Al llegar a casa de Rhyme, Sachs dejó las pruebas en manos de Mel Cooper.
Antes de ponerse los guantes de látex, cogió una lata, sacó de ella un par de galletas para perro y se las dio a Jackson. El animal las engulló a toda prisa.
—¿Nunca ha pensado en tener un perro para que le ayude? —preguntó Kathryn Dance, dirigiéndose a Rhyme.
—Ya tengo uno.
—¿Quién? ¿Jackson? —Sachs arrugó el entrecejo.
—Sí. Ayuda mucho. Distrae a la gente y así no tengo que darles conversación.
Ellas se echaron a reír.
—Me refiero a uno de verdad.
Uno de sus terapeutas le había recomendado que se hiciera con un perro. Muchos parapléjicos y tetrapléjicos los tenían. Poco después del accidente, cuando el psicólogo se lo sugirió, Rhyme se resistió a la idea. No podía explicar exactamente por qué, pero creía que tenía que ver con su reticencia a depender de algo o de alguien. Ahora, en cambio, no le parecía tan mala idea.
Frunció el ceño.
—¿Se les puede adiestrar para que te sirvan whisky? —El criminalista apartó los ojos del perro y miró a Sachs—. Ah, te han llamado mientras estabas en el taller de la florista. Un tal Jordan Kessler.
—¿Quién?
—Dijo que sabías quién era.
—Ah, sí, claro. El socio de Creeley.
—Quería hablar contigo. Le dije que no estabas y te dejó un mensaje. Dijo que había hablado con el resto de los empleados de la empresa y que no hay duda de que Creeley llevaba un tiempo deprimido. También dijo que están elaborando el listado de clientes, pero que todavía tardarían uno o dos días.
—¿Uno o dos días?
—Eso dijo.
Rhyme fijó los ojos en las pruebas que su compañera estaba colocando sobre la mesa de examen, junto a Cooper. De inmediato se olvidó del caso del Saint James o, como lo llamaba él, el Otro Caso, por contraposición a Su Caso, el del Relojero.
—Vamos a inspeccionar las pruebas —ordenó.
Sachs se puso los guantes de látex y comenzó a desembalar la bolsa y las cajas.
El reloj, idéntico a los otros dos, funcionaba y marcaba la hora correcta. La esfera de la luna pasaba ligeramente del plenilunio.
Cooper y Sachs desmontaron el mecanismo, pero no encontraron restos materiales relevantes.
En el taller de la florista no había pisadas, ni huellas dactilares, ni armas, ni ninguna otra cosa perteneciente al asesino. Rhyme se preguntaba si éste habría usado una herramienta especial para cortar el alambre, o alguna técnica que pudiera revelarles cuál era o había sido su oficio o qué formación había recibido. Pero no: había usado los alicates de Joanne. Al igual que en el caso de la cinta aislante, los tramos de alambre eran de la misma longitud. Medían todos un metro ochenta y dos de largo. El criminalista ignoraba si tenía pensado atar a Joanne Harper con el alambre, o si éste era el arma del crimen elegida por el asesino.
La florista había cerrado con llave al salir para ir al encuentro de un amigo con el que había quedado para tomar un café. Estaba claro que el asesino había forzado la cerradura. A Rhyme no le sorprendió: un hombre que conocía bien el mecanismo de un reloj, no tendría dificultad para aprender las mañas de un cerrajero.
Su búsqueda en la base de datos de Tráfico reveló que había 423 propietarios de Explorers de color marrón en la zona metropolitana. Cotejaron la lista con las bases de datos de órdenes judiciales y encontraron dos correspondencias: un escurridizo sexagenario al que se buscaba por docenas de multas de aparcamiento, y un individuo más joven detenido por vender cocaína. Rhyme se preguntaba si sería éste el ayudante del Relojero, pero resultó que aún estaba en prisión, cumpliendo condena. El asesino podía hallarse entre los restantes nombres de la lista, pero no había forma de hablar con todos ellos. Sellitto, sin embargo, ordenó que se hicieran averiguaciones sobre los que tenían su domicilio en la parte baja de Manhattan. La orden de localización urgente de vehículos había dado también algunos resultados, pero la descripción de los conductores no coincidía con la del Relojero o su cómplice.
