Su coche nuevo era un Buick Le Sabre.
—¿Dónde lo has robado? —preguntó Vincent al sentarse en el asiento del copiloto.
El vehículo esperaba al ralentí junto a la acera, delante de la iglesia.
—En el Lower East Side. —Duncan le miró.
—¿Te ha visto alguien?
—El dueño, pero sólo un momento. Y no va a decírselo a nadie. —Se tocó el bolsillo, donde llevaba guardada la pistola. Luego señaló hacia la esquina en la que poco antes había apuñalado al estudiante—. ¿Has visto a la policía por aquí?
—No. No he visto a nadie.
—Bien. Seguramente el servicio de recogida de basuras se habrá llevado el contenedor y el cadáver estará ya en una barcaza, camino del mar.
Rájales los ojos…
—¿Qué pasó en el aparcamiento? —preguntó Vincent.
Duncan hizo una leve mueca.
—Me fue imposible acercarme al coche. No había muchos policías, pero vi a un indigente rondando por allí. Hacía mucho ruido. Luego oí gritos y empezaron a llegar policías a todo correr. Tuve que marcharme.
Se apartaron del bordillo. Vincent ignoraba adónde iban. El Buick era viejo y olía a tabaco. No sabía cómo llamarlo. Era azul oscuro, pero llamarlo «Azulmóvil» no tenía ninguna gracia. Y Vincent el Listo no se sentía muy ocurrente en esos momentos.
Cuando llevaban unos minutos callados, preguntó:
—¿Cuál es tu comida favorita?
—¿Mi…?
—Tu comida. ¿Qué te gusta comer?
Duncan entornó un poco los ojos. Lo hacía mucho: sopesaba detenidamente las preguntas y después enunciaba con todo cuidado la conclusión a la que había llegado. Ahora, en cambio, parecía desconcertado. Soltó una risa suave.
—No como mucho, ¿sabes?
—Pero tendrás alguna comida favorita.
—Nunca lo he pensado. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, porque estaba pensando que podía preparar la cena alguna vez. Sé hacer muchas cosas. Pasta… Ya sabes, espaguetis. ¿Te gustan los espaguetis? Yo los hago con albóndigas. Puedo hacer una salsa de nata. Espaguetis Alfredo, les llaman. O con tomate.
—Con tomate, creo. Es lo que pediría en un restaurante.
—Entonces te los prepararé. Si viene mi hermana, podría hacer una fiesta. Bueno, una fiesta no. Sólo estaríamos nosotros tres.
—Eso es… —Duncan sacudió la cabeza. Parecía conmovido—. Nadie me prepara la cena desde hace… En fin, hace muchísimo tiempo que nadie me prepara la cena.
—El mes que viene, a lo mejor.
—El mes que viene podría estar bien. ¿Cómo es tu hermana?
—Un par de años más joven que yo. Trabaja en un banco. Y es muy delgada. No tanto como tú. Pero, ya sabes, está en forma.
—¿Está casada? ¿Tiene hijos?
—No, qué va. Está muy liada con su trabajo. Es muy buena en lo suyo.
Duncan asintió con la cabeza.
—El mes que viene, claro que sí. Vendré a Nueva York. Podríamos cenar juntos. Aunque yo no podré ayudarte. No sé cocinar.
—Bueno, de cocinar me encargo yo. Me gusta. Veo mucho el canal de cocina.
—Pero podría llevar el postre. Un postre ya preparado. Sé que te gustan los dulces.
—Eso sería estupendo —dijo Vincent, emocionado. Miró a su alrededor las calles oscuras y frías—. ¿Adónde vamos?
El Relojero calló un momento. Detuvo el coche ante un semáforo en rojo, con las ruedas delanteras perfectamente alineadas sobre la blanca y sucia raya del pavimento.
—Permíteme que te cuente una historia —dijo.
Vincent le miró.
—En 1714, el Parlamento británico ofreció veinte mil libras a quien inventara un reloj portátil cuya precisión permitiera su uso en el mar.
