—Hola, Amie. Tenemos que hablar.
—Claro.
Sachs iba en el coche, en dirección a Hell’s Kitchen, en el centro de Manhattan, en busca del expediente de Frank Sarkowski. Pero no iba pensando en eso. Pensaba en los relojes que el asesino dejaba allí donde mataba a sus víctimas. Pensaba en cómo avanza el tiempo y en cómo se está quieto. Pensaba en esos periodos en los que deseamos que el tiempo vuele y nos salve del dolor que sufrimos. Pero eso nunca pasa. Es precisamente en esos momentos cuando el tiempo se remansa y se alarga interminablemente, cuando a veces incluso se para como el corazón de un condenado a muerte en el momento de la ejecución.
Tenemos que hablar.
Estaba recordando una conversación de hacía varios años.
—Es un asunto muy serio —dice Nick.
Están en el apartamento de Sachs en Brooklyn. Ella, por entonces una novata, lleva puesto el uniforme. Sus zapatos bruñidos brillan como espejos. (Un consejo de su padre: Para que los demás te respeten, valen más unos zapatos lustrosos que un traje bien planchado, cielo. Recuérdalo. Y ella lo había recordado).
Nick (moreno, guapo, musculoso: él también podría haber sido modelo) es policía, igual que ella, pero lleva más tiempo en el cuerpo. Y está más curtido de lo que ella estaría años después. Sachs se ha sentado en la mesa baja, una mesa bonita, de teca, comprada el año anterior con lo que le quedaba del dinero que había ganado como modelo.
Esa noche, Nick está trabajando en una misión encubierta. Lleva camiseta sin mangas, vaqueros y su pequeña arma, un revólver, en la cadera. Necesita afeitarse, aunque a Sachs le gusta así, desaliñado. Tenían planes para esa noche: iban a cenar tarde, cuando él regresara a casa. Ella ha comprado vino, velas, ensalada y salmón, y está todo listo, todo acogedor.
Pero hace tiempo que Nick no pasa la noche en casa. Así que quizá dejen la cena para más tarde.
O quizá ni siquiera cenen.
Pasa algo, sin embargo. Algo muy serio.
Pero Nick está delante de ella, no está herido ni muerto, no le han tiroteado mientras trabajaba infiltrado, la misión más peligrosa de un policía. Va detrás de varias bandas que roban camiones para desvalijarlos. Hay mucho dinero en juego y, por tanto, muchas armas de por medio. Esa noche Nick ha estado con tres de sus compañeros. Sachs se pregunta con el corazón en un puño si ha muerto alguno de ellos. Los conoce a todos.
¿O es otra cosa?
¿Va a dejarla Nick?
No, eso no… Aunque mejor eso a que alguien haya muerto en un tiroteo con una banda del este de Nueva York.
—Sigue —dice.
—Mira, Amie. —Así la llamaba su padre. Sólo hay dos hombres en el mundo que puedan llamarla así—. El caso es…
—Dilo de una vez —dice ella. No le gusta andarse con rodeos, y lo mismo espera de los demás.
—De todos modos vas a enterarte dentro de poco. Quería decírtelo yo. Me he metido en un lío.
Ella cree entenderle. Nick es un pistolero, siempre dispuesto a sacar su subfusil MP-5 y a liarse a tiros con los malos. Sachs es mejor tiradora, al menos con pistola, pero tarda en apretar el gatillo. (Su padre otra vez: Las balas no pueden retirarse). Imagina que ha habido un tiroteo y que Nick ha matado a alguien. A una persona inocente, quizá. De acuerdo. Le suspenderán de empleo y sueldo hasta que la junta de inspección se reúna y decida si su actuación ha sido legítima.
Se angustia por él y está a punto de decirle que no se preocupe, que estará a su lado pase lo que pase, que lo afrontarán juntos. Pero él añade:
—Me han trincado.
—¿Qué…?
