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16:53 horas

Una mujer gruesa entró en la pequeña cafetería. Abrigo negro, cabello corto, pantalones vaqueros. Ésa era la descripción que había dado de sí misma. Amelia Sachs la saludó desde la mesa del fondo.

Era Gerte, la otra camarera del Saint James. Iba camino del bar y había accedido a encontrarse con la detective antes de entrar a trabajar.

En la pared, un cartel advertía que estaba prohibido fumar en el establecimiento. Gerte, no obstante, seguía apretando un cigarrillo encendido entre sus dedos enrojecidos. Nadie le dijo nada. Cortesía profesional entre el gremio hostelero, supuso Sachs.

La mujer entrecerró sus ojos oscuros al leer la identificación de la detective.

—Sonja me ha dicho que quería hacerme unas preguntas. Pero no me ha dicho sobre qué. —Su voz sonó baja y ronca.

Sachs tuvo la sensación de que Sonja se lo había contado todo, pero decidió seguirle la corriente y le explicó los detalles más relevantes del caso (aquellos de los que podía hablar, al menos). Después le mostró la fotografía de Ben Creeley.

—Se suicidó y estamos investigando su muerte.

Gerte no pareció muy sorprendida.

—Le vi dos o tres veces, creo. —Miró la pizarra del menú—. En el Saint James como gratis, pero hoy voy a perderme la cena. Como estoy aquí, con usted…

—¿Qué le parece si la invito a cenar?

La mujer hizo una seña a la camarera y pidió algo de comer.

—¿Usted quiere algo? —le preguntó la camarera a Sachs.

—¿Tienen té de hierbas?

—Sí, el Lipton es de hierbas, sí.

—Póngame uno.

—¿Algo de comer?

—No, gracias.

Gerte miró la esbelta figura de la detective y soltó una risa amarga. Luego preguntó:

—Entonces, ese tío que se ha matado… ¿tenía familia?

—Sí.

—Vaya. ¿Y cómo se llamaba?

Sachs dedujo de su pregunta que no iba a sacar nada en claro de aquella conversación. Efectivamente, Gerte le sirvió de tan poco como Sonja. Lo único que recordaba era haber visto a Creeley en el bar una vez al mes, más o menos, en los últimos tres meses. Ella también tenía la impresión de que se codeaba con los policías del cuartito del fondo, pero no estaba del todo segura.

—Ya se sabe, en el bar hay mucho lío.

Eso depende de lo que se entienda por «lío», pensó Sachs.

—¿Conoce personalmente a alguno de los policías que paran por allí?

—¿A los de la comisaría? Sí, a algunos.

Después de que les sirvieran la bebida, Gerte recitó una serie de nombres de pila, acompañados de someras descripciones. No sabía el apellido de nadie.

—Casi todos los que van por allí son buena gente. Claro que algunos son unos mierdas. Pero eso pasa en todas partes, ¿no? Respecto a ése… —Señaló con la cabeza la fotografía de Creeley—. Recuerdo que no se reía mucho. Siempre estaba mirando alrededor, hacia atrás, por las ventanas del bar… Como si estuviera nervioso. —Se puso crema y sacarina en el café.

—Sonja me dijo que la última vez que estuvo allí discutió con alguien. ¿Recuerda si mantuvo otras discusiones en el bar?

—No —contestó mientras se bebía ruidosamente el café—. Por lo menos no en mi presencia.

—¿Le vio manejar drogas alguna vez?

—Qué va.

Aquello era inútil, se dijo Sachs. Parecía un callejón sin salida.

La camarera dio una profunda calada a su cigarrillo y lanzó el humo hacia el techo. Miró a Sachs entornando los ojos y una absurda sonrisa se dibujó en sus labios pintados de rojo.

—¿Y por qué le interesa tanto ese tío?

—Simple rutina.

Gerte le lanzó una mirada sagaz y añadió:

—Dos tíos van al Saint James y poco después aparecen muertos. Y es simple rutina, ¿no?

—¿Dos?

—¿No lo sabía?

—No.

—Ya me lo imaginaba. Si no, me lo habría dicho desde el principio.

—Cuéntemelo.

Gerte se quedó callada y miró para otro lado. Sachs se preguntó si estaba asustada. Pero sólo estaba mirando la hamburguesa con patatas fritas que la camarera depositó un momento después sobre la mesa.

—Gracias, cielo —farfulló. Luego volvió a mirar a Sachs—. Sarkowski. Frank Sarkowski.

—¿Qué pasó?

—Le mataron en un atraco, tengo entendido.

