—Necesito el expediente de un caso.
—Ya. —La mujer mascaba chicle ruidosamente.
Chasquido.
Amelia Sachs estaba en el archivo de la comisaría 158, en la parte baja de Manhattan, no muy lejos de la 118. Dio el número del expediente de Sarkowski a la funcionaria que esa noche atendía el mostrador de color gris. La mujer tecleó en el ordenador con un ruido seco y repetitivo. Echó un vistazo a la pantalla.
—No lo tenemos.
—¿Está segura?
—Sí, no lo tenemos.
—Mmm. —Sachs soltó una risa—. ¿Adónde cree que habrá huido?
—¿Cómo que huido?
—Llegó aquí el veintiocho o el veintinueve de noviembre, procedente de la Ciento treinta y uno. Al parecer alguien de esta comisaría solicitó su traslado.
Chasquido.
—Pues no aparece. ¿Está segura de que lo mandaron aquí?
—Al mil por cien, no. Pero…
—¿Al mil por cien? —preguntó la mujer sin dejar de mascar. Tenía a su lado un paquete de tabaco, listo para cuando llegara la hora del descanso o acabara su turno y saliera corriendo escaleras abajo.
—¿Cabe la posibilidad de que no lo introdujeran en el archivo informático? ¿Le parece factible?
—¿Factible?
—¿Llevan un registro informático de todos los expedientes?
—Si son para un detective concreto, van directamente a su despacho y los registra el propio detective. Hay que registrarlos. Es la norma.
—Pero éste no lo registraron.
—Tienen que haberlo registrado. Porque, si no, ¿cómo vamos a saber dónde está? —Señaló otro letrero: «Pendientes de registro».
Sachs rebuscó en la enorme caja.
—Oiga, no puede hacer eso.
—Pero ¿entiende usted mi problema?
La funcionaria parpadeó. Su chicle volvió a restallar.
—El expediente fue enviado aquí y usted no lo encuentra. Así que ¿qué puedo hacer al respecto?
—Presentar una reclamación. Alguien le echará un vistazo.
—¿De veras? Yo no estoy tan segura. —Miró hacia la sala del archivo—. Si no le importa, voy a echar un vistazo yo.
—No puede, en serio.
—Sólo tardaré unos minutos.
—No puede…
Sachs pasó a su lado y se internó entre el sinfín de expedientes apilados. La funcionaria farfulló algo, pero la detective no entendió lo que decía.
Los expedientes estaban ordenados por su número y marcados con un código de color que indicaba si estaban abiertos, cerrados o pendientes de juicio. Los de Delitos Mayores llevaban un ribete de color rojo. Sachs encontró los más recientes y revisó los números uno por uno. Efectivamente, faltaba el de Sarkoswki.
Se detuvo un momento, mirando los expedientes con los brazos en jarras.
—Hola —dijo una voz de hombre.
Sachs se volvió y vio ante ella a un hombre alto y de cabello cano, con camisa blanca y pantalones de vestir de color azul marino. Tenía cierto porte militar y estaba muy serio.
—¿Usted es…?
—La detective Sachs.
—Soy el subinspector Jefferies.
Al frente de las comisarías solía haber un subinspector. A ella le sonaba el nombre de Jefferies, pero no tenía más referencias sobre él. Saltaba a la vista, sin embargo, que trabajaba mucho; si no, no habría estado en la comisaría a aquella hora.
—¿Qué podemos hacer por usted, detective?
—Hará dos semanas, enviaron aquí un expediente desde la Ciento treinta y uno. Estoy investigando un caso y me hace falta.
Jefferies miró a la funcionaria que acababa de delatar a Sachs. Estaba de pie en el pasillo.
—No lo tenemos, señor. Ya se lo he dicho.
—¿Está segura de que lo enviaron aquí?
—Según el registro de la comisaría de procedencia, sí —contestó Sachs.
—¿Aparece en el ordenador? —le preguntó Jefferies a la encargada del archivo.
—No.
—¿Y no está en la caja de los pendientes de archivar?
—No.
