—¿Cuántos? —preguntó Rhyme, sacudiendo la cabeza mientras repetía lo que acababa de contarle Sellitto—. ¿Tiene pensado matar a diez personas?
—Por lo visto, sí.
Flanqueando a Rhyme, en el laboratorio, Kathryn Dance y Sellitto le mostraron el retrato robot del Relojero que el detective había hecho en la tienda de Hallerstein. Se había servido para ello del EFIT, el programa electrónico de identificación facial, la versión informática del antiguo Identikit, que reconstruía las facciones de un sospechoso a partir de la descripción de los testigos oculares. Era el retrato de un hombre blanco de entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años, con cara redonda y papada, nariz gruesa y ojos de un azul extremadamente claro. Según Hallerstein, el asesino medía algo más de un metro ochenta y dos, era delgado y tenía el cabello negro y media melena. No llevaba joyas. El dueño de la tienda de relojes recordaba, además, que vestía ropas oscuras, aunque no pudiera decir con exactitud qué prendas llevaba.
Dance relató lo que les había contado el comerciante: un mes atrás, un hombre había llamado a la tienda preguntando por un tipo concreto de relojes; no se había interesado por ninguna marca en particular, pero había pedido expresamente que fueran compactos, que mostraran las fases de la luna y que su tictac se escuchara con claridad.
—Eso era lo más importante —dijo Dance—. La luna y el tictac.
Probablemente para que las víctimas oyeran su sonido al morir.
Hallerstein encargó diez relojes a su proveedor. Cuando llegaron, el individuo se presentó en la tienda y pagó en metálico. No dijo su nombre, de dónde era ni para qué quería los relojes, pero sabía mucho de relojería. Hallerstein y él hablaron de piezas de colección, de quién había comprado recientemente ciertas piezas famosas en pública subasta y de las exposiciones de relojes antiguos que podían visitarse en la ciudad.
El Relojero no permitió que Hallerstein le ayudara a llevar los relojes al coche. Los llevó él mismo, haciendo varios viajes.
En cuanto a las posibles pruebas que pudieran quedar en la tienda, había muy pocas. Los clientes de Hallerstein no solían pagar en metálico, de modo que los novecientos dólares y pico con que le había pagado el Relojero seguían aún en la caja. Pero el comerciante le había dicho a Sellitto:
—No les servirán de mucho, si van a buscar huellas. Ese tipo llevaba guantes.
Aun así, Cooper examinó el dinero y, en efecto, sólo encontró las huellas de Hallerstein, que Sellito había tomado para su cotejo. Sobre los números de serie no pesaba ninguna alerta institucional, y al cepillar los billetes en busca de rastros materiales no encontraron más que polvo sin rasgos distintivos.
Intentaron averiguar la fecha exacta en que el Relojero se puso en contacto con Hallerstein y, al revisar los registros telefónicos, dieron con las llamadas que parecían más probables. Pero resultó que se habían hecho desde teléfonos públicos situados en el centro de Manhattan.
En la tienda de Hallerstein no encontraron nada más que pudiera serles de ayuda.
Recibieron una llamada de la Brigada Antivicio para informarles de que no había habido suerte: no habían encontrado a ninguna prostituta que se llamara Tiffanee, ni con e ni con i griega, en la zona de Wall Street. El detective que llamó dijo que seguirían en ello, pero que a raíz del asesinato en el callejón la mayoría de las chicas se habían esfumado de aquel barrio.
*****
Rhyme fijó su mirada en una de las anotaciones de la pizarra.
«Tierra con proteínas de pescado».
«Arrastrado desde el vehículo al callejón».
Miró luego otra vez las fotografías del lugar del crimen.
—¡Thom!
—¿Qué? —respondió su ayudante desde la cocina.
—Te necesito.
El joven apareció al instante.
—¿Qué pasa?
—Túmbate en el suelo.
—¿Que haga qué?
—Túmbate en el suelo. Y tú, Mel, arrástralo hasta esa mesa.
—Creía que pasaba algo —dijo Thom.
—Y pasa. Necesito que te tumbes en el suelo ahora mismo.
El ayudante le miró con aire de irónica incredulidad.
—Será una broma.
—¡Vamos! Date prisa.
—En este suelo, no.
—Te digo que vengas a trabajar con vaqueros, eres tú el que se empeña en ponerse carísimos pantalones de vestir. Ponte también esa chaqueta, la del perchero. Vamos, deprisa, túmbate de espaldas.