—¿Cuándo?

—A principios de noviembre o algo así.

—¿Con quién se veía en el Saint James?

—Lo único que sé es que estaba con los del cuarto de atrás.

Sachs señaló la fotografía de Creeley.

—¿Se conocían?

Gerte se encogió de hombros y clavó la mirada en su hamburguesa. Apartó el pan, añadió un poco de mayonesa y se esforzó por abrir la tapa del ketchup. Al final, se la abrió Sachs.

—¿Quién era? —preguntó la policía.

—Un empresario. Tenía pinta de vivir fuera de Manhattan, aunque tengo entendido que sí vivía aquí y que tenía bastante dinero. Los vaqueros que llevaba eran de Gucci. Pero yo sólo hablaba con él para preguntarle qué quería.

—¿Cómo se enteró de su muerte?

—Se lo oí decir a alguien. Estaban hablando.

—¿Los agentes de la comisaría?

Gerte hizo un gesto afirmativo.

—¿Tiene usted noticia de alguna otra muerte?

—No.

—¿De algún otro delito? ¿Estafas, atracos, sobornos?

Negó con la cabeza mientras cubría la hamburguesa de ketchup y formaba con él un charquito para mojar las patatas fritas.

—No, nada. Eso es lo único que sé.

—Gracias. —Sachs puso diez dólares sobre la mesa para pagar la cena.

Gerte miró el dinero.

—Aquí tienen unos postres muy ricos. Sobre todo, la tarta. Si alguna vez come aquí, pídala.

La detective añadió otro billete de cinco dólares.

Gerte levantó la vista y le lanzó una sonrisa cargada de astucia.

—Se estará preguntando por qué le cuento todo esto, ¿a que sí?

Sachs asintió con una sonrisa. Eso era justamente lo que se estaba preguntando.

—Usted no lo entendería. Esos tíos del cuarto de atrás, los policías… Su manera de mirarnos a Sonja y a mí, las cosas que dicen, y las que se callan… Cómo se burlan de nosotras cuando creen que no estamos escuchando… —Esbozó una sonrisa amarga—. Sí, vale, yo me gano la vida sirviendo copas. Es lo único que sé hacer. Pero eso no les da derecho a reírse de mí. Todo el mundo tiene su dignidad, ¿no le parece?

*****

Joanne Harper, la chica con la que soñaba Vincent, no había regresado aún.

Estaban los dos en el Troncomóvil, aparcado en el lado este de la calle Spring, frente al taller a oscuras en el que Duncan se disponía a matar a su tercera víctima y Vincent a tener su primer tú a tú en muchísimo tiempo.

El todoterreno no era nada del otro mundo, pero con él no corrían ningún peligro. El Relojero lo había robado de un lugar donde, según decía, tardarían en echarlo de menos. Llevaba, además, matrículas de Nueva York, robadas a otro Explorer del mismo color, para salir del paso si daba la casualidad de que les veía la policía y comprobaba el número de matrícula (rara vez comprobaban el número de chasis, sólo el de la matrícula, le había explicado el Relojero).

Era muy ingenioso, Vincent tenía que reconocerlo, aunque le había preguntado a Duncan qué harían si algún agente de policía comprobaba el número de chasis. No coincidiría con la matrícula y el agente se daría cuenta de que el Explorer era robado.

—Pues mataría al policía —había contestado Duncan como si la respuesta fuera obvia.

Y seguiría circulando.

El asesino miró su reloj de bolsillo, volvió a guardarlo y cerró la cremallera del bolsillo. Abrió el bolso en el que llevaba el reloj grande y otras herramientas, todo en perfecto orden. Dio cuerda al reloj, ajustó la hora y cerró la cremallera del bolso. Vincent siguió oyendo el tictac.

Se pusieron los auriculares de sus respectivos teléfonos móviles y el violador colocó un escáner de localización de frecuencias de radio utilizadas por la policía en el asiento, a su lado (idea de Duncan, claro). Lo encendió y comenzó a oír un guirigay de conversaciones: accidentes de tráfico, cierres de calles por un evento que iba a tener lugar el jueves, un robo con tirón, un posible infarto en Broadway…

La vida en la gran urbe.

Duncan revisó minuciosamente sus bolsillos para asegurarse de que estaban bien cerrados. Se pasó por el cuerpo un rodillo de los que se usaban para quitar pelos de perro, a fin de no dejar ninguna prueba material, y le recordó a Vincent que hiciera lo mismo antes de entrar para tener su tú a tú con Joanne.