—Acompáñeme a mi despacho, detective. Veré qué podemos hacer.
Sachs hizo caso omiso de la funcionaria. No quería darle ninguna satisfacción.
Cruzaron los pasillos anodinos doblando recodos aquí y allá, sin decir palabra. La detective intentaba seguir el paso enérgico del subinspector, pero sus piernas artríticas se lo impedían.
Jefferies entró en el despacho que ocupaba en una esquina del edificio, le señaló una silla frente a su mesa y cerró la puerta, en cuya gran placa dorada se leía «HALSTON P. JEFFERIES».
Sachs tomó asiento.
El subinspector se inclinó de pronto, hasta que sus caras quedaron separadas por unos centímetros. Dio un puñetazo sobre la mesa.
—¿Se puede saber qué coño está haciendo?
La detective retrocedió al notar en la cara una vaharada de aliento con olor a ajo.
—Yo… ¿A qué se refiere? —Se tragó el «señor» con el que había estado a punto de rematar la frase.
—¿De dónde sale usted?
—¿De dónde?
—¿De qué comisaría, novata de los cojones?
Estaba tan atónita que tardó un momento en contestar.
—Técnicamente trabajo en Delitos Mayores…
—¿Qué coño quiere decir «técnicamente»? ¿Para quién trabaja?
—Soy la detective encargada de este caso. Mi supervisor es Lon Sellitto, de Delitos Mayores. Soy…
—No hace mucho que…
—Yo…
—Jamás interrumpa a un superior. Jamás. ¿Me ha entendido?
Sachs dio un respingo, pero no dijo nada.
—¿Me ha entendido? —gritó Jefferies.
—Perfectamente.
—No hace mucho que es detective, ¿verdad?
—No.
—Lo sé porque un detective con experiencia habría seguido el protocolo. Habría venido a ver al subinspector, se habría presentado y le habría preguntado si le parecía bien que revisara un expediente. Lo que ha hecho… ¿Iba a interrumpirme otra vez?
Sachs, en efecto, había estado a punto de interrumpirle.
—No —contestó.
—Considero lo que ha hecho una afrenta hacia mi persona. —Una gota de saliva voló entre ellos como un proyectil de mortero.
Jefferies hizo una pausa. Sachs se preguntó si el subinspector consideraría una interrupción que hablara en ese momento. De todos modos, le traía sin cuidado.
—No era mi intención ofenderle. Sólo estoy dirigiendo una investigación. Necesitaba un expediente y se ve que ha desaparecido.
—«Se ve que ha desaparecido». ¿Cómo puede hablar así? O se ve o ha desaparecido. Si investiga tan mal como habla, no me extrañaría que hubiera perdido usted misma ese expediente y estuviera intentando escurrir el bulto culpándonos a nosotros.
—El expediente salió de la Ciento treinta y uno y fue enviado aquí.
—¿A quién? —bramó Jefferies.
—Ése es el problema. Que ese apartado del impreso estaba en blanco.
—¿Estaba registrada la salida de otros expedientes para su envío a esta comisaría? —El subinspector se sentó al borde de la mesa y la miró con petulancia. Sachs arrugó el ceño—. ¿Algún expediente de cualquier otra parte?
—No sé a qué se refiere.
—¿Sabe a qué me dedico aquí?
—¿Perdón?
—¿Cuál es mi función en la Ciento cincuenta y ocho?
—Pues imagino que está al mando de la comisaría.
—«Imagino» —contestó, burlón—. Sé de agentes que han muerto en la calle por «imaginar» cosas. Muertos a tiros.
Aquello empezaba a resultar aburrido. Sachs le sostuvo la mirada con frialdad, sin ningún esfuerzo.
Pero Jefferies apenas se percató de ello.
—Además de dirigir la comisaría, como usted tan brillantemente supone —replicó—, estoy al mando del comité de asignación de destino del personal de todo el Departamento. Reviso miles de expedientes al año, estudio las fluctuaciones y decido qué cambios de personal hay que hacer para sacar adelante el trabajo. Colaboro estrechamente con las autoridades municipales y estatales para garantizar que se haga lo que sea necesario. Pero usted posiblemente pensará que es una pérdida de tiempo, ¿no?
