El ansia había vuelto, densa y constante como una marea, y Vincent no dejaba de mirar a las mujeres que pasaban por la calle.
Las violaciones que perpetraba con la imaginación le ponían aún más ansioso.
Allí había una rubia de pelo corto que llevaba una bolsa en la mano. Se imaginó sujetándole la cabeza mientras yacía sobre ella.
Y por allí pasaba una morenita cuya melena, tan larga como la de Sally Anne, colgaba por debajo del gorro de lana. Casi podía sentir el estremecimiento de sus músculos cuando le apretara los riñones con la mano.
Y por allí iba otra rubia con traje, llevando un maletín. Se preguntó si gritaría o lloraría. Seguro que era de las que chillaban.
Sentado al volante del Troncomóvil, Gerald Duncan maniobró por un callejón y volvió a salir a una calle principal en dirección norte.
—Se acabaron las transmisiones. —Señaló con la cabeza la radio, en la que ya sólo se escuchaba el parloteo de las llamadas de rutina y la información del tráfico—. Han cambiado de frecuencia.
—¿Intento encontrar la nueva?
—La habrán codificado. Me extrañaba que no lo hubieran hecho desde el principio.
Vincent vio a otra morena (y qué guapa era) salir de un Starbucks. Llevaba botas. Y a él le gustaban las botas.
¿Cuánto tiempo podría esperar?, se preguntaba.
No mucho. Quizás hasta esa noche, o hasta el día siguiente, quizás. Al conocer a Duncan, éste le había dicho que tendría que renunciar a sus desahogos ocasionales hasta que dieran comienzo a su «proyecto». Vincent había estado de acuerdo. ¿Por qué no? El Relojero decía que entre sus víctimas habría cinco mujeres. Dos eran mayores, de mediana edad, pero también podía quedárselas, si le interesaban. (Es una faena, se mofaba Vincent el Listo para sus adentros, pero alguien tiene que hacerla).
Así que estaba guardando abstinencia.
Duncan sacudió la cabeza.
—Intento descubrir cómo sabían que éramos nosotros.
¿Nosotros? Qué cosas tan raras decía a veces.
—¿Se te ocurre alguna idea?
—No, ninguna —contestó Vincent.
Duncan seguía sin enfadarse, lo cual le sorprendía. Su padrastro gritaba y se ponía hecho una furia cuando se enfadaba, como después de lo de Sally Anne. Él mismo se encolerizaba cuando una de sus chicas se resistía y le hacía daño. Pero Duncan no. Decía que la ira era una pérdida de tiempo. Que había que contemplar las cosas desde un punto de vista universal, decía. Siempre había un plan maestro, y los pequeños contratiempos eran insignificantes: no merecía la pena malgastar energías en ellos.
—Es como el tiempo. Lo que importa son los siglos y los milenios. Con los seres humanos pasa lo mismo. Una sola vida no es nada. Lo que cuenta son las generaciones.
Vincent creía estar de acuerdo, aunque por lo que a él respectaba cada tú a tú revestía gran importancia; no quería perderse ni uno solo. Así que preguntó:
—¿Vamos a intentarlo otra vez? ¿Con Joanne?
—Ahora no —respondió el asesino—. Puede que la tengan vigilada. Y aunque pudiéramos acercarnos a ella, se darían cuenta de que tengo un motivo para matarla. Es importante que crean que elijo a las víctimas al azar. Ahora, lo que vamos a hacer es…
Se interrumpió de pronto mientras miraba por el espejo retrovisor.
—¿Qué pasa?
—La policía. Ha salido un coche patrulla de una bocacalle. Iba a torcer hacia un lado, pero al final ha torcido hacia nosotros.
Vincent miró hacia atrás. Vio el coche blanco con la barra azul en el techo, a una manzana de distancia. Parecía acelerar rápidamente.
—Creo que nos está siguiendo.
Duncan torció bruscamente por una calle estrecha y aceleró. En el cruce siguiente dobló hacia el sur.
—¿Qué ves?
—Creo que no… Espera. Ahí está. Viene detrás de nosotros. Está claro.
—Esa calle de ahí, un poco más arriba, a la derecha. ¿La conoces? ¿No da a la autovía oeste?