Un suspiro.
—Ésta me la vas a pagar. —Thom se puso la chaqueta y se tendió en el suelo.
—Espera. ¡Quitad al perro de ahí! —gritó Rhyme.
Jackson, el habanero, había salido de un salto de su caja con intención, al parecer, de retozar un rato. Cooper lo cogió y se lo pasó a Dance.
—¿Podemos acabar de una vez? No, súbete la cremallera. Se supone que es invierno.
—Es invierno —contestó Cooper—. Pero no aquí dentro.
Thom se subió la cremallera de la chaqueta hasta el cuello y se tumbó boca arriba.
—Mel, ponte un poco de polvo de aluminio en los dedos y arrástrale por la habitación.
El técnico ni siquiera se molestó en preguntar para qué iba a servir todo aquello. Hundió los dedos en el polvo gris oscuro que se usaba para descubrir huellas dactilares y se acercó a Thom.
—¿Cómo le arrastro?
—Eso es lo que quiero averiguar —contestó Rhyme entornando los ojos—. ¿Qué es lo más práctico? —Le dijo a Cooper que agarrara el bajo de la chaqueta, tirara de él por encima de la cara de Thom y le arrastrara así, con la cabeza por delante.
El enjuto técnico forense se quitó las gafas y agarró la chaqueta.
—Perdona —se disculpó con Thom.
—Sé que sólo estás cumpliendo órdenes.
Cooper hizo lo que le dijo Rhyme. Aunque respiraba agitadamente por el esfuerzo, arrastró al joven por el suelo con facilidad. Sellitto observaba impasible la escena y Kathryn Dance intentaba disimular una sonrisa.
—Ya es suficiente. Quítate la chaqueta y que alguien la sostenga abierta para que yo la vea.
Thom se sentó y se quitó la prenda.
—¿Ya puedo levantarme?
—Sí, sí, sí. —Rhyme miraba fijamente la chaqueta. Su ayudante se puso en pie y se sacudió el polvo.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Sellitto.
El criminalista hizo una mueca.
—Maldita sea, el novato dio en el clavo sin darse cuenta.
—¿Quién? ¿Pulaski?
—Sí. Supuso que los rastros de pescado eran del Relojero. Y yo di por sentado que eran de la víctima. Pero mirad la chaqueta.
Los dedos de Cooper habían dejado rastros de polvo de aluminio dentro de la prenda, exactamente en los mismos lugares donde se había hallado la tierra en la chaqueta de Theodore Adams. Era el Relojero quien había dejado aquel rastro en la víctima al arrastrarla por el callejón.
—Idiota —dijo Rhyme. Los descuidos le enfurecían; sobre todo, los suyos—. Ahora, el siguiente paso. Quiero saber todo lo que haya que saber sobre las proteínas de pescado.
Cooper volvió a ocupar su puesto delante del ordenador. Rhyme notó entonces que Kathryn Dance echaba un vistazo a su reloj.
—¿Ha perdido su avión? —preguntó.
—Aún dispongo de una hora. Pero, con el tráfico navideño y las medidas de seguridad, no sé si llegaré.
—Lo siento —dijo el desaliñado detective Sellitto.
—Ha valido la pena, si he ayudado.
Sellitto se sacó el móvil del cinturón.
—Voy a pedir que manden un coche patrulla. Puedes estar en el aeropuerto dentro de media hora. Con luces y sirenas.
—Eso sería estupendo. Puede que así sí llegue. —Dance se puso su abrigo y se dirigió hacia la puerta.
—Espere. Quiero proponerle algo.
Sellitto y Dance se volvieron hacia él.
Rhyme miró a la agente californiana.
—¿Qué le parecería pasar una noche con todos los gastos pagados en la hermosa ciudad de Nueva York?
Ella levantó una ceja.
El criminalista añadió:
—Me preguntaba si podría quedarse un día más.
Sellitto se echó a reír.
—No puedo creerlo, Linc. Siempre te estás quejando de que los testigos no sirven para nada. ¿Es que has cambiado de idea?
Rhyme torció el gesto.
—No, Lon. De lo que me quejo es de cómo maneja la mayoría de la gente a los testigos: visceralmente, por puro instinto y con toda esa monserga de tres al cuarto. Es absurdo. Kathryn, en cambio, lo hace bien: aplica una metodología basada en respuestas a estímulos observables y reproducibles y extrae conclusiones que pueden verificarse. No es tan eficaz como una huella dactilar o el uso de un reactivo en un análisis toxicológico, pero lo que hace es… —Buscó la palabra adecuada—. Útil.