—Yo no…
—Pues no lo es, jovencita. Esos expedientes los reviso yo personalmente y después se devuelven a… Y dígame, ¿cuál es ese expediente en el que tiene tanto interés?
Sachs resolvió que no quería decírselo. Aquella escena estaba fuera de lugar. Lógicamente, si Jefferies tenía algo que ocultar, era poco probable que se comportara como un capullo. Pero tal vez estuviera actuando así para desviar sus sospechas. Repasó sus acciones. Sólo le había dado a la encargada del archivo el número de expediente, no el nombre de Sarkowski. Y era muy posible que aquella cabeza de chorlito no recordara todos los dígitos.
—Preferiría no decírselo —contestó con calma.
Jefferies parpadeó.
—¿Que…?
—No voy a decírselo.
El subinspector asintió con la cabeza. Parecía tranquilo. Luego se inclinó hacia delante y volvió a dar un manotazo sobre la mesa.
—Va a decírmelo por cojones. Quiero que me diga ahora mismo el nombre del caso.
—No.
—Me encargaré de que la suspendan por insubordinación.
—Haga lo que crea oportuno, subinspector.
—Va a decirme el nombre del expediente ahora mismo.
—No, no voy a hacerlo.
—Llamaré a su supervisor. —Empezaba a quebrársele la voz. Se estaba poniendo histérico.
Sachs se preguntó si sería capaz de agredirla.
—Mi supervisor no lo sabe.
—¡Son todos iguales! —replicó Jefferies alzando la voz—. Creen que porque les dan una insignia dorada lo saben todo sobre este oficio. Es usted una mocosa, nada más que una mocosa. Además de una sabihonda. Se presenta en mi comisaría, me acusa de robar expedientes…
—Yo no…
—¡Insubordinación! Me insulta, me interrumpe. Usted no tiene ni idea de lo que es ser policía.
Sachs le miraba con placidez. Se había retirado a otro lugar: a su propio sótano de los ciclones, donde esperaba a que pasara el temporal. Sabía que aquel enfrentamiento podía tener consecuencias desastrosas, pero de momento Jefferies no podía tocarla.
—Me marcho.
—Se ha metido usted en un buen lío, jovencita. He memorizado el número de su insignia. Cinco, ocho, ocho, cinco. ¿Creía que no iba a acordarme? Me encargaré de que la manden a administración. ¿Qué le parecería pasarse el día revolviendo papeles? ¡No puede entrar en mi comisaría e insultarme!
Sachs pasó a su lado, abrió la puerta y enfiló el pasillo con paso enérgico. Habían empezado a temblarle las manos y respiraba agitadamente.
La bronca voz de Jefferies la siguió por el pasillo.
—¡Me acuerdo de su número! Voy a hacer unas llamadas. Si vuelve a pisar mi comisaría, lo lamentará. ¿Me oye, jovencita?
*****
La sargento del ejército Lucy Richter cerró la puerta de su viejo piso en Greenwich Village y entró en el dormitorio, donde se quitó el uniforme verde oscuro adornado con barras y cintas perfectamente alineadas. Tenía ganas de tirarlo sobre la cama, pero lo colgó con esmero en el armario, incluida la blusa, y guardó su identificación y sus credenciales de seguridad en el bolsillo de la pechera, donde los guardaba siempre. Acto seguido limpió y sacó brillo a los zapatos y los colocó cuidadosamente en el zapatero de la puerta del armario.
Se dio una ducha rápida y, envuelta en un viejo albornoz rosa, se sentó sobre la alfombra del dormitorio a mirar por la ventana. Se fijó en los edificios del otro lado de la calle Barrow, en las luces que destellaban entre los árboles sacudidos por el viento y en la luna, que brillaba, blanca, en el cielo negro de la parte baja de Manhattan. Aquella vista la reconfortaba: estaba acostumbrada a ella desde niña.