—Sí. Cógela. —Vincent sintió que le sudaban las manos.
Duncan tomó el desvío y aceleró al enfilar la calle de un solo sentido; después giró a la izquierda en la autovía, en dirección sur.
—¿Qué es eso que hay ahí delante? ¿Son sirenas?
—Sí. —Vincent las veía claramente. Se dirigían hacia ellos. Levantó la voz—. ¿Qué vamos a hacer?
—Lo que sea necesario —contestó Duncan y, girando el volante con calma, hizo un viraje imposible sin aparente esfuerzo.
*****
Lincoln Rhyme se esforzaba por dejar de escuchar el rumor de la conversación que Sellitto mantenía por el teléfono móvil y la cháchara de Ron Pulaski, el novato, que, colgado del teléfono, intentaba informarse sobre la mafia de Baltimore.
Se desentendió de todo aquello para dejar que otra cosa penetrara en sus pensamientos.
El nombre de una persona, un incidente, un lugar. No sabía qué era. Pero sabía que era importante. Que era vital.
¿Qué era?
Cerró los ojos y luchó por asir aquella idea. Pero se le escapaba.
Era tan efímera como los vilanos que perseguía de niño en el Medio Oeste, a las afueras de Chicago, corriendo por los campos, siempre corriendo, corriendo. Le encantaba correr, le encantaba atrapar vilanos y ver caer las vainas de los árboles girando como hélices. Le encantaba perseguir libélulas, abejas y polillas.
Y estudiarlas, aprender sobre ellas. Era ya entonces un científico, nacido con una curiosidad insaciable.
Y corría, corría hasta quedarse sin aliento…
Ahora, el adulto inmovilizado corría también, intentando atrapar una semilla de otra índole, pero igual de esquiva. Y aunque la persecución sólo tenía lugar en su mente, era tan intensa y extenuante como las carreras de su niñez.
Allí… allí…
Ya casi lo tenía.
No, aún no.
Diablos.
No pienses, no lo fuerces. Deja que aparezca.
Su mente pasaba a toda velocidad por recuerdos que a veces eran completos y otras se reducían a jirones, del mismo modo que antaño volaban sus pies por la hierba fragante y la tierra cálida, entre los juncos rumorosos y los maizales, bajo los enormes cúmulos de nubes que bullían miles de metros por encima de su cabeza, blancos en medio del cielo azul.
Un sinfín de imágenes de homicidios, secuestros y robos, de fotografías forenses, de atestados policiales e informes internos, de inventarios de pruebas, de imágenes captadas por la lente del microscopio, de picos y valles en la pantalla del cromatógrafo de gases, como otras tantas vainas de árboles y vilanos, como saltamontes, como cigarras y plumas de petirrojo.
Muy bien, ya estás cerca, ya estás cerca…
De pronto abrió los ojos.
—Luponte —susurró.
La satisfacción inundó su cuerpo insensibilizado.
No sabía por qué, pero estaba seguro de que el nombre de Luponte escondía algo significativo.
—Necesito un informe. —Miró a Sellitto, que, sentado frente a un ordenador, observaba la pantalla—. ¡Un informe!
El corpulento detective se volvió hacia él.
—¿Me hablas a mí?
—Sí, te hablo a ti.
Sellitto se echó a reír.
—¿Un informe? ¿Y lo tengo yo?
—No. Necesito que lo encuentres.
—¿Un informe sobre qué? ¿Sobre un caso?
—Creo que sí. No sé de cuándo. Lo único que sé es que aparece un tal Luponte. —Deletreó el nombre—. Fue hace bastante tiempo.
—¿Era el inculpado?
—Puede ser. O puede que fuera un testigo, o un agente de a pie, o un supervisor. O quizás incluso un mando de la policía. No lo sé.
Luponte…
—Pareces un gato relamiéndose después de comerse la nata.
Rhyme arrugó el ceño.
—¿Eso es un dicho?
—No lo sé, pero me gusta cómo suena. Muy bien, el informe Luponte. Voy a hacer algunas llamadas. ¿Es importante?
—Hay un psicópata suelto, Lon. ¿Crees que te haría perder el tiempo buscando ese informe si no fuera importante?
