—¿Dónde está ahora? —preguntó Dennis Baker en tono áspero.
—Había otra persona a la que iba a… —Vincent se interrumpió.
—¿A matar?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
—¿Dónde?
—No lo sé exactamente. Dijo que en el centro, creo. No me lo contó. De verdad.
Miraron a Kathryn Dance, que no pareció percibir indicios de engaño y asintió con la cabeza.
—No sé si está allí o en la iglesia.
Les dio la dirección.
—La conozco —dijo Sachs—. Hace tiempo que está cerrada.
Sellitto llamó a la Unidad de Emergencias y pidió a Haumann que preparara varios equipos tácticos.
—Íbamos a vernos otra vez en el Village dentro de una hora, más o menos. Cerca de ese edificio del callejón.
Donde, se dijo Rhyme, tú planeabas violar y asesinar a Kathryn Dance. Sellitto ordenó que varios coches sin distintivos se apostaran cerca del edificio.
—¿Quién es la próxima víctima? —preguntó Baker.
—No lo sé. De verdad. No me contó nada sobre ella porque…
—¿Por qué? —preguntó Dance.
—Porque yo no iba a tener nada que ver con ella.
Nada que ver con ella…
Rhyme comprendió a qué se refería.
—Así que le está ayudando a cambio de que le deje divertirse con las víctimas.
—Sólo con las mujeres —se apresuró a responder Vincent, moviendo la cabeza con repugnancia—. Nada de hombres. No soy marica ni nada de eso. Y sólo después de muertas, así que en realidad no es violación. No lo es. Gerald me lo dijo. Lo miró.
Dance y Sellitto no se inmutaron, pero Baker pestañeó. Sachs, por su parte, intentaba dominar su indignación.
—¿Por qué no iba a tener nada que ver con la siguiente víctima? —insistió Baker.
—Porque… porque iba a quemarla.
—Santo cielo —masculló el teniente.
—¿Va armado? —preguntó Rhyme.
Vincent asintió.
—Tiene un arma. Una pistola.
—¿Del treinta y dos?
—No lo sé.
—¿Qué coche conduce? —inquirió Sellitto.
—Un Buick azul oscuro, robado. De hace un par de años.
—¿Y la matrícula?
—No sé. De verdad. Gerald lo robó, es lo único que sé.
—Emite una orden de localización —ordenó Rhyme.
Sellitto hizo la llamada.
—¿Y qué más? —preguntó de pronto Dance al percibir algo nuevo.
—¿A qué se refiere?
—¿Qué es lo que le inquieta del coche?
Vincent bajó la mirada.
—Creo que mató al propietario. Yo no sabía que iba a matarle, se lo juro.
—¿Dónde fue?
—No me lo dijo.
Cooper pidió que les informaran de cualquier robo a mano armada, homicidio o desaparición que se hubiera denunciado en los días anteriores.
—Y… —Vincent tragó saliva, moviendo de nuevo la pierna.
—¿Qué? —preguntó Baker.
—También mató a otra persona. A un estudiante, creo. Un chico. En un callejón, pasada la esquina de la iglesia, cerca de la Décima Avenida.
—¿Por qué?
—El chico nos vio salir de la iglesia. Duncan le apuñaló y dejó el cuerpo en un contenedor de basura.
Cooper telefoneó a la comisaría de zona para que lo comprobara.
—Que llame a Duncan —dijo Sellitto, señalando a Vincent con la cabeza—. Podríamos rastrear su móvil.
—Su teléfono no funciona. Le quita la batería y la tarjeta cuando no estamos… ya saben, trabajando.
Trabajando…
—Dice que así no pueden localizarle.
—¿El teléfono está a su nombre?
—No. Es de prepago. Compra uno nuevo cada pocos días y el viejo lo tira.
—Consigue el número y llama a la compañía —ordenó Rhyme.
Mel Cooper llamó a las principales compañías de telefonía móvil de la zona y mantuvo varias conversaciones de corta duración.
—East Coast Communications —les informó al colgar—. De prepago, como decía Vincent. Pagado en efectivo. No hay modo de rastrearlo si le ha quitado la batería.
—Mierda —rezongó Rhyme.
Sonó el teléfono de Sellitto. Los equipos de la Unidad de Emergencias de Bo Haumann iban de camino. Estarían en la iglesia unos minutos después.
—Parece que es nuestra única esperanza —comentó Baker.
