Subieron sin prisa la escalera en penumbra, que olía a limpiador de pino y a gasoil para calefacciones.
—¿Cómo habrá entrado? —se preguntó Sachs en voz alta.
—Ese tío es como un fantasma. Se mete donde le da la gana, joder.
Ella miró escalera arriba. Se detuvieron frente a la puerta. La placa del nombre decía «Richter-Dobbs».
No va a ser agradable…
—Vamos allá.
Sachs abrió la puerta y entró en el apartamento de Lucy Richter, donde les salió al paso una joven musculosa, en chándal y con el pelo recogido con horquillas. Su semblante se ensombreció al verles y reparar en la insignia dorada que colgaba de sus cuellos.
—¿Usted está al mando? —preguntó, enfadada, encarándose con Lon Sellitto.
—Soy uno de los detectives del caso.
Sachs y él se identificaron.
Lucy Richter puso los brazos en jarras.
—¿Qué cojones se creen que están haciendo? —gritó—. Saben que hay un psicópata que va por ahí dejando esos putos relojes y matando a la gente, ¿y no se lo dicen a nadie? No he sobrevivido todos estos meses de guerra en el jodido desierto para venir a casa y que me mate algún hijo de puta sólo porque ustedes no se molestan en hacerlo público.
Tardaron un rato en calmarla.
—Señora —empezó Sachs—, no es que reparta esos relojes por anticipado para que la gente sepa que se dispone a matar. No es así como funciona. Estaba aquí. En su casa. Ha tenido usted suerte.
Lucy Richter había tenido suerte, en efecto.
Media hora antes, un transeúnte había visto a un hombre subir por la escalera de incendios y saltar a la azotea del tejado y había llamado a emergencias para dar el aviso. Por lo visto, el Relojero había mirado hacia abajo y había escapado al darse cuenta de que le habían sorprendido.
Los agentes de la policía habían recorrido el vecindario sin encontrar pistas ni testigos que hubieran visto a alguien cuya descripción coincidiera con el retrato robot del asesino.
Sachs miró a Sellitto y éste dijo:
—Lamentamos mucho el incidente, señora Richter.
—Lo lamentan —replicó ella con sarcasmo—. Su obligación es hacerlo público.
Los detectives se miraron. Sellitto asintió con la cabeza.
—Tiene razón. Pediré a Relaciones Públicas que lo anuncie en las noticias locales.
—Me gustaría inspeccionar su apartamento por si ese hombre hubiera dejado alguna pista —dijo Sachs—. Y hacerle algunas preguntas sobre lo ocurrido.
—Dentro de un momento. Tengo que hacer un par de llamadas. Mi familia va a enterarse por las noticias. No quiero que se preocupen.
—Es muy importante —dijo Sellitto.
La militar abrió su teléfono móvil.
—Dentro de un minuto, he dicho —contestó con firmeza.
*****
—Rhyme, ¿estás ahí?
—Adelante.
Conectado a Sachs a través de la radio, desde su laboratorio, el criminalista recordó que un mes después tenían previsto probar una cámara de vídeo de alta definición que, sujeta a la cabeza o al hombro de su ayudante, le permitiría ver desde aquella misma sala todo lo que viera ella. Lo llamaban, en broma, el juguetito de James Bond. Sintió una punzada de tristeza al pensar que no llegarían a estrenarlo juntos.
Después ahuyentó aquella emoción y se dijo lo que solía decirles a sus colaboradores: que había un criminal suelto y que lo único que importaba era atraparle, para lo cual era preciso concentrarse en la tarea al cien por cien.
—Le hemos enseñado a Lucy el retrato robot del Relojero. No le ha reconocido.
—¿Cómo ha entrado?
—No estamos seguros. Si se está ciñendo a su modus operandi, habrá forzado la puerta de la calle. Aunque tengo la impresión de que subió a la azotea y bajó por la escalera de incendios hasta la ventana de la víctima. Entró, dejó el reloj y esperó a que llegara la chica. Pero por alguna razón volvió a salir. Fue entonces cuando le vio alguien desde la calle y se largó, subiendo otra vez por la escalera de incendios.