Llegó un fax.
—¿Las fotografías térmicas del ASTER? —preguntó el criminalista, expectante.
—No. Es para Amelia —dijo Cooper—. ¿Dónde está?
—Arriba.
Rhyme se disponía a llamarla cuando Sachs entró en el laboratorio. Ya no tenía la cara colorada; la tenía seca, y sus ojos parecían diáfanos y despejados. Rara vez se maquillaba, pero Rhyme se preguntó si ese día habría hecho una excepción para que no se notara que había estado llorando.
—Para ti —le dijo Cooper mientras echaba una ojeada al fax—. El análisis secundario de la ceniza que recogiste en casa de ese tipo, como se llame.
—Creeley.
El técnico añadió:
—El laboratorio ha reconstruido por fin el logotipo que había en la hoja de cálculo. Es de un programa de software que se usa en contabilidad financiera. Nada del otro jueves. Lo compran miles de contables en todo el país.
Ella se encogió de hombros, cogió la hoja y la leyó.
—Un contable forense ha echado un vistazo a los documentos recuperados. Son nóminas normales y corrientes y primas de ejecutivos de alguna empresa. Nada sospechoso. —Sacudió la cabeza—. No parece importante. Imagino que los que entraron en la casa quemaron todo lo que encontraron para asegurarse de que destruían cualquier cosa que pudiera relacionarlos con Creeley.
Rhyme observó sus ojos acongojados.
—También es una práctica corriente quemar materiales que no tienen nada que ver con el caso para despistar a los investigadores.
Sachs asintió con un gesto.
—Sí, claro. Tienes razón, Rhyme. Gracias.
Sonó su teléfono.
La detective atendió la llamada con el ceño fruncido.
—¿Dónde? —preguntó—. Está bien. —Tomó algunas notas—. Enseguida voy. —Luego añadió dirigiéndose a Pulaski—: Quizás haya encontrado una pista del caso Sarkowski. Voy a comprobarlo.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó él, inquieto.
Sachs sonrió, más tranquila, aunque Rhyme notó que su sonrisa era forzada.
—No, quédate aquí, Ron. Gracias.
Cogió su chaqueta y salió sin decir nada más.
Mientras se cerraba la puerta sonó el teléfono de Sellitto. El detective se puso tenso mientras escuchaba a su interlocutor. Luego levantó la mirada y anunció:
—Escuchad. Han localizado el coche. Un Explorer marrón, sus ocupantes son dos hombres blancos. Han escapado de una patrulla. Los están persiguiendo. —Escuchó un poco más—. Entendido. —Colgó—. Los han seguido hasta ese aparcamiento grande que hay en el río, en Houston, junto a la autovía oeste. Han sellado las salidas. Puede que los atrapemos.
Rhyme ordenó que sintonizaran las transmisiones codificadas de la policía y todo ellos miraron con expectación los pequeños altavoces de plástico negro de la radio. Dos agentes de patrulla móvil informaron de que se había localizado el Explorer en la segunda planta del aparcamiento. Pero estaba abandonado. De sus ocupantes no había ni rastro.
—Conozco ese aparcamiento —dijo Sellitto—. Es un coladero. Pueden haber salido por cualquier parte.
Bo Haumann y un teniente informaron de que tenían patrullas peinando las calles en torno al aparcamiento. Pero pese a ello aún no había señales del Relojero, ni de su cómplice.
Sellitto sacudió la cabeza, exasperado.
—Por lo menos tenemos su coche. Seguro que podremos sacarle algún provecho. Deberíamos avisar a Amelia para que le eche un vistazo.
Rhyme se lo pensó. Estaba convencido de que el conflicto entre los dos casos alcanzaría en algún momento un punto crítico, pero no esperaba que fuera tan pronto.
Deberían avisarla, claro.
Pero el criminalista decidió no hacerlo. La conocía, quizá, mejor que se conocía a sí mismo, y sabía que necesitaba seguir adelante con el caso del Saint James.
No hay nada peor que un policía corrupto…
Lo haría por ella.
—No. Deja que se vaya.
—Pero Linc…
—Buscaremos a otra persona.
El tenso silencio, que pareció eternizarse, quedó roto cuando alguien dijo:
—Lo haré yo, señor.
