28
14:48 horas

Como asaltar un castillo medieval.

Sachs, Baker y Pulaski se reunieron con Bo Haumann al otro lado de la esquina de la iglesia, en una parte anodina del barrio de Chelsea. Los efectivos de la Unidad de Emergencias se habían desplegado sigilosamente a un lado y otro de las calles que rodeaban el templo, sin llamar la atención.

La iglesia tenía las puertas justas para cumplir la normativa antiincendios y rejas de hierro en casi todas las ventanas. Ello dificultaría la huida de Gerald Duncan, pero también reducía las posibilidades de acceso de las fuerzas de intervención rápida. Lo cual, a su vez, aumentaba la probabilidad de que el asesino hubiera colocado bombas trampa en los accesos o les estuviera esperando con un arma cargada. Por otro lado, las paredes de piedra de medio metro de grosor acrecentaban el riesgo de la operación porque impedían al equipo de Búsqueda y Vigilancia usar sus dispositivos de rastreo térmico y sonoro. Sencillamente, ignoraban si Duncan se hallaba dentro del edificio.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Amelia Sachs, que se hallaba junto a Bo Haumann en el callejón de detrás de la iglesia.

Dennis Baker estaba a su lado, con la mano cerca de la pistola. Miraba constantemente la acera y las calles adyacentes, de lo cual dedujo Sachs que hacía tiempo que no participaba en una operación táctica, en caso de que hubiera participado en alguna. Seguía enfadada por que la hubiera espiado y le importaba muy poco que lo estuviera pasando mal.

Ron Pulaski también estaba cerca, con la mano apoyada en la empuñadura de su Glock. El joven agente se mecía nervioso sobre sus pies mientras observaba el imponente edificio cubierto de carbonilla.

Haumann les explicó que los equipos efectuarían una sencilla entrada dinámica por todas las puertas a la vez, después de volarlas con cargas explosivas. No quedaba otro remedio: las puertas eran demasiado gruesas para utilizar un ariete. Pero el uso de explosivos delataría su presencia y daría a Duncan la posibilidad de preparar su defensa dentro del edificio. ¿Qué haría el asesino cuando oyera las explosiones y los pasos de los agentes al irrumpir en la iglesia?

¿Rendirse?

Muchos criminales lo hacían.

Pero algunos no. O se dejaban dominar por el pánico o se aferraban a la absurda idea de que podían abrirse paso entre una docena de policías armados hasta los dientes. Sachs sabía, porque se lo había contado Rhyme, que era la sed de venganza la que impulsaba los crímenes del Relojero, y no creía que alguien obsesionado hasta ese punto fuera a rendirse fácilmente.

La detective ocupó su puesto junto al equipo que iba a entrar por una puerta lateral mientras Baker y Pulaski permanecían en el puesto de mando, con Bo Haumann.

A través de sus auriculares oyó decir al comandante de la Unidad de Emergencias:

—Las cargas de las puertas están colocadas. Equipos, informen de su situación, cambio.

Los equipos A, B y C informaron de que estaban listos.

Haumann ordenó con voz rasposa:

—Comienzo la cuenta atrás. Cinco, cuatro, tres, dos, uno.

Las puertas reventaron simultáneamente con un fuerte estampido. En los alrededores de la iglesia temblaron las ventanas y se dispararon las alarmas de los coches. Los efectivos de la policía penetraron en el edificio.

Su temor a que el asesino se hubiera encastillado dentro o colocado bombas trampa resultó infundado. Pero al registrar la iglesia se hizo evidente que el Relojero no estaba allí: o tenía toda la suerte del mundo, o había vuelto a anticiparse a sus movimientos.

—Mira esto, Ron.

Amelia Sachs se había detenido en la puerta de un pequeño cuarto trastero, en la planta superior de la iglesia.

—Menudo chiflado —comentó el joven agente.

En efecto, menudo chiflado.

Estaban mirando unos cuantos relojes apilados junto a la pared de piedra. Todos ellos mostraban la cara de la luna, que parecía mirarlos con expresión misteriosa, ni del todo sonriente ni del todo malévola, como si supiera exactamente cuánto tiempo les quedaba de vida y se complaciera en contarlo hasta el último segundo.

