Amelia Sachs regresó a casa de Rhyme con una cajita de pruebas.
—¿Qué tenemos? —preguntó él.
Ella repasó de nuevo lo que había hallado en el lugar de los hechos y anotó algunos datos en las pizarras.
Según la base de datos del Departamento de Policía de Nueva York, las fibras que había descubierto en el uniforme de Lucy procedían, en efecto, de un cuello de vellón como los que solían llevar las cazadoras de piel de los pilotos. Sachs analizó el reloj en busca de nitratos y no encontró rastros de explosivos. Era idéntico a los otros tres y carecía de restos materiales, excepción hecha de una mancha reciente que resultó ser de alcohol de madera del que se usaba para limpiar o desinfectar. Como en el caso de la florista, el Relojero no había tenido tiempo de dejar otro poema, o bien había decidido no hacerlo.
Rhyme estuvo de acuerdo en hacer público el detalle del reloj, aunque predijo que lo único que se conseguiría con ello sería que el asesino no dejara su tarjeta de visita hasta estar seguro de que la víctima no podía pedir auxilio.
Los restos materiales procedentes de la ruta que con toda probabilidad había seguido el Relojero al escapar no revelaron nada significativo.
—No había nada más —explicó Sachs.
—¿Nada? —preguntó Rhyme, y sacudió la cabeza.
El principio de Locard…
Llegó Ron Pulaski, se quitó la chaqueta y la colgó. Rhyme notó que la detective fijaba inmediatamente su atención en el novato.
El Otro Caso…
—¿Ha habido suerte? ¿Se sabe algo de Maryland? —preguntó ella.
—Los federales están investigando tres casos de corrupción en la costa del estado —respondió el novato—. Uno de ellos tiene relación con el área metropolitana de Nueva York, pero sólo con los muelles de Jersey. Y no es un asunto de drogas. Están investigando sobornos y documentos de embarque falsificados. Estoy esperando noticias de la policía de Baltimore sobre las investigaciones que tienen en marcha. Ni Creeley ni Sarkowski tenían propiedades en Maryland, y ninguno de ellos estuvo nunca allí por negocios, hasta donde he podido averiguar. Creeley iba con frecuencia a Pensilvania a reunirse con algún cliente. Y Sarkowski nunca viajaba. Ah, y seguimos sin tener la lista de clientes de Jordan Kessler. Le he dejado otro mensaje, pero no me ha devuelto la llamada.
»He encontrado a un par de personas destinadas en la Ciento dieciocho que nacieron en Maryland —prosiguió—, pero por lo visto ya no tienen vínculos con esa parte del país. He comparado la lista de los agentes destinados en esa comisaría con las bases de datos de los impuestos de contribución urbana de Maryland…
—Espera —dijo Sachs—. ¿Eso has hecho?
—¿No he debido hacerlo?
—Eh, no, no, Ron. Nada de eso. Es buena idea. —Sachs y Rhyme cambiaron una sonrisa. Él levantó una ceja, impresionado.
—Puede ser. Pero no ha servido de nada.
—Bueno, sigue indagando.
—Claro.
Sachs se acercó a Sellitto y le dijo:
—Quería preguntarte una cosa. ¿Conoces a Halston Jefferies?
—¿El subinspector de la Ciento cincuenta y ocho?
—Exacto. ¿Qué le pasa? Tiene muy malas pulgas.
Sellitto se echó a reír.
—Sí. Es todo un energúmeno.
—Entonces, ¿se porta así con todo el mundo?
—Pues sí. Monta en cólera cada dos por tres. ¿Cómo es que os habéis topado con él? —Miró a Rhyme.
—A mí no me mires —contestó alegremente el criminalista—. Es su caso, no el mío.
La mirada molesta de Sachs no pareció inquietarle. En determinadas circunstancias, se dijo, la mezquindad podía resultar muy estimulante.
—Necesitaba un expediente y fui a buscarlo —explicó ella—. Jefferies opina que primero debería haberlo consultado con él.
—Pero no quiere que la plana mayor se entere de lo que está pasando en la Ciento dieciocho.
—Exacto.