Rhyme miró a su derecha.
—¿Tú, Ron?
—Sí, señor. Puedo arreglármelas.
—Yo creo que no.
El novato le miró a los ojos y recitó:
—«Conviene señalar que el lugar donde se descubre el cadáver de la víctima suele ser el menos significativo de los muchos escenarios susceptibles de investigación forense que genera un homicidio, puesto que es precisamente ese lugar el que el autor material de los hechos, si es minucioso, limpiará de todo rastro material, y donde dejará indicios falsos para desorientar a los investigadores. Lo más importante…»
—Eso es…
—Su manual, señor. Lo he leído. Un par de veces, de hecho.
—¿Te lo sabes de memoria?
—Sólo las partes más importantes.
—¿Es que las hay que no son importantes?
—Quiero decir que he memorizado las normas concretas.
Rhyme consideró de nuevo la cuestión. Pulaski era joven e inexperto. Pero al menos conocía los pormenores del caso y tenía buena vista.
—Está bien, Ron. Pero no des ni un solo paso sin consultármelo primero.
—Me parece bien, señor.
—Conque te parece bien, ¿eh? —dijo Rhyme con sorna—. Gracias por darme tu aprobación, novato. Ahora, ponte en marcha.
*****
La carrera les había dejado sin aliento.
Cargados con las grandes bolsas de lona en las que habían guardado a toda prisa lo que contenía el Troncomóvil, Duncan y Vincent aflojaron el paso al llegar a un parque cerca del río Hudson. Estaban a dos manzanas del aparcamiento en el que habían abandonado el todoterreno huyendo de la policía.
Así pues, llevar guantes había servido de algo, aunque al principio a Vincent le hubiera parecido una paranoia.
Miró hacia atrás.
—No nos siguen. No nos han visto.
Duncan se apoyó en un arbolillo, carraspeó y escupió a la hierba. Vincent se apretó el pecho dolorido por la carrera. Su nariz y su boca expelían vaho. El asesino no estaba enfadado, pero parecía aún más intrigado que antes.
—El Explorer también. Sabían lo del coche. No lo entiendo. ¿Cómo lo saben? ¿Y quién está siguiendo nuestra pista? Esa policía pelirroja que vi en la calle Cedar. Puede que sea ella.
Ella…
Duncan miró hacia un lado y arrugó el entrecejo. Su bolsa de lona estaba abierta.
—Vaya —susurró.
—¿Qué pasa?
El asesino se puso de rodillas y comenzó a hurgar en la bolsa.
—Faltan algunas cosas. Hemos dejado el libro y la munición en el coche.
—Pero nada con nuestros nombres. Ni nuestras huellas, ¿verdad?
—No. No podrán identificarnos. —Le miró—. Tus envoltorios de comida y las latas… Llevabas puestos los guantes, ¿verdad?
Vincent dijo que sí con la cabeza: la idea de decepcionar a su amigo le horrorizaba, y siempre tenía cuidado.
Duncan miró en dirección al aparcamiento.
—Pero aun así… Cada prueba que encuentren es como una pieza de un reloj. Si encuentras las suficientes y eres listo, puedes deducir cómo funciona el mecanismo. Incluso descubrir quién lo fabricó. —Se quitó la chaqueta y se la pasó a Vincent. Debajo llevaba una sudadera gris. Sacó una gorra de béisbol de la bolsa y se la puso—. Nos vemos en la iglesia. Vete derecho allí. No te entretengas.
—¿Qué vas a hacer? —murmuró Vincent.
—El aparcamiento es grande y está oscuro. No tienen suficientes policías para cubrirlo todo. Además, esa puerta que hemos usado casi no se ve desde la calle. Puede que no haya nadie vigilándola. Con un poco de suerte aún no habrán encontrado el coche. Voy a ir a buscar lo que falta.
Sacó el cúter y lo guardó en uno de sus calcetines. Luego metió la mano en su bolsillo, extrajo su pequeña pistola y se aseguró de que estaba cargada antes de volver a guardarla.
—Pero ¿y si lo han encontrado? —preguntó Vincent.
—Depende —contestó Duncan con calma—. Puede que lo intente de todos modos.