Thom se echó a reír.
—Ése es el mejor cumplido que puede esperarse de él: «útil».
—No hace falta que la pongas en antecedentes, Thom —le espetó Rhyme. Luego se volvió hacia Dance—. ¿Y bien? ¿Qué le parece?
La agente lanzó una ojeada a la pizarra y Rhyme advirtió que no se fijaba en las esquemáticas anotaciones acerca de las pistas, sino en las fotografías. Especialmente, en las del cadáver de Theodore Adams, cuyos ojos congelados miraban hacia arriba.
—Me quedo —dijo Dance.
*****
Vincent Reynolds subió sin prisa la escalinata del Museo Metropolitano en la Quinta Avenida. Aun así, cuando llegó arriba le faltaba la respiración. Tenía las manos y los brazos muy fuertes (lo cual le resultaba muy útil cuando tenía un tú a tú con una dama), pero apenas hacía ejercicio aeróbico.
Joanne, su florista, volvió a colarse en sus pensamientos. Sí, la había seguido, y hasta había estado a punto de violarla. Pero en el último momento Vincent el Listo (otra de sus personalidades, la que con menor frecuencia se manifestaba) había tomado el mando. Pese a que la tentación era fuerte, no podía defraudar a su amigo. No creía, además, que conviniera hacer enfadar a un hombre cuyo consejo para resolver conflictos era rajar los ojos a tu oponente. Así que se había limitado a vigilar a la florista y, tras ingerir un almuerzo gigantesco, había tomado el metro para ir hasta allí.
Pagó la entrada del museo y, al entrar, se fijó en una familia. La mujer se parecía a su hermana. La semana anterior, Vincent le había escrito pidiéndole que fuera a pasar la Navidad a Nueva York, pero aún no había recibido respuesta. Le gustaría enseñarle la ciudad. Su hermana no podía ir en ese momento, claro, estando Duncan y él tan atareados. Pero de todos modos esperaba que fuera pronto a visitarle. Estaba convencido de que, si la veía más a menudo, su vida cambiaría. Tendría más estabilidad y se sentiría menos ansioso, creía él. No necesitaría mantener un tú a tú tan a menudo.
Estaría bien cambiar un poco, doctor Jenkins.
¿No está de acuerdo?
Quizá su hermana pudiera ir por Nochevieja. Irían juntos a Times Square, a ver caer la bola.
Entró en el museo propiamente dicho. No había duda de dónde encontraría a Gerald Duncan. Estaría en la parte de las grandes exposiciones temporales: los tesoros del Nilo, por ejemplo, o las joyas del Imperio británico. La exposición que había ahora se titulaba «La horología en la Antigüedad».
La horología, le había explicado Duncan, era el estudio del tiempo y sus mecanismos de medición.
El asesino había visitado varias veces la exposición durante los días anteriores. Sus vitrinas le atraían como las tiendas de pornografía atraían a Vincent. Casi siempre distante y desapasionado, Duncan se animaba al contemplarlas. Y a él le hacía feliz ver a su amigo disfrutar de algo.
Estaba mirando unos artefactos de cerámica llamados «relojes de incienso» cuando Vincent se acercó a él con sigilo.
—¿Has averiguado algo? —preguntó Duncan sin volver la cabeza. Había visto reflejado a su compañero en el cristal de la vitrina. Él era así: siempre alerta, siempre pendiente de lo que convenía ver.
—Estuvo sola en el taller todo el tiempo que estuve allí. No entró nadie. Luego se fue a la tienda de Broadway, se encontró con ese repartidor y se fueron. Llamé preguntando por ella…
—¿Desde dónde?
—Desde una cabina, claro.
Meticuloso.
—Y el dependiente me dijo que había salido a tomar un café y que tardaría como una hora en volver, pero que no estaría en la tienda. O sea, que iría al taller, imagino.
—Muy bien. —Duncan hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Y tú, qué has averiguado?
—El muelle estaba acordonado, pero no había nadie por allí. Vi lanchas de la policía en el río, así que todavía no han encontrado el cadáver. Al callejón no pude acercarme mucho, pero parece que se están tomando el caso muy en serio. Había montones de policías. Los que parecían estar al mando eran dos. Uno de ellos una mujer muy guapa.
