17
21:10 horas

De pie en el gélido aparcamiento, Ron Pulaski contemplaba el Explorer de color marrón iluminado por el resplandor de los focos y se decía que nunca había sentido una presión semejante.

Estaba solo. Bo Haumann y Lon Sellitto (dos leyendas de la policía neoyorquina) estaban en el puesto de mando, una planta más abajo. Dos técnicos forenses habían montado los focos, habían dejado los maletines en sus manos y se habían marchado tras desearle buena suerte en un tono que a Pulaski le había sonado de mal agüero.

Llevaba un mono de polietileno sin chaqueta y estaba tiritando.

Vamos, Jenny, le pidió en silencio a su mujer, como hacía a menudo en momentos de estrés: Anímame, piensa en mí. Y para sus adentros añadió lo que le habría dicho a su hermano: A ver si no la cago.

Tenía puestos los auriculares y le habían dicho que iban a pasarle directamente con Lincoln Rhyme a través de una frecuencia segura, pero de momento sólo oía un chisporroteo de electricidad estática.

Luego, de pronto, la voz del criminalista surgió de los auriculares.

—Bueno, ¿qué tienes?

Pulaski dio un respingo y bajó el volumen.

—Pues tengo delante de mí un todoterreno, señor. A seis metros de distancia, aproximadamente. Está aparcado en una zona bastante desierta del…

—Bastante desierta. Eso es como ser bastante único o estar más o menos embarazada. ¿Hay coches cerca o no los hay?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Seis, señor. A una distancia de entre tres y seis metros del vehículo sospechoso.

—Ahórrate el «señor». Guarda el aliento para las cosas que de verdad importan.

—De acuerdo.

—¿Los coches están vacíos? ¿Hay alguien escondido en ellos?

—La Unidad de Emergencias ya se ha encargado de inspeccionarlos.

—¿Tienen el capó caliente?

—Eh, no lo sé. Voy a ver. —Debería habérseme ocurrido.

Fue tocando los coches apoyando sólo el dorso de la mano, por si había que tomar las huellas dactilares.

—No, están todos fríos. Parece que llevan bastante rato aquí.

—Muy bien, así que no hay testigos. ¿Hay marcas de neumáticos recientes que se dirijan hacia la salida?

—No, ninguna parece reciente. Aparte de las del Explorer.

—Así que seguramente no tenían un vehículo de repuesto —comentó Rhyme—. Lo que significa que han huido a pie. Mejor para nosotros. Ahora, Ron, fíjate en la escena en su conjunto.

—Capítulo tres.

—Yo escribí el puto libro. No necesito que me lo recuerdes.

—Está bien, la escena en su conjunto: el coche está aparcado con descuido, en medio de dos líneas.

—Salieron pitando, claro —dijo Rhyme—. Sabían que les estaban siguiendo. ¿Alguna pisada visible?

—No. El suelo está seco.

—¿Dónde está la puerta más próxima?

—Es la de la escalera, a unos ocho metros de distancia.

—¿También la ha inspeccionado la Unidad de Emergencias?

—Sí.

—¿Qué más puedes decirme?

Pulaski miró a su alrededor con atención, describiendo un ángulo de trescientos sesenta grados. Es un aparcamiento. Sólo eso. Entornó los párpados, intentando ver algo que pudiera ser útil. Pero no había nada.

—No sé —dijo a regañadientes.

—En este oficio nunca se sabe nada —respondió Rhyme con voz pausada. De pronto parecía un profesor comprensivo con su alumno—. Es todo cuestión de probabilidades. ¿Qué te llama la atención? Tus impresiones. Lánzame alguna.

Al principio, al joven agente no se le ocurrió nada. Pero después reparó en una cosa.

—¿Por qué han aparcado aquí?

—¿Qué?

—Me ha preguntado que qué me llamaba la atención. Y me choca que hayan aparcado aquí, tan lejos de la salida. ¿Por qué no se han acercado más a la puerta? ¿Y por qué no han intentado esconder mejor el Explorer?

—Buena deducción, Ron. Lo mismo debería haberme preguntado yo. ¿Tú qué opinas? ¿Por qué han aparcado ahí?

—Puede que les entrara el pánico.

—Puede. Mejor para nosotros: no hay nada como el miedo para que uno cometa un descuido. Lo pensaremos. Muy bien, ahora recorre la cuadrícula hasta la salida y luego da la vuelta y rodea el coche. Mira el suelo y también el techo. ¿Sabes qué es la cuadrícula?

—Sí —contestó Pulaski, tragándose el «señor».

