26
13:18 horas

Era su premio de consolación.

Un regalo que le hacía Gerald Duncan.

Su modo de decirle que lo sentía sinceramente, no como su madre.

Y era también un buen modo de escarmentar a la policía: violar y asesinar a una de sus agentes. Duncan le había hablado de la detective pelirroja a la que había visto en el callejón del segundo asesinato y le había sugerido que se quedara con ella. (Oh, sí, por favor… Pelirroja, como Sally Anne). Pero mientras aguardaban en el Buick, observando trajinar a la policía en el apartamento de Lucy Richter, en Greenwich Village, se habían dado cuenta de que no había modo de acercarse a ella: nunca estaba sola. La otra, en cambio (una detective de paisano o algo así), había echado a andar sola por la calle, buscando testigos, al parecer.

Duncan y él habían entrado en una tienda de artículos de descuento y comprado una chaqueta de invierno nueva y un carrito de compra que habían llenado con comida basura, jabón y refrescos por valor de cincuenta dólares. (Alguien que va por ahí con un carrito nunca levanta sospechas. Eso decía Duncan, que siempre estaba en todo). El plan era que Vincent comenzara a pasearse por las calles de Greenwich Village hasta que se topara con la detective o ella le encontrara a él, y que la llevara luego a un edificio abandonado, a una manzana de la casa de Lucy Richter.

Allí la haría bajar al sótano y podría disfrutar de ella tanto como quisiera mientras Duncan se hacía cargo de la siguiente víctima.

Después de exponerle su plan, el Relojero había observado el semblante de su compañero.

—¿Te supondría algún problema matarla?

Temeroso de defraudar a su amigo, que le estaba haciendo aquel maravilloso favor, Vincent había respondido:

—No.

Pero estaba claro que Duncan sabía que no era cierto.

—¿Sabes qué te digo? Déjala en el sótano, atada. Cuando yo acabe lo que tengo que hacer en el centro, volveré aquí y me encargaré de ella.

Vincent se había sentido mucho mejor al oírle.

*****

Ahora, mientras observaba a Kathryn Dance, sentada a corta distancia, sintió agitarse de nuevo el ansia dentro de él. Su trenza, su suave garganta, sus largos dedos. No estaba gorda, pero tenía una buena figura, no como esas mujeres flacas como modelos que tan a menudo se veían en Nueva York. ¿Quién podía desear a una mujer así?

Sus curvas le ponían ansioso.

Sus ojos verdes le ponían ansioso.

Hasta su nombre, Kathryn, le daba ansia. Por algún motivo, tenía la impresión de que pertenecía a la misma categoría que Sally Anne. No sabía por qué. Quizá se debiera a que era anticuado. Le gustaba, además, que mirara los postres con aquella expresión de anhelo. ¡Es igual que yo! Estaba deseando tenerla boca abajo en el edificio abandonado.

Bebió un sorbo de café.

—Entonces, ¿me decía que es de California? —preguntó Vincent. O, mejor dicho, Tony Parsons el Servicial.

—Sí.

—Aquello debe de ser muy bonito.

—Sí, lo es. Algunas partes, por lo menos. Pero volviendo a lo que vio… Ese hombre que corría. Hábleme de él.

Vincent sabía que debía concentrarse, al menos hasta que estuvieran a solas en el edificio abandonado.

—Ten cuidado —le había dicho el asesino al darle instrucciones—. Tienes que ser listo. Finge que sabes algo sobre mí y que no quieres hablar. Que parezca que dudas. Es lo que haría un testigo auténtico.

Vincent le dijo astutamente a la policía, entre titubeos, un par de cosas más acerca del hombre al que había visto correr calle arriba, y añadió una vaga descripción de Gerald Duncan. De todos modos, la policía ya sabía cómo era; tenían un retrato suyo generado por ordenador (debía acordarse de decírselo a Duncan).

La policía tomó algunas notas.

—¿Alguna característica fuera de lo corriente?

—Mmm. No, no recuerdo ninguna. Como le decía, no estaba demasiado cerca.

—¿Llevaba armas?

—Creo que no. ¿Qué ha hecho exactamente?

—Un intento de agresión.

—Vaya por Dios. ¿Hay algún herido?

—No, afortunadamente.

O desafortunadamente, pensó Tony/Vincent el Listo.