Las muestras materiales que Sachs recogió en el taller le permitieron comprobar que, en efecto, los restos de tierra y de proteína de pescado en forma de fertilizante procedían del local de Joanne. Las había en cantidad dentro del edificio, pero la detective había encontrado también abundantes restos en la calle, dentro de bolsas de fertilizante tiradas a la basura y en sus inmediaciones.
Rhyme sacudió la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sellitto.
—No es la proteína misma, sino el hecho de que estuviera en la segunda víctima. En Adams.
—¿Por qué?
—Eso quiere decir que el asesino estuvo vigilando el taller con antelación. Espiando a la víctima, cabe presumir, y buscando alarmas o cámaras de seguridad. Ha estado siguiendo a sus víctimas. Lo que significa que las elige por un motivo concreto. Pero ¿cuál es ese motivo?
El hombre que había muerto aplastado en el callejón no parecía involucrado en ninguna actividad delictiva, ni tenía enemigos conocidos. Y lo mismo podía decirse de Joanne Harper, que, además, nunca había oído hablar de Adams: no existía ningún vínculo entre ellos. Y sin embargo ambos habían sido víctimas del Relojero. ¿Por qué?, se preguntaba Rhyme. El desconocido del muelle, un joven escritor profesional, una florista… y otros siete más.
¿Por qué se siente impelido a matar a esas personas? ¿Cuál es el nexo entre ellas?
—¿Qué más has encontrado?
—Limaduras negras —respondió Cooper, levantando un sobre de plástico que contenía motas parecidas a manchas secas de tinta negra.
—Son del sitio donde cogió el carrete de alambre —dijo Sachs—, y posiblemente de donde se escondió. También encontré unas cuantas fuera, delante de la puerta delantera, donde pisó los cristales al correr hacia el Explorer.
—Bueno, pasadlas por el CG.
Cooper encendió el cromatógrafo de gases y espectrómetro de masas e introdujo en él una muestra de las limaduras. Los resultados aparecieron en la pantalla unos minutos después.
—Bien, ¿qué tenemos, Mel?
El técnico se subió las gafas por el puente de la nariz y se inclinó hacia delante.
—Es orgánico. Por lo visto, contiene un setenta y tres por ciento de nalcanos, además de hidrocarburos aromáticos policíclicos y tiaarenos.
—Ah, alquitrán para azoteas. —Rhyme entornó los ojos.
Kathryn Dance soltó una risa.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, antes Lincoln se paseaba por la ciudad recogiendo todo lo que encontraba para sus bases de datos. Debía de ser divertido salir contigo a cenar, Linc. ¿Llevabas tubos de ensayo y bolsas de plástico?
—Que se lo pregunten a mi ex-mujer —rezongó el criminalista, divertido, mientras observaba los restos de brea negra—. Me juego algo a que nuestro asesino ha estado vigilando a otra posible víctima desde un edificio al que le están arreglando la azotea.
—O puede que estén arreglando la de su casa —sugirió Cooper.
—Dudo que con este tiempo se ponga a contemplar la puesta de sol o a tomar un cóctel en la azotea de su casa —contestó Rhyme—. Vamos a dar por sentado que es la de otra persona. Quiero que averigüéis cuántas azoteas se están reparando en este preciso instante.
—Podrían ser cientos, o miles —dijo Sellitto.
—Seguramente no, con este frío.
—¿Y cómo demonios vamos a averiguarlo, de todos modos? —preguntó el desaliñado detective.
—Con el ASTER.
—¿Qué es eso? —inquirió Dance.
—El Radiómetro Espacial de Emisión y Reflexión Térmica —contestó Rhyme distraídamente—. Una aplicación y un paquete de datos que lleva el satélite Terra, una colaboración entre la NASA y el Gobierno japonés. Capta imágenes térmicas desde el espacio. Orbita cada… ¿Cada cuánto, Mel?
