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17:26 horas

Amelia Sachs detuvo el coche delante de Ron Pulaski y, al subir su compañero, revolucionó el motor y puso rumbo al norte.

El policía le contó con detalle su conversación con Jordan Kessler.

—Parece legal —añadió—. Un tipo simpático. Pero se me ocurrió llamar a la señora Creeley para verificar lo que me había contado. Sobre todo, lo de las acciones con las que va a quedarse Kessler por la muerte de su marido. Me ha dicho que confía en él y que todo se está haciendo conforme a la ley. Pero como no estaba muy convencido, he llamado al abogado de Creeley. Espero que no te moleste.

—¿Por qué iba a molestarme?

—No sé. Sólo que se me ha ocurrido preguntártelo.

—En este oficio es mejor pasarse que quedarse corto —le dijo Sachs—. El problema viene cuando no se hace lo suficiente.

Pulaski sacudió la cabeza.

—Cuesta imaginar que alguien que trabaje para Lincoln pueda ser perezoso.

Ella soltó una risa difícil de interpretar.

—¿Qué te ha dicho el abogado?

—Básicamente lo mismo que el socio y que la viuda. Que Kessler va a comprar la parte de Creeley al precio de mercado. Es todo legal. Kessler me dijo que últimamente su socio bebía más de la cuenta y que se había aficionado al juego. Su mujer dice que le extraña. Que su marido no era de los que frecuentan Atlantic City.

Sachs asintió con la cabeza.

—Casinos… Quizá por ahí encontremos algún vínculo con la mafia. Puede que Creeley traficara para ellos, o que se encargara de transportar algún tipo de droga. O quizá que estuviera blanqueando dinero. ¿Perdió o ganó? ¿Lo sabes?

—Por lo visto, perdió bastante dinero. Se me ha ocurrido que quizá recurriera a un prestamista para encubrir las pérdidas. Pero su mujer me ha dicho que no pudieron ser muy grandes, teniendo en cuenta sus ingresos. Doscientos mil dólares no son gran cosa para esa gente. Aunque estaba muy disgustada, imagínate. Kessler me dijo que el difunto tenía muy buena relación con todos sus clientes, pero de todos modos le pedí una lista. Creo que deberíamos hablar con ellos.

—Bien —contestó Sachs. Luego añadió—: Esto se pone cada vez más turbio. Hubo otra muerte. Un atraco que acabó en asesinato, quizá. —Le habló de su encuentro con Gerte y de Frank Sarkowski—. Necesito que revises el expediente.

—Cuenta con ello.

—Yo… —Se interrumpió. Al mirar por el retrovisor, le había dado un vuelco el estómago—. Mmm.

—¿Qué pasa? —preguntó Pulaski.

Sachs no respondió, pero torció sin prisa a la derecha, recorrió varias manzanas y giró bruscamente hacia la izquierda.

—Parece que nos están siguiendo. Lo vi hace unos minutos. Ese Mercedes acaba de tomar los mismos desvíos que nosotros. No, no mires.

Era un Mercedes negro con las ventanillas tintadas.

La detective giró de nuevo sin previo aviso y dio un frenazo. El novato soltó un gruñido al sentir el tirón del cinturón de seguridad. El Mercedes siguió recto. Sachs miró hacia atrás y no vio la matrícula; notó, en cambio, que era un modelo AMG, la versión más cara y lujosa del coche alemán.

Quiso dar media vuelta, pero justo en ese momento un camión de reparto aparcó en doble fila delante de ella. Cuando consiguió esquivarlo, el Mercedes había desaparecido.

—¿Quién crees que era?

Sachs cambió de marcha enérgicamente.

—Seguramente será una coincidencia. Es muy raro que te sigan. Y más aún en un coche de ciento cuarenta mil dólares, te lo aseguro.

*****

Tocar el cuerpo frío de la florista tendida sobre el cemento, la cara tan pálida como pétalos de rosa blanca esparcidos por el suelo.

El cuerpo frío, tan frío como la Luna Fría, pero aun así suave. La rigidez de la muerte no se ha declarado aún.

Cortar la ropa, la blusa, el sujetador…

Tocarla…

Saborearla…

Ésas eran las imágenes que desfilaban por la cabeza de Vincent Reynolds mientras esperaba sentado ante el volante del Troncomóvil, mirando el taller a oscuras del otro lado de la calle. Se le aceleró la respiración al pensar en lo que estaba a punto de hacerle a Joanne. El ansia le consumía.

Pero de pronto oyó un ruido.

—Cuarenta y dos de tráfico, ¿podéis…? Quieren poner más barreras entre Nassau y Pine. Para la tribuna del desfile.

—Claro que podemos. Corto.

Aquello no suponía ninguna amenaza para él, ni para Gerald Duncan, así que siguió fantaseando.

