21
23:13 horas

Kathryn Dance estaba con Rhyme en casa de éste. Jackson, el habanero, también estaba presente. La agente californiana lo tenía en brazos.

—Estaba todo delicioso —le dijo a Thom.

Acababan de cenar ternera a la bourguignon con arroz y ensalada, todo ello preparado por el ayudante de Rhyme y regado con una botella de cabernet Caymus.

—Te pediría la receta, pero no le haría justicia.

—Vaya, por lo menos hay alguien que sabe apreciarlo —contestó Thom, lanzando una mirada Rhyme.

—Yo lo aprecio, pero moderadamente.

Thom señaló la fuente en la que había servido el plato principal.

—Para él es simple estofado. Ni se molesta en pronunciar el nombre en francés. Cuéntale lo que piensas de la comida, Lincoln.

El criminalista se encogió de hombros.

—No le doy mucha importancia, eso es todo.

—La llama «combustible» —dijo su ayudante mientras llevaba los platos a la cocina.

—¿Tienes perros en casa? —le preguntó Rhyme a Dance, señalando a Jackson con la cabeza.

—Sí, dos. Mucho más grandes que éste. Los llevo a la playa con los niños un par de veces por semana. Ellos persiguen a las gaviotas y nosotros les perseguimos a ellos. Así todos hacemos ejercicio. Pero, si te parece demasiado saludable, no te preocupes: después nos vamos a comer gofres a Monterrey y recuperamos todas las calorías que hemos perdido.

Rhyme miró hacia la cocina, donde Thom estaba fregando platos y sartenes. Bajó la voz y preguntó si tendría inconveniente en confabularse con él.

Dance arrugó el ceño.

—No me importaría —añadió el criminalista, señalando con la cabeza una botella de whisky añejo, marca Glenmorangie— que un poco de eso acabara aquí. —Señaló su vaso—. Pero conviene que lo guardes en secreto.

—¿Por Thom?

Rhyme hizo un gesto de asentimiento.

—De vez en cuando decreta la Prohibición. Resulta muy irritante.

Kathryn sabía muy bien lo necesario que era darse un capricho de vez en cuando. (Sí, había engordado casi tres kilos en Tijuana. Pero había sido una semana muy, muy larga). Dejó al perrillo en el suelo y sirvió a Rhyme una dosis generosa de whisky. Encajó el vaso en el soporte de la silla de ruedas y colocó la pajita cerca de su boca.

—Gracias. —Él bebió un largo trago—. No sé cuánto le cobras al ayuntamiento por tu tiempo, pero pienso recomendar que te paguen el doble. Sírvete tú también. A ti Thom no va a darte la lata.

—Prefiero un poco de cafeína. —Se sirvió un café solo y se permitió comer una de las galletas de avena que había sacado Thom. También las hacía él.

Luego consultó su reloj. En California eran tres horas menos.

—Perdóname un momento. Tengo que llamar a casa.

—Adelante.

Llamó desde su móvil. Contestó Maggie.

—Hola, cielo.

—Hola, mami.

Su hija era muy parlanchina y estuvo diez minutos hablándole de las compras de Navidad que había hecho con su niñera.

—Y luego volvimos aquí y estuve leyendo Harry Potter —concluyó.

—¿El nuevo?

—Claro.

—¿Cuántas veces lo has leído ya?

—Seis.

—¿Y no te apetece leer otra cosa? ¿Ampliar tus horizontes?

—Porfa, mamá —contestó Maggie—. ¿Cuántas veces has escuchado tú a Bob Dylan? Ese disco, el Blonde on Blonde. O a U2.

Un argumento irrebatible.

—Tienes razón, cielo. Pero no digas «porfa».

—Mamá… ¿Cuándo vas a venir?

—Mañana, seguramente. Te quiero. Pásame a tu hermano.

Wes se puso al teléfono y estuvieron charlando un rato, aunque la conversación resultó más formal y entrecortada. Su hijo, que llevaba algún tiempo insinuándole que le apetecía ir a clases de kárate, le preguntó directamente si podía hacerlo. Pero ella prefería que practicara un deporte menos agresivo, si no le apetecía jugar al fútbol o al béisbol. En su opinión, tenía una musculatura perfecta para jugar al tenis o para dedicarse a la gimnasia deportiva, pero esos deportes no le interesaban.