—¿Estaba dentro de la casa?
—Dejó el reloj en el cuarto de baño. La salida de incendios está junto al dormitorio principal, así que también ha estado allí. —Sachs hizo una pausa. Un momento después añadió—: Han estado buscando testigos, pero nadie parece haberle visto. Ni a él, ni su coche. Puede que su cómplice y él se estén moviendo a pie, ahora que tenemos su todoterreno.
Media docena de líneas de metro tenían parada en Greenwich Village. El Relojero y su acompañante podían haber escapado por cualquiera de ellas.
—No lo creo.
Rhyme explicó que tenía la impresión de que preferían usar un coche. Utilizar un vehículo o no utilizarlo cuando se comete un crimen suele ser una pauta fija en el modus operandi de un asesino. Rara vez cambia.
Sachs inspeccionó el dormitorio, la salida de incendios, el cuarto de baño y las rutas que tenía que haber tomado el asesino para llegar a esos lugares. Inspeccionó también la azotea e informó al criminalista de que no la habían asfaltado recientemente.
—Nada, Rhyme. Es como si él también llevara un mono de polietileno. No deja ni rastro.
Edmond Locard, el famoso criminalista francés, formuló lo que llamó el «principio de intercambio», según el cual siempre que se perpetra un crimen tiene lugar una transferencia de materiales entre el criminal y el lugar donde actúa. El criminal deja algo de sí en el lugar de los hechos y se lleva algo, a su vez, al marcharse. Se trata, sin embargo, de un principio engañosamente optimista, porque en ocasiones los restos materiales son tan minúsculos que pasan desapercibidos y otras veces se encuentran con facilidad, pero no ofrecen ninguna pista útil para el investigador. Aun así, según la doctrina Locard, siempre ha de haber alguna transferencia de restos materiales.
Rhyme se preguntaba a menudo, no obstante, si existía algún criminal que fuera tan listo como él o más aún, y si esa persona podía llegar a dominar la ciencia forense hasta el punto de cometer un crimen desmintiendo el principio de Locard: sin dejar ni llevarse adherido vestigio material alguno. ¿Sería el Relojero esa persona?
—Piensa, Sachs. Tiene que haber algo más. Algo que estamos pasando por alto. ¿Qué dice la víctima?
—Está muy alterada. No puede concentrarse.
Rhyme se quedó callado un momento. Luego dijo:
—Voy a mandarte nuestra arma secreta.
*****
Kathryn Dance tomó asiento delante de Lucy Richter, en el cuarto de estar del apartamento.
Detrás de ella se veía un póster de Jimi Hendrix y una foto de boda en la que aparecía con su marido, un hombre de cara redonda y alegre, vestido con uniforme militar de gala.
Notó que la mujer parecía bastante serena, dadas las circunstancias, aunque saltaba a la vista que, tal y como había dicho Amelia Sachs, había algo que la angustiaba. Dance tenía la impresión de que su desasosiego no se debía únicamente al ataque, sino a otra cosa. No mostraba los síntomas de estrés postraumático típicos de quien ha estado a punto de perder la vida. Era algo más elemental lo que la angustiaba.
—Si no le importa, ¿podría explicármelo todo con detalle desde el principio?
—Claro, si con eso ayudo a que cojan a ese hijo de puta.
Le explicó que esa mañana había ido a entrenar al gimnasio y que, al volver a casa, había encontrado el reloj.
—Estaba preocupada. Ese tictac… —Su rostro mostraba de pronto una reacción de temor: parecía debatirse entre la resistencia y la huida. A instancias de Dance, le explicó lo de las bombas—. Imaginé que el reloj era un regalo o algo así, pero la verdad es que me asusté. Luego sentí una corriente y fui a mirar. Me encontré abierta la ventana del dormitorio. Fue entonces cuando apareció la policía.
—¿No notó ninguna otra cosa fuera de lo normal?
—No. Es lo único que recuerdo.
Dance le hizo algunas preguntas más. Lucy Richter no conocía a Theodore Adams, ni a Joanne Harper. No se le ocurría nadie que pudiera querer hacerle daño. Intentaba recordar algo más que pudiera ayudar a la policía, pero estaba en blanco.