Tocar a Joanne, saborear su cuerpo…

Supuso que el asesino tendría a la florista tumbada en el suelo y estaría atándola. Arrugó el ceño. ¿La tocaría Duncan en ciertos sitios? ¿Tocaría sus pechos, la tocaría entre las piernas?

Estaba celoso.

Joanne era su novia, no la de Duncan. ¡Maldita sea! Si quería echar un polvo, que se buscara otra chica guapa.

Luego se dijo que debía calmarse. Era por el ansia, que te volvía loco, que te poseía como en esas películas de zombis que veía a veces. Él es tu amigo. Si quiere divertirse un rato con ella, déjale. Podían compartirla.

Miró la hora con impaciencia. Estaba tardando tanto… Duncan decía que el tiempo no era un valor absoluto. Que unos científicos hicieron un experimento una vez, poniendo un reloj en lo alto de una torre y otro a nivel del mar. El que estaba más alto corría más que el que estaba en el suelo. Por no sabía qué ley física. Psicológicamente, le había explicado Duncan, el tiempo también es relativo. Si estás haciendo algo que te encanta, va deprisa. Si estás esperando algo, avanza muy despacio.

Como ahora. Vamos, vamos.

La radio colocada sobre el salpicadero volvió a emitir un chisporroteo. Más información de tráfico, pensó Vincent.

Pero se equivocaba.

—Central a todas las unidades disponibles en la parte baja de Manhattan. Diríjanse a la calle Spring, al este de Broadway. Manténgase alerta, busquen floristerías en el vecindario, en relación con los homicidios de anoche en el muelle de la calle Veintidós y el callejón de Cedar. Procedan con cautela.

—Santo Dios —masculló Vincent, mirando la radio. Marcó la tecla de rellamada del teléfono móvil mientras miraba calle arriba. Aún no se veía rastro de la policía.

Un pitido, dos…

—¡Contesta!

Clic. Duncan no dijo nada (era lo que habían acordado), pero Vincent sabía que estaba escuchando.

—¡Sal enseguida! ¡Rápido! ¡Viene la policía!

Oyó un leve gemido. Luego la llamada se cortó.

—Aquí patrulla tres, tres, siete. Estamos sólo a tres minutos del emplazamiento.

—Recibido, tres, tres, siete. Respecto a ese aviso, tenemos una denuncia, un diez, tres, cuatro, un asalto en marcha en el cuatrocientos dieciocho de la calle Spring. Respondan todas las unidades disponibles.

—Recibido.

—Patrulla cuatro, seis, uno, vamos para allá.

—Vamos, por amor de Dios —masculló Vincent mientras ponía el Explorer en marcha.

De pronto oyó un estrépito ensordecedor. Un jarrón de cerámica había atravesado la luna delantera del taller de floristería. Duncan salió de un salto. Pasó sobre los cristales rotos, estuvo a punto de caer al resbalar en el hielo y corrió hacia el Explorer. Vincent arrancó en cuanto su compañero saltó al asiento del copiloto.

—Frena —ordenó el asesino—. Gira en la calle siguiente.

Vincent aminoró la marcha. Delante de ellos, un coche patrulla dobló la esquina derrapando. Otros dos convergieron en la calle. Sus ocupantes salieron de un salto.

—Párate en el semáforo —dijo Duncan con calma—. No te asustes.

El violador se sintió recorrido por un escalofrío. Quería salir pitando, correr ese riesgo. Su compañero lo notó.

—No. Compórtate como los demás. Tienes curiosidad. Mira los coches de policía. Es lo que hay que hacer.

Vincent miró los coches.

El semáforo se puso en verde.

—Despacio.

Obedeció y se alejó sin prisas del semáforo.

Pasaron otros coches de policía respondiendo al aviso.

La radio anunció que varias patrullas más iban hacia allá. Un agente informó de que se desconocía la identidad del sospechoso. Nadie habló del vehículo. A Vincent le temblaban las manos, pero pese a ello conducía con firmeza, manteniendo el aparatoso todoterreno en el centro del carril, sin variar la velocidad. Por fin, cuando habían dejado bien atrás la floristería, dijo en voz baja:

—Sabían que éramos nosotros.

Duncan se volvió hacia él.

—¿Qué has dicho?

—La policía. Han mandado a los coches a buscar floristerías por esta zona, como si tuvieran algo que ver con los asesinatos de anoche.

Gerald Duncan se quedó pensando. No parecía asustado, ni molesto. Arrugó el ceño.

—¿Sabían que estábamos ahí? Es curioso. ¿Cómo es posible que lo sepan?

—¿Adónde vamos? —preguntó Vincent.

Su amigo no respondió. Siguió mirando las calles. Finalmente dijo con calma:

—De momento sigue conduciendo. Necesito pensar.

*****

—¿Ha escapado? —preguntó la voz airada de Rhyme a través del altavoz del Motorola—. ¿Qué ha pasado?