Sachs, Pulaski y él salieron apresuradamente para sumarse a la operación.
Rhyme, Dance y Sellitto se quedaron en el laboratorio para intentar averiguar algo más sobre Gerald Duncan mientras Cooper revisaba bases de datos en busca de información sobre el asesino.
—¿Qué interés tiene en los relojes, en el tiempo y el calendario lunar? —preguntó Rhyme.
—Colecciona relojes antiguos, de pulsera y de los otros. Es relojero de verdad. Por afición, saben. No es que tenga una relojería, ni nada por el estilo.
—Pero puede que haya trabajado en una en algún momento —dijo Rhyme—. Busca asociaciones profesionales de relojeros. Y también de coleccionistas.
Cooper comenzó a teclear en el ordenador.
—¿Sólo nacionales? —preguntó.
—¿De qué nacionalidad es? —le preguntó Dance a Vincent.
—Estadounidense, creo. No tiene acento, ni nada.
Tras buscar en varias páginas web, Cooper sacudió la cabeza.
—Es un negocio muy extendido. Las principales organizaciones parecen ser la Asociación de Relojeros, Joyeros y Orfebres de Ginebra, la Asociación Interprofesional de la Alta Relojería de Suiza, el Instituto Americano de Relojeros, la Asociación Helvética de Joyerías y Relojerías, también suiza, la Asociación Británica de Coleccionistas de Relojes, el Instituto Horológico Británico y la Asociación de Empleados de la Industria Relojera Suiza. Pero hay muchas más.
—Mándales correos electrónicos preguntando por Duncan —ordenó Sellitto—. Como relojero o como coleccionista.
—Y también a la Interpol —dijo Rhyme, y añadió dirigiéndose a Vincent—: ¿Cómo se conocieron?
El sospechoso estuvo divagando un rato acerca de cómo se habían conocido por casualidad, sin premeditación alguna. Kathryn Dance le escuchó atentamente y, tras formular varias preguntas con voz serena, declaró que Vincent estaba mintiendo.
—Hemos quedado en que iba a decirnos la verdad, ése era el trato —dijo inclinándose hacia delante. A través de sus agresivas gafas, sus ojos tenían una expresión tranquila e indiferente.
—Vale. Sólo estaba… resumiendo, ya me entienden.
—No queremos resúmenes —gruñó Rhyme—. Queremos saber cómo coño se conocieron.
El violador reconoció que, aunque fruto de una coincidencia, su encuentro no había sido tan inocente. Refirió con detalle su primer contacto con Duncan en un restaurante cerca de donde trabajaba. El Relojero estaba vigilando a uno de los hombres asesinados el día anterior, y Vincent tenía sus miras puestas en una camarera.
Menuda pareja, se dijo Rhyme.
Mel Cooper despegó los ojos de la pantalla del ordenador.
—He encontrado algunas cosas. Hay sesenta y ocho individuos con el nombre de Gerald Duncan en los quince estados del Medio Oeste. Voy a buscarlos primero en las bases de datos judiciales y en el Programa de Detención de Delincuentes Violentos. Luego haré un cotejo por edades y actividad profesional. ¿No puede acotar un poco más la zona?
—Si pudiera, lo haría. Él nunca hablaba de sí mismo.
Dance hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Creía a Vincent.
Lon Sellitto formuló la pregunta que Rhyme tenía en la punta de la lengua.
—Sabemos que está atacando a víctimas concretas a las que vigila con antelación. ¿Por qué? ¿Qué se propone?
—Es por su mujer —respondió el violador.
—¿Está casado?
—Lo estaba.
—Explíquese.
—Hace un par de años, vino a Nueva York de vacaciones con su mujer. Él estuvo en una cena de negocios no sé dónde y mientras tanto ella se fue a un concierto. Cuando volvía al hotel a pie, la atropellaron en una calle desierta, no sé si un coche o un camión. El conductor se dio a la fuga. Ella pidió auxilio a gritos, pero nadie fue a ayudarla. Ni siquiera llamaron a la policía, ni a los bomberos. El médico le dijo a Duncan que seguramente había vivido diez o quince minutos después del atropello. Y que cualquiera podría haber parado la hemorragia aunque no fuera médico. No había más que aplicar presión a la herida. Pero nadie la socorrió.
—Busca en los hospitales ingresos por el apellido Duncan entre año y medio y tres años atrás —ordenó Rhyme.
