¿Qué es eso?
Sentado en su silla chirriante, en el despacho caldeado, el hombretón bebía café y miraba con los ojos entornados hacia el fondo del muelle, entre la luz brillante de la mañana. Era el supervisor de mañana del taller de reparación de remolcadores, situado en el río Hudson, al norte de Greenwich Village. Cuarenta minutos después estaba previsto que atracara un Moran con el motor averiado, pero de momento el muelle estaba vacío y el supervisor estaba disfrutando del calorcillo de la caseta, donde se había sentado con los pies sobre la mesa y el café apoyado en el pecho. Quitó un poco de vaho de la ventana y miró de nuevo.
¿Qué es?
Junto al borde del muelle, del lado de Jersey, había una caja negra no muy grande. No estaba allí el día anterior a las seis, cuando cerró el taller, y después de esa hora no había atracado ningún barco. La caja tenía que haber venido del lado de tierra. Había una alambrada que impedía el paso de transeúntes, pero si alguien quería entrar, entraba: el supervisor lo sabía por las herramientas y los cubos de basura que se llevaban, cualquiera sabía por qué.
Pero ¿para qué habían dejado aquello en el muelle?
Estuvo un rato mirando la caja mientras pensaba: Fuera hace frío, y viento, y con lo bien que sienta el café… Después se dijo: En fin, habrá que ir a echar un vistazo. Se puso el grueso chaquetón gris, los guantes y el gorro, bebió un último trago de café y salió al aire cortante.
Recorrió el muelle abriéndose paso entre el viento, con los ojos llorosos fijos en la caja negra.
¿Qué cojones es eso? Era rectangular, de menos de medio metro de alto, y el sol, todavía bajo, se reflejaba con fuerza en su parte frontal. Entornó los ojos para defenderse de su resplandor. El agua espumosa del Hudson se agitaba entre los pilares del muelle.
Se detuvo a metro y medio de la caja, al ver lo que era.
Un reloj. Un reloj antiguo, con una luna dibujada delante y esos números romanos tan graciosos. Miró su reloj de pulsera y vio que el del muelle funcionaba bien: marcaba la hora exacta. ¿Quién habría dejado allí una cosa tan bonita? Estupendo: me han hecho un regalo.
Pero, al dar un paso adelante para cogerlo, le fallaron las piernas y el pánico se apoderó de él un instante al pensar que iba a caer al río. Cayó al suelo, sin embargo, sobre una placa de hielo que no había visto, y no se deslizó más allá.
Se puso en pie ahogando un gemido, con una mueca de dolor. Al mirar hacia abajo vio que el hielo en el que había resbalado no era normal. Era de color marrón rojizo.
—Ay, Dios —murmuró mientras miraba la sangre, que había formado un gran charco congelado cerca del reloj. Se inclinó y su sorpresa fue mayúscula al darse cuenta de cómo había llegado la sangre allí. En los tablones del muelle se veían marcas ensangrentadas que parecían de uñas, como si alguien con las muñecas o los dedos sajados se hubiera agarrado a ellos para no caerse a las aguas revueltas del río.
Se acercó con cautela al borde y miró hacia abajo. No se veía a nadie flotando en el agua turbulenta. Pero eso no le sorprendió; si estaba en lo cierto, la sangre congelada significaba que aquel pobre diablo había estado allí hacía largo rato. Si nadie le había rescatado, su cadáver estaría ya a medio camino de Liberty Island.
Retrocedió mientras buscaba atropelladamente su teléfono móvil y se quitó el guante con los dientes. Echó un último vistazo al reloj y regresó a toda prisa a la caseta mientras marcaba con sus dedos gordezuelos y temblequeantes el número de la policía.
*****
Un antes y un después.
La ciudad había cambiado después de aquella mañana de septiembre, tras las explosiones, las gigantescas columnas de humo, los edificios que se esfumaban.
Era innegable. Podía hablarse de la resistencia, del temple, de la actitud pragmática de los neoyorquinos, y todo eso era cierto. Pero la gente se quedaba aún en suspenso cuando, al aproximarse al aeropuerto de La Guardia, los aviones parecían volar un poco más bajo de lo normal. O cruzaba la calle dando un rodeo si veía una bolsa de compra abandonada en la acera. A nadie le sorprendía ya ver soldados o policías vestidos con uniforme oscuro y armados con negras ametralladoras militares.