—Así es él. Ha tenido problemas. Su mujer era de la alta sociedad…
—Esa expresión es genial —le interrumpió Pulaski—. «Alta sociedad». Es curioso lo poco que tiene que ver con el socialismo. De hecho, en cierto modo son polos opuestos.
El novato se quedó callado al ver que Sellitto le lanzaba una mirada fulminante.
—Tengo entendido que perdieron bastante dinero —prosiguió el detective—. Jefferies y su mujer. Y me refiero a un montón de pasta. De esa a la que nosotros no sabríamos ni dónde ponerle la coma de los decimales. Su mujer se metió en no sé qué negocio. Él confiaba en poder presentarse a las elecciones. En Albany, creo. Pero no puedes meterte en esas cosas si no estás forrado. Ella le dejó cuando se torció el negocio. Aunque, con un carácter como el suyo, seguro que sus problemas venían de antes.
Sachs estaba asintiendo con la cabeza cuando sonó su teléfono.
—Sí, soy yo —contestó—. Oh, no. ¿Dónde?… Dentro de diez minutos estoy ahí. —Pálida y muy seria, salió de la habitación—. Ha surgido una cosa —dijo mientras salía—. Vuelvo dentro de media hora.
—Sachs… —comenzó a decir Rhyme, pero sólo oyó el golpe de la puerta al cerrarse.
*****
El Camaro se detuvo sobre la acera de la calle 44 Oeste, no muy lejos de la autovía.
Un hombre corpulento con abrigo y gorro de piel la miró entornando los ojos cuando salió del coche. No se conocían, pero la forma de aparcar de Sachs y el logotipo de la policía de Nueva York en el salpicadero del coche dejaban claro que era a ella a quien estaba esperando.
El joven tenía las orejas y la nariz coloradas y exhalaba un hilillo de vaho. Daba zapatazos en el suelo para que le circulara la sangre.
—Caray, qué frío hace. Ya estoy harto del invierno. ¿Es la detective Sachs?
—Sí. Y usted debe de ser Coyle.
Se estrecharon las manos. Coyle apretó con fuerza la suya.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Venga, se lo enseñaré.
—¿Dónde está?
—En la furgoneta. En el aparcamiento del final de la calle.
Mientras caminaban a buen paso en medio del frío, Sachs preguntó:
—¿A qué comisaría pertenece?
Al llamarla, Coyle se había identificado como agente de policía.
Había mucho tráfico y no pareció oír la pregunta. Ella la repitió.
—¿De qué comisaría es? ¿De la centro-sur de Manhattan?
Coyle la miró parpadeando.
—Sí. —Se sonó la nariz.
—Yo estuve allí una temporada —le dijo ella.
—Mmm.
Siguió cruzando en silencio el enorme aparcamiento. Al llegar a su extremo se detuvo junto a una furgoneta Windstar con las ventanillas tintadas y el motor en marcha.
Miró a su alrededor. Y abrió la puerta.
*****
Mientras preguntaba en pisos y tiendas de Greenwich Village, en los alrededores del domicilio de Lucy Richter, Kathryn Dance reflexionaba sobre la relación simbiótica entre la ciencia cinestésica y la forense.
El estudioso de la cinestesia requiere para la práctica de su disciplina un ser humano (un testigo, un sospechoso), del mismo modo que un científico forense necesita una prueba material. Aquel caso, sin embargo, se caracterizaba por una asombrosa falta tanto de sospechosos tangibles como de indicios materiales.
Y eso la llenaba de frustración. Nunca había participado en una investigación parecida.
Disculpe, señora. Oiga, joven. Esta mañana ha estado por aquí la policía. ¿Se ha enterado? Ah, estupendo. Quería saber si por casualidad ha visto a alguien en esta zona que pareciera tener mucha prisa. ¿Vio algo fuera de lo normal, alguna persona que le pareciera sospechosa? Mire este retrato robot…
Pero nada.
Dance ni siquiera vio síntomas de testimonitis crónica, la dolencia que aquejaba a quienes, sabiendo algo, fingían ignorancia por miedo a que sus familias o ellos mismos sufrieran las consecuencias. No. Después de pasar cuarenta minutos congelándose en la calle, llegó a la conclusión de que nadie había visto nada: ése era el problema.