Había vuelto a casa de permiso después de pasar una larga temporada en el extranjero. Por fin había superado el desfase horario y el aturdimiento provocado por el posterior maratón de sueño, y ahora, mientras esperaba a que su marido regresara del trabajo, se sentía feliz de estar allí sentada, mirando por la ventana y pensando en el pasado lejano y en el reciente.
Y en el futuro también, desde luego. Las horas que aún tenemos por delante nos obsesionan mucho más que las ya pasadas, se dijo Lucy.
Se había criado allí, en aquella misma casa, en el barrio más agradable de Manhattan. Le encantaba el Village. Y cuando sus padres se mudaron al otro lado de la ciudad y empezaron a migrar a climas cálidos en invierno, traspasaron la propiedad de la casa a su hija de veintidós años. Tres años después, la noche en que su novio le pidió matrimonio, Lucy contestó que sí, pero con una condición: que se quedaran a vivir allí. Él accedió, desde luego.
En aquel entonces, Lucy disfrutaba de su vida de barrio; salía con sus amigos y trabajaba en oficinas o repartiendo comida a domicilio (a pesar de no haber terminado sus estudios universitarios, siempre había sido la más lista y la más trabajadora de su pandilla). Le gustaban el ambiente cultural y la extravagancia de la gran urbe. Se sentaba allí a mirar por la ventana, hacia el sur, y mientras contemplaba el imponente paisaje de aquella ciudad imponente pensaba en lo que quería hacer con su vida, o no pensaba en nada.
Luego, sin embargo, llegó aquel día de septiembre y ella lo vio todo: vio las llamas, el humo, y después la espantosa ausencia.
Siguió con su rutina, más o menos satisfecha, y esperó a que la ira y el dolor se disiparan, a que aquel vacío acabara por llenarse. Pero no se llenó. Y un buen día aquella chica flacucha que era demócrata, que veía Seinfeld y se hacía su propio pan con harina orgánica, salió por la puerta de su piso del Greenwich Village, tomó el metro en Broadway para ir a Times Square y se alistó en el Ejército.
Algo tenía que hacer, le explicó a Bob, su marido. Él la besó en la frente, la abrazó con fuerza y no intentó disuadirla. (Por dos motivos: primero, porque había pertenecido a las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina y creía que la experiencia militar era enriquecedora para todo el mundo; y segundo, porque sabía que Lucy poseía un infalible sentido de la justicia).
Tras completar su periodo de instrucción en la polvorienta Texas, la mandaron al extranjero. Alquilaron el piso por un año y Bob, que trabajaba en una empresa de transporte cuyo encargado era especialmente patriota, pasó una larga temporada con ella. Lucy estudió alemán, aprendió a conducir todo tipo de camiones y descubrió, además, algo sobre sí misma: que poseía un don innato para la organización. Le asignaron la tarea de coordinar a los choferes de camiones cisterna, los hombres y mujeres que llevaban el combustible y otros suministros allí donde eran necesarios.
Las guerras se ganan con gasolina y gasoil, y se pierden con el depósito vacío. Ésa es la regla en el frente de batalla desde hace cien años.
Luego, un día, su teniente fue a notificarle dos cosas. Una, que iban a ascenderla de cabo a sargento. Y dos, que iban a mandarla a la escuela a aprender árabe.
Bob regresó a Estados Unidos y Lucy llevó su petate a un C130 y voló al país de la niebla amarga.
Cuidado con lo que deseas…
Lucy Richter pasó de Estados Unidos, un país con el paisaje cambiado, a un lugar sin paisaje. El panorama desértico, el calor abrasador, el sol siempre suspendido en el cielo y la arena de doce tipos distintos (unas veces, gravilla rasposa que te arañaba la piel, y otras un polvo fino como talco que se metía en cada resquicio del cuerpo) pasaron a formar parte de su vida cotidiana. Su labor adquirió nueva relevancia. Si un camión se queda sin combustible en un viaje de Berlín a Colonia, se llama a un camión cisterna. Si eso mismo sucede en una zona de combate, puede morir gente.