—Sammy y yo… Y también Frank R… Los atracos a mano armada, el robo de camiones… Nos han trincado. Y a lo grande. —Le tiembla la voz.
Sachs nunca le ha visto llorar, pero da la impresión de estar a punto de deshacerse en lágrimas.
—¿Estabais aceptando sobornos? —pregunta ella con voz ahogada.
Nick mira fijamente la alfombra verde. Por fin susurra:
—Sí… —Ahora que ha empezado a confesar, no tiene que callarse nada—. Pero eso no es lo peor.
¿Que no es lo peor? ¿Y qué puede ser peor que eso?
—Éramos nosotros. Los que robábamos los camiones.
—¿Quieres decir que esta noche habéis…? —Le falla la voz.
—Esta noche sólo, no, Amie. Desde hace un año. Todo el puto año. Teníamos gente en los almacenes que nos decía a qué hora salían los cargamentos. Parábamos los camiones y… Bueno, puedes hacerte una idea. No hace falta que te cuente los detalles. —Se frota la cara demacrada—. Acabamos de enterarnos de que han ordenado nuestra detención. Alguien nos ha vendido. Nos han trincado. ¡Ay, Dios, cómo nos han trincado!
Sachs piensa en las noches que él pasa fuera, trabajando de incógnito para atrapar a los atracadores. Una vez por semana, mínimo.
—Me metieron en esto. No tuve elección.
Ella no necesita responder a eso: decir sí, sí, sí, Dios mío, siempre hay elección. Nunca se excusa a sí misma, y hace oídos sordos a las excusas de los demás. Nick lo sabe, claro. Forma parte de su amor.
Formaba parte de su amor.
Y él se da por vencido.
—La he cagado, Amie. La he cagado. Sólo he venido a decírtelo.
—¿Vas a entregarte?
—Supongo que sí. Joder, no sé qué voy a hacer.
Aturdida, no se le ocurre nada que decir, ni una sola palabra. Piensa en el tiempo que han pasado juntos: en sus muchas horas en la galería de tiro, derrochando munición; en los bares de Broadway, bebiendo daiquiris helados; y tumbados delante de la vieja chimenea de su apartamento de Brooklyn.
—Van a mirar mi vida con lupa, Amie. Voy a decirles que estás limpia. Intentaré que esto no te salpique. Pero te harán muchas preguntas.
Ella quiere preguntarle por qué lo ha hecho. ¿Qué motivos tenía? Se ha criado en Brooklyn, es el típico chico de barrio, espabilado y guapo. Se mezcló con malas compañías durante un tiempo, pero su padre consiguió hacerle entrar en razón y al final se apartó de esa gente. ¿Por qué ha vuelto a las andadas? ¿Por pura adrenalina? ¿Por dinero? (Eso era otra cosa que le había ocultado, piensa de pronto Sachs; ¿dónde había ido a parar el dinero?) ¿Por qué?
Pero no le da tiempo a preguntárselo.
—Tengo que irme. Luego te llamo. Te quiero.
La besó en la coronilla mientras ella permanecía inmóvil. Y se marchó.
Cuando pensaba en aquellos instantes interminables, en aquella noche infinita, le parecía que el tiempo se había detenido mientras miraba derretirse las velas, que iban formando charcos de cera marrón.
Te llamo luego…
Pero no la llamó.
Y aquel doble golpe (el delito de Nick y el fin de su relación) le pasó factura. Decidió dejar la brigada de Patrulla Urbana. Pasarse a oficinas. Sólo su encuentro casual con Lincoln Rhyme le hizo reconsiderar su decisión y volver a vestir el uniforme. Aquel asunto, sin embargo, engendró en ella una repugnancia insuperable hacia los policías corruptos. Para ella, eran más aborrecibles que los políticos mentirosos, que las esposas adúlteras o que los criminales implacables.
Por eso nada iba a impedirle averiguar si la banda del Saint James era, en efecto, una trama de corrupción policial urdida en la comisaría 118. Y, si así era, nada le impediría tampoco actuar contra ellos y contra las bandas mafiosas con las que operaban.