—¿Una mujer? ¿En serio? —Vincent el Hambriento comenzó a animarse. Nunca se le había ocurrido mantener un tú a tú con una policía. De pronto, sin embargo, le apetecía.
Mucho.
—Es joven, de unos treinta años. Pelirroja. ¿Te gustan las pelirrojas?
Aún se acordaba del cabello rojo de Sally Anne, de cómo se esparcía por la manta vieja y apestosa mientras él estaba encima de ella.
El hambre se apoderó de él. La boca se le llenó de saliva. Hurgó en su bolsillo, sacó una chocolatina y se la comió a toda prisa. Se preguntaba adónde quería ir a parar Duncan con aquel comentario sobre las pelirrojas y la agente de policía, pero el asesino guardó silencio y se acercó a otra vitrina que contenía antiguos relojes de péndulo.
—¿Sabes qué hay que agradecerle a la medición exacta del tiempo?
El profesor delante de su atril, pensó Vincent el Listo, que había ocupado momentáneamente el lugar de Vincent el Gordo ahora que éste se había comido su chocolatina.
—No.
—Los trenes.
—¿Y eso?
—Cuando la vida de la gente se circunscribía a un solo pueblo, sus vecinos podían empezar el día cuando querían. Las seis de la mañana en Londres podían ser las seis y dieciocho en Oxford. ¿Qué más daba? Y si uno tenía que ir a Oxford, iba a caballo, e importaba muy poco que no coincidiese la hora en uno y otro sitio. Tratándose del ferrocarril, en cambio, si un tren no sale a su hora y el siguiente entra en la estación a toda velocidad, el resultado puede ser muy desagradable.
—Es lógico.
Duncan se apartó de la vitrina. Vincent confiaba en que se marcharan enseguida a recoger a Joanne. Pero el asesino cruzó la sala y se acercó a una gran vitrina de cristal grueso protegida por un cordón de terciopelo. Junto a ella había apostado un fornido guardia de seguridad.
Observó atentamente el artilugio que contenía la vitrina: una caja de oro y plata de sesenta por sesenta y unos veinte centímetros de fondo. En la parte frontal había una docena de cuadrantes con esferas y dibujos que parecían representar planetas, estrellas y cometas, junto con cifras y extrañas letras y símbolos que recordaban a los de la astrología. La caja, también labrada, estaba cubierta de piedras preciosas.
—¿Qué es? —preguntó Vincent.
—El Mecanismo Délfico —explicó Duncan—. Procede de Grecia y tiene más de mil quinientos años de antigüedad. Está de gira por el mundo.
—¿Para qué sirve?
—Para muchas cosas. ¿Ves esos cuadrantes de ahí? Sirven para calcular el movimiento del Sol, de la Luna y de los planetas. —Miró a Vincent—. Muestra el movimiento de la Tierra y de los planetas alrededor del Sol, lo cual era revolucionario, y también herético, en esa época, mil años antes de que se formulara el modelo copernicano del sistema solar. Es asombroso.
Vincent recordaba vagamente lo que había aprendido sobre Copérnico en las clases de ciencias del instituto. Aunque de lo que más se acordaba era de Rita Johansson, una chica de su clase. Su recuerdo más dulce era el de aquella morenita regordeta, una tarde de otoño, a última hora, tumbada boca abajo en un descampado cerca del instituto, con un saco de arpillera tapándole la cabeza, y diciéndole con voz amable: «No, por favor, no».
—Y mira ese cuadrante —dijo Duncan, interrumpiendo aquel recuerdo tan dulce.
—¿El de plata?
—Es de platino. De platino puro.
—Eso vale más que el oro, ¿no?
Duncan no respondió.
—Muestra el calendario lunar. Pero un calendario lunar muy especial. El calendario gregoriano, el que usamos nosotros, tiene trescientos sesenta y cinco días y está compuesto por meses irregulares. El calendario lunar es más coherente que el gregoriano: todos los meses tienen la misma duración. Pero no se corresponden con el Sol, lo que significa que el mes lunar que empieza, pongamos por caso, el cinco de abril de este año caerá en un día distinto el año que viene. El Mecanismo Délfico, en cambio, presenta un calendario lunisolar, que combina los dos. Yo detesto el gregoriano y el lunar puro. —Hablaba con vehemencia—. Son una chapuza.