Como experta en interrogatorios, Dance sabía mucho sobre la ira. La veía en los sospechosos, así como en las víctimas de delitos a las que entrevistaba, y tenía el convencimiento de que el repentino interés de su hijo por las artes marciales surgía de la cólera que, de cuando en cuando, desde la muerte de su padre, descendía sobre él como un nubarrón. Competir estaba bien, pero no creía que fuera saludable que el chico practicara un deporte violento en esa etapa de su vida. La furia puede ser muy peligrosa, y más en el caso de un adolescente.

Habló con él un rato sobre ese asunto.

Trabajar en el caso del Relojero con Rhyme y Sachs le había hecho reflexionar acerca del tiempo. Era consciente de cómo administraba el tiempo en su trabajo, y también con sus hijos. Dejarlo pasar, por ejemplo, difumina rápidamente la ira, cuyos estallidos rara vez se prolongan más de tres minutos, y merma la resistencia a opiniones contrarias, lo cual resultaba más eficaz, por lo general, que una discusión estridente. Dance no se opuso a que Wes fuera a clases de kárate, pero consiguió que el chico accediera a ir primero a unas cuantas clases de tenis. (Una vez había oído que su hijo le decía a un amigo: Sí, es un asco que tu madre sea policía. Al oírlo, se había partido de risa para sus adentros).

Después Wes pareció animarse de repente y se puso a hablar de una película que había visto en la tele. Entonces sonó su móvil: un amigo le había mandado un mensaje de texto. Tenía que dejarla. Adiós, mamá, te quiero, nos vemos pronto.

Clic.

Había merecido la pena negociar sólo por oír ese «te quiero» espontáneo y fugaz.

Al colgar, Dance miró a Rhyme.

—¿Tienes hijos?

—¿Yo? No. Creo que no se me darían muy bien.

—A nadie se le dan bien hasta que los tiene.

El criminalista estaba mirando los sempiternos auriculares de su iPod, que colgaban alrededor del cuello de Dance como el estetoscopio de un médico.

—Veo que te gusta la música… Brillante deducción, ¿no te parece?

—Es mi única afición —contestó ella.

—¿De veras? ¿Y sabes tocar?

—Canto un poco. Antes cantaba y componía. Pero ahora, cuando tengo un rato libre, prefiero meter a los niños y a los perros en la caravana e irme a buscar canciones.

Rhyme frunció el ceño.

—He oído hablar de eso. Lo llaman…

—Cazar canciones, es como suele llamarlo la gente.

—Sí, eso.

Para Kathryn Dance era una pasión. Se sentía parte de una larga tradición de folcloristas que visitaban lugares remotos con el único propósito de grabar temas de música tradicional. Alan Lomax era quizás el más famoso: había recorrido Estados Unidos y Europa de punta a punta, buscando canciones antiguas. Dance iba de vez en cuando a la Costa Este, pero las melodías de esa zona estaban bien documentadas y últimamente prefería visitar pueblos del interior (de Nueva Escocia, de la parte oeste de Canadá, o de las regiones pantanosas del sur) y zonas con importante población hispana, como California central y meridional. Ella misma grababa y catalogaba las canciones.

Se lo contó a Rhyme y le habló de la página web que mantenían una amiga y ella con información sobre los intérpretes, las canciones y la música propiamente dicha. Ayudaban a los músicos a registrar sus temas originales y les hacían llegar la tarifa que pagaban los oyentes por descargarse su música. Algunos de esos músicos habían recibido ofertas de compañías discográficas interesadas en comprar su música para utilizarla en bandas sonoras de películas independientes.

No le dijo, en cambio, que su relación con la música no se detenía ahí.

A menudo se sentía abrumada. Para hacer bien su trabajo, necesitaba «conectarse» a los testigos y los criminales a los que entrevistaba. Estar sentada a un metro de un psicópata asesino, debatir con él durante horas, días o semanas, era una actividad estimulante, pero también agotadora. Tenía tal capacidad de empatía y sintonizaba tan íntimamente con sus interlocutores que seguía sintiendo sus emociones mucho después de que acabaran las sesiones. Oía resonar dentro de su cabeza, entrelazadas con sus pensamientos, las voces de aquellas personas.