Perdone, señor. Sí, es un carné de California, pero estoy colaborando con la policía de Nueva York. Puede llamar a este número para comprobarlo. Dígame, ¿ha visto…?
Cero.
En cierto momento se quedó paralizada de asombro al ver que un hombre salía de un portal y echaba a andar hacia ella. Pestañeó y su mente pareció congelarse mientras le miraba. Era idéntico a su difunto marido. Dance se dominó y consiguió seguir con su letanía. Él, sin embargo, pareció notar algo raro y, frunciendo el ceño, le preguntó si se encontraba bien.
Qué falta de profesionalidad, pensó la agente, enfadada consigo misma.
—Perfectamente —contestó con una sonrisa forzada.
El hombre, un empresario, no había visto nada fuera de lo corriente y siguió caminando calle arriba. Tras lanzarle una larga mirada, Dance prosiguió su búsqueda.
Quería encontrar una pista. Quería ayudar a atrapar al asesino. Como cualquier policía, ansiaba retirar de la circulación a un hombre peligroso y enfermo. Pero también quería interrogarle sin prisas cuando le detuvieran. El Relojero no se parecía a ningún otro criminal con el que se hubiera topado. Deseaba ardientemente averiguar qué era lo que le impulsaba a matar, lo que ponía en marcha el mecanismo del asesinato. Y se rió para sus adentros al advertir el doble sentido que, sin quererlo, albergaban sus palabras.
Siguió parando a transeúntes por espacio de una manzana, pero no dio con nadie que pudiera ayudarla.
Hasta que se encontró con el hombre del carrito.
En la acera, a una manzana del edificio de Lucy, detuvo a un hombre que llevaba un carrito de mano lleno de compra. El hombre miró el retrato robot del Relojero y dijo impulsivamente:
—Ah, sí. Creo que he visto a un hombre que se parecía a éste. —Luego titubeó—. Pero la verdad es que no he prestado mucha atención. —Hizo amago de marcharse.
Kathryn Dance supo de inmediato, sin embargo, que había visto algo más.
Testimonitis.
—Es muy importante.
—Sólo he visto a un tipo corriendo por la calle. Nada más.
—Oiga, tengo una idea. ¿Lleva ahí algo que pueda estropearse? —Señaló el carrito de la compra.
El desconocido titubeó otra vez, intentando adelantarse a ella.
—Pues no, la verdad.
—¿Qué le parece si tomamos un café y le hago unas preguntas? ¿Le importa?
Notó que sí le importaba. Pero en ese preciso momento les sacudió una ráfaga de aire helado y él puso cara de querer guarecerse del frío.
—Supongo que no. Aunque la verdad es que no puedo decirle nada más.
Bueno, eso ya lo veremos.
*****
Dentro de la furgoneta, Amelia Sachs y el agente Coyle se esforzaban por sentar a Art Snyder en el asiento de atrás. Estaba medio inconsciente y farfullaba palabras que la detective no lograba entender.
Al abrir la puerta Coyle, le había visto tirado en el suelo del vehículo, inconsciente, con la cabeza echada hacia atrás, y había pensado con horror que el ex-detective se había suicidado. Enseguida comprendió, sin embargo, que sólo estaba borracho como una cuba.
Le había zarandeado suavemente.
—¿Art?
Él había abierto los ojos y había arrugado el ceño, desorientado.
Por fin consiguieron ponerle sobre el asiento.
—No, sólo quiero dormir. Dejadme en paz. Quiero dormir.
—¿La furgoneta es suya?
—Sí —respondió Coyle.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Estaba en el Harry’s, en esta misma calle. Se negaron a servirle porque ya estaba borracho y entonces salió a la calle. Yo entré a comprar tabaco justo después. El camarero, que sabe que soy policía, me contó lo que había pasado. No quería que se metiera en el coche y acabara matándose o matando a alguien. Le encontré aquí, medio dentro de la furgoneta. Llevaba su tarjeta en el bolsillo.
Art Snyder se removió, soñoliento.