¿Los detesta?, pensó Vincent.
—El lunisolar, en cambio, es elegante, armonioso. Bello. —Señaló con la cabeza el frontal del Mecanismo Délfico—. Mucha gente duda de que sea auténtico porque nuestros científicos no pueden reproducir sus cálculos sin recurrir a un ordenador. Les parece imposible que se construyera una calculadora tan sofisticada hace tanto tiempo. Pero yo estoy convencido de que así fue.
—¿Es muy valioso?
—Su valor es incalculable. —Pasado un momento, añadió—: Corren montones de rumores sobre él. Se dice que albergaba la respuesta a los secretos de la vida y el universo.
—¿Y tú te lo crees?
Duncan seguía contemplando el suave brillo del metal.
—En cierto modo, sí. ¿Posee algún poder sobrenatural? Desde luego que no. Pero su función es de gran importancia: unifica el tiempo. Nos ayuda a comprender que es un río infinito. El Mecanismo no hacía distingos entre segundos y milenios. Y de algún modo era capaz de medir todos esos intervalos con un cien por cien de precisión. —Señaló la caja—. Las gentes de la Antigüedad concebían el tiempo como una entidad autónoma, como una especie de deidad con poderes propios. Podría decirse que el Mecanismo ejemplifica esa concepción del tiempo. En mi opinión, nos iría a todos mucho mejor si consideráramos el tiempo de esa manera: si pensáramos que un solo segundo puede ser tan destructivo como una bala, un cuchillo o una bomba. Que puede repercutir en acontecimientos de dentro de mil años. Que puede cambiarlo todo por completo.
El orden universal de las cosas…
—Vaya, qué interesante.
El tono de Vincent dejaba entrever que no compartía el entusiasmo de Duncan. Pero al asesino no pareció importarle. Consultó su reloj de bolsillo y soltó una de sus raras risas.
—Ya te he fastidiado bastante con mis bobadas. Ahora, vamos a hacerle una visita a nuestra florista.
*****
La vida del agente de la policía Ron Pulaski la componían su mujer y sus hijos, sus padres y su hermano gemelo, su casa de tres habitaciones en Queens y una serie de pequeños placeres cotidianos: comer al aire libre con sus amigos y las esposas de éstos (preparaba él mismo la salsa barbacoa y el aliño de las ensaladas), salir a correr, arañar un poco de dinero para pagar a una canguro y poder escaparse al cine con su mujer, y cuidar del jardín, tan pequeño que su hermano lo llamaba «el felpudo de césped».
Cosas sencillas. Así pues, entrevistar a Jordan Kessler, el socio de Benjamin Creeley, le ponía bastante nervioso. Al arrojar una moneda al aire en el Camaro de Sachs le había tocado en suerte interrogar al empresario y no a la camarera, y había llamado para pedir cita con él. Kessler tenía que regresar ese mismo día de un viaje de negocios. Su avión privado (que era suyo de verdad, no alquilado) acababa de aterrizar y su chófer iba a llevarle a la ciudad.
Ahora, Pulaski lamentaba no haber escogido a la camarera. Los ricos le ponían nervioso.
Kessler se encontraba en las oficinas de un cliente en la parte baja de Manhattan y había querido posponer la cita. Pero Sachs le había dicho que insistiera, y él había insistido. Finalmente Kessler accedió a reunirse con él en el Starbucks que había en los bajos del edificio de su cliente.
El novato entró en el vestíbulo de Penn Energy Transfer. Era un sitio impresionante: levantado en cromo y cristal, estaba repleto de esculturas de mármol. De la pared colgaban enormes fotografías de los gasoductos de la empresa, con las tuberías pintadas en distintos colores. Para ser accesorios industriales, eran bastante vistosas. A Pulaski le gustaron mucho las fotografías.
Al entrar en el Starbucks, un hombre le miró con los ojos entornados y le indicó que se acercara. El policía pidió un café (el empresario ya tenía uno) y se estrecharon las manos. Kessler, un hombre fornido, se peinaba el escaso pelo que le quedaba encima de la lustrosa coronilla. Vestía una camisa azul oscura tan almidonada que su tersura semejaba la de la madera de balsa. El cuello y los puños eran blancos, y los gemelos, en forma de nudo, eran de oro macizo.
—Gracias por venir hasta aquí a verme —dijo Kessler—. No sé qué impresión se llevaría mi cliente si un policía preguntara por mí en la planta de dirección.
