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09:02 horas

Lincoln Rhyme llevaba despierto más de una hora. Un joven agente de la Guardia Costera había ido a hacerle entrega de una chaqueta de hombre de la talla cuarenta y cuatro que había sido hallada flotando en el puerto de Nueva York. Pertenecía probablemente, dedujo el capitán de la lancha policial, a la víctima desaparecida: tenía ambas mangas cubiertas de sangre y varias rajas en los puños.

La chaqueta era de Macy’s y no contenía ninguna prueba o resto material que pudiera conducirles hasta su propietario.

Rhyme estaba ahora en el dormitorio, acompañado por Thom. Habían terminado su rutina matinal: los ejercicios de rehabilitación y lo que su ayudante llamaba con mucho tacto sus «necesidades higiénicas». (El criminalista, en cambio, se refería a ello como «el detallito de la caca y el pis», aunque por lo general sólo lo hacía cuando tenía visitas a las que resultaba fácil escandalizar).

Amelia Sachs subió por la escalera para reunirse con ellos. Dejó su chaqueta en una silla, pasó junto a Rhyme y abrió las cortinas. Contempló desde la ventana Central Park.

El joven y delgado ayudante de Rhyme notó enseguida que pasaba algo.

—Voy a hacer café. O tostadas. O lo que sea. —Desapareció, cerrando la puerta a su espalda.

¿Qué pasa ahora?, se preguntó Rhyme, apesadumbrado. Estaba harto de tener que bregar con cuestiones personales, y últimamente parecían surgir a cada paso.

Ella seguía contemplando el hiriente resplandor del parque.

—Bueno, ¿cuál era ese asunto tan importante?

—Me he pasado por Argyle Security.

Rhyme parpadeó y miró atentamente su cara.

—Son los que te llamaron después de que escribieran sobre ti en el Times cuando cerramos el caso del ilusionista.

—Exacto.

Argyle era una multinacional especializada en seguridad corporativa y negociación en casos de secuestro de empleados, un delito en boga en algunos países extranjeros. Habían ofrecido trabajo a Sachs con un sueldo que duplicaba lo que ganaba en la policía. Le prometían, además, un permiso para llevar armas ocultas válido en la mayoría de las jurisdicciones, lo cual era poco frecuente entre las empresas de seguridad. Eso y la posibilidad de que la enviaran a lugares exóticos y peligrosos había despertado el interés de la detective, pese a lo cual había rehusado la oferta casi de inmediato.

—¿A qué viene esto?

—Lo dejo, Rhyme.

—¿Dejas la policía? ¿Hablas en serio?

Ella asintió con un gesto.

—Estoy decidida. Quiero cambiar de rumbo. Y allí también puedo hacer cosas interesantes. Proteger a familias y a niños. Hacen mucho trabajo antiterrorista.

Ahora Rhyme también miraba por la ventana, hacia los árboles diáfanos y desnudos de Central Park. Pensaba en su conversación de la víspera con Kathryn Dance acerca de sus primeros días de rehabilitación. Terry Dobyns, un médico joven e incisivo de la policía de Nueva York, le dijo que nada duraba eternamente. Se refería a la depresión que el criminalista sufría por aquel entonces, pero la frase había cobrado de pronto un significado muy distinto, y no podía quitársela de la cabeza.

Nada dura eternamente.

—Ah.

—Creo que tengo que hacerlo, Rhyme. Tengo que hacerlo.

—¿Por lo de tu padre?

Sachs asintió de nuevo, hundió un dedo entre su pelo y comenzó a rascarse el cuero cabelludo. El dolor (ése u otro) le hizo contraer el rostro en una mueca.

—Eso es un disparate, Sachs.

—Creo que ya no puedo seguir. No puedo seguir en la policía.

—¿No crees que te estás precipitando?

—He estado pensándolo toda la noche. En toda mi vida le había dado tantas vueltas a un asunto.

—Pues sigue pensando. No puedes tomar una decisión así después de recibir una mala noticia.

—¿Una mala noticia? Todo lo que pensaba sobre mi padre era mentira.

—Todo, no —contestó Rhyme—. Sólo una parte de su vida.

—La más importante. Mi padre, ante todo, era un policía.

