La casa estaba en Long Island City, la parte de Queens que queda al otro lado del río East, frente a Manhattan y Roosevelt Island.
Los adornos navideños (los había en abundancia) estaban perfectamente colocados en el jardín; la acera estaba limpia de hielo y nieve y el Toyota Camry aparcado en el camino de entrada a la casa parecía impoluto, pese a la reciente nevada. Los marcos de las ventanas estaban siendo lijados para aplicarles una nueva mano de pintura, y un montón de ladrillos aguardaba la construcción de un nuevo camino o una terraza.
Aquélla era la casa de una persona que de pronto tenía tiempo libre.
Amelia Sachs llamó al timbre.
Unos segundos después se abrió la puerta y un hombre fornido, de cincuenta y tantos años, la miró con los ojos entornados. Vestía un chándal de felpa verde.
—¿Detective Snyder? —Sachs tuvo cuidado de llamarle por su antiguo grado. Con amabilidad se consiguen más cosas que con una pistola, solía decir su padre.
—Sí. Adelante. Eres Amelia, ¿no?
De tú o de usted. Elige en qué campo quieres luchar. Sachs sonrió, le estrechó la mano y entró. La fría luz de las farolas se colaba en el interior de la casa y el cuarto de estar se veía gélido y desangelado. La detective sintió un tufo a gato y a cenizas mojadas procedente de la chimenea. Se quitó la chaqueta y se sentó en el desvencijado sofá. Estaba claro que el sillón reclinable, junto al que se veían tres mandos a distancia, era el trono en el que se sentaba el rey de la casa.
—Mi mujer ha salido —dijo Snyder, y de nuevo entornó los ojos—. ¿Eres la cría de Herman Sachs?
La cría…
—Sí. ¿Trabajaron juntos?
—Sí, en alguna ocasión. En Brooklyn, y un par de veces en Manhattan. Un buen hombre. Oí decir que su fiesta de jubilación fue la leche. Duró toda la noche. ¿Quieres un refresco o agua? Alcohol no tengo, lo siento —dijo en un tono que, junto con las venillas de su nariz, convenció a Sachs de que, como muchos policías de cierta edad, Snyder había tenido problemas con la bebida y se estaba recuperando. Bien hecho.
—No, gracias, no quiero nada. Sólo hacerle unas preguntas. Justo antes de jubilarse dirigió usted un caso de atraco y homicidio. La víctima se llamaba Frank Sarkowski.
Los ojos de Snyder barrieron la alfombra.
—Sí, me acuerdo de él. Un empresario. Le tirotearon en un atraco o algo así.
—Quería ver el expediente, pero ha desaparecido. Y también las pruebas.
—¿No hay expediente? —Se encogió de hombros, un poco sorprendido. Pero no mucho—. El archivo de la comisaría siempre ha sido un desastre.
—Necesito saber qué ocurrió.
—Pues no me acuerdo de mucho. —Snyder se rascó el dorso de la musculosa mano, desescamada por un eccema—. Fue uno de esos casos sin una sola prueba, ya sabes. Pero ni una sola, en serio. Al cabo de una semana ya no te acuerdas de ellos. Te habrán tocado algunos así.
Era casi una pulla, un desaire hacia su evidente falta de experiencia como detective de la policía con el que Snyder quería dar a entender que probablemente no se había ocupado de muchos casos de ese tipo. De ninguno, en realidad.
Ella no respondió.
—Cuénteme lo que recuerde.
—Le encontramos en un solar, tendido junto a su coche. Sin dinero, ni cartera. El arma estaba cerca de allí.
—¿Qué arma era?
—Una Smittie, pero falsa. Y estaba fría. La habían limpiado. No había huellas.
Qué interesante. Al decir que el arma estaba «fría», Snyder se refería a que no tenía número de serie. Los delincuentes las compraban en la calle cuando querían que fueran imposibles de rastrear. Un número de serie grabado en un arma de fuego no podía borrarse por completo: era un requisito que debían cumplir todos los fabricantes estadounidenses. Pero algunos fabricantes extranjeros no ponían números de serie a sus artículos. Eran ésas las armas que utilizaban los sicarios profesionales y las que más a menudo aparecían en el escenario de un crimen.