El tictac de los relojes crispaba los nervios de Sachs.

Contó cinco, lo que significaba que Duncan se había llevado uno.

Iba a quemar a su próxima víctima…

Pulaski se había subido la cremallera del mono de polietileno y estaba sujetándose la Glock por fuera. Sachs le dijo que ella se encargaría de inspeccionar la planta de arriba, donde según Vincent Reynolds se habían alojado los sospechosos, y que él se encargara de la de abajo.

Pulaski asintió, pero miró con nerviosismo los pasillos repletos de sombras. El año anterior, tras sufrir una fractura grave en el cráneo, un supervisor había querido apartarle del servicio activo y sentarle detrás de una mesa. Él había luchado por recuperarse y no había permitido que los mandos le alejaran de la calle. Sachs sabía, sin embargo, que a veces tenía miedo. Notaba en sus ojos que dudaba constantemente de si debía o no acometer la tarea que le aguardaba. Aunque la respuesta a esa pregunta era siempre afirmativa, ella sabía que había policías que no querían trabajar con él por ese motivo. Ella, en cambio, prefería trabajar con alguien que se enfrentaba a sus fantasmas cada vez que salía a la calle. Eso sí era tener agallas.

Jamás dudaría en tenerle por compañero.

Luego se dio cuenta de lo que había pensado y puntualizó: Si fuera a seguir en el cuerpo.

Vio a Pulaski secarse las palmas de las manos, que tenía sudorosas a pesar del frío, y ponerse los guantes de látex.

Mientras se repartían el equipo de recogida de pruebas, ella dijo:

—Oye, me han dicho que te asaltaron en el aparcamiento, cuando estabas inspeccionando el Explorer.

—Sí.

—Odio que pase eso.

Él sonrió, dando a entender que sabía que aquél era su modo de decirle que no pasaba nada por estar nervioso, y se encaminó hacia la puerta.

—Oye, Ron.

El agente se detuvo.

—Rhyme me ha dicho que hiciste un trabajo estupendo.

—¿Sí?

No con esas mismas palabras, pero así era Rhyme.

—Claro que sí —contestó—. Ahora, ve a inspeccionar la planta baja, anda. Quiero que trinquemos a ese cabrón.

Pulaski sonrió.

—Cuenta con ello.

—No es un regalo de Navidad. Sólo es un trabajo —añadió Sachs.

Y haciendo un gesto con la cabeza, le indicó que bajara.

Sachs no encontró nada dentro de la iglesia que permitiera deducir quién era la nueva víctima del Relojero, pero al menos pudo reunir gran cantidad de pruebas.

En la habitación de Vincent Reynolds recogió muestras de una docena de refrescos y de distintos tipos de comida basura, así como indicios de sus apetitos más perversos: preservativos, cinta aislante y trapos que, cabía deducir, el violador utilizaba para amordazar a sus víctimas. La habitación era una pocilga. Olía a ropa sucia.

En la de Duncan encontró prendas de vestir, revistas especializadas sin etiqueta de suscriptor y útiles de relojería y de otros oficios; entre ellos, los alicates que seguramente había empleado para cortar la alambrada del muelle. A diferencia de la de Vincent, la habitación estaba perfectamente limpia y ordenada. La cama estaba tan bien estirada que habría pasado el examen de un instructor del ejército. La ropa estaba perfectamente colgada en el armario (Sachs se percató de que el asesino había quitado todas las etiquetas de las prendas) y el espacio que mediaba entre percha y percha era exactamente el mismo. Las cosas que había sobre la mesa estaban alineadas en ángulo perfecto las unas respecto de las otras. Duncan había tenido buen cuidado de no dejar allí prácticamente nada que pudiera ofrecer indicios sobre su persona. Escondidos debajo de una papelera había dos programas de museos, uno de Boston y otro de Tampa, ciudades que, pese a que el Relojero las hubiera visitado, no pertenecían al Medio Oeste, donde Reynolds afirmaba que vivía el asesino. Había, además, un rodillo para quitar pelos de la ropa.