El día de Acción de Gracias había pasado sin incidentes y la Navidad estaba en su apogeo; había gente por todas partes. Pero suspendida sobre las festividades como un reflejo en el escaparate navideño de unos grandes almacenes, persistía la imagen de las torres desaparecidas, de las personas que ya no estaban entre los vivos. Como persistía, claro está, la gran pregunta: ¿qué más iba a pasar?
Lincoln Rhyme entendía muy bien la noción del antes y el después: la había sufrido en carne propia. Había habido un tiempo en que podía caminar y moverse. Y después ya no. Estaba sano como el que más, investigando la escena de un crimen, y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, una viga le había partido el cuello dejándole tetrapléjico, paralizado casi por completo de hombros para abajo.
*****
Un antes y un después.
Hay momentos que le cambian a uno para siempre.
Lincoln Rhyme creía, sin embargo, que si de ellos se hacía un icono demasiado solemne, esos acontecimientos redoblaban su potencia. Y los malos salían ganando.
Eso se decía Rhyme una fría mañana de martes, todavía temprano, mientras escuchaba a la locutora de la National Public Radio, con su sempiterna voz de FM, informar acerca del desfile previsto para dos días después, al que seguirían diversos actos y reuniones de representantes del Gobierno, todo lo cual, lógicamente, debería haberse celebrado en la capital del país. Se había impuesto, sin embargo, el «aúpa Nueva York», y las calles estarían abarrotadas de espectadores y manifestantes, lo cual complicaría más aún la vida de la policía que vigilaba las inmediaciones de Wall Street. En la política pasaba ahora lo mismo que en el deporte: las semifinales que debían tener lugar en Nueva Jersey se celebraban ahora en el Madison Square Garden, como si eso fuera una muestra de patriotismo. Rhyme se preguntaba con sorna si al año siguiente el maratón de Boston también se correría en Nueva York.
Un antes y un después.
Rhyme había acabado por convencerse de que él no era muy distinto después de aquel punto de inflexión. Su estado físico (su horizonte, cabría decir) había cambiado. Pero básicamente seguía siendo el mismo: un policía y científico impaciente, temperamental (incluso odioso a veces), tenaz e intransigente con la pereza y la ineptitud. No jugaba la carta del inválido, no se lamentaba ni daba importancia a sus limitaciones físicas, aunque fuera capaz de arremeter contra los propietarios de cualquier edificio en el que estuviera investigando un crimen si no cumplían la normativa en lo relativo a rampas de acceso y anchura de las puertas.
Mientras escuchaba la noticia, le exasperó que ciertos neoyorquinos parecieran estar entregándose a la autocompasión.
—Voy a escribir una carta —anunció, dirigiéndose a Thom.
Su ayudante, joven y delgado, vestido con unos elegantes pantalones negros, camisa blanca y grueso suéter (la casa de Rhyme en Central Park West adolecía de mala calefacción y aislamientos obsoletos), apartó la vista de los adornos navideños que estaba colocando. A Rhyme le hizo gracia que hubiera colocado un minúsculo abeto sobre una mesa bajo la cual aguardaba ya un regalo sin envolver: una caja de pañales desechables para adultos.
—¿Una carta?
Le explicó su teoría de que era mucho más patriótico seguir como si nada hubiera pasado.
—Voy a ponerles en su sitio. La mandaré al Times, creo.
—¿Por qué no lo haces? —preguntó el ayudante. Era, en realidad, cuidador de profesión, aunque él afirmara que, estando al servicio de Lincoln Rhyme, podía decirse que ejercía el oficio de santo.
—Voy a hacerlo —contestó Rhyme tajantemente.
—Me parece muy bien. Aunque ¿sabes una cosa?
El criminalista levantó una ceja. Podía ser muy expresivo con las partes del cuerpo que aún podía mover: los hombros, el rostro y la cabeza.
—La mayoría de la gente que dice que va a escribir una carta no la escribe. La gente que sí escribe cartas va y las escribe, sin más. No anuncia que va a escribirlas. ¿Te has fijado alguna vez?
—Gracias por tu brillante comentario, Thom, pero tú sabes que a mí nada va a detenerme.
—Muy bien —repitió su ayudante.