—Cada noventa y ocho minutos, más o menos. Pero tarda dieciséis días en dar la vuelta a la Tierra.
—Averigua cuándo fue la última vez que pasó por Nueva York. Quiero fotografías térmicas, a ver si podemos delinear temperaturas superiores a noventa grados centígrados. Imagino que ésa es la temperatura del alquitrán, como mínimo, cuando se aplica. Quizás así podamos limitar la zona por la que se ha movido el asesino.
—¿En toda la ciudad? —preguntó Cooper.
—Está matando en Manhattan, según parece. Empezaremos por ahí.
Cooper mantuvo una larga conversación telefónica. Luego colgó.
—Están en ello. Harán todo lo que puedan.
Dennis Baker entró acompañado por Thom.
—No he encontrado más testigos en los alrededores del taller de floristería —informó el teniente mientras se quitaba el abrigo y aceptaba de buena gana una taza de café—. Hemos estado una hora buscando. O nadie ha visto nada, o no tienen agallas para reconocerlo. Ese tío tiene a todo el mundo asustado.
—Necesitamos algo más. —Rhyme miró el diagrama que había trazado Sachs—. ¿Dónde estaba aparcado el todoterreno? —preguntó.
—En la calle, enfrente del taller —respondió ella.
—E inspeccionaste el sitio donde estaba aparcado. —No era una pregunta. Sabía que lo había hecho—. ¿Había algún coche delante o detrás?
—No.
—Muy bien, entonces el asesino corre hasta el coche, su compañero avanza hasta el cruce más cercano y luego gira, confiando en camuflarse entre el tráfico. No quiere cometer ninguna infracción, así que hace un giro muy marcado, pero con cuidado, sin salirse de su carril. —El análisis de las marcas de neumáticos dejadas por un giro lento y marcado (lo mismo que el de un frenazo repentino o el paso de un resalte) podía aportar pruebas decisivas—. Si la calle todavía está cortada, quiero que un equipo de Inspección Ocular haga un barrido completo del cruce. Es una posibilidad remota, pero creo que vale la pena intentarlo. —Se volvió hacia Baker—. Acaba de irse de allí, ¿no? ¿Hace diez o quince minutos?
—Más o menos —contestó Baker, que se había sentado y se desperezaba mientras bebía su café. Parecía agotado.
—¿Aún estaba cortada la calle?
—No me he fijado. Creo que sí.
—Averiguadlo —le dijo Rhyme a Sellitto— y, si está cortada, mandad un equipo.
Pero la llamada del detective reveló que la calle ya se había abierto al tráfico. Las marcas que hubiera dejado el Explorer habrían quedado borradas por el primer o el segundo vehículo que hubiera doblado la misma esquina.
—Maldita sea —masculló Rhyme y, al fijar de nuevo la mirada en el diagrama, pensó que hacía mucho tiempo que no se topaba con un caso tan complejo.
Thom llamó al quicio de la puerta e hizo entrar en la habitación a una mujer de mediana edad, enfundada en un costoso abrigo negro. A Rhyme le sonaba su cara, pero no acertaba a recordar su nombre.
—Hola, Lincoln.
El criminalista se acordó de pronto.
—Inspectora.
Marilyn Flaherty era mayor que él, pero ambos habían ascendido a capitanes al mismo tiempo y habían colaborado en un par de misiones especiales. Rhyme la recordaba como una mujer lista y ambiciosa y, por fuerza, un poco más dura y tenaz que sus compañeros varones. Hablaron unos minutos sobre sus mutuos conocidos y compañeros, pasados y presentes. Flaherty le preguntó por el caso del Relojero y el criminalista le hizo un resumen de la situación.