Es como si llevara un mono de polietileno…

Sachs encontró también algunas pistas que podían tener relación con los primeros crímenes: un rollo de cinta aislante que parecía coincidir con la utilizada en el callejón y que presumiblemente habría servido también para amordazar a la víctima del muelle; y una escoba vieja con restos de polvo, arena fina y granos de sal, que podía ser la que usó el Relojero para barrer alrededor del cadáver de Theodore Adams.

Había también diversos indicios que quizá tuvieran alguna relación con las siguientes víctimas, o que, con suerte, les permitirían deducir dónde se ocultaba el asesino. En una pequeña tartera de plástico había unas monedas, tres bolígrafos Bic, recibos de un aparcamiento del centro y de una droguería del Upper West Side y un librillo de cerillas (en el que faltaban tres fósforos) de un restaurante del Upper East Side. En ninguna de aquellas cosas había huellas dactilares. Sachs encontró asimismo un par de zapatos con las suelas salpicadas de pintura de color verde chillón y una garrafa vacía que había contenido alcohol metílico.

No había huellas, pero sí bastantes fibras de algodón del mismo color que las del Explorer. Sachs encontró después una bolsa de plástico con una docena de pares de guantes, sin etiqueta ni recibos del establecimiento donde habían sido adquiridos. Tampoco en la bolsa había huellas.

Ron Pulaski no descubrió gran cosa en la planta baja, pero hizo un curioso descubrimiento: una capa de espuma blanca en un lavabo. Habría que esperar a su análisis, pero el agente creía saber de dónde procedía la espuma: cerca de la puerta trasera encontró también una bolsa de basura que contenía la caja vacía de un extintor. El novato había inspeccionado minuciosamente la caja, pero ésta carecía de etiquetas que indicaran dónde había sido adquirida.

No estaba claro por qué había descargado Duncan el extintor. En el cuarto de baño no había indicios de que algo se hubiera quemado.

Sachs hizo que le pasaran con Vincent Reynolds en comisaría y éste le dijo que, en efecto, el Relojero había comprado hacía poco un extintor, pero que ignoraba por qué lo había descargado.

Después de rellenar las tarjetas de cadena de custodia, Sachs y Pulaski se reunieron con Baker, Haumann y los demás, que habían esperado en la puerta principal de la iglesia a que acabara el registro. La detective informó por radio a Rhyme y a Sellitto de lo que habían encontrado.

Mientras les describía las pruebas, oía cómo el criminalista iba dando instrucciones a Thom para que las incluyera en sus diagramas.

—¿Boston y Tampa? —preguntó, refiriéndose a los programas de museos hallados en la iglesia—. Puede que Vincent Reynolds se equivoque. Espera. —Hizo que Cooper comprobara en el Registro Civil y en Tráfico si había algún Gerald Duncan en esas ciudades, pero, aunque había, en efecto, varios residentes con ese nombre, sus edades no coincidían con la del asesino.

Rhyme se quedó callado un momento. Luego dijo:

—El extintor… Me apuesto algo a que lo ha utilizado para fabricar un artefacto incendiario. El alcohol le habrá servido como precursor. Había rastros en el reloj del apartamento de Lucy Richter. Así es como va a quemar a su próxima víctima. ¿Y qué es lo que caracteriza a los extintores?

—Me rindo —contestó Sachs.

—Que son invisibles. Puedes tener uno justo al lado y no darle ninguna importancia.

—Creo que deberíamos coger las pruebas que hemos encontrado —dijo Baker— y repartírnoslas, por si alguna de ellas nos conduce hasta la siguiente víctima. Tenemos los recibos, las cerillas, los zapatos…

—Hagáis lo que hagáis, daos prisa —dijo Rhyme con un chisporroteo eléctrico a través de la radio—. Según Vincent, si no está en la iglesia, va camino de matar a su próxima víctima. Puede que ya se haya puesto manos a la obra.