—De eso hace mucho tiempo. El Club de la Avenida Dieciséis se cerró cuando tú eras un bebé.

—¿Y eso le hace menos corrupto?

Él no dijo nada.

—Rhyme, ¿quieres que te lo explique? ¿Como si fuera una prueba? ¿Que añada unas gotas de reactivo y mire los resultados? No puedo. Lo único que sé es que tengo un regusto muy amargo en la boca. Este asunto ha cambiado por completo mi opinión sobre el trabajo policial.

—Tiene que ser duro —dijo él con ternura—, pero lo que pasó con tu padre no tiene por qué afectarte. Lo que importa es que eres una buena policía y que si tú te vas se resolverán muchos menos casos.

—Sólo puedo resolver casos si me dedico a ellos en cuerpo y alma. Y no es así. Ahora me falta algo. Pulaski lo está haciendo muy bien —añadió—. Cuando yo empecé a trabajar contigo, no era tan buena como él.

—Es bueno porque le has entrenado tú.

—No empieces.

—¿A qué?

—A adularme, a dejar caer esos comentarios. Era lo que hacía mi madre con mi padre. Entiendo que no quieras que me vaya, pero no juegues esa baza.

Rhyme, sin embargo, tenía que hacerlo. Eso, y cualquier otra cosa que se le ocurriera. Después del accidente había luchado a brazo partido con la idea del suicidio en diversos momentos. Y aunque había estado a punto de hacerlo, al final siempre lo había descartado. Lo que se proponía Amelia Sachs era una especie de suicidio psíquico. Él sabía que, al abandonar la policía, estaría aniquilando su alma.

—Pero Argyle… Eso no es para ti. —Sacudió la cabeza—. Nadie se toma en serio la seguridad corporativa, ni siquiera sus propios clientes. Ellos menos que nadie.

—No, trabajan en misiones interesantes. Y te mandan a estudiar. Aprendes otros idiomas. Incluso tienen un departamento forense. Y el sueldo está bien.

Él se rió.

—¿Desde cuándo se trata de un asunto de dinero? Piénsatelo un tiempo, Sachs. ¿Qué prisa tienes?

Ella negó con la cabeza.

—Voy a cerrar el caso del Saint James y haré todo lo que necesites para detener al Relojero, pero después…

—¿Sabes?, si lo dejas, se te cerrarán muchas puertas. Y eso te pasará factura mucho tiempo, si alguna vez quieres volver. —La sangre le palpitaba en las sienes. Desvió la mirada.

—Rhyme… —Acercó una silla para sentarse, tomó su mano (la derecha, cuyos dedos conservaban algo de sensibilidad y movimiento) y se la apretó con fuerza—. Esto no afectará a nuestra vida, haga lo que haga. —Sonrió.

Tú y yo, Rhyme…

Tú y yo, Sachs…

Él apartó los ojos. Lincoln Rhyme era un científico, un hombre dominado por el intelecto, no por las emociones. Se habían conocido hacía unos años trabajando en un caso difícil, una serie de secuestros perpetrados por un asesino obsesionado con los huesos humanos. Nadie había podido detenerle, salvo aquellos dos inadaptados: Rhyme, el ex-detective tetrapléjico, y Sachs, la novata desengañada, traicionada por su novio policía. Juntos, sin embargo, formaban un todo: habían llenado el vacío desgarrado que había en el interior de cada uno de ellos y habían detenido al asesino.

Por más que quisiera negarlo, aquellas palabras, «tú y yo», se habían convertido en su brújula dentro del precario mundo que habían creado juntos. No estaba del todo convencido de que Sachs estuviera en lo cierto al afirmar que su vida en común no se vería alterada por su decisión de abandonar la policía. ¿Acaso no cambiaría su relación si no compartían el mismo objetivo?

¿Estaba asistiendo a la transición entre el antes y el después?

—¿Has renunciado ya?

—No. —Sacó un sobre blanco del bolsillo de su chaqueta—. He escrito la carta de dimisión, pero quería decírtelo primero.

—Espera un par de días antes de decidirte. No me lo debes, pero te lo estoy pidiendo. Sólo un par de días.

Ella estuvo un rato mirando el sobre. Por fin dijo:

—Está bien.