—Eso era mucho dinero en aquella época, ¿verdad?
—Muchísimo dinero. Necesitaban un reloj para los barcos porque todos los años morían miles de marineros por culpa de errores de navegación. Verás, para trazar el rumbo se necesitan la longitud y la latitud. La latitud se puede calcular astronómicamente. Pero para la longitud se necesita la hora exacta. Un fabricante de relojes inglés llamado John Harrison decidió llevarse el premio. Empezó a trabajar en el proyecto en 1735 y por fin consiguió fabricar un pequeño reloj que podía utilizarse en los barcos y que sólo se desviaba unos segundos de la hora exacta en el curso de una travesía trasatlántica. ¿Cuándo acabó? En 1761.
—¿Tanto tardó?
—Tuvo que bregar con los políticos, con la competencia, con las maquinaciones de empresarios y miembros del Parlamento y, naturalmente, con las propias dificultades técnicas de crear el reloj, una tarea casi imposible. Pero nunca cejó en su empeño. Tardó veintiséis años.
El semáforo se puso en verde y Duncan aceleró poco a poco.
—Respondiendo a tu pregunta, vamos a ver a la siguiente chica de nuestra lista. Hemos sufrido un revés. Pero nada va a detenernos. No es para tanto…
—En el orden universal de las cosas.
Una sonrisa fugaz cruzó la cara del asesino.
*****
—Antes de nada, ¿había cámaras de seguridad en el aparcamiento? —preguntó Rhyme.
Sellitto se rió como diciendo «tú sueñas».
Pulaski, Baker y él habían vuelto a casa del criminalista y estaban revisando las pruebas que el novato había recogido en el aparcamiento. El indigente que le había agredido había sido trasladado al hospital de Bellevue. No estaba relacionado con el caso y tenía diagnosticada una esquizofrenia paranoide para la que no tomaba medicación.
—Estaba en el sitio equivocado —había mascullado Pulaski.
—¿Quién? ¿Él o tú? —había respondido Rhyme.
Ahora preguntó:
—¿Había cámaras en el depósito donde robó el todoterreno?
Otra carcajada.
Rhyme suspiró.
—Vamos a ver lo que ha encontrado Ron. Primero, las balas.
Cooper le llevó la caja y la abrió.
Las balas del calibre treinta y dos para armas semiautomáticas son poco frecuentes. Tienen más alcance que las del calibre veintidós, pero menor poder de detención que otras de mayor potencia, como las del treinta y ocho o las de nueve milímetros. Las pistolas del calibre treinta y dos se consideran tradicionalmente «armas de mujer». Su demanda es limitada, pero aun así considerable. Si encontraban una pistola de ese calibre en posesión de un sospechoso, podrían utilizarla como prueba circunstancial, pero Cooper no podía sencillamente llamar a las armerías de la ciudad y pedir un listado de los clientes que habían comprado ese tipo de munición en los últimos tiempos.
Como faltaban siete balas en la caja, Rhyme supuso que el arma debía de ser una Autauga Mk II, en cuyo cargador sólo cabían siete balas, aunque la Beretta Tomcat, la North American Guardian y la LWS-32 también calzaban ese número de proyectiles. El asesino podía estar utilizando cualquiera de ellas. (Eso, en caso de que fuese armado. Las balas, señaló Rhyme, sugerían que el sospechoso llevaba un arma o disponía de una, pero no podían tomarse como una prueba concluyente de ello).
El criminalista advirtió que la munición era de setenta y un granos, lo bastante grande como para causar lesiones de gravedad disparando a bocajarro.
—A la pizarra, novato —ordenó.
Pulaski fue escribiendo mientras le dictaba.
El libro que había encontrado en el Explorer se titulaba Técnicas de interrogatorio extremas y había sido publicado por una pequeña editorial de Utah. El papel, la encuadernación y la tipografía (por no hablar del estilo) eran de pésima calidad.