La inspectora se llevó luego aparte a Sachs y le preguntó cómo iba la investigación, refiriéndose, claro está, al Otro Caso. Rhyme oyó que la detective le decía que no había encontrado ninguna pista concluyente. No se habían producido hurtos significativos de drogas en el depósito de pruebas de la comisaría 118. El socio de Creeley y sus empleados habían confirmado que el empresario estaba atravesando un bache anímico y que últimamente bebía demasiado. Incluso había visitado Las Vegas y Atlantic City, o ambas, en tiempos recientes.
—Un posible vínculo con la delincuencia organizada —señaló Flaherty.
—Eso estaba pensando —contestó Sachs. Luego añadió que sus clientes no parecían tener nada contra Creeley, pero que Pulaski y ella estaban esperando el listado que iba a procurarles Jordan Kessler para corroborarlo.
Suzanne Creeley, sin embargo, seguía convencida de que su marido no tenía ninguna relación con las drogas o la delincuencia y de que no se había suicidado.
—Además —dijo Sachs—, ha habido otra muerte.
—¿Otra muerte?
—Un hombre que visitó el Saint James unas cuantas veces. Puede que se relacionara con las mismas personas que Creeley.
¿Otra muerte?, pensó Rhyme. Tenía que reconocer que el Otro Caso se estaba poniendo cada vez más interesante.
—¿Quién es la víctima? —preguntó Flaherty.
—Otro empresario, Frank Sarkowski. Vivía en Manhattan.
La inspectora miraba el laboratorio, los diagramas, el equipamiento, con el ceño fruncido.
—¿Alguna pista de quién le mató?
—Creo que fue durante un atraco. Pero no lo sabré hasta que lea el expediente.
Rhyme advirtió una expresión de enfado en el rostro de Flaherty.
Sachs también parecía crispada. El criminalista comprendió enseguida el porqué de su tensión.
—De momento, mantendré al margen a Asuntos Internos —afirmó la inspectora, y la detective se relajó al instante.
No iban a quitarle el caso. Lincoln Rhyme se alegró por ella, aunque en el fondo habría preferido que dejara el Otro Caso en manos de Asuntos Internos y se concentrara en Su Caso.
—¿Y ese joven agente? —preguntó Flaherty—. Ron Pulaski. ¿Qué tal se está portando?
—Está haciendo un buen trabajo.
—Voy a informar a Wallace, detective. —La inspectora inclinó la cabeza mirando a Rhyme—. Me alegro de haberte visto, Lincoln. Cuídate.
—Hasta otra, inspectora.
Flaherty se acercó a la puerta y salió. Caminaba igual que un general en un desfile.
Amelia Sachs se disponía a llamar a Pulaski para preguntarle qué había averiguado sobre Sarkowski cuando oyó que alguien le susurraba al oído:
—La Gran Inquisidora.
Al volverse, vio a Sellitto poniendo azúcar a su café.
—Ven, vamos a mi despacho —le dijo el detective, y señaló hacia el pasillo delantero de la casa de Rhyme.
Entraron en el recibidor en penumbra, dejando a los demás en el laboratorio.
—¿Así es como llaman a Flaherty? ¿La Gran Inquisidora? —preguntó ella.
—Sí. Y no porque sea mala en su oficio.
—Sí, lo sé. Me he informado sobre ella.
—Mmm. —El corpulento policía bebió un sorbo de café y acabó de comerse una pasta—. Mira, estoy hasta las orejas de relojeros psicópatas y no sé de qué va ese rollo del Saint James, pero si sospechas que hay policías implicados, ¿cómo es que llevas tú el caso y no Asuntos Internos?
—Flaherty no quería que intervinieran todavía. Y Wallace estuvo de acuerdo.
—¿Wallace?
—Robert Wallace, el teniente de alcalde.
—Ah, sí, le conozco. Un tipo decente. Pero lo lógico sería llamar a Asuntos Internos. ¿Por qué se oponía Flaherty?
—Quería darle el caso a alguien que estuviera bajo sus órdenes. Dijo que la Ciento dieciocho está demasiado relacionada con la Casa Grande y que, si los implicados se enteraban de que intervenía Asuntos Internos, cortarían por lo sano y se largarían.