—¿En qué trabaja para ellos?
—¡Ah, la vida del contable! Nunca descansa. —Kessler bebió un sorbo de su café, cruzó las piernas y dijo en voz baja—: Es terrible, lo de la muerte de Ben. Terrible. Cuando me enteré, no daba crédito. ¿Qué tal se lo están tomando su mujer y su hijo? —Sacudió la cabeza y él mismo respondió a su pregunta—. ¿Cómo van a tomárselo? Seguro que están destrozados. En fin, ¿qué puedo hacer por usted, agente?
—Como ya le expliqué, estamos llevando a cabo una investigación de rutina sobre la muerte del señor Creeley.
—Por supuesto. Si puedo hacer algo por ayudarles…
No parecía inquietarle estar conversando con un agente de policía, y su forma de dirigirse a un hombre que ganaba mil veces menos que él no evidenciaba condescendencia alguna.
—¿Era el señor Creeley adicto a algún tipo de fármaco?
—¿De fármaco? No, que yo sepa. Sé que alguna vez tomaba analgésicos para el dolor de espalda. Pero de eso hace ya bastante tiempo. Y creo que nunca le vi… ¿Cómo diría yo? Nunca le vi en estado de embriaguez. Pero la verdad es que no alternábamos mucho. Teníamos personalidades muy distintas. Dirigíamos juntos el negocio y nos conocíamos desde hacía seis años, pero nuestras respectivas vidas privadas eran eso, privadas. Cenábamos juntos una o dos veces al año, quizá, sin contar las cenas de trabajo, claro.
Pulaski reorientó la conversación.
—¿Y en cuanto a drogas ilegales?
—¿Ben? Nada de eso. —Kessler se echó a reír.
El joven policía repasó sus preguntas. Sachs le había aconsejado que las memorizara. Mirar continuamente las notas, le había dicho, hace que uno parezca poco profesional.
—¿Le vio alguna vez con alguna persona a la que quepa describir como peligrosa? ¿Con alguien que le diera la impresión de ser un delincuente?
—No, nunca.
—Le comentó usted a la detective Sachs que el señor Creeley estaba deprimido.
—Sí, exacto.
—¿Sabe a qué se debía su depresión?
—No. Le repito que no hablábamos mucho de asuntos personales. —Su enorme gemelo resonó sobre la mesa cuando apoyó el brazo en ella. Seguramente costaba lo que Pulaski ganaba en un mes.
El agente se imaginó a su mujer diciéndole:
Relájate, cariño. Lo estás haciendo muy bien.
Su hermano añadió:
Él lleva gemelos de oro, pero tú llevas un pistolón, joder.
—Aparte de la depresión, ¿había notado en él algo fuera de lo corriente en los últimos tiempos?
—Pues sí, la verdad. Bebía más de lo normal. Y le había dado por jugar. Estuvo en Las Vegas o en Atlantic City un par de veces. Antes no hacía esas cosas.
—¿Identifica usted esto? —Pulaski le pasó una copia de las imágenes extraídas de la ceniza que Amelia Sachs había recogido en la casa de Creeley en Westchester—. Es una hoja de contabilidad financiera o un balance general —añadió.
—Eso ya lo veo —contestó el empresario con cierta petulancia, aparentemente involuntaria.
—Este documento estaba en poder del señor Creeley. ¿Le dice algo?
—No. Cuesta leer lo que pone. ¿Qué le ha pasado?
—Lo encontramos así.
No le digas que las hojas estaban quemadas, le había recomendado Sachs. Que procure no quedarme con el culo al aire, vamos, había contestado él, y un instante después se había puesto colorado al caer en la cuenta de que no debía usar semejante lenguaje con una mujer. Su hermano gemelo, en cambio, no se habría sonrojado. Compartían todos los genes, menos el de la timidez.
—Las cifras que figuran en él suman un montón de dinero.
Kessler volvió a mirar el documento.
—No tanto, sólo un par de millones.
No tanto…
—Volviendo al tema de la depresión, ¿cómo sabía usted que el señor Creeley estaba deprimido, si no le dijo nada al respecto?
—Andaba siempre cabizbajo. Se enfadaba mucho. Y parecía distraído. Saltaba a la vista que había algo que le preocupaba.
—¿Le habló alguna vez del Saint James?
—¿De qué?
—Un bar de Manhattan.