—Dejadme en paz. —Se le cerraron los ojos.
Sachs miró a Coyle.
—Yo me encargo de él.
—¿Está segura?
—Sí. Pero ¿podría parar un taxi y mandarlo aquí?
—Claro.
El policía salió de la furgoneta y se alejó. Sachs se agachó junto al detective jubilado y tocó su brazo.
—¿Art?
Él abrió los ojos y entornó los párpados al reconocerla.
—Tú…
—Art, vamos a llevarle a casa.
—Déjame en paz. Déjame en paz, joder.
Se había caído y tenía la manga rajada y un corte en la frente. Hacía poco que había vomitado.
—¿No has hecho ya suficiente? —le espetó—. ¿No me has puteado ya bastante? —Los ojos parecían salírsele de las órbitas—. Márchate. Quiero estar solo. ¡Déjame en paz! —Se puso de rodillas e intentó trepar al asiento del conductor—. ¡Fuera de aquí!
Sachs tiró con fuerza de él. Era un hombre corpulento, pero el alcohol había mermado sus fuerzas. Intentó levantarse, pero volvió a caer sobre el asiento.
—Lo estaba haciendo muy bien. —La detective señaló la botella que había en el suelo. Estaba vacía.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Qué cojones te importa?
—¿Qué ha pasado? —insistió ella.
—¿No lo entiendes? Tú, eso es lo que ha pasado.
—¿Yo?
—¿Por qué pensé que no pasaría nada? En el puto Departamento de Policía no hay secretos. Hago un par de preguntas de tu parte, dónde está el expediente, qué ha sido de él, y luego… Mi amigo, ese con el que iba a jugar al billar, ¿te acuerdas? No se presentó. Y ahora no me devuelve las llamadas. —Se limpió la boca con la manga—. Luego me llamó un tío que fue compañero mío tres años. Íbamos a ir de crucero con su mujer y con él. ¿Y a que a no adivinas a quién le ha surgido algo y de repente no puede ir? Y todo porque me puse a hacer preguntas. Un policía jubilado haciendo preguntas… Debí mandarte a la mierda en cuanto apareciste en mi casa.
—Art, yo…
—No te preocupes, jovencita. No mencioné tu nombre. No dije nada de nada. —Echó mano de la botella y, al ver que estaba vacía, la arrojó al suelo.
—Tranquilo, conozco a un buen psicólogo. Puede…
—¿Un psicólogo? ¿Y qué va a decirme? ¿Que he echado a perder mi vida?
Ella miró la botella.
—Ha tenido un tropiezo. Todo el mundo los tiene.
—No te estoy hablando de eso. Todo esto es porque la cagué.
—¿Qué quiere decir, Art?
—Que me hice policía. Que lo eché todo a perder. Que he desperdiciado mi vida.
Sachs sintió un escalofrío. Las palabras de Art Snyder le devolvían sus emociones como un eco. Expresaban con toda claridad el motivo por el que deseaba dejar la policía.
—Art, ¿qué le parece si le llevo a casa?
—Podría haber hecho cien cosas distintas. Mi hermano es fontanero. Mi hermana fue a la universidad y ahora trabaja en una agencia de publicidad. Hizo ese anuncio de mariposas, el de las compresas. Es famosa. Yo también podría haber sido alguien.
—Lo que pasa es que se siente…
—¡No! —le espetó él, señalándola con el dedo—. Tú no me conoces, no te atrevas a hablarme así. No tienes ningún derecho.
Sachs se quedó callada. Era cierto: no tenía derecho.
—Pase lo que pase con esa investigación, yo ya estoy jodido. Para bien o para mal, estoy jodido.
Se le heló el corazón al ver su ira y su dolor. Le rodeó con el brazo.
—Escuche, Art…
—¡Quítame las manos de encima! —Dejó caer la cabeza contra la ventanilla.
Coyle llegó un momento después, haciendo indicaciones a un taxi. Sachs y él ayudaron a Snyder a subir al coche. Ella dio al taxista la dirección del ex-detective, vació su monedero y le entregó cerca de cincuenta dólares, además de las llaves de la furgoneta de Snyder.