Sellitto adelantó el labio inferior en un gesto de asentimiento.
—Podría ser. —Bajó la voz aún más—. Y tú no te resististe demasiado porque querías el caso.
Sachs le miró a los ojos.
—Exacto.
—Así que se lo pediste y ella aceptó. —Soltó una risa despreocupada.
—¿Qué pasa?
—Que ahora tú llevas la voz cantante.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Nada, sólo que conviene que sepas el terreno que pisas. Ahora, si algo sale mal, si alguien que no esté metido en el ajo sale perjudicado o los culpables escurren el bulto, serás tú quien cargue con el marrón, aunque lo hagas todo bien. Flaherty está a salvo y Asuntos Internos se lava las manos. En cambio, si llamas a Asuntos Internos, ellos toman el mando y de pronto todo el mundo se olvida de tu nombre.
—¿Quieres decir que me han tendido una trampa? —Sachs negó con la cabeza—. Pero Flaherty no quería darme el caso. Iba a dárselo a otro.
—Vamos, Amelia. Al final de una cita, un tío dice: «Oye, me lo he pasado en grande, pero supongo que es mejor que no te pida subir». ¿Qué es lo primero que dice la chica?
—«Sube». Lo que él quería desde el principio. ¿Insinúas que Flaherty me ha manipulado?
—Lo único que digo es que no te quitó el caso, ¿no? Y podría haberlo hecho en cinco segundos, más o menos.
Sachs se clavó las uñas distraídamente en el cuero cabelludo. Se le encogía el estómago cuando pensaba en los tejemanejes políticos de las altas esferas de la policía, un territorio ignoto para ella.
—Lo que quiero decir es que preferiría que no dirigieras un caso así en este momento de tu carrera. Pero eso ya no tiene remedio. Así que recuerda una cosa: no asomes demasiado la cabeza. O sea, hazte invisible.
—Pero…
—Déjame acabar. Invisible por dos razones. Primero, porque si alguien se entera de que vas detrás de policías corruptos, empezarán a circular rumores. Que si fulano se está llevando dinero o mengano eliminando pruebas. Lo que sea. El hecho de que no sea así no significa nada. Los rumores son como la gripe: por más que lo desees, no desaparecen. Siguen su curso y te arrastran con ellos, hasta que hunden tu carrera.
Ella asintió con un gesto.
—¿Y la segunda razón?
—No creas que eres intocable por llevar una insignia. Ningún policía de la Ciento dieciocho va a pegarte un tiro, por corrupto que sea. Esas cosas no pasan. Pero puede que la gente con la que se relacione no sea de la misma opinión. No dudarán ni un momento en meter tu cadáver en el maletero de un coche y dejarlo en el aparcamiento de un aeropuerto… Que Dios te bendiga, hija. Ve a por ellos. Pero ten cuidado. No quisiera tener que darle una mala noticia a Lincoln. Jamás me lo perdonaría.
Cuando Ron Pulaski regresó a casa de Rhyme, Sachs seguía aún en la entrada, mirando hacia la cocina y pensando en lo que le había dicho Sellitto.
Informó al joven agente de las últimas novedades en el caso del Relojero y luego preguntó:
—¿Qué pasa con Sarkowski?
Pulaski hojeó sus notas.
—He localizado a su esposa y me he entrevistado con ella. El fallecido era un varón blanco de cincuenta y siete años, propietario de una empresa con sede en Manhattan. Carecía de antecedentes delictivos. Fue asesinado el cuatro de noviembre de este año y dejó esposa y dos hijos adolescentes, chico y chica. La muerte se debió a disparos de arma de fuego. La víctima…
—Ron… —dijo Sachs en un tono peculiar.
Él dio un respingo.
—Uy, perdona. Descuida, que ya voy al grano.
La detective estaba empeñada en quitarle la manía de hablar como un portavoz policial.