Sirviéndose del mando táctil, Rhyme acercó su silla de ruedas Storm Arrow de color rojo a uno de los seis grandes monitores de pantalla plana que había en la habitación.
—Comando —dijo dirigiéndose al sistema de reconocimiento de voz a través de un micrófono fijado a la silla—. Procesador de texto.
En la pantalla se abrió diligentemente el WordPerfect.
—Comando, escribir. «Estimados señores». Comando, dos puntos. Comando, salto de línea. Comando, escribir. «Vengo observando que…»
Sonó el timbre y Thom fue a ver quién era.
Rhyme cerró los ojos. Había empezado a componer su diatriba cuando una voz le interrumpió.
—Hola, Linc. Feliz Navidad.
—Mmm, igualmente —rezongó en respuesta al saludo de Lon Sellitto, que, panzón y despeinado, acababa de cruzar la puerta.
El corpulento detective de la policía debía moverse con cuidado. La habitación, un coqueto salón en la época victoriana, estaba ahora abarrotada de equipamiento forense: microscopios ópticos y de electrones, un cromatógrafo de gases, vasos de precipitados y retortas de laboratorio, pipetas, placas de Petri, centrifugadoras, sustancias químicas, libros, revistas, ordenadores y gruesos cables que corrían en todas direcciones. (Cuando Rhyme empezó a trabajar como asesor forense desde su casa, la potencia de las máquinas hacía saltar los fusibles con frecuencia. Su consumo eléctrico equivalía posiblemente al de todos los vecinos de la manzana juntos).
—Comando, volumen, nivel tres. —La unidad de control ambiental bajó obedientemente el volumen de la radio.
—No tienes mucho espíritu navideño, ¿eh? —preguntó el detective.
Rhyme no contestó. Volvió a mirar el monitor.
—Hola, Jackson. —Sellitto se inclinó para acariciar al perrillo de pelo largo que dormitaba acurrucado en una caja de pruebas de las que usaba el Departamento de Policía de Nueva York. Jackson estaba allí de paso: su antigua dueña, una anciana tía de Thom, había fallecido poco antes en Westport, Connecticut, tras una larga enfermedad y, entre otras pertenencias, el joven ayudante había heredado a Jackson, un habanero. La raza, emparentada con el bichón frisé, era oriunda de Cuba. El perrillo se quedaría allí hasta que Thom le encontrara un buen sitio donde vivir.
—Tenemos un caso jodido, Linc —añadió Sellitto al incorporarse. Hizo amago de quitarse el abrigo, pero cambió de idea—. Por Dios, qué frío hace. ¿Estaremos batiendo un récord?
—No lo sé. No me detengo mucho a mirar el canal del tiempo. —Rhyme pensó en un buen párrafo con el que dar comienzo a su carta al director.
—Uno jodido de verdad —repitió Sellitto.
El criminalista le miró enarcando una ceja.
—Dos homicidios, el mismo procedimiento. Más o menos.
—Hay muchos casos jodidos por ahí, Lon. ¿Qué tiene éste de particular? —Como sucedía a menudo en los días de tedio que transcurrían entre caso y caso, Rhyme estaba de mal humor. De todos los criminales con los que se había topado, el más letal era el aburrimiento.
Sellitto, sin embargo, llevaba años trabajando con él y su mal genio no le afectaba.
—Han llamado de la Casa Grande. Los mandamases quieren que os ocupéis Amelia y tú. Insisten, han dicho.
—¿Conque insisten, eh?
—Prometí no decírtelo. A ti no te gusta que te presionen.
—¿Te importaría explicarme por qué es tan jodido ese caso, Lon? ¿O es mucho pedir?
—¿Dónde está Amelia?
—En Westchester, trabajando en un caso. No creo que tarde en volver.
El detective levantó un dedo para indicarle que esperara un minuto: su teléfono móvil había empezado a sonar. Mantuvo una conversación, asintió con la cabeza y tomó algunas notas. Luego cortó la comunicación y miró a Rhyme.
—Bien, esto es lo que tenemos: anoche, el asesino cogió…
—¿El asesino? —preguntó Rhyme enfáticamente.
—Tienes razón, no estamos seguros de su género.
—De su sexo.
—¿Qué?