—Voy a llamar a su mujer para avisarla de que va de camino —le dijo al conductor.
El taxi se incorporó al denso tráfico del centro de Manhattan.
—Gracias —le dijo la detective a Coyle, y el policía asintió con la cabeza y se alejó.
Sachs se alegró de que no hiciera preguntas. Cuando dejó de verle, se metió la mano en el bolsillo y extrajo la pistola de Snyder. La había sacado disimuladamente de la funda que el ex-detective llevaba en la parte de atrás del cinturón al rodearle con el brazo. Quizá tuviera otra en casa, pero al menos no usaría aquélla para pegarse un tiro. La descargó, se guardó la munición y escondió el arma entre los muelles de debajo del asiento del copiloto. Luego cerró la puerta y regresó a su coche.
Había clavado el dedo índice en el pulgar y sentía una picazón en la piel. Se enfureció al pensar que, aparte de las extorsiones y el robo de pruebas, los policías corruptos, incluido su padre, cometían un delito de mayor calado. Sus esfuerzos por llegar al fondo de aquel asunto se habían convertido en algo resbaladizo y peligroso que afectaba también a personas inocentes. La vida de jubilado de Snyder, con la que el ex-detective quizá llevaba años soñando, de pronto empezaba a hacer aguas. Y todo por lo ocurrido en la comisaría 118.
De igual manera, lo que habían hecho los miembros del Club de la Avenida Dieciséis había cambiado para siempre las vidas de sus familias. Sus hijos y sus esposas se habían visto obligados a entregar su casa a los bancos o a abandonar los estudios para ponerse a trabajar y, marcados para siempre por el escándalo, habían sido condenados al ostracismo.
Ella todavía estaba a tiempo de dejarlo, de renunciar a su puesto y mantenerse lejos de todo aquello. Trabajaría en Argyle, se alejaría de toda aquella podredumbre, se olvidaría de tejemanejes políticos y empezaría de cero. Todavía estaba a tiempo. Para Art Snyder, en cambio, era demasiado tarde.
¿Por qué, papá? ¿Por qué lo hiciste?
Ya nunca lo sabría.
El tiempo, en su transcurrir, se había llevado consigo la posibilidad de hallar la respuesta a esa pregunta.
Sólo podía entregarse a especulaciones. Pero eso dejaba en el alma una herida que parecía enconarse sin remedio.
La única solución era hacer retroceder las manecillas del reloj. Y eso, naturalmente, era imposible.
*****
Tony Parsons se había sentado frente a Kathryn Dance, en una cafetería, con el carrito de la compra a su lado.
Achicó los ojos y sacudió la cabeza.
—Intento recordar, pero no se me ocurre nada más. —Sonrió—. Creo que ha malgastado su dinero. —Levantó su taza de café.
—Bueno, vamos a intentarlo.
Dance estaba segura de que Parsons le estaba ocultando algo. Suponía que había hablado sin pensar (¡ah, qué delicia son para los interrogadores los testigos impulsivos!) y que acto seguido había caído en la cuenta de que el individuo al que había visto podía ser un asesino. Quizás incluso el que había perpetrado esos horribles crímenes en el muelle y el callejón, el día anterior. Y ella sabía por experiencia que hasta las personas que declaraban gustosamente contra vecinos adúlteros o adolescentes cleptómanos tendían a perder la memoria cuando se trataba de delitos mayores.
Quizá fuera un hueso duro de roer, se dijo. Pero eso no le molestaba. Le encantaban los retos (el entusiasmo que solía producirle la confesión de un sospechoso se veía empañado a menudo por la certeza de que, con la firma de la declaración, otra batalla verbal tocaba a su fin).
Se puso leche en el café y miró con anhelo la ración de tarta de manzana de la vitrina del mostrador. Cuatrocientas cincuenta calorías. En fin…
Se volvió hacia Parsons.
Él añadió un poco más de azúcar a su café y lo removió.
—¿Sabe? Puede que si hablamos un rato se me ocurra algo más.
—Es una idea estupenda.
El hombre asintió.
—Bueno, pues vamos a tener una buena charla de tú a tú.
Y le lanzó una enorme sonrisa.