plan a la práctica. El Relojero mató a las dos primeras víctimas, elegidas al azar: un tipo al que secuestró en la calle West, en el Village, y al que asesinó en el muelle, y otro al que mató en el callejón unas horas después. Baker, por su parte, se aseguró de que asignaran el caso a Sachs. Hubo después dos intentos de asesinato más. El hecho de que las muertes no se consumaran resultaba irrelevante. El Relojero seguía siendo un asesino de temer al que había que detener lo antes posible.

A continuación, Duncan volvió a mover ficha: envió a Vincent a atacar a Kathryn Dance para que la policía creyera que el Relojero estaba dispuesto a matar a miembros del cuerpo, y lo dispuso todo para que fuera detenido y le delatara.

Ahora había llegado el momento del golpe maestro: el Relojero mataría a otra policía, Amelia Sachs, cuya muerte se consideraría obra de un asesino vengativo, sin relación alguna con la investigación en torno a la comisaría 118.

—¿Descubrió que la estabas espiando? —preguntó Duncan.

Baker hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Tenías razón. Es muy lista, esa zorra. Pero hice lo que me sugeriste.

El asesino había deducido que Sachs sospecharía de todo el mundo, excepto de aquellos a quienes conocía personalmente. Había explicado a Baker que, cuando alguien sospechaba de ti, tienes que justificar tu conducta alegando algún motivo inofensivo. Confesabas el pecado menor, agachabas la cabeza, contrito, y se daban por satisfechos. Quedabas inmediatamente fuera de la lista de sospechosos.

Siguiendo sus instrucciones, Baker preguntó por Sachs a algunos compañeros del cuerpo. Oyó rumores de que había estado liada con un policía corrupto, falsificó un correo electrónico que atribuyó a un mandamás de la Casa Grande y lo utilizó como excusa para estar espiando a la detective. Ésta se enfadó, pero no sospechó que Baker estuviera planeando algo mucho peor.

—El plan es éste —le explicó ahora Duncan, mostrándole el plano de un edificio de oficinas del distrito centro—. Aquí es donde trabaja la última víctima. Se llama Sarah Stanton. Su despacho está en la primera planta. Escogí este sitio por su disposición. Quedará perfecto. No he podido dejar un reloj porque la policía ha hecho público que el asesino los utiliza como tarjeta de visita, pero he dejado abierta la ventana de la fecha y la hora de su ordenador.

—Estupendo.

Duncan sonrió.

—Eso me parecía.

El asesino hablaba con voz suave y puntillosa dicción, pero su tono parecía cargado del modesto placer que experimentaba un artesano al enseñar una pieza de ebanistería acabada o un instrumento musical. O un reloj, se dijo Baker.

Duncan le explicó que, vestido de obrero, había esperado a que saliera Sarah para colocar en su despacho un extintor lleno de alcohol inflamable. Unos minutos después, Baker llamaría a Rhyme o a Sellitto para decirles que había encontrado nuevas pistas y creía saber dónde podía estar colocado el artefacto incendiario. La Unidad de Emergencias de la policía y la brigada de artificieros acudirían con urgencia a la oficina, y Amelia Sachs les acompañaría.

—He manipulado el dispositivo de tal modo que, si la chica mueve el extintor de cierta forma, se rociará con alcohol y se producirá un incendio. El alcohol arde muy deprisa. La matará o la dejará malherida, pero no prenderá fuego a toda la oficina.

Cabía incluso la posibilidad, añadió, de que la policía llegara a tiempo de desarmar el artefacto y salvar a Sarah Stanton. Pero no importaba. Lo importante era que Amelia Sachs entrara en el despacho para inspeccionar el lugar de los hechos.

El puesto de trabajo de Sarah estaba al final de un estrecho pasillo. Sachs haría sola la inspección, como tenía por costumbre. Cuando no estuviera mirando, Baker, que esperaría allí cerca, dispararía contra ella. Contra ella y contra cualquiera que estuviera presente. Para ello utilizaría el arma de Duncan, una automática del calibre treinta y dos, cargada con balas de la misma caja que había dejado a propósito en el todoterreno para que la policía las encontrara. Después de disparar a Sachs, el teniente rompería una ventana cercana, situada a cuatro metros y medio por encima de un callejón, y arrojaría fuera la pistola para que pareciera que el Relojero había saltado por la ventana y perdido el arma al escapar. La pistola homicida, poco frecuente, y su vínculo con la munición hallada en el Explorer no dejarían lugar a dudas respecto a la autoría del crimen.

Sachs moriría y la investigación sobre las actividades ilegales de la comisaría 118 se pararía en seco.

—Dejaremos que sean otros los que encuentren su cadáver —dijo Duncan—, aunque quedaría bonito que los apartaras e intentaras reanimarla.