Sí, sí, vale, sí, la maté yo. Le corté el cuello. Bueno, y al chaval, a su hijo, también. Estaba allí. Me vio. Tenía que matarle, a ver, ¿qué iba a hacer? Pero ella se lo tenía merecido, me miraba de una manera… No es culpa mía. ¿Me da ya ese cigarro que me decía?

La música era una cura milagrosa. Cuando escuchaba a Sonny Terry, a Brownie McGhee, a U2, a Dylan, a David Byrne, dejaba de recordar que Carlos Allende se quejaba indignado de que el anillo de compromiso de la víctima le había hecho una rajita en la palma de la mano mientras la degollaba.

Me duele, y mucho. La muy zorra…

—¿Has actuado profesionalmente? —preguntó Lincoln Rhyme.

Sí, había actuado a veces. Pero esos años, en Boston, en Berkeley y luego en North Beach, San Francisco, la habían dejado vacía. Había descubierto que, pese a lo directa que pareciera una actuación, la verdadera comunión sólo se daba entre la música y el intérprete, no entre éste y el espectador. Y a ella le interesaba mucho más lo que otras personas tenían que decir (y cantar) sobre sí mismas, sobre la vida y el amor. Comprendió entonces que, en lo que se refería a la música, lo mismo que en su trabajo, prefería el papel de espectadora profesional.

—Lo intenté —le dijo a Rhyme—. Pero al final llegué a la conclusión de que era preferible mantener a la música como amiga.

—Y te hiciste policía. Un giro de ciento ochenta grados.

—Imagínate.

—¿Cómo fue?

Dance dudó un momento. Normalmente, se resistía a hablar de sí misma (escucha primero, habla después); sentía, sin embargo, que entre Rhyme y ella había un punto de conexión. Eran, en cierto modo, rivales, pero compartían un objetivo común. Y el ímpetu y la tenacidad de ese hombre le recordaban a sí misma, igual que su evidente pasión por la caza del criminal.

Así que contestó:

—Jonny Ray Hanson. Jonny, sin hache.

—¿Un delincuente?

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le contó la historia. Seis años atrás, en el juicio del estado de California contra Hanson, los letrados de la acusación contrataron sus servicios como asesora para que les ayudara a escoger al jurado.

Hanson, un agente de seguros de treinta y cinco años, vivía en el condado de Contra Costa, al norte de Oakland, a media hora de su ex-esposa, que tenía una orden de alejamiento contra él. Una noche, alguien intentó entrar en la casa de la mujer. Ella no estaba y unos ayudantes del sheriff que solían pasar por allí cuando hacían su ronda vieron a Hanson y le persiguieron, pero logró escapar.

—No parece tan grave, pero la cosa no quedó ahí. En el departamento del sheriff había preocupación porque Hanson cumplía sus amenazas y había agredido dos veces a la mujer. Así que le hicieron comparecer y estuvieron hablando con él un rato. Él lo negó todo y le dejaron marchar. Pero por fin pensaron que podrían procesarlo y le detuvieron.

Como tenía antecedentes, explicó Dance, si le condenaban por allanamiento de morada podían caerle hasta cinco años de cárcel. De ese modo su ex-mujer y su hija, que por entonces estaba en la universidad, tendrían un respiro.

—Estuve un buen rato con ellas en el despacho del fiscal. Era un caso angustioso. Habían vivido completamente aterrorizadas. Hanson les mandaba por correo páginas de papel en blanco, les dejaba mensajes disparatados en el contestador, se quedaba parado a una manzana de distancia, lo que permitía la orden de alejamiento, y las miraba fijamente. Hacía que llevaran comida a su casa. Nada ilegal, pero el mensaje estaba claro: os vigilo constantemente.

Para ir de compras, madre e hija tenían que salir disfrazadas y a escondidas del vecindario y desplazarse a centros comerciales a veinte o veinticinco kilómetros de su casa.