EL RELOJERO

ESCENARIO DEL PRIMER CRIMEN

ESCENARIO DEL SEGUNDO CRIMEN

ENTREVISTA CON HALLERSTEIN

ESCENARIO DEL TERCER CRIMEN (INTENTO FRUSTRADO)

VEHÍCULO DEL RELOJERO (EXPLORER)

ESCENARIO DEL CUARTO CRIMEN (INTENTO FRUSTRADO)

ENTREVISTA CON VINCENT REYNOLDS Y REGISTRO DE LA IGLESIA

*****

Sarah Stanton caminaba a paso vivo por la acera helada, de regreso al edificio de oficinas donde trabajaba, en el distrito centro de Manhattan. Llevaba en las manos el café con leche y la galleta de chocolate que había comprado en Starbucks: un placer culpable, y una recompensa por el largo día de trabajo que la aguardaba.

Y no porque necesitara un sabroso incentivo para volver a su puesto de trabajo. Le encantaba lo que hacía. Se encargaba de elaborar presupuestos en una importante compañía de revestimiento para el suelo y diseño de interiores. Madre de un niño de ocho años, había vuelto al trabajo antes de lo previsto por culpa de un divorcio difícil. Había empezado como recepcionista y ascendido rápidamente hasta convertirse en la jefa de presupuestos.

El trabajo era complejo, había que hacer muchos números, pero la empresa marchaba bien y la gente era agradable (en su mayoría, al menos). Susan tenía, además, flexibilidad de horarios porque salía a menudo de la oficina para reunirse con los clientes. Esto era importante porque tenía que vestir y preparar a su hijo para ir al colegio y luego acompañarle hasta la calle Noventa y cinco, tras lo cual se iba a la oficina, situada en el distrito centro de Manhattan. Su horario estaba, por tanto, sujeto a las veleidades de la Autoridad de Transporte Metropolitano.

Ese día iba a trabajar más de diez horas, pero el siguiente se lo tomaría libre para ir a hacer las compras navideñas con su hijo.

Pasó su tarjeta de entrada por el lector de la puerta trasera del edificio, entró y, como hacía todas las tardes al volver al trabajo, subió hasta su oficina por las escaleras, en lugar de tomar el ascensor. La empresa tenía alquilada toda la segunda planta, pero su puesto de trabajo estaba en una oficina más pequeña, que ocupaba una parte no muy grande del primer piso. Era una oficina muy tranquila (sólo tenía cuatro empleados), pero Sarah lo prefería así. Los jefes rara vez bajaban allí y ella podía hacer su trabajo sin interrupciones.

Al llegar al descansillo, se detuvo. Mientras alargaba la mano hacia la puerta pensó: ¿Por qué todas estas puertas se abren sin ningún problema desde el lado de la escalera? Sería muy fácil que alguien

Se sobresaltó al oír un ligero golpeteo metálico. Se giró, pero no vio a nadie.

Y… ¿Se oía también una respiración?

¿Habría alguien herido?

¿Debía ir a ver? ¿O llamar a seguridad?

—¿Hay alguien? ¿Hola?

Sólo silencio.

Seguramente no era nada, pensó, y entró en el pasillo que llevaba a la puerta trasera de su oficina. La abrió con su llave y recorrió el largo pasillo de la empresa.

Se quitó el abrigo, dejó el café y la galleta sobre la mesa y, una vez sentada, echó un vistazo al ordenador.

Qué raro, pensó. En la pantalla había una ventana abierta que decía: «Propiedades de fecha y hora».

Era la herramienta de Windows XP que se usaba para cambiar la fecha y la hora y la zona horaria del ordenador. Mostraba un calendario con la fecha del día y, a la derecha, un reloj analógico con manecillas y, bajo él, un reloj digital. Ambos marcaban los segundos.

Aquella ventana no estaba allí cuando había salido a buscar el café.

¿Se habría abierto sola?, se preguntaba Sarah. ¿Por qué? Tal vez alguien había usado su ordenador mientras estaba fuera, aunque ignoraba por qué, o quién podía ser.

Pero tampoco importaba. Cerró la ventana y se echó hacia delante.