—¿Llevaba algo en las manos? —preguntó la agente Dance.

No te líes, se recordó él. Que no te haga meter la pata.

Arrugó el entrecejo, pensativo, y vaciló. Luego contestó:

—Puede que sí, ¿sabe? Que llevara algo, quiero decir. Una bolsa, creo. La verdad es que no lo vi muy bien. Iba bastante deprisa… —Se interrumpió.

Kathryn ladeó la cabeza.

—¿Iba a decir algo más?

—Siento no ser de más ayuda. Sé que es importante.

—No pasa nada —respondió ella en tono tranquilizador, y Vincent sintió una fugaz punzada de culpa por lo que iba a hacerle dentro de unos minutos.

Después, sin embargo, el ansia le convenció de que no debía sentir remordimientos. Era normal sentir aquel impulso.

Si no comemos, nos morimos.

¿No está de acuerdo, agente Dance?

Siguieron bebiendo café. Vincent le dio algunos datos más sobre el sospechoso.

Ella charlaba como si fueran amigos. Por fin, él decidió que había llegado la hora.

—Mire, hay una cosa más. Antes estaba asustado. Me paso el día por aquí, ya sabe. ¿Y si ese tipo vuelve? Podría descubrir que les he contado algo sobre él.

—Podemos mantenerlo en secreto. Y le protegeríamos. Le doy mi palabra.

Un momento de astuta vacilación.

—¿En serio?

—Claro que sí. Dispondrá de la protección de un agente de policía.

Vaya, qué idea tan interesante. ¿Puedo pedirme a la pelirroja?

—Está bien —contestó—. Vi adónde fue ese tipo. Se metió por la puerta trasera de un edificio que hay calle arriba.

—¿La puerta estaba abierta? ¿O tenía llave?

—Estaba abierta, creo. Puedo enseñársela, si quiere.

—Se lo agradecería mucho. ¿Ha terminado? —Señaló su taza.

Él apuró el café.

—Ahora sí.

La experta en cinestesia cerró su cuaderno, que Vincent tendría que acordarse de llevarse cuando acabara.

—Gracias, agente Dance.

—No hay de qué.

Mientras él salía con el carrito, ella pagó la cuenta. Cuando estuvo fuera, echaron a andar por la acera en la dirección que indicó Vincent.

—¿Siempre hace tanto frío en Nueva York en diciembre?

—Casi siempre, sí.

—Estoy helada.

¿Sí? Pues a mí me pones muy caliente.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella, aflojando el paso mientras miraba los letreros de las calles. Entornó los ojos para defenderse del reverbero del sol. Se detuvo y se puso a tomar notas en su cuaderno mientras recitaba—: El sospechoso estuvo hace poco en la calle Sherman, en Greenwich Village. —Miró a su alrededor—. Subió por el callejón entre las calles Sherman y Barrow… —Lanzó una mirada a Vincent—. ¿En qué lado de la calle está el callejón? ¿En el norte o en el sur? Tengo que anotarlo con exactitud.

Ah, también tú eres meticulosa.

Se quedó pensando un momento, abotargado por el ansia, más que por el frío intenso.

—En el lado sureste.

La agente miró su cuaderno y se rió.

—Me tiembla tanto la mano que casi no puedo leer lo que he escrito. Este frío es espantoso. Estoy deseando volver a California.

Pues va a tener que esperar usted un buen rato, señorita…

Siguieron caminando.

—¿Tiene familia? —preguntó ella.

—Sí. Mujer y dos hijos.

—Yo también tengo dos. Chico y chica.

Vincent asintió con un gesto. ¿Qué edad tendrá la hija?, se preguntó.

—Entonces, ¿éste es el callejón? —preguntó ella.

—Sí. El tipo ése corrió hacia allí. —Tirando del carrito, enfiló el callejón que conducía al edificio abandonado, su nido de amor. Notaba una erección dolorosa.

Se metió la mano en el bolsillo y asió el mango de su cuchillo. No, no podía matarla. Pero, si se resistía, tendría que defenderse.

Rájales los ojos…

Le daría mucho asco, pero su cara ensangrentada no sería problema: de todos modos, las prefería boca abajo.

Se habían adentrado en el pasadizo. Vincent miró a su alrededor y vio el edificio a unos catorce o quince metros de distancia.