Y Lucy debía asegurarse de que eso no ocurriera.
Había pasado horas y horas haciendo malabarismos para coordinar portes de combustible y de munición, y hasta había hecho alguna que otra rareza: una vez, durante una operación voluntaria e improvisada, había tenido que pastorear ovejas. Iban a llevarlas a una aldea que llevaba varias semanas sin provisiones, y alguien tenía que meterlas en los camiones.
¡Ovejas! Era como para morirse de risa.
Y ahora estaba otra vez en una tierra de rascacielos, sin ganado frente a los puestos de comidas y las tiendas de alimentación, sin arena, ni sol ardiente. Sin niebla amarga.
Qué distinto era todo a su vida en el extranjero.
Lucy Richter, sin embargo, distaba de ser una mujer en paz. Por eso miraba ahora hacia el sur, buscando respuestas en el Gran Vacío de aquel paisaje alterado.
Sí o no…
Se asustó al oír el teléfono. Últimamente cualquier ruido repentino la hacía sobresaltarse. El ruido del teléfono, un portazo, el petardeo de un coche.
Cálmate. Cogió el teléfono.
—¿Diga?
—Hola, niña. —Era una amiga suya del barrio.
—Claire…
—¿Qué haces?
—Nada, sólo estaba relajándome un poco.
—Oye, ¿en qué zona horaria estás?
—Sabe Dios.
—¿Bob está en casa?
—No. Hoy trabaja hasta tarde.
—Pues vente a tomar un trozo de tarta de queso conmigo.
—¿Sólo un trozo de tarta de queso? —preguntó Lucy con intención.
—¿Y un ruso blanco?
—Eso suena mejor. Cuenta conmigo.
Eligieron un restaurante cercano que cerraba tarde y se despidieron.
Echando un último vistazo hacia el sur, al cielo negro y vacío, Lucy se levantó. Se puso un chándal, una chaqueta de esquí y un gorro y salió del piso. Bajó haciendo ruido por la escalera en penumbra, hasta la planta baja.
Allí se detuvo y parpadeó, sorprendida, al ver una silueta.
—Hola, Lucy —dijo el hombre.
El señor Giradello, el portero, era ya viejo cuando ella vivía allí de niña. Olía a alcanfor y a tabaco. Estaba sacando hatos de periódicos a la calle. Lucy, que pesaba más de diez kilos más que él y le sacaba quince centímetros de altura, agarró dos de los montones.
—Deja —protestó él.
—Tengo que mantenerme en forma, señor Giradello.
—En forma, ¿eh? Eres más fuerte que mi hijo.
Fuera, el frío le hizo cosquillas en la nariz y la boca. Le encantaba aquella sensación.
—Hoy te he visto de uniforme. ¿Te han dado ya ese premio?
—Me lo dan este jueves. Hoy sólo ha sido el ensayo. Pero no es un premio. Es una condecoración.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Buena pregunta. La verdad es que no lo sé. Creo que un premio lo ganas. Una condecoración es lo que te dan en vez de subirte el sueldo. —Apiló los montones de periódicos junto al bordillo de la acera.
—Tus padres están orgullosos. —Era una afirmación, no una pregunta.
—Claro que sí.
—Salúdalos de mi parte.
—Lo haré. Bueno, señor Giradello, me estoy quedando helada. Tengo que irme. Cuídese.
—Buenas noches.
Al echar a andar por la acera, se fijó en un Buick azul oscuro aparcado al otro lado de la calle. Dentro había dos hombres. El del asiento del copiloto la miró y bajó los ojos. Luego se llevó un refresco a la boca y bebió con ansia. Lucy pensó: ¿Quién se toma una bebida fría con este tiempo? Ella estaba deseando tomarse un café irlandés, bien caliente y con doble ración de whisky. Además de nata montada, claro.
Entonces miró la acera, se paró, y mientras cambiaba de dirección para esquivar una placa de hielo, se dijo, divertida, que seguramente ése era el único peligro al que no se había visto expuesta ese último año y medio.