Parecía muy valiente, pero la experta en cinestesia creía que algún resorte de su subconsciente le impedía concentrarse en lo que acababa de suceder. El típico gesto defensivo de cruzar los brazos y las piernas indicaba no que les estuviera mintiendo, sino que intentaba poner una barrera entre ella y lo que percibía como una amenaza.
Dance se dijo que debía abordar el asunto de otra manera. Dejó su cuaderno de notas.
—¿Qué está haciendo en Nueva York? —preguntó en tono cordial.
Lucy le explicó que estaba destinada en Oriente Próximo y había vuelto de permiso. Normalmente, se habría reunido con Bob, su marido, en Alemania, donde tenían amigos, pero ese jueves iban a darle una condecoración.
—¿Ah, sí? ¿En el desfile de apoyo a las tropas?
—Justo después.
—Enhorabuena.
Richter esbozó apenas una sonrisa. La agente reparó en aquella reacción sutil.
Y notó también cómo reaccionaba ella misma ante la noticia: cuatro días antes de morir, su marido había recibido una condecoración del FBI en reconocimiento a su valor durante un tiroteo. Pero aquello fue un chisporroteo de electricidad estática que sofocó rápidamente.
Sacudiendo la cabeza, prosiguió:
—Vuelve usted a Estados Unidos y mire lo que pasa: se tropieza con ese tipo. Vaya faena. Sobre todo, después de haber estado sirviendo en el extranjero.
—Allí las cosas no están tan mal. En las noticias parece bastante peor de lo que es.
—Aun así… Aunque usted parece llevarlo bien.
Su cuerpo contaba una historia muy distinta.
—Sí, bueno, una hace lo que tiene hacer. No es nada del otro mundo. —Había entrelazado los dedos.
—¿A qué se dedica allí?
—Coordino el suministro de combustible. Los camiones de gasoil, básicamente.
—Una labor importante.
Richter se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
—Seguro que es estupendo estar de permiso en casa.
—¿Ha sido militar?
—No —respondió Dance.
—Pues cuando estás en el ejército tienes que recordar la regla número uno: nunca dejes pasar un permiso. Aunque sólo sea para beber un poco de ponche con los mandos y recoger una condecoración.
Dance siguió animándola a hablar.
—¿Cuántos soldados más habrá en la ceremonia?
—Dieciocho.
Lucy no se sentía nada cómoda. Dance se preguntaba si su nerviosismo soterrado se debía a que durante la ceremonia tendría que decir unas palabras delante de una multitud. En la escala del miedo, hablar en público ocupaba un puesto más alto que lanzarse en paracaídas.
—¿Y va a ir mucha gente a la ceremonia?
—No lo sé. Cien personas. Doscientas, quizá.
—¿Su familia va?
—Sí, claro. Van todos. Después comeremos aquí.
—Como dice mi hija —comentó la agente—, las fiestas molan. ¿Qué hay de menú?
—Sí que molan —contestó Lucy con buen humor—. Estamos en el Village, así que será comida italiana. Macarrones al horno, marisco, embutidos… Mi madre y mi tía se encargarán de la cocina. Yo voy a hacer el postre.
—Los postres son mi perdición —dijo Dance—. Vaya, me está entrando hambre. —Luego agregó—: Perdone, me he distraído. —Dejó el cuaderno cerrado y la miró a los ojos—. Volviendo a su visitante. Me estaba diciendo que acababa de prepararse un té, que estaba llenando la bañera y que notó una corriente de aire. Entró en el dormitorio y la ventana estaba abierta. ¿Qué iba yo a preguntarle? Ah, sí. ¿Vio alguna otra cosa fuera de lo normal?
—No, la verdad —contestó rápidamente, igual que antes. Pero luego entornó los ojos—. Espere. ¿Sabe…? Hay una cosa.
—¿Sí?