Dance se detuvo otra vez. Abrió el cuaderno y, mientras escribía, dijo en voz alta:

—El callejón da a la parte trasera de seis, no, de siete bloques de viviendas. Hay cuatro contenedores de basura. El suelo está asfaltado. El sospechoso corrió por aquí en dirección sur. —Volvió a cubrir con los guantes sus dedos temblorosos, que remataban unas uñas deliciosamente rojas.

El ansia consumía a Vincent. Le hacía desfallecer. Empuñó el cuchillo con fuerza mientras respiraba agitadamente.

Ella se paró de nuevo.

¡Vamos! ¡Agárrala ya!

Empezó a sacar el cuchillo del bolsillo.

Pero el estrépito de una sirena procedente del otro lado del callejón atravesó de pronto el aire. Vincent miró hacia allí, alarmado.

Sintió entonces el cañón de una pistola en la nuca.

—¡Manos arriba! —gritó la agente Dance, agarrándole del hombro—. ¡Vamos!

—Pero…

—¡Haga lo que le digo!

Le clavó el cañón en el cráneo.

¡No, no, no!

Vincent soltó el cuchillo y levantó los brazos.

¿Qué estaba pasando?

El coche patrulla se detuvo delante de ellos. Enseguida apareció otro. Cuatro corpulentos policías se apearon de un salto.

No. No, por favor…

—Boca abajo —le ordenó uno de ellos—. ¡Vamos!

Pero Vincent estaba tan pasmado que no podía moverse.

Dance retrocedió y los policías le rodearon y se abalanzaron sobre él.

—¡Pero yo no he hecho nada! ¡No he hecho nada!

—¡Al suelo ahora mismo! —gritó uno de ellos.

—¡Pero hace frío! ¡Y está sucio! ¡Y yo no he hecho nada!

Le tiraron al suelo. El golpe le cortó la respiración. Soltó un gruñido.

Igual que cuando lo de Sally Anne, igual, otra vez.

Tú, gordo de los cojones, ¡no te muevas! ¡Serás pervertido!

¡No, no, no!

Comenzaron a manosearle por todas partes. Le hicieron daño al tirar de sus brazos hacia atrás para ponerle las esposas. Le registraron, volvieron sus bolsillos del revés.

—Un carné y un cuchillo.

Vincent apenas distinguía ya entre el presente y lo sucedido trece años antes.

—¡No he hecho nada! ¿A qué viene esto?

Uno de los policías dijo dirigiéndose a la agente Dance:

—La recibíamos con toda claridad. No hacía falta que entrara en el callejón con él.

—Temía que se escapara. Quería quedarme con él todo el tiempo posible.

¿Qué estaba pasando?, se preguntaba Vincent. ¿A qué se refería la agente Dance?

Ella miró al otro policía y señaló a Vincent con la cabeza.

—Lo estaba haciendo muy bien hasta que entramos en la cafetería. En cuanto nos sentamos supe que estaba fingiendo.

—No, está loca, yo…

Se volvió hacia Vincent.

—Su tono y sus expresiones eran incoherentes y por su forma de gesticular estaba claro que en realidad no estábamos manteniendo una conversación. Usted tenía otra cosa en mente, intentaba manipularme por algún motivo. Y ese motivo resultó ser llevarme a solas al callejón.

La agente explicó que, mientras pagaba la cuenta, había sacado disimuladamente su teléfono del bolsillo para avisar a uno de sus compañeros marcando la tecla de rellamada. Tras explicarle sucintamente lo que había descubierto, le había pedido que mandara efectivos a aquella zona y, escondiendo el teléfono debajo del cuaderno, había mantenido la línea abierta.

Por eso había ido recitando en voz alta los nombres de las calles por las que pasaban. Les estaba dando instrucciones.

Vincent miró sus manos. Ella advirtió su mirada y levantó el bolígrafo con el que había tomado notas.

—Sí, ésta es mi arma.

Él volvió a mirar a los policías.

—No sé qué está pasando. Todo esto es una idiotez.

—Mire, por qué no se ahorra el esfuerzo —contestó uno de ellos—. Justo antes de que llamara la agente Dance, alguien nos telefoneó para advertirnos de que uno de los sospechosos del intento de asesinato estaba otra vez en el barrio y llevaba un carrito de la compra. Dijeron que era un tipo blanco, muy gordo.