Rhyme pensó: Henos aquí, trabajando en el caso de un hombre obsesionado con los relojes, y para mí lo más importante en este momento es que Sachs me dé un poco de tiempo.

—Gracias. —Luego añadió—: Ahora, vamos a ponernos manos a la obra.

—Quiero que entiendas…

—No hay nada que entender —respondió con milagrosa ecuanimidad, o eso le pareció—. Tenemos que atrapar a un asesino. No deberíamos pensar en nada más.

La dejó sola en el dormitorio y tomó el pequeño ascensor para bajar al laboratorio, donde Mel Cooper ya estaba trabajando.

—La sangre encontrada en la chaqueta es AB positivo. Coincide con la del muelle.

El criminalista hizo un gesto afirmativo y le ordenó llamar al Laboratorio de Propulsión a Reacción de la NASA para preguntar por los escáneres térmicos del satélite ASTER, que tal vez pudieran darles alguna pista sobre la procedencia del asfalto para azoteas.

Era aún temprano en California, pero Cooper consiguió hablar con alguien del laboratorio y convencerlo de que buscara y cargara las imágenes. Éstas llegaron poco después. Eran impresionantes, pero no les sirvieron de gran cosa. Tal y como decía Sellitto, había cientos, si no miles de edificios que mostraban indicios de altas temperaturas, y el programa no distinguía entre las azoteas que estaban siendo reasfaltadas, los edificios que estaban en obras, los que se calentaban mediante vapor y los que tenían chimeneas que alcanzaban temperaturas especialmente elevadas.

A Rhyme sólo se le ocurrió dar orden a jefatura de que les notificaran cualquier robo o allanamiento acaecido en un edificio cuya azotea se estuviera reparando o en sus inmediaciones.

Después de titubear un momento, la operadora contestó que introduciría el aviso en el ordenador principal. El tono de su voz parecía sugerir que Rhyme estaba dando palos de ciego.

Y era cierto, ¿para qué negarlo?

*****

Lucy Richter cerró la puerta de su casa y echó la llave.

Colgó su chaqueta y su sudadera, en cuya parte delantera se leía: «4.ª División de Infantería, Fort Hood». En la de atrás figuraba el lema de la división: «Leales y firmes».

Lucy tenía agujetas. Había corrido cinco kilómetros en la cinta del gimnasio, a buen ritmo y con un nueve por ciento de pendiente, y luego había hecho media hora de flexiones y abdominales. En el ejército había aprendido, entre otras muchas cosas, a valorar la fuerza física. Uno podía abandonarse, burlarse del ejercicio y considerarlo una pérdida de tiempo, pero lo cierto era que te daba poder.

Puso agua a calentar para hacerse un té y, mientras pensaba en lo que tenía que hacer, sacó de la nevera un donut azucarado. Tenía un montón de cosas pendientes: debía devolver llamadas y responder correos electrónicos, preparar galletas y hacer la tarta de queso que tan rica le salía para la comida del jueves. O quizá saldría con sus amigas y compraría algún postre en una pastelería. O comería con su madre.

O se tumbaría en la cama a ver series de televisión, sólo por darse ese gusto.

Sus dos semanas en el paraíso, lejos del país de la niebla amarga, acababan de empezar y pensaba disfrutarlas sin perder un solo minuto.

Lo de la niebla amarga se lo había oído decir a un policía a las afueras de Bagdad, refiriéndose al humo y los vapores que levantaba la detonación de una bomba de fabricación casera.

En las películas, las explosiones eran grandes fogonazos de gasolina en llamas. Cuando se apagaban no quedaba nada, salvo el plano que mostraba las caras de pasmo de los actores. En realidad, a la explosión de un artefacto casero seguía una densa y fétida niebla azulada que producía picores en los ojos y quemazón en los pulmones. Formada en parte por polvo, en parte por humo químico y en parte por piel y cabello pulverizados, aquella niebla tardaba horas en disiparse.