El joven agente continuó, más relajado:
—Era dueño de un edificio en Manhattan, en el West Side. Vivía allí mismo. Tenía una empresa de mantenimiento y eliminación de residuos que trabajaba para grandes empresas y establecimientos de toda la ciudad. El negocio tiene un historial impecable en todos los ámbitos: federal, estatal y municipal. Sin vínculos conocidos con la delincuencia organizada, ni investigaciones en marcha. No había ninguna orden judicial contra Sarkowski, ni le detuvieron nunca, aunque el año pasado le pusieron una multa por exceso de velocidad.
—¿Algún sospechoso de su muerte?
—No.
—¿Qué comisaría llevó el caso?
—La Ciento treinta y uno.
—¿Estaba en Queens cuando murió, no en Manhattan?
—Exacto.
—¿Qué pasó?
—El tipo que le mató le quitó la cartera y el dinero que llevaba encima y le pegó tres tiros en el pecho.
—¿Y el Saint James? ¿Su mujer le oyó hablar del bar alguna vez?
—No.
—¿Conocía a Creeley?
—La viuda no está segura, pero cree que no. Le enseñé su foto y no le reconoció. —Se quedó callado un momento; luego agregó—: Otra cosa. Creo que he visto otra vez ese Mercedes.
—¿Sí?
—Cuando me dejaste, crucé corriendo antes de que cambiara el semáforo y miré hacia atrás para ver si venían coches. No pude distinguirlo muy bien, pero me pareció ver el Mercedes. No vi la matrícula. He pensado que debía decírtelo.
Sachs sacudió la cabeza.
—Yo he tenido visita. —Le contó que alguien había forzado su coche. Y añadió que a ella también le había parecido ver el Mercedes—. El conductor ha estado muy atareado. —Miró las manos de Pulaski, que sólo sostenían su grueso cuaderno de notas—. ¿Dónde está el expediente del caso Sarkowski?
—Bueno, ése es el problema. No hay expediente, ni pruebas. He revisado todo el depósito de pruebas de la Ciento treinta y uno. Y nada.
—Vaya, esto se complica cada vez más. ¿No hay pruebas?
—Han desaparecido.
—¿Y el expediente? ¿Lo ha sacado alguien?
—Puede ser, aunque no está registrado en el ordenador. Y debería estar registrado, si se lo llevó alguien o lo mandaron a alguna parte. Lo que sí tengo es el nombre del detective que dirigió el caso. Vive en Queens. Acaba de jubilarse. Art Snyder. —Le pasó una hoja de papel con el nombre y la dirección del policía—. ¿Quieres que hable con él?
—No, iré yo. Quiero que te quedes aquí y que escribas nuestras notas en una pizarra. Que hagas un esquema. Pero no en el laboratorio. Hay demasiado trasiego.
Por allí pasaban numerosos agentes de la brigada de Inspección Ocular y de otras secciones de la policía que iban a hacer entregas a casa del criminalista. Y puesto que podía haber policías corruptos implicados en el caso, Sachs no quería que nadie viera lo que habían descubierto. Señaló con la cabeza el gimnasio de Rhyme, donde estaban su ergómetro y su cinta andadora.
—Lo pondremos ahí.
—Claro. Pero eso no me llevará mucho tiempo. ¿Quieres que me reúna contigo en casa de Snyder cuando acabe?
Sachs volvió a pensar en el Mercedes. Y oyó de nuevo las palabras de Sellitto, que aún desfilaban por su cabeza:
El maletero de un coche, en el aparcamiento de un aeropuerto…
—No, cuando acabes, quédate aquí y ayuda a Lincoln. —Se echó a reír—. Puede que así se ponga de mejor humor.
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ESCENARIO DEL PRIMER CRIMEN
ESCENARIO DEL SEGUNDO CRIMEN
ENTREVISTA CON HALLERSTEIN
ESCENARIO DEL TERCER CRIMEN (INTENTO FRUSTRADO)
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HOMICIDIO DE BENJAMIN CREELEY
HOMICIDIO DE FRANK SARKOWSKI