Se llama Sally Anne, gordinflón. Escapó y llamó a la policía y nos ha contado lo tuyo…

—¡No soy yo! Yo no he hecho nada. Se equivocan. ¡Se equivocan!

—Sí —replicó otro de los agentes con expresión burlona—, eso dicen todos. Andando.

Le agarraron por los brazos y le trasladaron sin contemplaciones al coche patrulla. Vincent oía dentro de su cabeza la voz de Gerald Duncan.

Lo siento. Te he defraudado. Pero te compensaré…

Algo se endureció entonces dentro de su cuerpo rechoncho. Decidió que, pasara lo que pasase, no traicionaría a su amigo.

*****

El sospechoso, un individuo grandullón y en forma de pera, estaba sentado junto a la ventana del laboratorio de Lincoln Rhyme con las manos esposadas a la espalda.

Sabían por su permiso de conducir y los archivos de Tráfico que no se llamaba Tony Parsons, sino Vincent Reynolds; que tenía veintiocho años, era operador de procesamiento de textos, vivía en Nueva Jersey y trabajaba para varias agencias de contratación temporal, ninguna de las cuales sabía gran cosa sobre él, más allá de lo que podía deducirse de la verificación de su currículo y su historia laboral. Era un empleado modelo, aunque poco destacable.

Con una mezcla de ira y nerviosismo, Vincent miraba alternativamente al suelo y a los agentes que le rodeaban: Rhyme, Sachs, Dance, Baker y Sellitto.

No tenía antecedentes penales, ni pesaba sobre él ninguna orden judicial, y del registro de su destartalado apartamento en Nueva Jersey no se había desprendido ningún vínculo evidente con el Relojero. Tampoco había indicios de que tuviera pareja, padres o amigos cercanos. La policía había encontrado, sin embargo, una carta que estaba escribiéndole a su hermana, la cual vivía, al parecer, en Detroit. Sellitto había conseguido su número a través de la policía de Michigan y le había dejado un mensaje en el contestador pidiéndole que se pusiera en contacto con ellos.

El lunes por la noche, en el momento de cometerse los asesinatos del muelle y de la calle Cedar, Vincent estaba trabajando. Desde entonces, sin embargo, había tenido días libres.

Mel Cooper envió una fotografía suya a Joanne Harper por correo electrónico, a la floristería. Ella contestó que se parecía al individuo que la había mirado a través del escaparate, pero que no podía estar segura de que lo fuera, debido al resplandor de la luz, a lo sucio que estaban los cristales del taller y a que en aquel momento el hombre llevaba puestas unas gafas oscuras.

Aunque sospechaban que era el cómplice del Relojero, las pruebas que le vinculaban con éste eran poco concluyentes. La pisada procedente del aparcamiento donde se había descubierto el todoterreno era del mismo número que sus zapatos, un cuarenta y siete, pero carecía de marcas distintivas que permitieran una identificación clara. Entre las cosas que llevaba en el carro (que, según sospechaba Rhyme, había comprado como subterfugio para acercarse a Dance o a otro investigador), había patatas fritas, galletas y otros artículos de comida basura. Pero los paquetes estaban sin abrir y al registrar la ropa de Vincent no habían encontrado ninguna miga que coincidiera exactamente con las descubiertas en el todoterreno.

Le estaban reteniendo únicamente por posesión ilegal de arma blanca y obstrucción a la autoridad, los cargos de costumbre cuando aparecía un falso testigo.

Aun así, en el ayuntamiento y en la jefatura central de la policía había quienes querían aplicarle los métodos de Abú Ghraib e intimidarle o amenazarle hasta que confesara. Era lo que prefería el teniente Dennis Baker, al que las autoridades municipales estaban presionando para que se detuviera al culpable cuanto antes.

Kathryn Dance dijo, sin embargo:

—Eso no sirve. Se cierran sobre sí mismos como cochinillas y lo que cuentan no tiene ninguna utilidad. La tortura, dicho sea de paso —añadió—, es muy poco eficaz para obtener información fiable.

Así pues, Rhyme y Baker le habían pedido que se ocupara de interrogar a Vincent Reynolds. Tenían que encontrar al Relojero lo antes posible. Y puesto que el uso de mangueras de goma estaba descartado, querían una interrogadora experta.