Era un símbolo del horror de las guerras de nuevo cuño, en las que no había aliados en los que pudiera confiarse, más allá de los propios compañeros de filas; ni tampoco formaciones, ni frentes de batalla. Y nunca se sabía quién era el enemigo. Podía ser el intérprete, el cocinero, un viandante, un empresario local, un adolescente o un viejo. O alguien situado a cinco kilómetros de distancia. En cuanto a las armas… No eran obuses, ni carros de combate, sino aquellos paquetitos de los que salía la niebla amarga, un hato de TNT, de C3 o C4, o un cartucho robado de tu propia armería, tan bien escondido que no lo veías hasta que… En fin, lo cierto era que no llegabas a verlo nunca.

Lucy revolvió un armario de la cocina en busca del té.

La niebla amarga…

De pronto se quedó parada. ¿Qué era ese ruido?

Ladeó la cabeza y prestó atención.

¿Qué era eso?

Un tictac. Sintió que se le encogía el estómago. Bob y ella no tenían relojes de cuerda. Pero eso parecía.

¿Qué coño es?

Entró en el pequeño dormitorio que utilizaban como vestidor. La luz estaba apagada. La encendió. No, no era de allí de donde procedía aquel sonido.

Habían empezado a sudarle las manos, respiraba agitadamente y su corazón latía a toda prisa.

Son imaginaciones mías. Estoy volviéndome loca. Las bombas caseras no hacen tictac. Y los explosivos con temporizador utilizan detonadores electrónicos.

Además, ¿cómo se le ocurría pensar que alguien podía haber dejado una bomba en su piso de Nueva York?

Chica, necesitas ayuda urgentemente.

Se acercó a la puerta de su dormitorio. La puerta del armario estaba abierta y le impedía ver la cómoda. Tal vez fuera… Dio un paso adelante, pero se detuvo. El tictac tampoco procedía de allí. Recorrió el pasillo hasta el comedor y echó un vistazo. Nada.

Se acercó al cuarto de baño. Y entonces se echó a reír.

Sobre el tocador, junto a la bañera, había un reloj. Parecía antiguo. Era negro y tenía en la esfera una ventanita con una luna llena que parecía mirarla. ¿De dónde había salido? ¿Habría hecho su tía otra vez limpieza en el trastero? ¿Lo había comprado Bob mientras ella estaba en el extranjero y lo había sacado esa mañana, después de que se fuera al gimnasio?

Pero ¿por qué lo había dejado en el baño?

La inquietante faz de la luna la observaba con curiosidad casi malévola. Le recordaba las caras de los niños que había en las cunetas, cuyas bocas se curvaban en una mueca que no llegaba a ser una sonrisa: nunca se sabía qué estaban pensando. Cuando miraban a los soldados extranjeros, ¿veían a sus salvadores? ¿A sus enemigos? ¿O a seres de otro planeta?

Decidió llamar a Bob o a su madre y preguntarles por el reloj. Entró en la cocina. Preparó el té, se llevó la taza y el teléfono al cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera.

Se preguntaba si su primer baño de espuma en varios meses conseguiría llevarse consigo la niebla amarga.

En la calle, delante del edificio de Lucy, Vincent Reynolds vio pasar a dos colegialas.

Al mirarlas, no sintió aumentar el ansia. Eran chicas de instituto, demasiado jóvenes para él. (Sally Anne era una adolescente, sí, pero en aquel entonces él también lo era, así que eso no contaba).

A través del móvil, oyó susurrar a Duncan:

—Estoy en su dormitorio. Está en el cuarto de baño, preparando la bañera. Eso nos vendrá bien.

Ahogamiento…

Como había muchos vecinos en el edificio y alguien podía verle forzando la cerradura, había subido hasta la azotea de otro edificio situado unos portales más allá y luego, atravesando otras azoteas, llegó al de Lucy. Después había bajado por la escalera de incendios y entrado en su dormitorio. Era muy atlético (otra cosa que le diferenciaba de su amigo).

—Bueno, voy a hacerlo ya.

Gracias…

Pero luego Vincent le oyó decir:

—Espera.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Pasa algo?

—Está hablando por teléfono. Tendremos que esperar.

Vincent el Hambriento tomó las riendas. Y no se le daba bien esperar.

Pasó un minuto, dos, cinco.

—¿Qué está pasando? —susurró.

—Sigue hablando por teléfono.

Vincent estaba furioso.

Maldita fuera… Ojalá pudiera estar allí, con Duncan, para ayudar a matarla. ¿Por qué demonios se ponía a hablar por teléfono precisamente ahora? Vincent siguió engullendo comida.