Lon Sellitto y Sachs se hallaban en el lugar de los hechos, delante de la floristería.

—Coincidencia, suerte, ¿qué sé yo, joder? —contestó el detective.

—¿Suerte? —respondió Rhyme con aspereza, como si aquélla fuera una palabra extranjera desconocida para él. Luego calló un momento—. Espera… ¿Estáis usando una frecuencia codificada?

—Nosotros sí, para operaciones tácticas —contestó Sellitto—, pero la central no la usa para las llamadas de emergencia. Puede que ese tipo haya oído el aviso. Mierda. Muy bien, nos aseguraremos de que sólo se usen frecuencias codificadas para el caso del Relojero.

—¿Qué se deduce del lugar de los hechos, Sachs? —preguntó Rhyme.

—Acabo de llegar.

—Pues ponte a inspeccionarlo.

Clic.

Joder… Sellitto y Sachs se miraron. Nada más recibir el aviso sobre el 10-34 de la calle Spring, Pulaski se había apeado del coche para ir a echar un vistazo al expediente del caso Sarkowski y ella se había ido para allá a toda velocidad.

Puedo ocuparme de los dos casos.

Eso espero, Sachs.

Dejó el bolso en el asiento trasero del Camaro, cerró la puerta con llave y se dirigió al taller. Vio subir por la calle a Kathryn Dance. La agente volvía de la floristería, donde acababa de entrevistar a la dueña, Joanne Harper, que se había librado por poco de convertirse en la tercera víctima del Relojero.

Un coche sin distintivos paró junto a la acera. Llevaba las luces de emergencia encendidas. Dennis Baker las apagó y salió del vehículo. Se acercó a Sachs apresuradamente.

—¿Era él? —preguntó.

—Sí —contestó Sellitto—. Los agentes que acudieron al aviso han encontrado otro reloj dentro del taller. Del mismo tipo.

Tres, pensó Sachs con amargura. Y quedan siete.

—¿Otra notita de amor?

—Esta vez, no. Se nos ha escapado por los pelos. Imagino que no le ha dado tiempo a dejarla.

—Oí el aviso —dijo Baker—. ¿Cómo sabían que era él?

—Los de Medioambiente hicieron hace poco una redada en la calle de al lado: un vertido en una empresa de control de plagas que almacenaba ilegalmente sulfato de talio, o sea, matarratas. Lincoln se enteró luego de que la proteína de pescado que encontramos en el cuerpo de Adams se utiliza principalmente como fertilizante para orquídeas, y Lon pidió a jefatura que enviaran patrullas a las floristerías y los establecimientos de jardinería que hubiera cerca de la empresa de desratización.

—Matarratas. —Baker soltó una breve risa—. Ese Rhyme piensa en todo, ¿eh?

—En todo y más —respondió Sellitto.

Dance se reunió con ellos y les explicó lo que había sacado en claro de la entrevista con Joanne Harper: al regresar de tomar un café, la florista había visto un carrete de alambre colocado fuera de su sitio en el taller.

—Eso no la inquietó demasiado, pero luego oyó un tictac y le pareció que había alguien en el cuarto del fondo. Así que llamó a la policía.

—Y como los coches patrulla ya venían para acá —prosiguió Sellitto—, llegamos antes de que la matara. Pero por los pelos.

La florista, añadió Dance, ignoraba por qué alguien podía querer hacerle daño. Estaba divorciada, pero hacía años que no sabía nada de su ex-marido. Y no tenía enemigos, que ella supiera.

Joanne le dijo también que esa tarde había visto a alguien mirándola a través del escaparate: un hombre blanco y muy grueso, con una parka de color crema, gafas de sol anticuadas y gorra de béisbol. No había visto mucho más porque los cristales estaban sucios. Dance le había preguntado si tenía alguna relación con Adams, la primera víctima, pero la florista nunca había oído hablar de él.

—¿Qué tal lo lleva? —preguntó Sachs.

—Está muy impresionada, pero va a volver al trabajo. No en el taller. En su tienda de Broadway.

—Voy a pedir que un coche monte guardia delante de la tienda hasta que atrapemos a ese tipo o descubramos cuál es el móvil —dijo Sellitto—. El detective dio la orden por radio.

Nancy Simpson y Frank Rettig, los agentes de Inspección Ocular, se acercaron a ellos. Les acompañaba un chico con gorro de lana y chaqueta holgada. Era muy flaco y parecía aterido.

—Este caballero quiere ayudar —dijo Simpson—. Se ha acercado a la unidad móvil.