—¿Algún soplón oyó algo con posterioridad?
Muchos casos como aquél se resolvían porque el asesino cometía la torpeza de alardear de sus hazañas, exagerando lo que había robado. Se corría la voz y la noticia acababa por llegar a oídos de algún soplón que delataba al homicida a cambio de un favor de la policía.
—No, nada.
—¿Dónde estaba ese solar?
—Junto al canal. ¿Te suenan esos depósitos tan grandes?
—¿Los de gas natural?
—Sí.
—¿Qué hacía allí Sarkowski?
El ex-policía se encogió de hombros.
—Ni idea. Era propietario de una empresa de mantenimiento. Creo que tenía clientes por allí y que había ido a verles, o algo por el estilo.
—¿No se encontró nada concreto en la inspección ocular? ¿Restos materiales, huellas, pisadas…?
—No, nada que nos llamara la atención. —Sus ojos legañosos seguían observándola. Parecía un poco desconcertado. Tal vez estuviera pensando: Así que ésta es la nueva generación de la policía de Nueva York. De buena me he librado.
—¿Estaba convencido de que el caso era lo que parecía? ¿Un robo que acabó en homicidio?
Snyder vaciló un momento.
—Sí, bastante convencido.
—Pero no del todo…
—Supongo que también pudo ser un asesinato premeditado.
—¿Obra de un profesional, quiere decir?
Snyder se encogió de hombros.
—Bueno, por allí no hay ni un alma. Hay que recorrer casi un kilómetro para llegar a un barrio residencial. No hay más que fábricas y cosas así. Los chavales no se acercan por allí. ¿Para qué van a acercarse? Pensé que el homicida pudo llevarse la cartera y el dinero para hacer que pareciera un atraco. Y lo de dejar la pistola… Eso me dio mala espina.
—Pero ¿no encontraron ninguna relación con la mafia?
—No, que yo sepa. Pero uno de los empleados del muerto me dijo que acababa de salirle mal un negocio. Había perdido un montón de dinero. Intenté averiguar de qué se trataba, pero no saqué nada en claro.
De modo que Sarkowski (y quizá también Creeley) podían tener algún nexo con la delincuencia organizada: asuntos de narcotráfico o de blanqueo de dinero, quizá. Las cosas se torcieron y los dos empresarios acabaron muertos. Eso explicaría lo del Mercedes: algún capo de la mafia o alguno de sus lugartenientes estaba vigilando los progresos de su investigación, y los agentes de la 118 les estaban echando una mano poniendo todas las trabas posibles.
—¿El nombre de Benjamin Creeley salió a relucir en algún momento de la investigación?
Snyder negó con la cabeza.
—¿Sabía usted que la víctima, Sarkowski, frecuentaba el Saint James?
—¿El Saint James? Ah, sí, ¿ese bar de Alphabet City? ¿El que está doblando la esquina de la…? —Su voz se apagó.
—Sí, de la Ciento dieciocho.
Snyder parecía inquieto de pronto.
—No, no lo sabía.
—Pues sí. Es curioso que un hombre que vivía en la parte oeste de la ciudad y trabajaba en el centro de Manhattan frecuentara un tugurio en ese barrio. ¿Sabe algo de eso?
—No. Nada de nada. —Miró hoscamente a su alrededor—. Pero si lo que quieres saber es si alguien de la Ciento dieciocho vino a verme para pedirme que echara tierra sobre el caso Sarkowski, la respuesta es no. Se hizo todo conforme al reglamento y pasamos a otra cosa.
Sachs le miró a los ojos.
—¿Qué sabe de la Ciento dieciocho?
Snyder cogió uno de los mandos, jugueteó con él un momento y volvió a dejarlo.
—¿He dicho algo que no debería haber dicho? —preguntó ella.
—¿Qué? —dijo, malhumorado.
La detective notó que miraba fugazmente un aparador vacío. Distinguió cercos en la madera, donde en algún momento habían estado las botellas.
—Tengo muy mala memoria —añadió la mujer.
—¿Mala memoria?
—Casi ni recuerdo mi nombre.
Snyder parecía confuso.
—¿Siendo tan joven?