Durante los veinte minutos siguientes, caminó adelante y atrás, inspeccionando el suelo y el techo del aparcamiento en torno al coche. No pasó por alto ni un milímetro. Husmeó el aire y no extrajo ninguna conclusión del olor a tubo de escape, aceite y desinfectante que desprendía el aparcamiento. Preocupado de nuevo, informó a Rhyme de que no había encontrado nada. El criminalista no pareció inmutarse y le ordenó registrar el vehículo.

Al comprobar el número de chasis y la matrícula del todoterreno, descubrieron que había pertenecido a una de las personas identificadas por Sellitto pocas horas antes: se trataba del hombre al que habían descartado como sospechoso por estar cumpliendo un año de condena en Rikers Island por posesión de cocaína. El Explorer le había sido confiscado, lo que significaba que el Relojero lo había robado del depósito policial donde esperaba a ser subastado por las autoridades del condado; una idea ingeniosa, se dijo Rhyme, porque a menudo la Dirección de Tráfico tardaba semanas en tramitar las confiscaciones, y podían pasar varios meses antes de que un vehículo saliera a subasta. Las placas de la matrícula, por otra parte, le habían sido sustraídas a otro Explorer aparcado en el aeropuerto de Newark.

—Me encantan los coches, Ron —dijo el criminalista en voz baja con un tono singular—. Dicen tantas cosas… Son como libros.

Pulaski se acordó de las páginas del manual de Rhyme que repetían como un eco aquel comentario. No se atrevió a citarlas, pero dijo:

—Claro: el número de chasis, la matrícula, las pegatinas del parachoques, las del concesionario y la inspección…

Oyó una risa.

—Eso, en el caso de que el sospechoso sea el propietario del vehículo. Pero éste es robado, así que la dirección del taller donde le cambiaron el aceite, o el hecho de que su dueño sea antiguo alumno de tal o cual instituto no nos sirven de mucho, ¿no te parece?

—Supongo que no.

—Supongo que no —repitió Rhyme—. ¿Qué información podemos extraer de un coche robado?

—Pues huellas dactilares.

—Muy bien. Hay muchas cosas que tocar en un coche: el volante, la palanca de marchas, los mandos de la calefacción, la radio, las manijas de las puertas… Cientos de cosas. Y todas las superficies son tan lisas y brillantes… Habría que darle las gracias a Detroit. Bueno, o a Tokio, o a Hamburgo, o a donde quiera que se haya fabricado el coche. Además, mucha gente considera su vehículo como una especie de baúl o cajón de sastre. Ya sabes, como esos cajones de la cocina donde se mete de todo. Un aluvión de efectos personales. Casi como un diario en el que a nadie se le ocurre mentir. Busca eso primero. Las PM.

Las pruebas materiales, recordó Pulaski.

Al inclinarse hacia delante, oyó un chirrido metálico detrás de él. Dio un salto hacia atrás y miró a su alrededor, entre la penumbra del aparcamiento. Sabía que Rhyme imponía como norma inspeccionar a solas el lugar de los hechos, y había ordenado marcharse a los demás agentes. Aquel ruido lo habría hecho una rata, quizás. O un trozo de hielo medio derretido al desprenderse. Luego oyó un clic que le recordó al tictac de un reloj.

Sigue a lo tuyo, se dijo. Seguramente serán los focos, que están calientes. No seas miedica. Querías venir tú, ¿no?

Inspeccionó los asientos delanteros.

—Hay migas. A montones.

—¿Migas?

—De comida basura, casi todas, diría yo. Parecen trocitos de galleta, de cortezas de trigo y patatas fritas, y migas de chocolate. También hay algunas manchas pegajosas. De refresco, creo. Ah, espere, aquí hay algo, debajo del asiento de atrás… Vaya, qué bien. Un cargador.

—¿De qué clase?

—Remington, del calibre treinta y dos.

—¿Qué tiene dentro?

—Pues… balas.

—¿Estás seguro?

—No lo he abierto. ¿Lo abro?

El silencio de Rhyme equivalía a un sí.

—Sí, balas. Del treinta y dos. Pero no está lleno.

—¿Cuántas faltan?

—Siete.

—Ah. Eso es muy útil.

—¿Por qué?

—Luego te lo cuento.

—Y esto de aquí…

—¿El qué? —preguntó Rhyme bruscamente.

—Perdone. Hay otra cosa. Un libro sobre interrogatorios. Aunque más bien parece sobre torturas.

—¿Sobre torturas?

—Sí.

—¿Comprado o sacado de una biblioteca?