Escrito por un autor anónimo que decía haber formado parte de las Fuerzas Especiales, describía técnicas de tortura que producían la muerte del prisionero si no confesaba: ahogamiento, estrangulación, asfixia, inmersión en agua helada y algunas otras. Una de ellas consistía en suspender un peso sobre la garganta del interrogado. Otra, en cortarle las venas y dejar que se fuera desangrando hasta que confesara.
—Santo Dios —dijo Dennis Baker con una mueca de repugnancia—. Es su plan de acción. ¿Va a matar a diez personas así? Qué horror.
—¿Algún indicio material? —preguntó Rhyme, al que preocupaba más el análisis forense del ejemplar que el diagnóstico psicológico de su comprador.
Cooper sujetó el libro sobre una hoja grande de papel de periódico y lo abrió página por página, quitándole el polvo para que se desprendiera cualquier resto material. No cayó nada.
Tampoco encontraron huellas dactilares, desde luego.
Las pesquisas de Cooper revelaron que esa obra no se vendía en las grandes librerías ni en los principales sitios web de venta de libros, que se negaban a distribuirlo. Podía conseguirse fácilmente, sin embargo, a través de empresas de subastas online y de diversos grupos paramilitares de extrema derecha que vendían todo lo necesario para defenderse de la lacra de las minorías étnicas, los extranjeros y el gobierno federal. (Durante los años anteriores, Rhyme había actuado como asesor en numerosas investigaciones antiterroristas, muchas de ellas tenían que ver con Al Qaeda y otros grupos de fundamentalistas islámicos. Otras tantas, sin embargo, estaban relacionadas con el terrorismo intestino, una amenaza a la que, a su modo de ver, las autoridades del país no prestaban la debida consideración).
Llamaron a la editorial, pero no obtuvieron ninguna ayuda, lo cual no sorprendió a Rhyme. El director les dijo que no vendían directamente el libro a los lectores y que si querían averiguar qué librerías lo compraban en remesas significativas necesitarían una orden judicial. Pero tardarían semanas en conseguir una.
—¿Es usted consciente —preguntó Dennis Baker por el manos libres— de que alguien está usando ese libro como guía para torturar y matar a personas?
—Bueno, para eso es, ¿no? —le contestó el director de la editorial, y colgó.
—Maldita sea.
La inspección de la tierra, las hojas y la ceniza que Pulaski había extraído de la rejilla, los neumáticos y los espejos laterales del vehículo dio nulos resultados. Entre los restos hallados en el maletero había arena idéntica a la que el asesino había utilizado como agente de ocultación en el callejón donde había muerto Theodore Adams.
Las migas eran de cortezas de maíz, patatas fritas, bollos y chocolatinas. Había también restos de galletas saladas con mantequilla de cacahuete y manchas de refrescos. Azucarados, no light. Ninguna de aquellas pruebas les conduciría hasta un sospechoso, claro está, pero podían ser un tablón más en el puente que vinculaba al asesino con el Explorer, en caso de que dieran con algún sospechoso.
Las fibras de algodón de color carne eran muy parecidas, tal y como había sugerido Pulaski, a las de los guantes de trabajo corrientes que se vendían en miles de droguerías, tiendas de jardinería y supermercados. Al parecer, el asesino y su cómplice habían limpiado meticulosamente el todoterreno después de robarlo y usado guantes en todo momento mientras estaban dentro del vehículo.
Nunca habían visto nada igual. Lo cual sirvió para recordarles que el Relojero parecía dotado de una mortífera y brillante inteligencia.
El cabello recogido en el reposacabezas tenía veintidós centímetros de largo y era negro, con algunos tramos grises. El pelo suele ser una buena prueba: se cae continuamente y durante los forcejeos las víctimas suelen tirar de él. Pero por lo general de su análisis sólo pueden extraerse características tipo; es decir, que un cabello sirve únicamente para vincular de forma circunstancial el escenario de un delito con un sospechoso que posea un cabello similar en cuanto a color, textura, longitud o presencia de tintes u otras sustancias químicas. Normalmente, sin embargo, los cabellos no pueden individualizarse; es decir, no pueden atribuirse de manera concluyente a un sospechoso a no ser que conserven el folículo, lo que permite un análisis de ADN.