—El género —explicó Rhyme— es un concepto lingüístico. Hace referencia a la designación léxica del masculino y el femenino en ciertas lenguas. El sexo es un concepto biológico que diferencia entre organismos masculinos y femeninos.
—Te agradezco la lección de gramática —masculló el detective—. Puede que algún día me sea útil, si voy a uno de esos concursos de la tele. El caso es que el asesino cogió a un pobre diablo y se lo llevó a ese muelle de reparación que hay en el Hudson. Ignoramos cómo lo hizo exactamente, pero obligó a la víctima, hombre o mujer, a quedarse colgado encima del río, y luego le cortó las muñecas. La víctima se mantuvo agarrada un rato, según parece. El tiempo suficiente para perder sangre por un tubo. Luego se soltó.
—¿Hay cadáver?
—Todavía no. Los guardacostas y el servicio de emergencias lo están buscando.
—Me ha parecido entender que hablabas de víctimas, en plural.
—Bueno, pues unos minutos después recibimos otra llamada para que fuéramos a echar un vistazo a un callejón del centro, junto a Cedar, cerca de Broadway. Había otra víctima. Un agente de policía encontró a un tío tumbado de espaldas y atado con cinta aislante. El asesino había colocado una barra de hierro de unos treinta y cinco kilos encima de su cuello. La víctima había tenido que sujetarla para que no le aplastara la tráquea.
—¿Treinta y cinco kilos? Bien, entonces, teniendo en cuenta la fuerza necesaria para manipularla, admito que es probable que el asesino sea un varón.
Thom entró llevando café y pastas. Sellitto, que tenía constantes problemas de peso, probó primero las pastas: en fiestas, dejaba hibernar su dieta. Se comió media y, tras limpiarse la boca, prosiguió:
—Así que la víctima tenía que sujetar en vilo la barra. Y aguantó un rato, seguramente. Pero al final la palmó.
—¿Quién era?
—Se llamaba Theodore Adams. Vivía cerca de Battery Park. Una mujer llamó anoche al servicio de emergencias, diciendo que había quedado para cenar con su hermano y que no se había presentado. Ése fue el nombre que dio. El sargento de la comisaría iba a llamarla esta mañana.
Lincoln Rhyme no solía considerar muy útiles las descripciones poco precisas, pero tenía que reconocer que la situación podía, en efecto, calificarse de «jodida».
Y también de estimulante.
—¿Por qué dices que el procedimiento es el mismo? —preguntó.
—En ambos casos, el asesino dejó una tarjeta de visita en el lugar de los hechos. Un reloj.
—¿De los que hacen tictac?
—Exacto. Uno estaba en el muelle, junto al charco de sangre. El otro, junto a la cabeza de la víctima. Es como si hubiera querido que las víctimas los vieran. Y los oyeran, supongo.
—Descríbemelos. Los relojes.
—Parecían antiguos. Es lo único que sé.
—¿No eran bombas?
Hoy en día (en la época del después), cualquier cosa que hiciera tictac se consideraba susceptible de explosionar.
—Qué va. No van a estallar. Pero de todos modos los han mandado a Rodman’s Neck para que comprueben si contienen agentes químicos o biológicos. Al parecer son los dos de la misma marca. Uno de los agentes me ha dicho que daban miedo. Tienen grabada una luna. Ah, y por si acaso éramos un poco duros de mollera, el asesino ha dejado una nota debajo de los relojes. Impresa, no de su puño y letra.
—¿Y decía…?
Sellitto, que no se fiaba de su memoria, echó un vistazo a su libreta. Rhyme apreciaba aquel rasgo suyo. El detective no era una persona brillante, pero sí tenaz, y todo lo hacía despacio y con esmero.
—«La Luna Fría —leyó— llena está en el cielo. Sobre el cadáver de la tierra, su brillo marca la hora de morir, el fin del viaje que se inició al nacer». —Miró a Rhyme—. Firmado, «el Relojero».
—Tenemos dos víctimas y un motivo lunar. —A menudo, las referencias astronómicas significaban que el asesino pensaba actuar repetidas veces—. Tiene previsto matar otra vez.
—¿Y por qué crees que estoy aquí, Linc?
Rhyme miró el arranque de su carta al Times. Luego cerró el procesador de texto. Su ensayo acerca del antes y el después tendría que esperar.