—Piensas en todo, ¿eh? —comentó Baker.

—Lo prodigioso de los relojes —repuso el asesino, mirando la cara de la luna en el reloj— es que todos ellos tienen las piezas justas para cumplir la función que se ha propuesto su fabricante, ni una más, ni una menos. No falta nada, pero tampoco sobra nada. —Y añadió con voz suave—: Es la perfección por antonomasia, ¿no crees?

*****

Mientras caminaba afanosamente por las frías calles de la parte baja de Manhattan, Amelia Sachs se decía que a veces los peores escollos de un caso no procedían de los criminales, sino de los transeúntes, los testigos y las víctimas.

Pulaski y ella estaban siguiendo una de las pistas halladas en la iglesia, los recibos de un aparcamiento situado no muy lejos del muelle donde había muerto la primera víctima. El encargado del aparcamiento, sin embargo, no se había mostrado muy dispuesto a cooperar.

No, señora, no me suena. No me acuerdo de nadie que se le parezca. Puede que Ahmed sí le haya visto. Pero hoy no está. No, no sé su número de teléfono…

Y así sucesivamente.

Exasperada, señaló con la cabeza un restaurante próximo al aparcamiento.

—Puede que se pasara por ahí. Vamos a echar un vistazo.

En ese preciso momento se oyó el chisporroteo de su radio y reconoció la voz de Sellitto.

—Amelia, ¿me recibes?

Cogió a Pulaski del brazo y subió el volumen para que lo oyeran ambos.

—Adelante, cambio.

—¿Dónde estáis?

—En el centro. En el aparcamiento no hemos conseguido nada. Íbamos a preguntar en un par de restaurantes.

—Olvídalo. Dirigíos a la esquina de la Treinta y dos y la Séptima Avenida. Y daos prisa. Dennis Baker ha encontrado una pista. Parece que la siguiente víctima está en un edificio de oficinas, en esa dirección.

—¿Quién es?

—Todavía no lo sabemos. Seguramente habrá que registrar todo el edificio. Los bomberos y la brigada de artificieros van de camino. Ese tipo piensa quemarla viva. Caray, espero que lleguemos a tiempo. En todo caso, id para allá.

—Dentro de un cuarto de hora estaremos allí.

*****

El Departamento de Bomberos había mandado dos docenas de efectivos al piso veintisiete del edificio del distrito centro. Y Bo Haumann estaba organizando cinco equipos de acceso de la Unidad de Emergencias (equipos ampliados, de seis agentes cada uno, en lugar de los cuatro habituales) para efectuar el registro planta por planta.

Por culpa del tráfico navideño, Sachs había tardado media hora en llegar. No era mucho retraso, pero esos quince minutos de más le habían impedido sumarse a uno de los equipos de acceso. A pesar de dedicarse oficialmente a la recogida de pruebas, la detective sentía debilidad por los equipos tácticos, los que primero entraban por la puerta de la escena del crimen.

Si encontraban allí al Relojero, aquélla sería su última oportunidad de atrapar a un asesino antes de dejar la policía. Imaginaba que encontraría algún aliciente en su nuevo empleo como experta en seguridad privada, pero imaginaba que también en ese ámbito era la policía local la que se ocupaba de las cuestiones tácticas y la que, por tanto, más se divertía.

Pulaski y ella salieron corriendo del coche y se acercaron al puesto de mando situado en la puerta trasera del edificio de oficinas.

—¿Algún rastro de él? —le preguntó a Haumann.

El policía sacudió su canosa cabeza.

—Todavía no. Hemos encontrado una secuencia de una cámara de vídeo del vestíbulo en la que se ve a alguien que se parece al del retrato robot llevando una bolsa. Pero no sabemos si se ha ido o no. Hay dos salidas traseras y dos laterales que no tienen alarma ni cámaras de seguridad.

—¿Vais a evacuar? —preguntó alguien.

Al volverse, Sachs vio al teniente Dennis Baker.

—Acabamos de empezar —explicó Haumann.

—¿Cómo le encontraste? —preguntó ella.

—Por ese almacén pintado de verde —respondió Baker—. Lo estaba usando como base de operaciones para preparar sus crímenes. Encontré algunas anotaciones y un plano de este edificio.

La detective seguía enfadada por que Baker la hubiera espiado, pero cuando un policía cumplía con su deber merecía reconocimiento, de modo que inclinó la cabeza y dijo:

—Buen trabajo.

—No ha sido un golpe de inspiración —contestó él con una sonrisa—. Estaba tanteando el terreno y ha habido suerte.

El teniente levantó los ojos hacia el edificio mientras se ponía los guantes.