Dance eligió el que le pareció un buen jurado, compuesto en su mayoría por mujeres solteras y hombres de elevada capacitación profesional (liberales, pero no demasiado), que se compadecerían de las víctimas. Asistió a todo el juicio, como hacía a menudo, para asesorar a la acusación y someter a crítica su propia labor.

—Durante el juicio observé atentamente a Hanson y me convencí de que era culpable.

—Pero ¿algo se torció?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No se pudo localizar a algunos testigos, y los testimonios de otros no se sostuvieron, las pruebas materiales o desaparecieron o estaban contaminadas, y Hanson presentó una serie de coartadas que la fiscalía no fue capaz de desmontar. La defensa logró contrarrestar las acusaciones clave del fiscal, una por una. Era como si hubieran puesto un micrófono en su despacho. Hanson fue absuelto.

—Qué mala pata. —Rhyme la miró—. Pero tengo la sensación de que la historia no acaba ahí.

—Me temo que no. Dos días después del juicio, Hanson sorprendió a su ex-mujer y a su hija en el aparcamiento subterráneo de un centro comercial y las mató a puñaladas. El novio de la chica, que estaba con ellas, también murió. Hanson consiguió escapar. Le atraparon por fin un año después. —Bebió un sorbo de café—. Después de los asesinatos, el fiscal intentó averiguar por qué se había torcido el juicio. Me pidió que echara un vistazo a la trascripción del primer interrogatorio en la oficina del sheriff. —Soltó una risa amarga—. Cuando la leí, me quedé de piedra. Hanson era muy listo, y el ayudante del sheriff que le entrevistó muy negligente o muy novato. El asesino jugó con él como quiso. Acabó descubriendo tantas cosas sobre los fundamentos de la acusación que fue capaz de socavarla por completo: averiguó a qué testigos debía intimidar, de qué pruebas le convenía librarse, qué clase de coartadas le haría falta inventar.

—Imagino que consiguió, además, otro dato fundamental —dijo Rhyme sacudiendo la cabeza.

—Sí, desde luego. El ayudante del sheriff le preguntó si había estado alguna vez en Mill Valley. Y, a continuación, si frecuentaba los centros comerciales del condado de Marin. Hanson dedujo de esta forma adónde iban a comprar su ex-mujer y su hija. Así que acampó en los alrededores del centro comercial de Mill Valley hasta que aparecieron. Fue allí donde las mató. Y, como era otro condado, no llevaban protección policial.

»Esa noche volví a casa en coche, por la Ruta Uno, la autopista de la costa del Pacífico, en vez de tomar la Ciento uno, la autopista principal. Pensaba: Cobro ciento cincuenta pavos la hora a cualquiera que necesite un asesor para elegir jurado, y eso está muy bien, no hay nada inmoral en ello, así es como funciona el sistema. Pero al mismo tiempo, sin poder remediarlo, pensaba también que si yo me hubiera encargado del interrogatorio Hanson estaría en la cárcel y no habrían muerto tres personas. Dos días después solicité plaza en la Academia, y el resto, como suele decirse, es historia… ¿Y tú? ¿Cómo fue lo tuyo?

—¿Cómo decidí hacerme policía? —Rhyme se encogió de hombros—. Mi caso es mucho menos dramático. Es aburrido, en realidad. Sencillamente, las cosas se dieron así.

—¿En serio?

Él se rió. Dance arrugó el ceño.

—No me crees.

—Lo siento, ¿estaba observándote? Intento no hacerlo. Mi hija me dice que a veces la miro como si fuera un conejillo de Indias.

Rhyme bebió otro sorbo de whisky y dijo con una sonrisa coqueta:

—¿Y bien?

Ella levantó una ceja.

—¿Y bien qué?

—Alguien como yo debe de ser un hueso duro de roer para una especialista en cinestesia. No puedes interpretarme, ¿verdad?

Dance se rió.

—Claro que puedo, perfectamente. El lenguaje corporal siempre se las ingenia para aflorar. Tú expresas tantas cosas sólo con el rostro, los ojos y la cabeza como cualquier otra persona con todo el cuerpo.

—¿De veras?

—Así es como funciona. En realidad, contigo es más fácil. Los mensajes están más concentrados.

—Conque soy un libro abierto, ¿eh?