Dance miró a Sachs, que asintió con la cabeza, y acto seguido se volvió hacia el chico y le preguntó qué había visto. Pero no hacía falta un experto en cinestesia para interrogarle. Saltaba a la vista que el chaval había adoptado con entusiasmo el papel de buen ciudadano. Les explicó que iba caminando por la calle cuando vio que alguien salía de un salto del taller de floristería. Era un varón de mediana edad, con chaqueta oscura. Al ver el retrato robot que habían hecho Dance y Sellitto en la relojería, dijo:

—Sí, podría ser él.

El sospechoso se había acercado corriendo a un todoterreno de color marrón oscuro que conducía un hombre blanco, con la cara redonda y gafas de sol. Eso era lo único que el chico había alcanzado a ver del conductor.

—¿Son dos? —Baker lanzó un suspiro—. Tiene un cómplice.

Seguramente, el hombre al que Joanne había sorprendido espiándola en el taller esa tarde.

—¿El coche era un Explorer?

—No distingo las marcas de los todoterrenos.

Sellitto preguntó por el número de matrícula. El testigo no se había fijado.

—Bueno, por lo menos sabemos de qué color es.

El detective emitió una orden de localización urgente de vehículos para alertar a las patrullas móviles y a las fuerzas de seguridad y los guardias de tráfico que estuvieran por los alrededores de que buscaran un Explorer marrón ocupado por dos varones blancos.

—Muy bien, manos a la obra —dijo Sellitto.

Simpson y Rettig ayudaron a Sachs a montar el equipo forense para inspeccionar los diversos escenarios del incidente: el taller propiamente dicho, el callejón, el tramo de acera por el que había escapado el presunto asesino y el sitio donde había estado aparcado el todoterreno.

*****

Kathryn Dance y Sellitto regresaron a casa de Rhyme. Entretanto, Baker comenzó a buscar testigos presenciales por los alrededores, enseñando fotografías del retrato robot del sospechoso a los curiosos congregados en la calle y a los trabajadores de los almacenes y las tiendas del vecindario.

Sachs recogió todas las pruebas que pudo encontrar. Dado que los primeros relojes no contenían artefactos explosivos, no hizo falta avisar a la brigada de artificieros; bastó con descartar la presencia de nitratos mediante un sencillo análisis in situ. La detective embaló el reloj junto con el resto de las pruebas, se quitó el mono de polietileno y se puso la chaqueta de cuero. Recorrió la calle a buen paso, se sentó en el asiento delantero del Camaro, encendió el motor y puso la calefacción a plena potencia.

Luego echó el brazo hacia atrás para coger su bolso con intención de ponerse los guantes. Pero al agarrar el bolso de piel, éste se abrió y su contenido se esparció por el suelo.

Frunció el ceño. Siempre se aseguraba de cerrar bien el bolso. No podía permitirse el lujo de perder las cosas que contenía, entre las que figuraban dos cargadores de munición para su Glock y un bote de gas lacrimógeno. Recordaba claramente haberlo cerrado al llegar al lugar de los hechos.

Miró la ventanilla del lado del copiloto. Las huellas de guantes que había en el cristal sugerían que alguien había utilizado una palanca para forzar la cerradura de la puerta. Parte de la goma aislante que rodeaba la ventanilla estaba levantada.

Desvalijada mientras inspeccionaba la escena de un crimen. Lo nunca visto.

Revisó el bolso minuciosamente. No faltaba nada. El dinero y las tarjetas de crédito seguían allí, aunque de todos modos tendría que llamar para anularlas, por si acaso el ladrón había anotado sus números. Los cargadores y el gas lacrimógeno estaban intactos. Miró alrededor mientras echaba mano a su Glock. La actividad policial había atraído a una pequeña muchedumbre de curiosos. Salió del coche y, acercándose a ellos, comenzó a preguntar si alguien había visto lo ocurrido. Pero nadie había visto nada.

Regresó al auto, sacó del maletero su equipo forense y revisó el Camaro como habría revisado cualquier otro escenario de un delito: buscó pisadas, huellas dactilares y restos materiales dentro y fuera del vehículo. No encontró nada. Guardó el equipo y se sentó de nuevo en el asiento delantero.

Vio entonces que un gran coche negro salía de un callejón, a media manzana de distancia. Se acordó del Mercedes que había visto un rato antes, al recoger a Pulaski, pero no alcanzó a ver la marca y el vehículo desapareció entre el tráfico sin que le diera tiempo a dar media vuelta para seguirlo.

Se preguntó si sería una coincidencia.

El enorme motor del Chevrolet comenzaba a caldear el coche. Sachs se puso el cinturón y metió la primera. Mientras arrancaba, se dijo: En fin, no ha pasado nada.

Había recorrido media manzana y estaba cambiando a tercera cuando se le ocurrió pensar qué estaría buscando el ladrón. El dinero y las tarjetas seguían en el bolso, de lo cual cabía deducir que buscaba otra cosa.

Y Amelia Sachs sabía que, cuanto más cuesta imaginar su móvil, más peligroso es el delincuente en cuestión.