La agente especial cerró las cortinas y se sentó delante de Vincent, sin nada entre los dos. Adelantó la silla hasta estar a un metro de él, aproximadamente. Rhyme supuso que con ello pretendía invadir su espacio y minar su resistencia. Pero también se dio cuenta de que, si el sospechoso se ofuscaba, podía lanzarse hacia delante y herirla de gravedad con la cabeza o los dientes.

No cabía duda de que ella también lo sabía, pero aun así no daba muestras de estar asustada. Esbozó una sonrisa reticente y dijo con calma:

—Hola, Vincent. Sé que ha sido informado de sus derechos y que ha accedido a hablar con nosotros. Se lo agradecemos.

—Por supuesto que sí. Todo lo que esté en mi mano… Esto es un gran… —Se encogió de hombros—. Un gran malentendido, ¿sabe?

—Entonces todo se aclarará. Primero necesito algunos datos básicos. —Le preguntó su nombre completo, su dirección, su edad, dónde trabajaba y si le habían detenido alguna vez.

Él arrugó el ceño.

—Eso ya se lo he dicho a él. —Lanzó una mirada a Sellitto.

—Lo siento. Ya sabe, lo que hace la mano izquierda, la derecha lo ignora. Repítalo otra vez, si no le importa.

—Está bien.

Rhyme dedujo que, puesto que Reynolds le estaba dando datos ya verificados, Dance estaba estableciendo una línea de base para el análisis cinestésico. La agente californiana le había hecho cambiar de opinión respecto al valor de los interrogatorios y de los testigos, y él sentía curiosidad por cómo llevaba a cabo aquel proceso.

Dance asentía amablemente con la cabeza mientras iba anotando las reacciones de Vincent y de vez en cuando le daba las gracias por su colaboración. Su afabilidad desconcertaba a Rhyme. Él habría sido mucho más duro.

El sospechoso hizo una mueca.

—Mire, por mí podemos estar hablando todo el tiempo que quiera, ¿sabe? Pero espero que hayan mandado a alguien a buscar a ese hombre al que vi. Imagino que no querrán que se escape. Eso me preocupa. Intento ayudar y miren lo que pasa… Es la historia de mi vida.

Lo que había contado a Dance y a los demás agentes en el lugar de los hechos no había servido de nada, sin embargo. El edificio en el que según Vincent se había escondido el asesino no mostraba indicios de que alguien hubiera entrado en él recientemente.

—Ahora, si pudiera repasar de nuevo los hechos… Cuénteme qué ocurrió. Sólo que, si no le importa, me gustaría que lo hiciera en orden inverso.

—¿Qué?

—En orden cronológico inverso. Es un buen modo de hacer aflorar los recuerdos. Empiece por lo último y retroceda en el tiempo desde ahí. El sospechoso entra por la puerta de un edificio abandonado del callejón… Empecemos por algunos datos concretos. El color de la puerta.

Vincent se removió en la silla con el ceño fruncido. Pasado un momento comenzó su relato, empezando por el instante en que el sospechoso cruzaba la puerta, de cuyo color no se acordaba. Les explicó luego lo que había pasado justo antes: el hombre había cruzado corriendo el callejón. Había entrado en él. Y antes de eso había corrido calle arriba. Por fin les contó que había visto en la calle Barrow a un hombre que miraba con nerviosismo a su alrededor y que a continuación había echado a correr.

—Muy bien —dijo Dance sin dejar de tomar notas—. Gracias, Vincent. —Arrugó ligeramente el entrecejo—. Pero ¿por qué me dijo que se llamaba Tony Parsons?

—Porque estaba asustado. Quería hacer una buena obra, decirle lo que sabía, pero me daba miedo que el asesino me matara si averiguaba mi nombre. —Le tembló la barbilla—. Ojalá no hubiera dicho nada. Pero lo hice y me asusté. Ya le dije que tenía miedo.

Los gemidos de Reynolds irritaron a Rhyme. Fríele, apremió a Dance para sus adentros.

Ella, sin embargo, preguntó con amabilidad:

—Hábleme del cuchillo.