—Nadie es un libro abierto. Pero algunos libros son más fáciles de leer que otros.

—Recuerdo que hablaste de las fases de reacción por las que pasa tu sujeto de estudio en un interrogatorio. Ira, depresión, negación, negociación… Después del accidente hice bastante terapia. No quería, pero ¿qué vas a hacer, si estás en las últimas? Los psiquiatras me hablaron de las fases del duelo. Son muy parecidas.

Kathryn Dance las conocía íntimamente. Pero aquél tampoco era tema para ese momento.

—Es fascinante cómo se enfrenta la mente humana a la adversidad, ya sea un trauma físico o un caso de angustia emocional.

Rhyme desvió la mirada.

—Yo peleo mucho con la ira.

Dance mantuvo sus ojos verdes oscuros fijos en él y sacudió la cabeza.

—Bueno, no estás tan furioso como aparentas.

—Soy un inválido —contestó él con estridencia—. Claro que estoy furioso.

—Y yo soy mujer y policía. Así que los dos tenemos derecho a cabrearnos de vez en cuando. Y a deprimirnos por multitud de cosas, y a negarnos a asimilar otras. Pero la ira… No, tú no estás furioso. Has pasado página. Estás en la fase de aceptación.

—Cuando no estoy persiguiendo criminales —dijo, señalando con la cabeza la pizarra—, hago rehabilitación. Mucha más de la que debería. Thom me lo dice. Ad náuseam, por cierto. Eso no es aceptar las cosas.

—La aceptación no consiste en eso. Tú asumes tu estado y replicas peleando. No te pasas el día sentado sin hacer nada. Bueno, perdón, imagino que sí.

Aquel «perdón» no era una disculpa. Rhyme no pudo evitar soltar una carcajada, y Dance notó que se había anotado un buen tanto con aquella broma. Su intuición le decía que el criminalista no era hombre que sintiera respeto por el tacto y la corrección política.

—Tú aceptas la realidad. Intentas cambiarla, pero no te mientes a ti mismo. Es un reto, es duro, pero no te llena de ira.

—Creo que te equivocas.

—Ah, acabas de parpadear dos veces. Una respuesta cinestésica al estrés. No te crees lo que estás diciendo.

—Es difícil discutir contigo. —El criminalista apuró su vaso de whisky.

—Bueno, Lincoln, he observado tu línea básica de conducta. A mí no puedes engañarme. Pero descuida: tu secreto está a salvo conmigo.

Se abrió la puerta de la calle y entró Amelia Sachs. Se quitó la chaqueta y saludó a Dance. Resultaba evidente por su mirada y su actitud que estaba preocupada. Se acercó a la ventana que daba a la calle y miró afuera. Luego bajó la persiana.

—¿Qué pasa? —preguntó Rhyme.

—Acabo de recibir una llamada de una vecina. Dice que hoy ha ido un hombre a mi edificio preguntando por mí. Dijo llamarse Joey Trefanno. Joey y yo trabajamos juntos cuando era patrullera. Quería saber a qué me dedicaba ahora, hizo muchas preguntas y echó un vistazo al edificio. A mi vecina le extrañó. Por eso me ha llamado.

—¿Y crees que era alguien que se hacía pasar por Joey? ¿Que no era él?

—Estoy segura. Joey dejó el cuerpo el año pasado y se trasladó a Montana.

—Puede que haya vuelto de visita y quiera ver qué tal te iba.

—En ese caso, sería su fantasma. Se mató en un accidente de moto la primavera pasada. Y a Ron y a mí nos han estado siguiendo. Además, esta mañana alguien registró mi bolso. Lo tenía en el coche y había cerrado con llave. Forzaron la cerradura.

—¿Dónde fue?

—En la calle Spring, cerca del taller de la florista.

Kathryn Dance sintió que algo se agitaba insidiosamente al fondo de su memoria. Por fin logró recordarlo.

—Creo que conviene que os diga una cosa. Puede que no sea nada, pero merece la pena hablar de ello.

*****

Era tarde, aunque Rhyme los había convocado a todos, a Sellitto, a Cooper, a Pulaski y a Baker. Amelia Sachs los observaba atentamente.