—Ya lo creo —contestó ella, riendo—. En cuanto salga por esa puerta, se me olvidará que he estado aquí. Me olvidaré de su nombre y de su cara. No recordaré absolutamente nada. Es curioso cómo funciona mi memoria.
Él captó el mensaje. Aun así, sacudió la cabeza.
—¿Por qué haces esto? —preguntó con un susurro—. Eres joven. Tienes que aprender que hay cosas que es mejor no remover.
—Pero ¿y si hay que removerlas? —preguntó ella, inclinándose hacia delante—. Hay dos viudas y varios hijos que se han quedado sin sus padres.
—¿Dos?
—Creeley, ése del que le he hablado. Iba al mismo bar que Sarkowski. Parece que conocía a gente de la Ciento dieciocho. Y los dos han muerto.
El ex-policía se quedó mirando la pantalla plana de su televisor. Era impresionante.
—Así que ¿qué ha oído? —preguntó Sachs.
Él seguía escudriñando el suelo. Parecía haber reparado en algunas manchas. Tal vez añadiera el cambio de moqueta a su lista de tareas pendientes. Por fin dijo:
—Rumores. Sólo eso. Te estoy diciendo la verdad. No sé nombres. No sé nada concreto.
Sachs asintió con la cabeza para tranquilizarle.
—Con eso me basta.
—Había pasta cambiando de manos. Eso es todo.
—¿Dinero? ¿Cuánto?
—Podría ser la hostia. O sea, un montón. O podría ser calderilla.
—Continúe.
—No sé los detalles. Es como cuando vas por la calle, a lo tuyo, y alguien le dice algo al tío que está a tu lado, y al principio no lo captas, pero luego empiezas a atar cabos.
—¿Recuerda algún nombre?
—No, no. Fue hace mucho tiempo. Sólo sé que había dinero de por medio. Pero no sé cómo se pagaba. Ni a quién, ni cuánto era. Lo único que oí es que los que lo organizaban tenían algo que ver con Maryland. Ahí era donde iba a parar todo el dinero.
—¿A algún sitio en concreto? ¿A Baltimore? ¿A la costa?
—No sé.
Sachs pensó en cuáles podían ser las circunstancias del caso. ¿Tenían Creeley o Sarkowski una casa en Maryland, en la playa quizás, en Ocean City, o en Rehobeth? ¿La tenía algún agente de la Ciento dieciocho? ¿O se trataba del sindicato del crimen de Baltimore? Era lo más lógico: eso explicaría por qué no encontraban ninguna pista que apuntara a las bandas mafiosas de Manhattan, Brooklyn o Jersey.
—Quiero ver el expediente de Sarkowski —dijo—. ¿Puede darme alguna indicación?
Snyder vaciló.
—Llamaré a algunas personas.
—Gracias.
Sachs se levantó.
—Espera —dijo él—. Deja que te diga una cosa. Vale, te he llamado cría y no debería haberlo hecho. Tienes agallas, no te achantas y eres lista, eso está claro. Pero no llevas mucho tiempo en este oficio. Tienes que sospesar con cuidado lo que sospechas de la Ciento dieciocho. Ésos no van a cargarse a nadie. Y aunque haya muerto alguna persona, la cosa no será o blanca o negra. Tienes que preguntarte qué cojones importan unos dólares de más o de menos. A veces un mal poli salva la vida a un bebé. Y a veces un buen poli se queda con algo que no es suyo. Así es la vida en las calles. —Frunció el ceño, perplejo—. Tú deberías saberlo mejor que nadie, joder.
—¿Yo?
—Pues claro. —La miró de arriba abajo—. El Clud de la Avenida Dieciséis.
—No sé qué es eso.
—Bah, seguro que sí.
Y se lo contó todo.
*****
—He oído decir que Sachs tiene una magnífica puntería —le dijo Dennis Baker a Rhyme.
En el laboratorio sólo quedaban los hombres: Kathryn Dance había regresado al hotel y Amelia había salido a ocuparse del Otro Caso. Pulaski, Cooper y Sellitto estaban allí, junto con Jackson, el perro.
Rhyme le habló del club de tiro de Sachs y de las competiciones en las que participaba. Añadió con orgullo que estaba a punto de convertirse en la mejor tiradora de la liga metropolitana. Faltaba poco tiempo para la competición y confiaba en quedar en primer puesto.