—Vale, ya sé que no debería llevarlo. Pero me atracaron hace unos años. Fue terrible. No soy tonto. Sé que debería haberlo dejado en casa. Y suelo dejarlo. Pero a veces no pienso. Por eso me meto en líos.

Kathryn Dance se quitó la chaqueta y la dejó sobre la silla que había a su lado.

Él continuó:

—Los demás son muy listos, no se comprometen. Yo abro la boca y mire lo que me pasa. —Clavó la mirada en el suelo. Una expresión de fastidio tensaba las comisuras de su boca.

Dance le pidió que explicara con detalle cómo se había enterado de los asesinatos del Relojero y dónde estaba en el momento de cometerse los crímenes.

Sus preguntas intrigaban a Rhyme. Eran superficiales. Dance no estaba sondeando al sospechoso como debía, exigiéndole coartadas y desmontando su versión de los hechos. Dejaba pasar algunas pistas que parecían interesantes. Y no le preguntó ni una sola vez por qué motivo la había llevado al callejón, a pesar de que todos sospechaban que se proponía matarla, o quizás incluso torturarla para averiguar lo que sabía sobre el Relojero.

La agente se limitaba a tomar notas, imperturbable. Por fin miró a Sachs.

—Amelia, ¿podrías hacerme un favor?

—Claro.

—¿Puedes enseñarle a Vincent la pisada que encontramos?

Sachs se levantó y fue a buscar la fotografía digital. La levantó para que el hombre pudiera verla.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó.

—Es su número de zapato, ¿verdad?

—Más o menos.

Dance siguió mirándole sin decir nada. Rhyme intuyó que estaba tendiéndole una trampa extremadamente ingeniosa. Siguió observándolos a ambos con atención.

—Gracias —le dijo Dance a Sachs, que volvió a sentarse.

Luego se echó hacia delante, invadiendo un poco más el espacio personal del sospechoso.

—Vincent, tengo curiosidad por saber una cosa. ¿Dónde hizo la compra?

Una breve vacilación.

—Pues en un supermercado.

Rhyme comprendió por fin. Iba a sonsacarle acerca de la compra y después le preguntaría por qué la había hecho en Manhattan, si vivía en Nueva Jersey y todo lo que llevaba en el carrito podía encontrarlo más cerca de casa y posiblemente más barato. Dance se inclinó hacia delante y se quitó las gafas.

Ahora, ahora le haría caer en la trampa.

Pero ella sonrió y dijo:

—Gracias, Vincent. Creo que eso es todo. Espere, ¿tiene sed? —añadió—. ¿Quiere un refresco?

Vincent asintió.

—Sí, gracias.

La agente miró a Rhyme.

—¿Podríamos traerle algo?

El criminalista parpadeó y miró perplejo a Sachs, que había fruncido el ceño. ¿A qué demonios venía aquello? Dance no le había sacado ni un solo dato de interés. Esto es una pérdida de tiempo, pensó. ¿No va a preguntarle nada más? ¿Y encima le ofrece un refresco? Llamó de mala gana a Thom, que les llevó una coca-cola.

La experta en cinestesia metió una pajita en el refresco y ayudó a beber al detenido, que vació el vaso en cuestión de segundos.

—Vincent, permítanos hablar unos minutos a solas, si no le importa, y creo que podremos aclarar todo esto.

—Claro. Por supuesto.

Salió acompañado por los patrulleros. Dance cerró la puerta.

Dennis Baker la miró con pesar y sacudió la cabeza.

—Esto es inútil —rezongó Sellitto.

Ella arrugó el ceño.

—No, no, vamos bien.

—¿Ah, sí? —preguntó Rhyme.

—Estamos perfectamente enfilados. La situación es está: he establecido la línea de base y después le he pedido que relatara los hechos en sentido inverso porque es un buen modo de cazar a los sospechosos que mienten improvisadamente. La gente puede describir una serie de acontecimientos verdaderos en cualquier orden, de principio a fin o viceversa, sin ningún problema. Pero sólo inventa hechos en una dirección, de principio a fin. Si intentas reconstruirlos de atrás adelante, pierdes los referentes que utilizaste al inventar la situación y te equivocas. Así que me he dado cuenta desde el principio de que es el ayudante del Relojero.

—¿Sí? —Sellitto se echó a reír.

