Vincent Reynolds observaba a la chica del restaurante, una morena delgada, de unos treinta años. Vestía chándal y llevaba el cabello corto echado hacia atrás y sujeto con horquillas. La habían seguido desde su apartamento en un viejo edificio de Greenwich Village, primero hasta un bar del barrio y luego hasta una cafetería situada a pocas manzanas. Parecía estar pasándoselo en grande con su amiga, una rubita de veintitantos años con la que hablaba y reía sin parar.
Lucy Richter estaba disfrutando de sus últimos momentos de vida.
Duncan, entretanto, escuchaba música clásica en la radio del Buick. Estaba tranquilo y pensativo, como siempre. A veces era imposible saber lo que estaba pensando.
Vincent, en cambio, sentía cómo se agitaba el ansia dentro de él. Comía una chocolatina tras otra.
A tomar por culo con el plan general de las cosas, pensó. Necesito una mujer…
Duncan extrajo de su bolsillo el reloj de oro, lo miró y le dio cuerda con delicadeza.
El reloj no dejaba de impresionar a Vincent, a pesar de que lo había visto muchas veces. Su amigo le había explicado que era obra de Breguet, un relojero francés de hacía mucho tiempo (El mejor que ha habido nunca, en mi opinión).
Era un reloj muy sencillo, de esfera blanca, con números romanos y pequeños cuadrantes que mostraban las fases de la luna y un calendario perpetuo. Tenía también, le había explicado Duncan, un «paracaídas», un sistema antigolpes inventado por el propio Breguet.
—¿Es muy antiguo tu reloj? —preguntó Vincent.
—Data del año doce.
—¿Del año doce? ¿En época de los romanos?
Duncan sonrió.
—No, perdón. Ése es el año del recibo de venta, así que lo considero también el de su fabricación. Me refiero al año doce del calendario de la Revolución francesa. Cuando cayó la monarquía, la República puso en vigor un nuevo calendario que empezaba en 1792. Era una idea curiosa. Las semanas tenían diez días y los meses treinta. Cada seis años había un año bisiesto consagrado a los deportes. Por la razón que fuese, el gobierno pensó que ese calendario era más igualitario que el tradicional. Pero era muy poco manejable. Sólo duró catorce años. Como muchas ideas revolucionarias, estaba bien en teoría, pero no tanto en la práctica.
Duncan contempló con afecto el disco dorado.
—Me gustan los relojes de esa época. En aquel entonces, el reloj era un símbolo de poder. Había poca gente que pudiera permitirse tener uno. El dueño de un reloj era una persona que dominaba el tiempo. Cuando uno iba a ver a esa persona, tenía que esperar a que llegara la hora que hubiera fijado para la cita. Las leontinas y los bolsillitos de los chalecos se inventaron para que se viera que alguien tenía reloj, aunque lo llevara guardado en el bolsillo. En aquellos tiempos, los relojeros eran dioses. —Hizo una pausa—. Hablaba en sentido figurado, aunque en cierto modo es verdad.
Vincent enarcó una ceja.
—En el siglo dieciocho hubo un movimiento filosófico que utilizó el reloj como metáfora. Sostenía que Dios había creado el mecanismo del universo y le había dado cuerda para ponerlo en marcha. Como una especie de reloj eterno. Llamaban a Dios «el Gran Relojero». Lo creas o no, esa doctrina tenía un montón de seguidores. Y los relojeros ostentaban casi el estatus de sacerdotes.
Miró de nuevo el Breguet. Luego lo guardó.
—Deberíamos irnos —dijo, señalando con la cabeza a las dos mujeres—. No tardarán en marcharse.
Encendió el motor, puso el intermitente y arrancó, dejando atrás a su víctima, que estaba a punto de perder la vida a manos de un hombre y, poco después, la dignidad a manos de otro. No podían llevársela esa noche, sin embargo, porque Duncan se había enterado de que su marido no tenía horario fijo y podía llegar a casa en cualquier momento.
Vincent respiró hondo, intentando mantener el ansia a raya. Devoró un paquete de galletas.
—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó—. Matarla, quiero decir.