Baker asintió con la cabeza.
—Parece estar en tan buena forma como los novatos recién salidos de la academia. —Se dio unas palmadas en el vientre—. A mí también me vendría bien hacer un poco de ejercicio.
Paradójicamente, Rhyme hacía más ejercicio ahora que estaba postrado en una silla de ruedas que antes del accidente. Todos los días utilizaba una bicicleta eléctrica (un ergómetro) y una cinta andadora informatizada, y hacía rehabilitación en el agua varias veces por semana. Ese régimen de ejercicio cumplía una doble función: servía para mantener en forma su masa muscular con vistas al día en que volviera a caminar (y Rhyme estaba convencido de que así sería) y le ayudaba a alcanzar esa meta mejorando el funcionamiento nervioso de las partes dañadas de su organismo. Durante los años anteriores había recuperado funciones físicas que, según los médicos, había perdido para siempre.
Rhyme, sin embargo, tenía la impresión de que a Baker no le interesaba especialmente la rutina gimnástica de Sachs, una deducción que vio confirmada cuando el policía añadió:
—Tengo entendido que estáis… saliendo.
Amelia Sachs era una lámpara que atraía a un sinfín de polillas, y al criminalista no le sorprendió que el detective quisiera comprobar si podía acercarse a la llama. Su forma de expresarlo le hizo reír. Saliendo…
—Podría decirse así.
—Debe de ser duro. —Baker pestañeó—. Espera, no quería decir lo que estás pensando.
Rhyme, sin embargo, tenía una idea muy precisa de a qué se refería el detective: no a la relación íntima entre un inválido y una mujer dueña de sus facultades motoras (Baker apenas parecía reparar en su discapacidad física). No: el teniente se refería a un conflicto de índole muy distinta.
—Te refieres a que seamos los dos policías.
El Otro Caso contra Su Caso.
Baker asintió con un gesto.
—Una vez tuve una novia que era agente del FBI. Teníamos conflictos jurisdiccionales.
Rhyme se rió.
—Es un buen modo de decirlo. Claro que mi ex no era policía y nos tirábamos los trastos a la cabeza. Blaine también tenía mucha puntería, pero con la pelota de béisbol. Me rompió algunas lámparas estupendas. Y un microscopio Bausch & Lomb. Seguramente no debí traerlo a casa… Bueno, no. Tenerlo en casa estaba bien. Pero no debí dejarlo en la mesilla de noche de nuestro dormitorio.
—No voy a hacer ningún chiste sobre microscopios en el dormitorio —dijo Sellitto desde el otro lado de la sala.
—Pues cualquiera diría que ya lo has hecho —contestó Rhyme.
Luego, desentendiéndose de la locuacidad de Baker, acercó su silla a Pulaski y a Cooper, que estaban intentando encontrar huellas en el carrete procedente del taller de la florista. Influidos por las deducciones de Rhyme, confiaban en que el Relojero no hubiera podido desenrollar el alambre con los guantes puestos y hubiera usado los dedos desnudos. Pero de momento no estaban teniendo éxito.
*****
Rhyme oyó abrirse la puerta. Un momento después, Sachs entró en el laboratorio, se quitó la chaqueta de piel y la dejó distraídamente sobre una silla. Estaba muy seria. Les saludó con una inclinación de cabeza y le preguntó a Rhyme:
—¿Alguna novedad?
—No, ninguna todavía. La orden de localización de vehículos ha dado algunos resultados, pero ninguno que nos sirva. Y tampoco tenemos noticias del ASTER.
Sachs se quedó mirando el diagrama, pero a Rhyme le pareció que en realidad no lo veía. Ella se volvió hacia el novato y dijo:
—Ron, el detective del caso Sarkowski me ha dicho que hace tiempo oyó contar que ciertas cantidades de dinero iban a parar a manos de nuestros amigos de la Ciento dieciocho, los del Saint James. Cree que el asunto tenía algo que ver con Maryland. Si encontramos el nexo, encontraremos el dinero y probablemente también el nombre de algunos implicados. Imagino que está de por medio la mafia de Baltimore.
—¿La delincuencia organizada?
—No sé en qué academia estudiaste tú, pero en la mía eso era la mafia.