—No lleva pegatinas, y dentro no tiene ni fichas ni sellos de una biblioteca. Y parece que su dueño lo ha leído muchas veces.

—Bien dicho, Ron. No estás dando por sentado que sea del asesino. Hay que mantener la mente abierta. En todo momento.

Como cumplido no era gran cosa, pero aun así el joven agente se puso contento.

Recogió con el rodillo los restos que había en el suelo y pasó la aspiradora entre los asientos y debajo de éstos.

—Creo que lo tengo todo.

—La guantera.

—Ya la ha mirado. Está vacía.

—¿Los pedales?

—Los he raspado. Pero no había muchos restos.

—¿Los reposacabezas? —preguntó Rhyme.

—Ah, eso no lo he mirado.

—Podría haber pelos o restos de crema.

—La gente suele llevar gorro —señaló Pulaski, y Rhyme replicó:

—Prescindiendo de la remota posibilidad de que el Relojero sea un sij, una monja, un astronauta, un submarinista o alguna otra persona que lleve la cabeza completamente cubierta, creo que deberías hacerme caso y mirar los reposacabezas.

—Enseguida.

Un momento después se descubrió mirando un cabello canoso. Informó de ello a Rhyme, pero el criminalista no contestó con un «Te lo dije».

—Bien —dijo—. Guárdalo en una bolsa de plástico y ciérrala bien. Ahora, las huellas dactilares. Me muero por saber quién es en realidad nuestro Relojero.

Pulaski pasó diez minutos trabajando con brochas, polvos y aerosoles, lentes especiales y fuentes de luz alterna. El esfuerzo le hizo sudar, a pesar de que el aire seguía siendo frío y húmedo.

—¿Qué tal va eso? —preguntó Rhyme con impaciencia, y el novato tuvo que reconocer:

—La verdad es que no hay ninguna.

—Te refieres a huellas completas. No importa. Nos basta con huellas parciales.

—No, me refiero a que no hay ninguna, señor. En ninguna parte. En todo el coche.

—Imposible.

Pulaski recordaba del manual de Rhyme que había tres tipos de huellas: las plásticas, que son impresiones tridimensionales como las dejadas en el barro o la arcilla; las visibles, que pueden observarse a simple vista; y las latentes, visibles sólo con equipamiento específico. Las huellas plásticas se encuentran rara vez, y las visibles son poco frecuentes; las latentes, en cambio, aparecen por doquier.

Salvo en el Explorer del Relojero.

—¿No hay manchas?

—No.

—Eso es absurdo. No han podido limpiar todo el coche en cinco minutos. Inspecciona el exterior de arriba abajo. Sobre todo, cerca de las puertas y la tapa del depósito de gasolina.

Pulaski siguió buscando con manos temblorosas. ¿Había usado mal la brocha? ¿Se había equivocado al pulverizar los productos químicos? ¿Se había puesto las gafas que no debía?

Los efectos de la grave lesión que había sufrido en la cabeza hacía poco tiempo se dejaban sentir aún en forma de estrés postraumático y ataques de ansiedad. Sufría, además, una dolencia que, al explicársela a Jenny, había descrito como «una cosa médica muy compleja, muy técnica: el pensamiento borroso». Le atormentaba la idea de no ser ya el mismo después del accidente; de que su organismo era defectuoso. Temía, por ejemplo, no ser ya igual de listo que su hermano, a pesar de que antaño habían tenido el mismo cociente intelectual. Y le preocupaba especialmente no ser tan listo como los criminales a los que perseguía cuando trabajaba para Lincoln Rhyme.

Pero luego se dijo:

Se acabó, tiempo muerto. Si sigues pensando así, vas a cagarla. Maldita sea, fuiste de los primeros de tu promoción en la Academia. Sabes lo que haces. Te esfuerzas el doble que la mayoría de tus compañeros.

—Estoy seguro, detective —afirmó—. No sé cómo, pero se las han arreglado para no dejar huellas… Espere un momento.

—No voy a ir a ninguna parte, Ron.

Pulaski se puso unas gafas de aumento.

—Sí, aquí hay algo. Estoy viendo fibras de algodón. De color beis. O de color carne, más o menos.

—Más o menos —repitió Rhyme en tono de reproche.

—De color carne. Me apostaría algo a que son de guantes.

—Así que el asesino y su ayudante no sólo son listos, sino que también son cuidadosos.

La voz de Rhyme dejaba traslucir un nerviosismo que alarmó a Pulaski. No le gustaba la idea de que Lincoln Rhyme estuviera inquieto. Sintió que un escalofrío le corría por la espalda. Se acordó de aquel chirrido. De aquel clic.