—No se molesten —dijo Vincent—. El año pasado entró en el hospital y robó la historia de su mujer. Y también el informe policial. Sobornó a un administrativo. Lleva planeando esto desde que murió su esposa.
—Pero ¿por qué ha elegido a esas víctimas?
—Cuando la policía hizo averiguaciones, consiguió el nombre de diez personas que estaban por allí cuando murió su mujer. No sé si podrían haberla salvado o no, pero Gerald está convencido de que sí. Lleva un año averiguando dónde viven y qué horarios tienen. Necesitaba tenerlos a solas para matarlos lentamente. Eso es lo que más le importa. Porque su mujer tardó mucho en morir.
—¿Y el hombre del muelle, el de ayer? ¿Está muerto?
—Tiene que estarlo. Duncan le hizo agarrarse al borde del muelle y luego le cortó los dedos y se quedó allí, mirándole, hasta que cayó al río. Me dijo que el fulano intentó nadar un rato y que luego dejó de moverse y quedó flotando debajo del muelle.
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo. Walter no sé qué. Con los dos primeros no le ayudé. De verdad, yo no tuve nada que ver. —Miró a Dance, atemorizado.
—¿Qué más sabe sobre Duncan? —preguntó ella.
—Eso es todo. Lo único de lo que le gusta hablar es del tiempo.
—¿Del tiempo? ¿De qué exactamente?
—De todo, de cualquier cosa. De la historia del tiempo, de cómo funcionan los relojes, de calendarios, de cómo percibe la gente el tiempo… Me hablaba, por ejemplo, de cómo han influido los relojes de péndulo en nuestra percepción visual del tiempo. Para que el reloj vaya más deprisa, se sube la pesa del péndulo. Y para que vaya más despacio, se baja… Con otra persona, habría sido un aburrimiento. Pero él te atrapa con lo que dice.
Cooper dejó de mirar un instante su ordenador.
—Han contestado un par de asociaciones de relojeros. No tienen a ningún Gerald Duncan en sus archivos… Esperad, también ha contestado la Interpol. No ha habido suerte. Y en el Programa de Detención no encuentro nada.
El teléfono de Sellitto sonó de nuevo. El detective estuvo hablando unos minutos mientras miraba con frialdad al violador. Luego cortó la comunicación.
—Era el marido de su hermana —le dijo a Vincent.
Éste frunció el ceño.
—¿Quién?
—El marido de su hermana.
El hombre sacudió la cabeza.
—No, debe de ser un error. Mi hermana no está casada.
—Sí que lo está.
El violador le miró con pasmo.
—¿Sally Anne se ha casado?
Sellitto le lanzó otra mirada de repugnancia y explicó dirigiéndose a Rhyme y a Dance:
—La hermana está tan disgustada que no ha podido ponerse al teléfono. Ha llamado su marido. Hace trece años, Vincent la encerró una semana en el sótano de su casa mientras su madre y su padrastro estaban de luna de miel. Su propia hermana… La ató y abusó de ella repetidamente. Él tenía quince años. Ella, trece. Estuvo algún tiempo en un reformatorio y fue puesto en libertad después de someterse a tratamiento psicológico. Su expediente está cerrado. Por eso no hemos encontrado referencias sobre él en el IAFIS.
—Casada —susurró Vincent, palideciendo.
—Ella ha estado en tratamiento por depresión y trastornos alimenticios desde entonces. A Vincent le pillaron siguiéndola una docena de veces, y ella consiguió una orden de alejamiento. En los últimos tres años, el único contacto que han tenido son las cartas que él le envía.
—¿Son cartas amenazadoras? —preguntó Dance.
—No —gruñó el detective—. Son cartas de amor. Quería que su hermana se viniera a vivir aquí, con él.
—Madre mía —masculló el imperturbable Mel Cooper.
—A veces le escribe recetas en el margen. Y otras hace dibujitos pornográficos. El cuñado dice que, si pueden hacer algo para asegurarse de que pase el resto de su vida a la sombra, lo harán. —Sellitto miró a los dos agentes que aguardaban detrás de Vincent—. Llévenselo de aquí.
Los agentes ayudaron a levantarse al hombretón y se encaminaron hacia la puerta. Vincent Reynolds estaba tan impresionado que apenas podía moverse.
—¿Cómo ha podido casarse? ¿Cómo ha podido hacerme esto? Íbamos a estar juntos para siempre… ¿Cómo ha podido?