—Perdona.
—Haz algunas llamadas. Averigua si alguien de la mafia de Baltimore está operando en Nueva York. Y si Creeley, Sarkowski o alguien de la Ciento dieciocho tiene una casa en Maryland o hace negocios allí.
—Me pasaré por la comisaría para…
—No, limítate a llamar. Y sé discreto.
—¿No sería mejor hacerlo en persona? Podría…
—Lo mejor —replicó Sachs— es que hagas lo que te digo.
—Vale. —Levantó las manos en señal de rendición.
—Oye, Linc, a la tropa se le están pegando tus malas pulgas —comentó Sellitto.
Sachs tensó la boca. Luego reculó.
—Así es menos arriesgado, Ron.
Era una disculpa a lo Lincoln Rhyme, es decir, una disculpa que no era tal. Pero Pulaski la aceptó.
—Claro.
Ella apartó la mirada de las pizarras.
—Necesito hablar contigo, Rhyme. A solas. —Miró a Baker—. ¿Te importa?
El detective de la policía negó con la cabeza.
—En absoluto. Tengo otros casos de los que ocuparme. —Se puso su abrigo—. Estaré en jefatura, si me necesitan.
—¿Y bien? —le preguntó Rhyme a Sachs en voz baja.
—Arriba. En privado.
Él asintió.
—Está bien.
¿Qué estaba pasando?
Tomaron el pequeño ascensor hasta la primera planta y Rhyme entró en el dormitorio seguido por Sachs.
Ella se sentó delante de un ordenador y comenzó a teclear con vehemencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Espera un minuto. —Estaba revisando unos documentos.
Rhyme advirtió dos cosas: que Sachs tenía un dedo manchado de sangre por haber estado rascándose el cuero cabelludo hasta hacerse una herida. Y que parecía haber llorado. Lo cual sólo había sucedido dos o tres veces desde que se conocían.
Ella seguía tecleando con ímpetu y pasando página tras página, tan deprisa que apenas le daba tiempo a leerlas.
Rhyme estaba impaciente. Y preocupado. Por fin dijo con firmeza:
—Cuéntamelo de una vez, Sachs.
La detective sacudió la cabeza, con la vista fija en la pantalla. Luego se volvió hacia él.
—Mi padre… era un policía corrupto. —Se le quebró la voz.
Rhyme se acercó mientras ella volvía a clavar los ojos en los documentos de la pantalla. El criminalista vio que eran artículos de periódico.
Sachs movía incesantemente las piernas, llena de tensión.
—Aceptaba sobornos —susurró.
—Imposible.
Rhyme no había conocido a Herman Sachs, muerto de cáncer antes de que conociera a su hija. Había sido un agente itinerante toda su vida, un policía de a pie que no había pasado de patrullero raso (de ahí el apodo que le pusieron a Sachs cuando trabajaba en la brigada de patrulla urbana: «La hija del comodín»). Herman llevaba la policía en las venas: su padre, Heinrich Sachs, llegó de Alemania en 1937 acompañado por el padre de su prometida, un investigador de la policía berlinesa. Tras conseguir la ciudadanía, Heinrich ingresó en la policía de Nueva York.
A Rhyme le parecía inconcebible que en el linaje de los Sachs pudiera haber un policía corrupto.
—Acabo de hablar con el detective que llevó el caso Sarkowski. Trabajó con mi padre. Hubo un escándalo a fines de los años setenta. Extorsión, chantajes, incluso algunas agresiones. Se condenó a una docena de agentes y detectives. Les llamaban el Club de la Avenida Dieciséis.
—Sí, claro. Algo he leído sobre eso.
—Yo era muy pequeña. —Se le quebró de nuevo la voz—. Nunca oí hablar de ese asunto, ni siquiera cuando ingresé en el cuerpo. Mis padres nunca lo mencionaron. Pero papá estaba con ellos.
—No me lo creo, Sachs. ¿Has preguntado a tu madre?
La detective asintió con un gesto.
—Dice que no fue nada. Que algunos de los policías implicados comenzaron a dar nombres para negociar con el fiscal.
—Es lo normal en los casos de Asuntos Internos. Pasa constantemente. Todo el mundo denuncia a todo el mundo, incluso a gente inocente. Luego las cosas se aclaran. Seguro que fue sólo eso.