—Tenemos un problema del que quiero que estéis informados —dijo—. A Ron y a mí han estado siguiéndonos. Y Kathryn acaba de decirme que también le parece haber visto a alguien.

La experta en cinestesia hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Sachs miró a Pulaski.

—Me dijiste que te había parecido ver el Mercedes. ¿Has vuelto a verlo?

—No, desde esta tarde.

—¿Y tú, Mel? ¿Has visto algo raro?

—Creo que no. —El delgado técnico forense se subió las gafas por el puente de la nariz—. Pero nunca me fijo en esas cosas. A los técnicos de laboratorio no suelen seguirnos.

Sellitto dijo que le había parecido ver a alguien, pero que no estaba del todo seguro.

—Dennis, hoy cuando estabas en Brooklyn, ¿tuviste la impresión de que había alguien vigilándote? —le preguntó Sachs a Baker.

El teniente tardó un momento en responder.

—¿Yo? Yo no he estado en Brooklyn.

Ella arrugó el ceño.

—Pero… ¿Seguro que no?

Baker negó con la cabeza.

—No.

Sachs se volvió hacia Dance, que había estado observando a Baker. La agente californiana asintió con la cabeza.

La detective deslizó la mano hasta su Glock y se volvió hacia Baker.

—Dennis, pon las manos donde podamos verlas.

Baker la miró con sorpresa.

—¿Qué?

—Tenemos que hablar.

Los demás, a los que se había advertido previamente, no se inmutaron. Pulaski, sin embargo, mantuvo la mano cerca de su arma. Lon Sellitto se colocó detrás de Baker.

—¡Eh, eh, eh! —exclamó éste, mirando con enfado al robusto detective—. ¿A qué viene esto?

—Queremos hacerte unas preguntas, Dennis —contestó Rhyme.

Lo que Kathryn Dance había considerado digno de mención era algo extremadamente sutil. No se trataba de que alguien hubiera seguido a Sachs. La detective sólo había hecho alusión a esa posibilidad para no despertar las sospechas del teniente. La experta en cinestesia recordaba que unas horas antes, al mencionar éste que había estado delante del taller de la florista, había reparado en que cruzaba las piernas, eludía la mirada de sus interlocutores y adoptaba una postura que sugería que quizás estuviera mintiendo. Baker había dicho que acababa de marcharse del lugar de los hechos y que no recordaba si la calle Spring estaba o no abierta al tráfico. Puesto que no tenía motivo para mentir respecto al lugar donde se hallaba, Dance no le había dado importancia en ese momento.

Pero al decir la ayudante de Rhyme que alguien había forzado su coche en la calle Spring, el mismo lugar donde estaba el teniente a esa hora, pensó que quizás, a juzgar por su comportamiento, Baker les podía haber engañado. Sachs llamó entonces a Nancy Simpson, que también había estado allí, y le preguntó a qué hora se había marchado el teniente.

—Justo después que usted, detective —respondió la agente.

Baker, sin embargo, afirmaba haberse quedado casi una hora más.

Simpson añadió que creía que se había marchado en dirección a Brooklyn. Sachs le había preguntado si había estado en el barrio para ver si Dance advertía algún indicio de engaño en su conducta.

—Abriste mi coche y registraste mi bolso —dijo la detective con dureza—. Y le preguntaste a una vecina por mí haciéndote pasar por un policía con el que trabajé hace tiempo.

¿Lo negaría Baker? Aquello podía estallarles en la cara si se equivocaban.

Él, sin embargo, clavó la mirada en el suelo.

—Mirad, todo esto es un malentendido.

—¿Hablaste con mi vecina? —preguntó ella, enfadada.

—Sí.

Sachs se le acercó. Eran más o menos de la misma estatura, pero ella estaba tan furiosa que parecía cernerse sobre él.

—¿Tienes un Mercedes negro?

Baker frunció el ceño.

—¿Con mi sueldo de policía? —La respuesta parecía sincera.

Rhyme miró a Cooper y el técnico entró en la base de datos de Tráfico. Un momento después, negó con la cabeza.

—El coche no es suyo.

Bien, en eso se habían equivocado. Pero estaba claro que Baker ocultaba algo.