Dance había hecho lo que se conocía como un «aluvión». Había llegado a la conclusión de que el Relojero no era lo único que preocupaba a Lucy; su trabajo en el extranjero y la inminente ceremonia también la angustiaban, fuera por la razón que fuese. La agente había vuelto sobre esos temas, bombardeándola con preguntas con la esperanza de aturdirla y hacer posible que otros recuerdos afloraran a la superficie.
Lucy se levantó y se acercó al dormitorio. La experta en interrogatorios la siguió sin decir nada. Amelia Sachs se reunió con ellas.
La militar miró a su alrededor.
Cuidado, se dijo Dance. Estaba buscando algo. La agente guardó silencio. Muchos interrogadores echan por tierra una sesión por insistir demasiado en algo. Por regla general, los recuerdos difusos pueden hacerse aflorar, pero rara vez se dejan aprehender.
Escuchar y observar son las partes más importantes de una entrevista. Hablar viene después.
—Sí que me extrañó una cosa, aparte de que estuviera abierta la ventana… Ah, ya lo tengo. Antes, cuando entré en la habitación para ver de dónde venía ese tictac, había algo distinto. No veía la cómoda.
—¿Y qué tiene eso de particular?
—Cuando me marché al gimnasio, miré hacia la cómoda para ver si mis gafas de sol estaban encima. Estaban y las recogí. Pero luego, cuando me asomé a la habitación al oír el tictac, no vi la cómoda. Porque la puerta del armario estaba entreabierta.
—Entonces —sugirió la agente— es probable que ese hombre se escondiera en el armario o detrás de la puerta después de dejar el reloj.
—Sí, tiene sentido —dijo Lucy.
Dance se volvió hacia Sachs, que asintió con una sonrisa y dijo:
—Muy bien. Será mejor que me ponga manos a la obra.
Y abrió la puerta del armario con la mano enguantada.
*****
Habían fracasado por segunda vez.
Duncan conducía con más atención, con más meticulosidad que de costumbre.
Guardaba silencio y parecía perfectamente tranquilo. Lo cual irritaba a Vincent aún más. Si hubiera dado puñetazos y gritado, como hacía su padrastro, él se habría sentido mejor. (¿Qué has hecho?, le había gritado hecho una furia, refiriéndose a la violación de Sally Anne. ¡Gordo pervertido!) Estaba preocupado. Temía que Duncan se hubiera hartado y dejara correr el asunto.
Vincent no quería que su amigo se marchara.
Pero el Relojero se limitaba a conducir despacio, sin salirse de su carril, sin acelerar ni siquiera para intentar saltarse los semáforos en ámbar.
Estuvo largo rato callado.
Por fin le explicó a Vincent lo que había sucedido: al empezar a subir a la azotea con intención de entrar en el edificio y llamar a la puerta de Lucy para que dejara de hablar por teléfono, se le había ocurrido mirar hacia abajo y había visto en el callejón a un hombre que le miraba fijamente. El tipo se había sacado el móvil del bolsillo y le había gritado que se detuviese. Duncan había corrido entonces a la azotea y atravesado a la carrera varios edificios; después se había descolgado hasta el callejón y había corrido en dirección al Buick.
Conducía con la meticulosidad de siempre, pero sin destino aparente. Al principio, Vincent se preguntó si era para despistar a la policía. Pero no parecía que hubiera riesgo de que les siguieran. Luego llegó a la conclusión de que su compañero había puesto el piloto automático y estaba conduciendo en amplios círculos.
Como las manecillas de un reloj.
El nerviosismo de la huida se disipó de nuevo y Vincent sintió que el ansia volvía a apoderarse de él. Le dolían las mandíbulas, la cabeza, la entrepierna.
Si no comemos, nos morimos.
Deseaba estar otra vez en Michigan, con su hermana, cenando con ella por ahí o viendo la tele. Pero su hermana no estaba allí, estaba a muchos kilómetros de distancia, tal vez pensando en él en ese preciso instante, aunque eso de poco le servía. El ansia era demasiado intensa. ¡Todo les salía mal! Le daban ganas de gritar. Tenía mejor suerte recorriendo los centros comerciales de las carreteras de Nueva Jersey, o esperando a que una estudiante o una recepcionista pasaran corriendo por un parque desierto. ¿Qué sentido tenía…?