—No, Rhyme. No fue sólo eso. Me he pasado por el archivo de Asuntos Internos y he buscado el expediente. Mi padre era culpable. Dos de los policías que formaban parte de la trama declararon bajo juramento haberle visto señalar a comerciantes y proteger a correos de la mafia, y hasta extraviar expedientes y pruebas de algunos casos importantes contra las bandas mafiosas de Brooklyn.
—Eso no son más que habladurías.
—Pruebas —replicó ella—. Tenían pruebas. Las huellas de mi padre en el dinero. Y en algunas armas sin registrar que escondía en nuestro garaje. Las pruebas balísticas —añadió con un susurro— remitían a un intento de asesinato del año anterior. Mi padre tenía en su poder un arma homicida, Rhyme. Está todo en el expediente. He visto el informe del perito que examinó las huellas. He visto las huellas.
Él se quedó callado. Por fin preguntó:
—¿Cómo se libró, entonces?
Ella soltó una risa amarga.
—Eso es lo gracioso, Rhyme. Que Inspección Ocular la cagó con el registro. Las tarjetas de cadena de custodia no estaban bien cumplimentadas, y el abogado que le representó en la vista consiguió que se invalidaran las pruebas.
Las tarjetas de cadena de custodia servían para que las pruebas no pudieran falsificarse ni alterarse intencionadamente con el fin de aumentar las probabilidades de que un sospechoso fuera condenado. Pero costaba creer que se hubieran manipulado en el caso de Herman Sachs: era prácticamente imposible obtener huellas dactilares de una prueba material si el sospechoso no la había tocado. Aun así, había que aplicar el reglamento, y si las tarjetas no se cumplimentaban o contenían algún error, casi siempre se invalidaban las pruebas.
—Además…, había fotos suyas con Tony Gallante.
Un capo veterano de la mafia de Bay Ridge.
—¿Tu padre con Gallante?
—Estaban cenando juntos, Rhyme. He llamado a Joe Knox, un policía con el que trabajó mi padre. También estaba en el Club de la Avenida Dieciséis. A él también le trincaron. Le pregunté directamente por mi padre. Al principio no quería decirme nada. Se puso muy nervioso por que le hubiera llamado, pero por fin reconoció que era cierto. Mi padre y él y un par de policías más se encargaron de señalar a comerciantes y contratistas durante más de un año. Ocultaban pruebas, y hasta amenazaban con dar palizas a quien se quejaba. Creían que a mi padre le caería un buen paquete, pero se libró por ese embrollo con las tarjetas. Le llamaban «el pez que se escapó».
Se enjugó las lágrimas y siguió revisando archivos digitalizados y documentos oficiales, expedientes de la policía de Nueva York a los que Rhyme tenía acceso por su colaboración con el Departamento. El criminalista se acercó a ella hasta sentir el perfume de su jabón.
—Fueron condenados doce agentes del Club de la Avenida Dieciséis. Los de Asuntos Internos sabían de tres más, pero no pudieron hacer nada contra ellos por complicaciones con las pruebas. Mi padre era uno de esos tres —dijo Sachs—. Dios mío. El pez que se escapó…
Se recostó en la silla y, hundiendo un dedo entre su pelo, comenzó a arañar su cuero cabelludo. Al darse cuenta de lo que hacía bajó la mano y la dejó sobre el regazo. Tenía la uña manchada de sangre.
—Cuando pasó lo de Nick… —comenzó a decir, y respiró hondo de nuevo—. Cuando pasó aquello, pensé que no había nada peor que un policía corrupto. Nada. Y ahora me entero de que eso justamente era mi padre.
—Sachs… —Rhyme sintió una penosa impotencia por no ser capaz de levantar el brazo y tocar su mano para consolarla. Un arrebato de ira se apoderó de él.
—Aceptaban sobornos por destruir pruebas. Tú sabes lo que significa eso. ¿Cuántos criminales quedaron libres gracias a ellos? —Se volvió hacia el ordenador—. ¿Cuántos asesinos a sueldo escaparon? ¿Cuántas personas inocentes murieron por culpa de mi padre? ¿Cuántas?