Detuvo el Camaro junto a la acera. Dejó en el salpicadero la tarjeta que identificaba el coche como perteneciente a un efectivo de la policía de Nueva York y al salir dio un portazo, como si con ello intentase cerrar el agujero que se había abierto de pronto entre el presente y el dolorosísimo pasado.
*****
—Joder, qué asco.
El agente que hizo este comentario observaba a un individuo tumbado boca abajo en el piso superior del aparcamiento en el que había sido hallado el todoterreno del Relojero.
—Ni que lo digas, tío —contestó otro policía—. Madre mía.
—Puaj —declaró en tono poco ceremonioso.
Sellitto y Bo Haumann llegaron corriendo.
—¿Estás bien? ¿Estás bien? —gritó Sellitto.
Se dirigía a Ron Pulaski, que se cernía sobre el hombre tumbado en el suelo y cubierto de maloliente basura. El novato, adornado también con desperdicios, asintió, jadeando.
—Me ha dado un susto de muerte, pero estoy bien. Caray, para ser un indigente, es bastante fuerte.
Un miembro de los servicios médicos se acercó corriendo y dio la vuelta al agresor. Pulaski esposó al vagabundo, en cuyas muñecas tintinearon los grilletes metálicos. Tenía la ropa sucia y rota y sus ojos se movían incansablemente, como enloquecidos. De su cuerpo se desprendía un olor insoportable. Hacía poco que se había orinado en los pantalones. (De ahí los comentarios de los policías).
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Haumann a Pulaski.
—Estaba haciendo la inspección ocular. —Señaló el descansillo de la escalera—. Al parecer, el presunto asesino y su cómplice escaparon por esta salida…
Para, se dijo, y lo intentó de nuevo.
—Esos tipos huyeron por esta escalera, estoy seguro, y estaba aquí, buscando pisadas, cuando oí algo y me volví. Y este tío se me echó encima. —Señaló la tubería que llevaba el indigente—. No me dio tiempo a sacar el arma, pero le tiré ese cubo de basura. Luchamos uno o dos minutos y por fin conseguí hacerle una llave en el cuello.
—Nosotros no hacemos llaves en el cuello —le recordó Haumann.
—Quiero decir que conseguí reducirle mediante técnicas de defensa personal.
El jefe del dispositivo táctico asintió con la cabeza.
—Muy bien.
Pulaski buscó sus auriculares y volvió a ponérselos. Dio un respingo al oír que alguien gritaba:
—¡Por amor de Dios! ¿Estás vivo o muerto? ¿Qué está pasando?
—Perdone, detective Rhyme.
Pulaski le explicó lo ocurrido.
—¿Estás bien?
—Sí, perfectamente.
—Bien —dijo el criminalista—. Ahora dime por qué coño tenías el arma dentro del mono.
—Ha sido un descuido, señor. No volverá a ocurrir.
—Más te vale. ¿Cuál es la regla número uno cuando se inspecciona un lugar potencialmente peligroso?
—¿Un lugar…?
—Un lugar potencialmente peligroso, por el que el criminal puede rondar aún. La regla es: busca bien, pero cúbrete las espaldas. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Así que la ruta de escape está contaminada —rezongó Rhyme.
—Bueno, sólo está cubierta de basura.
—Basura —respondió el criminalista, exasperado—. Pues más vale que empieces a limpiarlo todo ahora mismo. Quiero las pruebas aquí dentro de veinte minutos. Todas y cada una de ellas. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí, señor, voy a…
Rhyme cortó bruscamente la comunicación.
*****
Mientras los agentes de la Unidad de Emergencias se ponían guantes de látex para llevarse al indigente, Pulaski se agachó y empezó a recoger desperdicios. Intentaba recordar por qué le había sonado familiar el tono de Rhyme. Por fin lo descubrió: era la misma mezcla de rabia y alivio que usaba su padre cuando mantenía una discusión con sus hijos gemelos después de sorprenderles haciendo carreras por las vías del tren elevado que había cerca de su casa.