—Bueno, ¿qué está pasando? —preguntó Rhyme.

El teniente miró a Sachs.

—Estaba muy interesado en que os ocuparais del caso, Amelia. Lincoln y tú formáis un equipo de primera. Y, francamente, tenéis muy buena prensa. Quería que se me relacionara con vosotros. Pero después de convencer a los peces gordos de que os dieran el caso, me enteré de que había un inconveniente.

—¿Cuál? —preguntó ella con firmeza.

—En mi maletín hay una hoja de papel. —Señaló a Pulaski, que estaba junto al desvencijado maletín—. Está doblada. Arriba, en el lado derecho.

El novato abrió el maletín y sacó la hoja.

—Es un correo electrónico —prosiguió Baker.

Sachs cogió el papel y frunció el ceño mientras lo leía. Se quedó inmóvil un momento. Luego se acercó a Rhyme y puso la hoja sobre el amplio brazo de su silla de ruedas. El criminalista leyó el breve mensaje confidencial. Era de un veterano inspector de One Police Plaza. Informaba de que unos años antes ella había mantenido una relación de pareja con un tal Nicholas Carelli, un detective de la policía de Nueva York procesado por atraco a mano armada, soborno y agresión, entre otros cargos.

Sachs no había participado en los hechos que se le imputaban a Carelli. Pero éste había salido de prisión hacía poco y a los mandos les preocupaba que tuviera algún contacto con él. No creían que estuviera implicada en actividades ilegales, pero si se dejaba ver con el ex-presidiario la situación, decía el correo electrónico, podía resultar «embarazosa».

La detective se aclaró la garganta y no dijo nada. Rhyme sabía lo de Nick; sabía que habían hablado de casarse, que habían estado muy unidos, y que la vida secreta de él, los delitos que había cometido, le habían roto a ella el corazón.

Baker sacudió la cabeza.

—Lo siento. No he sabido cómo manejar la situación. Me dijeron que les diera un informe detallado sobre los lugares donde había podido observarte y las cosas que había descubierto sobre ti. Dentro y fuera del trabajo. Cualquier posible contacto con ese tal Carelli o sus amigos.

—Por eso intentabas sonsacarme sobre ella —dijo Rhyme, enfadado—. Esto es el colmo.

—Con todo el respeto, Lincoln, yo me juego mucho en esto. Pretendían apartarla del caso. No querían que se ocupara de un caso relevante teniendo detrás esa historia. Y yo dije que no.

—Hace años que no veo a Nick. Ni siquiera sabía que había salido de prisión.

—Eso es precisamente lo que voy a decirles. —Señaló de nuevo su maletín—. Mis notas están ahí.

Pulaski encontró varias hojas de papel. Se las dio a Sachs, que tras leerlas las colocó delante de Rhyme. Eran anotaciones relativas a las veces en que había podido observar a la detective, las preguntas que había formulado, lo que había visto en su agenda y su libreta de direcciones y lo que la gente contaba sobre ella.

—Forzaste la cerradura de su coche —dijo Sellitto.

—Sí, lo reconozco. Me he pasado de la raya. Lo siento.

—¿Por qué coño no me preguntaste a mí? —le espetó Rhyme.

—O a cualquiera de nosotros —añadió Sellitto.

—Eran órdenes de arriba. Me dijeron que lo mantuviera en secreto. —Baker se volvió hacia Sachs—. Estás enfadada y lo siento, pero quería que os dieran el caso. Fue la única solución que se me ocurrió. Ya les he notificado mis conclusiones. El asunto está zanjado. Por favor, ¿no podemos olvidarnos de esto y seguir con nuestro trabajo?

Rhyme miró a Sachs, y su reacción le dolió más que cualquier otra cosa: la detective ya no estaba enfadada. Parecía avergonzada por haber sido la causa de aquella discusión, por haber causado molestias a sus compañeros y haberles distraído de su labor. Era tan raro, y por ello tan duro, ver a Amelia Sachs afligida y vulnerable…

Ella devolvió el correo electrónico a Baker. Sin decir palabra, agarró su chaqueta y salió con calma de la habitación mientras se sacaba del bolsillo las llaves del coche.