Entonces miró hacia abajo. ¿Qué era eso?

Había un extintor debajo de su mesa. Tampoco estaba allí antes. La empresa siempre estaba haciendo cosas raras como aquélla. Poniendo luces nuevas, inventando planes de evacuación o cambiando de sitio el mobiliario sin motivo aparente.

Ahora les tocaba el turno a los extintores.

Seguramente eso también había que agradecérselo a los terroristas.

Sarah echó un rápido vistazo a la foto de su hijo, cuya sonrisa la reconfortaba, y, dejando el bolso bajo la mesa, se dispuso a desenvolver su galleta.

*****

El teniente Dennis Baker caminaba despacio por la calle desierta. Se hallaba al sur de Hell’s Kitchen, en una gran zona industrial de la parte oeste de la ciudad.

Tal y como había sugerido, los agentes encargados del caso se habían repartido las pistas halladas en la iglesia y se habían marchado en busca del Relojero. Mientras el resto del equipo rastreaba otras pistas, Baker se había dirigido allí, alegando ante Sachs y Haumann que se acordaba de un almacén que estaban pintando del mismo tono de verde chillón que las salpicaduras de pintura halladas en los zapatos del Relojero que la detective había recogido en la iglesia.

El enorme edificio abandonado se extendía a lo largo de la calle, oscuro y tétrico a pesar de la intensa luz del sol. Los dos metros inferiores de la mugrienta pared de ladrillo estaban cubiertos de pintadas, y la mitad de las ventanas estaban rotas. Incluso tiroteadas, al parecer. En lo alto del edificio, en un rótulo descolorido y con tipografía anticuada, se leía: «ALMACENAMIENTO Y MUDANZAS PRESTON».

La puerta principal, pintada de aquel tono de verde, estaba cerrada con llave y candado, pero Baker encontró una entrada lateral, medio oculta por un contenedor de basura. Estaba abierta. Antes de empujar la puerta y entrar, miró a uno y otro lado de la calle. Luego echó a andar por la nave en penumbra, iluminada únicamente por los rayos oblicuos del sol. Olía a cartón putrefacto, a moho y a gasoil de calefacción. Sacó su arma. Le parecía extraño tenerla en la mano. No había disparado un solo tiro en acto de servicio.

Caminando con sigilo por el pasillo, se acercó al almacén principal, un enorme espacio diáfano con el suelo salpicado de charcos de agua grasienta y desperdicios. Notó con repugnancia que había también bastantes condones. Aquél era posiblemente el sitio menos romántico que pudiera imaginarse para un encuentro amoroso.

Un destello de luz en una de las oficinas que bordeaban la pared llamó su atención. Sus ojos habían empezado a acostumbrarse a la oscuridad y, al acercarse, vio un flexo encendido dentro de un cuartito. Y también vio otra cosa.

Uno de aquellos relojes negros con la cara de la luna. La tarjeta de visita del Relojero.

Siguió avanzando.

Pero, al pisar un gran charco de grasa que no vio en la oscuridad, cayó al suelo de lado y sofocó un gemido. Soltó la pistola, que se deslizó por el sucio pavimento de cemento, e hizo una mueca de dolor.

De pronto, un hombre corrió hacia él desde uno de los pasillos laterales.

Al levantar la vista, Baker vio los ojos de Gerald Duncan, el Relojero.

El asesino se inclinó hacia él.

Y le ofreció la mano para ayudarle a levantarse.

—¿Estás bien?

—No es nada, sólo que me he quedado sin respiración. Qué descuido. Gracias, Gerry.

Duncan se apartó, recogió la pistola y la devolvió a su dueño.

—No te hacía falta —dijo con una sonrisa.

Baker enfundó el arma en la cartuchera.

—No sabía quién más podía haber aquí, aparte de ti. Este sitio pone los pelos de punta.

El Relojero señaló hacia el despacho.

—Pasa. Voy a contarte con detalle lo que vamos a hacer.

Se refería a cómo iban a cometer un asesinato.

Un asesinato cuya víctima sería la detective neoyorquina Amelia Sachs.