El asesino se quedó callado un momento.
—La otra vez me preguntaste cuánto habían tardado en morir las dos primeras víctimas.
Vincent hizo un gesto afirmativo.
—Pues Lucy va a tardar mucho tiempo.
Aunque habían perdido el libro sobre las torturas, Duncan, que parecía sabérselo de memoria, describió la técnica que pensaba utilizar para matar a Lucy Richter. Se llamaba ahogamiento. Se cuelga a la víctima de los pies. Luego se le tapa la boca con cinta aislante y se introduce agua por su nariz. Se puede tardar todo el tiempo que se quiera en matarla, si de vez en cuando se le permite respirar.
—Voy a intentar mantenerla con vida media hora. O cuarenta minutos, si puedo.
—Se lo merece, ¿eh? —preguntó Vincent.
Duncan hizo otra pausa.
—Lo que de verdad quieres saber es por qué quiero matar a esas personas y no a otras.
—Bueno… —Era verdad.
—Nunca te lo he contado.
—No.
La confianza es casi tan preciosa como el tiempo…
El asesino le miró y volvió a fijar los ojos en la calle.
—Todos venimos a este mundo para cierto periodo de tiempo, ¿sabes? Para unos días o para unos meses, quizás. O para muchos años, o eso esperamos.
—Sí.
—Es como si Dios, o aquello en lo que creas, tuviera una enorme lista en la que aparecen todos los seres humanos que hay sobre la faz de la Tierra. Cuando las manecillas de su reloj dan cierta hora, se acabó. Alguien muere. Pues bien, yo también tengo una lista.
—Diez personas.
—Diez personas. La diferencia es que Dios no tiene ninguna razón válida para matar a la gente. Y yo, sí.
Vincent se quedó callado. Por un momento, ni tuvo hambre, ni se sintió listo. Era simplemente Vincent, escuchando a un amigo que iba a contarle algo importante.
—Por fin me siento lo suficientemente cómodo para contarte cuál es esa razón.
Y eso hizo a continuación.
La luna, una franja de luz blanca en el capó del coche, se reflejaba en sus ojos.
*****
Amelia Sachs circulaba a gran velocidad a lo largo del río East, con la sirena de emergencia mal colocada sobre el salpicadero.
Sentía que las consecuencias de todo lo sucedido esos últimos días la aplastaban como un peso: la posibilidad de que policías corruptos estuvieran implicados en los asesinatos de Ben Creeley y Frank Sarkowski; el temor a que la inspectora Flaherty la apartara del caso sin previo aviso; el espionaje al que la había sometido Dennis Baker y el voto de desconfianza de sus superiores respecto al asunto de Nick; la rabieta del subinspector Jefferies y, por encima de todo, aquel terrible hallazgo sobre su padre.
Pensaba: ¿De qué sirve que cumplas con tu deber, que te esfuerces, que renuncies a tu tranquilidad y te juegues la vida si al final el oficio de policía acaba por corromper lo bueno que hay dentro de ti?
Metió cuarta y puso el coche a ciento diez. El motor aulló como un lobo a medianoche.
No había policía mejor que su padre, más sólido, más concienzudo. Y sin embargo mira lo que le había ocurrido. Luego se dijo que no, que no debía pensar así. A su padre no le había pasado nada: era él quien había optado por el mal camino.
Recordaba a Herman Sachs como a un hombre tranquilo y simpático, que disfrutaba pasando la tarde con sus amigos, viendo las carreras de coches y recorriendo con su hija los desguaces del condado de Nassau en busca de carburadores esquivos, de juntas y tubos de escape como si fueran tesoros. Ahora sabía, sin embargo, que esa faceta suya era simplemente una fachada bajo la cual se escondía una persona mucho más turbia, un hombre del que ella lo desconocía todo.
Sachs poseía una energía nerviosa que la impulsaba a dudar, a cuestionarse las cosas y a asumir riesgos, por grandes que éstos fuesen. Sufría por ello, pero a cambio obtenía una recompensa: la euforia de salvar una vida inocente o detener a un criminal peligroso.