Pero el cabello encontrado por Pulaski no tenía folículo.
Rhyme sabía que era demasiado largo para ser del Relojero, cuyo retrato robot, hecho conforme a la descripción de Hallerstein, mostraba a un hombre con el cabello de longitud regular. Podía pertenecer a una peluca (cabía la posibilidad de que el asesino estuviera usando disfraces), pero Cooper no encontró rastros de adhesivo en su extremo. O podía ser de su cómplice, que llevaba gorra. El criminalista, no obstante, llegó a la conclusión de que tenía que pertenecer a otra persona: a un pasajero que había montado en el todoterreno antes de que lo robara el Relojero. Podía ser de hombre o de mujer, naturalmente, pero él creía más probable que perteneciera a una mujer. Su tono gris sugería que el sujeto en cuestión era de cierta edad, y no era frecuente que un hombre mayor llevara el pelo tan largo. Sería más normal que lo llevara a media melena, o mucho más corto. El Relojero o su ayudante podían tener novia, o bien otro cómplice, aunque no parecía probable.
—Está bien, anótalo de todos modos —ordenó Rhyme.
—Porque nunca se sabe, ¿no? —dijo Pulaski como si recitara algo que había oído con anterioridad.
El criminalista levantó una ceja. Luego preguntó:
—¿Y las pisadas?
El joven agente sólo había encontrado una huella: la de un zapato de suela lisa, del número cuarenta y siete. Estaba al lado de un charco de agua. La persona a la que pertenecía la huella había pisado el charco y dejado media docena de pisadas en el suelo, en dirección a la salida. Pulaski estaba casi convencido de que pertenecían al Relojero o a su cómplice, porque se hallaban dentro de la ruta más lógica para llegar del Explorer a la salida más cercana. Había reparado, además, en que las huellas estaban bastante espaciadas y en que sólo en algunas se distinguía la marca del tacón.
—Eso significa que iba corriendo —dijo Pulaski—. En el manual no lo pone, pero es lo más lógico.
Con aquel chico no había quien se enfadara, se dijo Rhyme.
La huella, sin embargo, les sirvió de poca ayuda. No había modo de saber la marca del zapato, porque la suela carecía de dibujos. Y tampoco había marcas de desgaste que indicaran rasgos podiátricos u ortopédicos definidos.
—Por lo menos sabemos que tiene el pie grande —comentó Pulaski.
—No conozco ninguna ley que prohíba llevar zapatos del cuarenta y siete a alguien que calce un cuarenta y uno —masculló Rhyme.
El novato asintió con la cabeza.
—Qué fallo.
Siempre se aprende algo nuevo, pensó el criminalista antes de volver a mirar las pruebas.
—¿Eso es todo?
Pulaski hizo un gesto afirmativo.
—Lo he hecho lo mejor que he podido.
—Lo has hecho bien —respondió Rhyme con escaso entusiasmo. Se preguntó si el resultado habría sido distinto si se hubiera encargado Sachs de la inspección ocular y la respuesta, inevitablemente, fue afirmativa.
Se volvió hacia Sellitto.
—¿Hay noticias del informe Luponte?
—Todavía no. Si me dieras algún dato más, sería más fácil encontrarlo.
—Si supiera algún dato más, podría encontrarlo yo solo.
El novato estaba mirando la pizarra.
—Todo esto se resume en que casi no sabemos nada de ese tipo.
Pero eso no es del todo cierto, se dijo Rhyme. Sabemos que es increíblemente listo.
EL RELOJERO
ESCENARIO DEL PRIMER CRIMEN
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ENTREVISTA CON HALLERSTEIN
ESCENARIO DEL TERCER CRIMEN (INTENTO FRUSTRADO)
VEHÍCULO DEL RELOJERO (EXPLORER)