Por fin el Relojero dijo:

—Intentaré que cuelgue. Voy a subir a la azotea y a bajar por la escalera, hasta el pasillo. Haré que abra la puerta. —Vincent notó una extraña emoción en su voz cuando añadió—: No puedo esperar más.

Dímelo a mí, pensó Vincent el Listo, volviendo a asomar momentáneamente la cabeza antes que su otro yo, el famélico, le ahuyentara.

Mientras se desvestía, Lucy Richter oyó un ruido. No era el tictac del reloj de la luna, pero procedía de algún lugar cercano. ¿De dentro de la casa? ¿Del pasillo de fuera? ¿Del callejón?

Un chasquido metálico.

¿Qué era?

En la vida del soldado, todo es roce de metal contra metal: deslizar las largas balas en el cargador del fusil con olor a aceite, cargar y amartillar el Colt, accionar el seguro de los vehículos, abrochar entre tintineos el chaleco y las hebillas del cinturón… El chirrido del proyectil de un AK-47 al rebotar en un tanque o un todoterreno militar.

Aquel ruido otra vez. Clic, clic.

Luego, silencio.

Sintió una corriente de aire frío, como si hubiera una ventana abierta. ¿Dónde? En el dormitorio, pensó. Medio desnuda, se acercó a la puerta y echó un vistazo. Sí, la ventana estaba abierta. Pero ¿lo estaba ya cuando había mirado un rato antes, al oír el tictac? No estaba segura.

No seas tan paranoica, soldado, se ordenó. Me estoy cansando de esto. Aquí no hay bombas caseras, ni terroristas suicidas, ni niebla amarga.

Cálmate.

Cubriéndose los pechos con el brazo (había apartamentos al otro lado del callejón), cerró bien la ventana. Al mirar hacia la calle no vio nada.

En ese instante alguien comenzó a aporrear la puerta. Lucy se giró, conteniendo el aliento. Se puso un albornoz y corrió a la entrada en penumbra.

—¿Quién es?

Hubo un silencio. Luego una voz de hombre respondió:

—Soy agente de policía. ¿Se encuentra bien?

—¿Qué ocurre? —gritó Lucy.

—Es una emergencia. Abra la puerta, por favor. ¿Está bien?

Alarmada, se ciñó el cinturón del albornoz y mientras descorría los cerrojos pensó en la ventana abierta y se preguntó si alguien habría intentado entrar en su casa. Quitó la cadena y, después de girar la llave, cuando ya la puerta basculaba hacia ella, se dijo que seguramente debería haber pedido ver una identificación o una insignia antes de quitar la cadena. Llevaba tanto tiempo atrapada en un mundo distinto a aquél que había olvidado que allí también había malas personas.

*****

Amelia Sachs y Lon Sellitto llegaron al viejo edificio de apartamentos de Greenwich Village, situado en la pintoresca calle Barrow.

—¿Es aquí?

—Ajá —contestó él. Tenía los dedos azules y las orejas coloradas.

Se asomaron al callejón lateral del edificio. Sachs lo revisó cuidadosamente.

—¿Cómo se llama la chica? —preguntó.

—Richter. Lucy, creo.

—¿Cuál es su ventana?

—La del segundo piso.

Sachs miró la escalera de incendios.

Se acercaron a los escalones del portal del edificio. A su alrededor se había congregado un pequeño gentío. La detective escudriñó las caras de los curiosos, convencida aún de que el Relojero pensaba volver a la escena del crimen. Lo que significaba que tal vez se hubiera quedado allí también. Pero no vio a nadie que se pareciera a él, ni a su cómplice.

—¿Estamos seguros de que ha sido el Relojero? —les preguntó a Frank Rettig y Nancy Simpson, que intentaban guarecerse del frío junto a la furgoneta de la brigada de Inspección Ocular, atravesada en medio de la calle.

—Sí, ha dejado uno de esos relojes —explicó Rettig—. Con la cara de una luna.

Sachs y Sellitto empezaron a subir los escalones.

—Una cosa —dijo Nancy Simpson.

Los detectives se detuvieron para mirarla.

La agente hizo una mueca al señalar hacia el edificio.

—No va a ser agradable.