—Lo siento —dijo Duncan con voz queda.
—¿Qué…?
—Lo siento.
Vincent quedó desarmado. Su ira se desinfló y no supo qué decir.
—Me has ayudado, te has esforzado mucho. Y mira lo que ha pasado. Te he defraudado.
Vincent oyó a su madre explicándole, cuando tenía diez años, que le había defraudado con Gus. Y luego con su segundo marido, y después con Bart y con Rachel, el experimento, y por último con su tercer marido.
Cada una de esas veces, el joven Vincent había contestado lo mismo que ahora:
—No pasa nada.
—No, sí que pasa. Yo hablo siempre del plano universal de las cosas, pero eso no resta importancia a nuestros fracasos. Te debo una. Y voy a compensarte.
Eso nunca se lo había dicho su madre, y mucho menos lo había hecho. No, ella había dejado que Vincent encontrara consuelo en la comida, en los programas de la tele, espiando a las chicas y asaltándolas de vez en cuando.
Estaba claro que su amigo hablaba sinceramente. Le remordía la conciencia que él se hubiera quedado sin Lucy. Vincent sentía aún ganas de gritar, pero por otros motivos. No era por ansia, ni por frustración. Se sentía embargado por una sensación extraña. A él la gente casi nunca le decía cosas bonitas como aquélla. Casi nunca se preocupaba por él.
—Mira —añadió Duncan—, a la próxima no la vas a querer.
—¿Es fea?
—No, nada de eso. Es por cómo va a morir. Voy a quemarla.
—Ah.
—¿Te acuerdas de la tortura del alcohol, la del libro?
—No.
Las fotografías del libro, en las que aparecían hombres sometidos a torturas, no habían captado su interés.
—Se vierte alcohol en la mitad inferior del cuerpo y se le prende fuego. El fuego de alcohol puede apagarse rápidamente, si confiesan. Pero yo no pienso apagarlo, claro.
Duncan tenía razón, pensó Vincent. Después de aquello, no querría a la mujer.
—Pero se me ha ocurrido otra idea.
El asesino le explicó lo que había pensado, y Vincent fue animándose por momentos.
—¿No crees que así todos quedaremos contentos? —preguntó Duncan.
Bueno, todos no. Vincent el Listo había vuelto y, a pesar de lo ocurrido, estaba de muy buen humor.
*****
Sentado delante de sus pizarras, el criminalista oyó de nuevo a Sachs a través de la línea.
—Bueno, Rhyme, hemos descubierto que estaba escondido en el armario.
—¿En cuál?
—En el del dormitorio de Lucy.
Cerró los ojos.
—Descríbemelo.
La detective pintó para él el cuadro completo: el pasillo que llevaba al dormitorio, la disposición de la estancia y de los muebles, los cuadros que colgaban de la pared, la ruta de entrada y salida del Relojero y otros muchos pormenores. Lo describió todo con objetividad y detalle. Su capacidad y su experiencia brillaban tan nítidamente como su cabello rojo. Rhyme se preguntaba cuánto tiempo tardaría otro agente en recorrer así de bien la cuadrícula si Sachs dejaba el cuerpo.
Una eternidad, pensó con sarcasmo.
Por un momento sintió cólera. Luego, sacudiéndose esa emoción, se concentró en lo que iba diciendo su compañera.
—Tiene casi dos metros de ancho —dijo Sachs al describirle el armario—. Está lleno de ropa. La de hombre a la izquierda, la de mujer a la derecha, mitad y mitad. Los zapatos están en el suelo. Hay catorce pares. Cuatro de hombre, diez de mujer.
La proporción típica para un matrimonio, se dijo Rhyme pensando en su armario de hacía años.
—Cuando estaba ahí escondido, ¿se tumbó en el suelo?
—No. Hay demasiadas cajas.
Rhyme le oyó hacer una pregunta. Luego Sachs volvió a ponerse.
—La ropa está ordenada, pero ha tenido que apartarla. Veo algunas cajas movidas en el suelo y unas cuantas motas de ese asfalto para azoteas que encontramos ayer.