—Era evidente. Sus reacciones son de manual. Y no le preocupa su propia seguridad, como afirma. No, conoce al Relojero y está implicado en los crímenes, aunque todavía no sé en qué grado. Pero está claro que no se ha limitado a conducir el coche.

—Pero no le has preguntado por nada de eso —señaló Baker—. ¿No deberíamos intentar desmontar sus coartadas, comprobar que no estaba donde dice haber estado en el momento de los asaltos en la floristería y el apartamento de Greenwich Village?

Rhyme había pensado lo mismo.

—No, en absoluto. De hecho, eso es lo peor que podemos hacer. Se cerraría en banda inmediatamente. Es una persona compleja —añadió—. Tiene muchos conflictos íntimos, y tengo la sensación de que se encuentra en la segunda fase de la respuesta al estrés: en la de depresión. Es decir, la ira vuelta hacia uno mismo, básicamente. Un estado muy difícil de traspasar. Teniendo en cuenta su tipo de personalidad, necesito crear un vínculo de empatía entre nosotros y creo que, utilizando métodos tradicionales de interrogatorio, tardaríamos días o incluso semanas en descubrir la verdad. Pero no disponemos de ese tiempo. Nuestra única posibilidad es probar algo más radical.

—¿Qué?

Dance señaló la pajita que había usado Vincent.

—¿Puedes pedir un análisis de ADN? —le preguntó a Rhyme.

—Sí. Pero tardará algún tiempo.

—No importa, con tal de que podamos afirmar sinceramente que lo hemos pedido. —Sonrió—. Jamás hay que mentir a un sospechoso. Pero tampoco hay que decirle toda la verdad.

Rhyme se acercó a la parte central del laboratorio, donde Mel Cooper y Pulaski seguían inspeccionando las pruebas. Les explicó lo que necesitaban y Cooper envolvió la pajita en plástico y rellenó la solicitud del análisis de ADN.

—Ya está. Técnicamente, está pedido. Sólo que el laboratorio no lo sabe aún —dijo el técnico, riendo.

—Ese hombre está ocultando algo importante —explicó Dance—. Algo que le pone muy nervioso. Ha mentido cuando le he preguntado si le habían detenido alguna vez, pero tenía la respuesta muy ensayada. Creo que le detuvieron hace mucho tiempo. Sus huellas no figuran en los archivos, así que cabe suponer que escurrió el bulto. Puede que el laboratorio cometiera algún error, o que Reynolds fuera menor de edad. En todo caso, estoy convencida de que ya ha tenido algún encontronazo con la justicia. Y por fin tengo una idea precisa de a qué se debió. Por eso me he quitado la chaqueta y he hecho que Amelia se paseara delante de él. Nos devora a las dos con los ojos. Intenta no hacerlo, pero no puede evitarlo. Lo cual me hace pensar que tiene una o dos agresiones sexuales a sus espaldas. Quiero jugar de farol y utilizarlo contra él.

»El problema —prosiguió— es que puede que se cierre en banda. Y si es así perderemos nuestra única baza y nos llevará mucho tiempo doblegarle y conseguir alguna información útil.

—Podríamos perder un tiempo precioso —le dijo Sellitto a Rhyme.

Sí, qué demonios, pensó el criminalista.

—Tenemos que correr ese riesgo.

—¿Qué dices tú, Dennis? —preguntó el detective.

—Debería llamar a la central. Pero, si nos dicen que no, sería lanzar piedras contra nuestro tejado. Así que, adelante, hagámoslo.

—Hay una cosa más —dijo la agente Dance—. Tengo que quitarme de en medio. Sea lo que sea lo que pensaba hacer conmigo en el callejón, tenemos que olvidarnos de ello. Si lo saco a relucir, nuestra relación pasará a otro plano y Reynolds dejará de hablarme. Tendremos que empezar de cero.

—Pero ¿sabes lo que iba a hacerte? —preguntó Sachs.

—Sí, tengo una idea bastante precisa de lo que tenía planeado. Pero debemos concentrarnos en nuestro objetivo, que es encontrar al Relojero. A veces hay que pasar por alto otras cosas.

Sellitto miró a Baker y éste asintió con la cabeza.

La agente se acercó a un ordenador y tecleó algunas órdenes; luego introdujo un nombre de usuario y una contraseña. Entornó los ojos cuando se abrió una página web y siguió tecleando. En la pantalla apareció la secuencia de ADN de un sospechoso.