Tic, tac…

—¿Hay algo en el dibujo de los neumáticos? ¿En la rejilla? ¿En el retrovisor lateral?

Pulaski inspeccionó esas partes del vehículo.

—Sólo nieve y tierra.

—Toma muestras de todo.

El policía obedeció. Luego dijo:

—Ya he terminado.

—Ahora, las fotos y el vídeo. ¿Sabes cómo se hacen?

El joven agente lo sabía. Había sido el fotógrafo de la boda de su hermano.

—Ahora, examina las posibles vías de escape.

Pulaski miró de nuevo a su alrededor. ¿Había oído otro ruido, una pisada? Se oía un goteo de agua. Sonaba como el tictac de un reloj, lo cual le puso aún más nervioso. Comenzó a recorrer de nuevo la cuadrícula, avanzando y retrocediendo en dirección a la salida, mirando arriba y abajo, como aconsejaba Rhyme en su libro.

La escena de un crimen es tridimensional…

—Nada, de momento.

El criminalista soltó otro gruñido.

A Pulaski le pareció oír una pisada.

Se llevó la mano a la cadera y entonces cayó en la cuenta de que tenía la Glock dentro del mono de polietileno, fuera de su alcance. Qué idiotez. ¿Debía desabrocharse el mono y sujetarse la pistola por fuera?

Pero, si lo hacía, podía contaminar la escena.

Decidió dejar la pistola donde estaba.

Es un aparcamiento viejo, cómo no va a haber ruidos. Relájate.

*****

La luna miraba inescrutable a Lincoln Rhyme desde la esfera de los relojes que el asesino dejaba como tarjetas de visita.

En sus ojos fantasmagóricos nada se adivinaba.

Su tictac era lo único que oía el criminalista. La radio estaba en silencio. Luego oyó algunos ruidos extraños. Arañazos y un estrépito. ¿O eran sólo interferencias?

—¿Ron? ¿Me recibes?

Nada, salvo aquel tic… tac… tic… tac…

—¿Ron?

Luego un estruendo metálico.

Rhyme levantó la cabeza.

—¿Ron? ¿Qué está pasando?

No hubo respuesta.

Estaba a punto de ordenar que cambiaran de frecuencia para avisar a Haumann de que fuera en busca del novato cuando volvió a oír algo a través de la radio.

—¡… necesita ayuda! Diez, trece, diez… Yo… —gritaba angustiado Ron Pulaski.

El 10-13 era el código de radio más urgente: quería decir que un agente se hallaba en peligro.

—¡Contesta, Ron! —gritó Rhyme—. ¿Estás ahí?

—No puedo…

Un gruñido.

Luego la radio enmudeció.

Dios mío.

—¡Mel, ponme con Haumann!

El técnico pulsó algunas teclas.

—Ya lo tienes —dijo, señalando los auriculares del criminalista.

—Bo, soy Rhyme. Pulaski tiene problemas. Ha avisado de un diez-trece por mi línea. ¿Lo has oído?

—Negativo. Pero vamos para allá.

—Se disponía a inspeccionar la escalera más cercana al Explorer.

—Entendido.

Rhyme oía ahora, a través de la frecuencia principal, todas las transmisiones. Haumann dio órdenes a varios equipos de apoyo táctico, pidió una unidad médica y ordenó a sus hombres que se desplegaran por el aparcamiento y cubrieran las salidas.

Furioso, Rhyme apoyó la cabeza en el cabecero de su silla de ruedas.

Estaba enfadado con Sachs por descuidar Su Caso para dedicarse al Otro Caso y por obligar a Pulaski a asumir aquella misión. Pero también estaba enfadado consigo mismo por dejar que un agente sin experiencia inspeccionara a solas un escenario potencialmente peligroso.

—Estamos llegando, Linc. Aún no le vemos. —Era la voz de Sellitto.

—No me digas lo que no ves, maldita sea.

Más voces.

—Nada en este nivel.

—Ahí está el coche.

—¿Dónde está Ron?

—¿Hay alguien ahí, a las nueve en punto?

—Negativo. Es uno de los nuestros.

—¡Más luz! ¡Necesitamos más luz!

Pasó un momento de completo silencio. A Rhyme le pareció que pasaban horas.

¿Qué estaba ocurriendo?

¡Que alguien me diga algo, maldita sea!

Pero su exigencia tácita no obtuvo respuesta. Volvió a sintonizar la frecuencia de Pulaski.

—¿Ron?

Oyó una serie de chasquidos, como si alguien con la tráquea seccionada intentara comunicarse y ya no tuviera voz.