Meticuloso…

—¿Listo?

Vincent asintió con un gesto. Duncan salió del Troncomóvil, miró a ambos lados de la calle y se acercó a la puerta de servicio. Diez segundos después había abierto la cerradura. Era increíble. El violador sonrió, maravillado por la habilidad de su amigo. Luego se comió dos chocolatinas, mordiéndolas con ferocidad.

Un momento después vibró su móvil.

—Estoy dentro —dijo Duncan—. ¿Qué aspecto tiene la calle?

—Pasan algunos coches de vez en cuando, pero no hay nadie en las aceras. Está todo despejado.

Oyó unos chasquidos metálicos. Luego su compañero susurró:

—Te llamaré cuando esté lista.

Diez minutos más tarde Vincent vio que una persona cubierta con abrigo oscuro caminaba en dirección al taller. Su porte y su manera de moverse sugerían que era una mujer. Sí, era Joanne, su florista.

Un arrebato de ansia se apoderó de él.

Agachó la cabeza para que la chica no le viera y marcó el número abreviado del teléfono de su compañero.

Oyó el chasquido del móvil de Duncan. No un «hola», ni un «¿sí?».

Levantó un poco la cabeza y la vio acercarse a la puerta.

—Es ella —dijo dirigiéndose al teléfono—. Está sola. Dentro de un minuto estará dentro.

El asesino no dijo nada. Vincent oyó el chasquido del teléfono cuando cortó la comunicación.

*****

Sí, era un chico estupendo.

Joanne Harper y Kevin habían tomado tres cafés en el Kosmo, una cafetería del Soho que, pese a ser aburrida y funcional, ese día se había convertido en un lugar entrañable. Ahora, mientras caminaba hacia la puerta trasera del taller, lamentaba no haber podido quedarse media hora más. Kevin quería que se quedara (tenían aún muchos chistes que contarse, muchas anécdotas que compartir), pero su trabajo la reclamaba. No tenía que entregar el encargo hasta la noche siguiente, pero se trataba de un cliente importante y quería asegurarse de que todo estuviera perfecto. Con todo el dolor de su alma le había dicho a Kevin que tenía que volver.

Miró a uno y otro lado de la calle, inquieta todavía por el recuerdo del hombre de la parka y las ridículas gafas de aviador. Pero la calle estaba desierta. Entró en el taller, cerró la puerta de golpe y dio dos vueltas a la llave.

Mientras colgaba su abrigo respiró hondo, como hacía siempre que entraba en el local. Le gustaba disfrutar del sinfín de olores que flotaban en el aire: olor a jazmín, a rosa, a lilas, a lirios y a gardenias, a fertilizante, a arcilla y a mantillo. Era embriagador.

Encendió la luz y echó a andar hacia los centros florales en los que había estado trabajando esa tarde. Luego se quedó paralizada y lanzó un grito.

Había tropezado con algo, y ese algo se había escabullido. Dio un salto hacia atrás y pensó: una rata.

Pero al mirar hacia abajo se echó a reír. Lo que había golpeado con el pie era un gran carrete de alambre de florista que había en medio del pasillo. ¿Cómo había ido a parar allí? Joanne tenía todos los carretes colgados de alcayatas, en la pared, allí cerca. Entornó los ojos y vio en la penumbra que el carrete se había soltado de su alcayata y había rodado por el suelo. Qué raro.

Será el fantasma de alguna florista, se dijo, y un momento después se arrepintió de haberlo pensado. El local ya resultaba bastante inquietante de por sí, y enseguida se acordó del gordo de las gafas de sol. No te asustes.

Al recoger el carrete, vio por qué se había caído: la alcayata se había desprendido de la madera. Sólo es eso. Pero entonces se fijó en otra cosa curiosa. El carrete estaba nuevo; todavía no lo había utilizado, pensó. Pero eso no podía ser, porque faltaba un poco.

Se rió. Nada como el amor para hacerte perder la memoria.

Luego se detuvo y ladeó la cabeza. Oía un sonido que no le resultaba familiar.

¿Qué era?

Qué cosa tan extraña. ¿Sería una gotera?

No, era un sonido mecánico. Metálico.

Qué raro. Parecía un reloj. ¿De dónde procedía aquel sonido? En la parte de atrás del taller había un reloj grande de pared, pero era eléctrico y silencioso. Joanne miró a su alrededor. El ruido, pensó, venía de un cuartito de trabajo sin ventanas, más allá de la cámara frigorífica. Iría a ver qué era.

Se agachó para devolver la alcayata a su sitio.