Dance abrió su bolso y cambió sus gafas de cordero por las de lobo.

—Ahora viene lo más divertido. —Se acercó a la puerta, la abrió y pidió que hicieran pasar a Vincent.

El hombretón entró pesadamente, con manchas de sudor en la zona de las axilas. La silla chirrió bajo su peso cuando se dejó caer en ella. Tenía una expresión recelosa.

—Me temo que tenemos un problema, Vincent —dijo Dance, rompiendo el silencio.

Él entornó los párpados.

La agente levantó la bolsa que contenía la pajita con la que había bebido.

—Sabe lo que es el ADN, ¿verdad?

—¿De qué está hablando?

¿Funcionará?, se preguntaba Rhyme. ¿Caerá en la trampa?

¿Pondría fin a la conversación, se cerraría en banda y exigiría ver a un abogado? Tenía todo el derecho a hacerlo. Si eso ocurría, su estratagema fracasaría estrepitosamente y quizá no consiguieran sonsacarle más información hasta después de que el Relojero hubiera matado a su siguiente víctima.

—¿Alguna vez ha visto su análisis de ADN, Vincent? —preguntó Dance con calma, y giró la pantalla del ordenador hacia él—. No sé si conoce el Índice Digital de Cotejo de ADN del FBI. CODIS, lo llamamos. Cada vez que hay una violación o una agresión sexual y no se detiene al responsable, se recogen muestras de sus fluidos, de su piel y de su pelo. Incluso cuando el agresor utiliza preservativos, lo normal es que siempre quede algún resto con material genético en el cuerpo de la víctima o en los alrededores. El perfil de ADN se almacena y, cuando la policía detiene a un sospechoso, se coteja su ADN con la base de datos. Pues bien, eche un vistazo.

Debajo del encabezamiento «CODIS» se veían multitud de renglones con números, letras, cuadrículas y barras desiguales incomprensibles para quienes desconocieran el programa.

Reynolds respiraba trabajosamente, a pesar de haberse quedado inmóvil. A Rhyme su mirada se le antojó desafiante.

—Eso es una tontería.

—¿Sabe, Vincent, que los casos fundamentados en pruebas de ADN son irrebatibles? ¿Y que se ha condenado a personas años después de cometer las agresiones?

—No pueden… Yo no he dado mi permiso para eso. —Miró la pajita guardada en la bolsa.

—Vincent —añadió Kathryn Dance con voz suave—, se ha metido en un buen lío.

Técnicamente era cierto, pensó Rhyme. Reynolds estaba en posesión de un arma potencialmente mortífera.

Nunca mientas…

—Pero tiene algo que nos interesa. —Hizo una pausa; luego añadió—: No sé cómo es en Nueva York, pero en California los fiscales de distrito tienen bastante capacidad de maniobra a la hora de procesar a los sospechosos que se muestran dispuestos a cooperar. —Miró a Sellitto.

—Sí, Vincent —prosiguió el detective—. Aquí es igual. El fiscal hará caso de nuestras recomendaciones.

El sospechoso no contestó. Tenía los dientes apretados y miraba absorto los símbolos que llenaban la pantalla del ordenador.

—Hagamos un trato —dijo Baker—. Si nos ayuda a atrapar al Relojero y confiesa sus agresiones sexuales previas, conseguiremos que no le procesen por los dos asesinatos de ayer. Y estará aislado de los demás reclusos.

—Pero tiene que ayudarnos —agregó Dance con firmeza—. Y sin tiempo que perder, Vincent. ¿Qué me dice?

Reynolds miró de nuevo la pantalla, repleta de secuencias de ADN que nada tenían que ver con él. Movía ligeramente las piernas, señal de que en su fuero interno tenía lugar una batalla encarnizada.

Fijó en Kathryn Dance una mirada retadora.

¿Sí o no? ¿Qué sería?

Transcurrió un minuto. Rhyme sólo oía el tictac de los relojes del asesino.

Vincent torció el gesto. Miró a los presentes con frialdad.

—Es un empresario del Medio Oeste. Se llama Gerald Duncan. Está viviendo en una iglesia de Manhattan. ¿Puedo tomar otra coca-cola?