*****
Como un espía.
De pie en la esquina de una calle de Hell’s Kitchen, vestido con gabardina y un viejo sombrero tirolés adornado con una pluma, el detective jubilado Art Snyder parecía un ex-agente secreto extranjero salido de una novela de John Le Carré.
Amelia Sachs se acercó a él.
Snyder se dio por enterado lanzándole una breve mirada y, tras mirar a su alrededor, dio media vuelta y echó a andar en dirección oeste, alejándose del trasiego de Times Square.
—Gracias por llamar.
El ex-policía se encogió de hombros.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella.
—He quedado con un amigo. Jugamos al billar todas las semanas aquí mismo, un poco más arriba. No quería hablar por teléfono.
Como espías…
Un hombre esquelético, con el pelo amarillo y grasiento peinado hacia atrás (no rubio, sino amarillo), les pidió una moneda. Snyder le miró atentamente antes de darle un dólar. El mendigo le dio las gracias a regañadientes, como si esperara un billete de cinco, y siguió su camino.
Iban atravesando una zona en penumbra cuando Sachs sintió que algo le rozaba el muslo dos veces, y se preguntó fugazmente si el detective jubilado intentaba ligar con ella. Pero al mirar hacia abajo vio un trozo de papel doblado que Snyder intentaba darle con disimulo.
Lo cogió y, al pasar bajo una farola, le echó un vistazo.
Era una página fotocopiada de un libro o un cuaderno.
Snyder se inclinó hacia ella y susurró:
—Es una hoja del registro del archivo de la Ciento treinta y uno.
Sachs la miró otra vez. En el centro se leía:
Número de expediente: 3453496. Sarkowski, Frank
Asunto: Homicidio
Enviado a: Comisaría 158
A petición de:
Fecha de envío: 28 de noviembre
Fecha de devolución:
—El agente con el que trabajo —dijo Sachs— me dijo que en el libro de registro no figuraba su salida del archivo.
—Debió de mirar sólo en el ordenador. Yo también miré ahí. Seguramente introdujeron la información y luego la borraron. Éste es el registro manuscrito.
—¿Por qué lo mandaron a la Ciento cincuenta y ocho?
—No lo sé. El motivo no figura.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Lo encontró un amigo mío. Un ex-compañero. Un tipo de fiar. Ya habrá olvidado que se lo he pedido.
—¿Adónde habrá ido a parar en la Ciento cincuenta y ocho? ¿Al archivo?
Snyder se encogió de hombros.
—Ni idea.
—Lo comprobaré.
Él juntó las manos.
—Este puto frío. —Miró hacia atrás. Sachs hizo lo mismo. ¿Había un coche negro parado en el cruce?
El ex-detective se detuvo. Señaló con la cabeza hacia un local decrépito. Billares Flannagan. Fundados en 1954.
—Es aquí.
—Gracias otra vez —dijo ella.
Snyder echó un vistazo al interior del local y a continuación consultó su reloj.
—Ya no quedan muchos sitios como éste en Times Square —comentó—. Antes patrullaba por el Deuce, ya sabes…
—En la calle Cuarenta y dos. Yo también iba por allí. —Volvió a mirar hacia la Octava Avenida. El coche negro había desaparecido.
—De lo que más me acuerdo es de los veranos —dijo Snyder en voz baja, con la vista fija en el salón de billar—. Esos días de agosto. Hacía tanto calor que hasta los pandilleros y los ladrones se quedaban en casa. Recuerdo los restaurantes, los bares y los cines. Algunos tenían letreros, imagino que de los años cuarenta o cincuenta, avisando de que tenían aire acondicionado. Es curioso que un local anunciara que tenía aire acondicionado para atraer a la gente. Ahora es muy distinto, ¿eh? Los tiempos han cambiado. —Abrió la puerta y entró en el local lleno de humo—. Vaya si han cambiado.