Esa vehemencia la impulsaba en una dirección; a su padre, en cambio, parecía haberle impulsado en otra.
El coche dio un bandazo. Recuperó el control sin esfuerzo.
Cruzó el puente de Brooklyn y abandonó la autovía con un derrape. Tomó una docena de desvíos más, a un lado y a otro, siempre en dirección sur.
Frenó en seco al encontrar el embarcadero que estaba buscando. El coche derrapó por espacio de varios metros. Al salir dio un portazo. Cruzó un parquecillo y pasó por encima de un muro de cemento. Haciendo caso omiso de la señal de prohibido, salió al embarcadero en medio del siseo constante del viento.
Dios, qué frío hacía.
Se paró junto a una barandilla de madera de poca altura y al sentirse súbitamente asaltada por los recuerdos se agarró a ella con las manos enguantadas.
Cuando tenía diez años, una cálida noche de verano, su padre la aupó al pilar del centro del embarcadero (el pilar estaba todavía allí) y la agarró con fuerza. Ella no tenía miedo porque su padre le había enseñado a nadar en la piscina municipal y, aunque una ráfaga de viento les hubiera lanzado al East, habrían vuelto a nado a la escalerilla, riendo y haciendo carreras, y habrían vuelto a subir. Y quizá después habrían saltado desde lo alto, a tres metros de altura, y se habrían sumergido cogidos de la mano en el agua cálida y fangosa del río.
Cuando tenía catorce años, habían contemplado juntos el agua desde allí, él con un café, ella con un refresco, mientras hablaban de Rose.
«Tu madre tiene sus prontos, Amie, pero eso no significa que no te quiera. Recuérdalo. Ella es así, nada más. Pero está orgullosa de ti. ¿Sabes qué me dijo el otro día?»
Y después, cuando ella ya era policía, se habían detenido allí, junto al mismo Camaro que Sachs conducía esa noche (aunque en aquella época estaba pintado de amarillo, un tono muy hermoso para un coche tan potente). Sachs, de uniforme; Herman, con sus pantalones de pana y su chaqueta de espiguilla.
—Tengo un problema, Amie.
—¿Un problema?
—De salud.
Mientras esperaba, ella se había clavado la uña en el pulgar.
—Es un poco de cáncer, nada grave. Pero voy a someterme a tratamiento. —Le contó los pormenores (siempre había sido franco con su hija) y luego se puso muy serio, cosa rara en él, y sacudió la cabeza—. Pero el problema es que… acabo de pagar cinco pavos por un corte de pelo y ahora se me va a caer. —Se frotó la cabeza—. Ojalá me hubiera ahorrado ese dinero.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Maldita sea, masculló para sí misma. Para de una vez.
Pero no podía parar. Las lágrimas seguían cayendo y su gélida humedad escocía su piel.
Regresó al coche, encendió el motor y volvió a casa de Rhyme. Cuando llegó, él estaba arriba, en la cama, dormido.
Entró en el gimnasio, donde Pulaski había preparado ya el diagrama de los casos Creeley y Sarkowski. No pudo evitar sonreír. El novato, siempre tan diligente, no sólo había guardado allí la pizarra, sino que la había tapado con una sábana. Apartó la sábana, echó un vistazo a la cuidada letra de Pulaski y añadió unas cuantas anotaciones de su cosecha.
HOMICIDIO DE BENJAMIN CREEEY
HOMICIDIO DE FRANK SARKOWSKI
Estuvo media hora mirando el diagrama, hasta que empezó a dar cabezadas. Volvió arriba, se desnudó, se metió en la ducha y dejó que el agua caliente lacerara su cuerpo un buen rato. Se secó, se puso una camiseta y unos pantalones cortos de seda y regresó al dormitorio.
Se tumbó junto a Rhyme y apoyó la cabeza sobre su pecho.
—¿Estás bien? —preguntó él, medio dormido.
Sachs no dijo nada, pero se incorporó y le besó en la mejilla. Luego volvió a tumbarse y observó cómo avanzaban los números digitales del reloj de la mesilla de noche. Los minutos fueron pasando muy despacio, largos como días, hasta que se durmió por fin a eso de las tres.