—No. Sé que de vez en cuando salía temprano del trabajo. Quedaba con unos amigos para tomar una copa, creo. Pero nunca me dijo con quién.
—¿Le investigaron alguna vez?
—¿Por qué razón?
—Por alguna actividad ilegal.
—No. Me habría enterado.
—¿Tenía el señor Creeley problemas con sus clientes?
—No. Mantenemos una relación estupenda con todos ellos. Su tasa media de rendimiento supera en tres o cuatro veces la de S y P Quinientos. ¿Quién no estaría contento?
S y P Quinientos… Pulaski no entendió a qué se refería Kessler, pero lo anotó de todos modos. Luego escribió «contentos».
—¿Podría enviarme un listado de sus clientes?
El empresario titubeó.
—Francamente, preferiría que no contactara con ellos. —Bajó un poco la cabeza y le miró a los ojos.
Pulaski le sostuvo la mirada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Me resultaría violento. No es bueno para el negocio, como le decía.
—Bueno, señor, pensándolo bien no tiene nada de embarazoso que la policía se interese por la muerte de una persona, ¿no le parece? Es nuestro trabajo.
—Supongo que sí.
—Y todos sus clientes saben lo que le ha ocurrido al señor Creeley. ¿No?
—Sí.
—Entonces no les sorprenderá que hagamos indagaciones.
—A algunos quizá no. A otros, sí.
—En todo caso, ha tomado usted medidas para controlar la situación, ¿no es así? ¿Ha contratado a una empresa de relaciones públicas o se ha reunido con sus clientes en persona, quizá, para tranquilizarlos?
Kessler vaciló de nuevo. Luego dijo:
—Pediré que le hagan un listado de nuestros clientes y que se lo envíen.
Mejor imposible, pensó el agente mientras procuraba no sonreír.
Amelia Sachs le había recomendado que reservara la gran pregunta para el final.
—¿Qué va a pasar con la parte de la compañía de la que era propietario el señor Creeley?
La pregunta daba a entender que Kessler había asesinado a su socio para quedarse con el negocio. Pero el hombre no captó la indirecta o, si la captó, no se dio por enterado.
—Voy a comprarla yo. Lo contemplan los acuerdos constitutivos de nuestra sociedad. Suzanne, su esposa, obtendrá el precio de mercado real por su parte de las acciones. Un buen pellizco.
Pulaski tomó nota. Señaló las tuberías fotografiadas que se veían a través de la puerta de cristal.
—¿Todos sus clientes son grandes compañías como ésa?
—Trabajamos sobre todo para particulares, ejecutivos y miembros de juntas directivas. —Añadió un sobrecito de azúcar a su café y lo removió—. ¿Ha tenido alguna vez un negocio, agente?
—¿Quién, yo? —Pulaski sonrió—. No. Bueno, hace años trabajé para un tío mío, en verano. Pero se hundió. Mi tío, no, claro. Su imprenta.
—Es emocionante fundar un negocio y convertirlo en algo grande. —Kessler bebió otro sorbo de café, lo removió de nuevo y se inclinó hacia él—. Está claro que sospechan ustedes que la muerte de Creeley no fue un simple suicidio.
—Nos gusta cubrirnos las espaldas. —Pulaski ignoraba qué quería decir. Sencillamente, le salió así. Volvió a repasar sus preguntas. Pero se le habían agotado—. Creo que eso es todo, señor. Le agradezco su ayuda.
Kessler apuró su café.
—Si se me ocurre algo más, le llamaré. ¿Tiene una tarjeta?
Pulaski le dio una y el empresario preguntó:
—Esa detective con la que hablé… ¿Cómo se llamaba?
—La detective Sachs.
—Exacto. Si no consigo contactar con usted, ¿debo llamarla a ella? ¿Sigue en el caso?
—Sí, señor.
Pulaski le dictó el nombre y el número de móvil de Sachs y Kessler los anotó en el dorso de la tarjeta. También le dio el número de teléfono de la casa de Rhyme.
El empresario asintió con un gesto.
—Más vale que vuelva al trabajo.
El policía le dio las gracias de nuevo, acabó su café y antes de marcharse echó un último vistazo a la enorme fotografía del gasoducto. Era estupenda. No le importaría tener una pequeñita para colgarla en su salón. Pero supuso que una empresa como Penn Energy no tendría tienda de souvenirs, como Disneylandia.