—¿Entre qué ropa se ha escondido?
—Entre un traje y el uniforme de Lucy.
—Bien. —Ciertas prendas, como los uniformes, son especialmente propicias para la recogida de pruebas por sus galones prominentes, sus botones y sus adornos—. ¿Por la parte delantera o por la de atrás?
—Por delante.
—Perfecto. Revisa cada botón, cada medalla, cada barra y condecoración.
—De acuerdo. Dame unos minutos.
Se hizo el silencio.
Una impaciencia cargada de exasperación volvió a apoderarse de Rhyme. Fijó la mirada en las pizarras.
—He encontrado dos pelos y algunas fibras —dijo Sachs por fin.
El criminalista estuvo a punto de decirle que comparara los cabellos con muestras que encontrara en el apartamento. Pero no hizo falta, desde luego.
—He comparado los pelos con el cabello de la chica. No coinciden. —Rhyme se disponía a decirle que buscara una muestra del cabello del marido cuando ella añadió—: Pero he encontrado el peine del marido. Hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que sean suyos.
Bien, Sachs. Bien.
—Pero las fibras no parecen proceder de nada de lo que hay aquí. —La detective hizo una pausa—. Parecen de lana, de color claro. Puede que sean de un jersey. Pero estaban prendidas al bolsillo de un botón, más o menos a la altura del hombro de una persona de la estatura del Relojero. Podrían ser del cuello de vellón de una chaqueta.
Una deducción lógica, aunque tendrían que analizar las fibras más detenidamente en el laboratorio.
Pasados unos minutos, la detective añadió:
—Eso es todo, Rhyme. No es mucho, pero es algo.
—Está bien, tráelo todo. Lo analizaremos aquí. —Cortó la comunicación.
Thom se encargó de anotar la información que les había proporcionado Sachs. Cuando su ayudante salió de la habitación, Lincoln Rhyme miró de nuevo las pizarras y se preguntó si, lejos de ser sólo pistas de un homicidio, aquellas anotaciones no serían la prueba palmaria de un asesinato de índole muy distinta. Un asesinato cuyo cadáver sería el último caso en el que Sachs y él trabajarían juntos.
Lon Sellitto se había marchado y Sachs estaba acabando de embalar las pruebas en el apartamento de Lucy Richter.
Se volvió hacia Kathryn Dance y le dio las gracias.
—Espero que sirva de algo —contestó la agente californiana.
—Eso es lo interesante del trabajo forense. Que un par de fibras pueden bastar para condenar a una persona. Habrá que ver. Vuelvo a casa de Rhyme —añadió Sachs—. Oye, no sé si te apetecerá, pero ¿podrías preguntar por el barrio? Está claro que tienes buena mano con los testigos.
—Claro que sí.
Sachs le dio algunas copias del retrato robot del Relojero y se marchó a casa de Rhyme.
Dance miró a Lucy Richter.
—¿Se encuentra bien?
—Sí —contestó la militar con una sonrisa estoica. Entró en la cocina y puso a calentar la tetera—. ¿Le apetece un té? ¿O un café?
—No. Voy a salir a buscar testigos.
Lucy bajó la mirada hacia el suelo: una señal inconfundible para un estudioso de la cinestesia. Dance guardó silencio.
—Me ha dicho que es de California —dijo Lucy—. ¿Se marcha pronto?
—Mañana, seguramente.
—Me preguntaba si tendría tiempo para tomar un café o algo así. —Se puso a juguetear con una manopla de horno en la que se leía «4.ª División de Infantería. Leales y firmes».
—Claro. Encontraremos un hueco. —Sacó una tarjeta de su bolso y anotó el nombre de su hotel y el número de su móvil.
Lucy cogió la tarjeta.
—Llámeme —dijo la agente.
—Lo haré.
—¿Va todo bien?
—Sí, claro. Perfectamente.
Dance le estrechó la mano y, mientras salía del apartamento, se recordó una regla fundamental del análisis cinestésico: a veces, no hace falta descubrir lo que se oculta detrás de cada mentira que te dice tu interlocutor.