Lon Sellitto, el corpulento detective de la policía de Nueva York, se removía inquieto mientras conducía, tocándose la barriga y tirando del cuello de su camisa.
Kathryn Dance se fijaba en sus gestos mientras Sellitto, sentado al volante de un Crown Vic sin distintivos (el mismo vehículo oficial que ella usaba en California), atravesaba a gran velocidad las calles de Nueva York con las luces de la sirena puestas y el volumen apagado.
Era él quien la había llamado cuando iba en el taxi. Quería preguntarle de nuevo si podía echarles una mano con el caso del Relojero.
—Sé que tienes que coger el avión y volver a casa, pero…
Le explicó que habían descubierto el lugar de donde posiblemente procedían los relojes dejados por el Relojero en el escenario de sus crímenes y que quería que entrevistara al hombre que tal vez se los hubiera vendido al asesino. Cabía la posibilidad, aunque fuera remota, de que tuviera alguna relación con el Relojero, y querían que les diera su opinión al respecto.
Dance sólo había dudado un momento antes de aceptar. Había lamentado marcharse tan bruscamente de casa de Lincoln Rhyme, esa tarde. Odiaba dejar un caso inconcluso, aunque no fuera suyo. De modo que había dicho al taxista que diera la vuelta y regresara a casa del criminalista, donde la esperaba Sellitto.
Ahora, mientras iba en el coche del detective, le preguntó:
—Ha sido idea tuya llamarme, ¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas? —replicó Sellitto.
—No ha sido idea de Lincoln. No sabe muy bien qué pensar de mí.
El segundo de silencio del detective hablaba por sí solo.
—Hiciste muy buen trabajo con ese tal Cobb, el testigo —contestó.
Dance sonrió.
—Ya lo sé. Pero aun así Rhyme no sabe qué pensar de mí.
Otro silencio.
—Él prefiere sus pruebas.
—Todo el mundo tiene sus debilidades.
El detective se echó a reír. Pulsó el botón de la sirena y se saltaron a toda velocidad un semáforo en rojo.
La agente observaba a Sellitto mientras éste conducía: estudiaba sus manos y sus ojos, escuchaba su voz. Está verdaderamente obsesionado con atrapar al Relojero, se dijo, y no hay duda de que ahora mismo los demás casos que tiene sobre la mesa le parecen tan insustanciales como el humo. Era, como había tenido oportunidad de observar en el seminario del día anterior, un hombre tenaz y despierto, al que no le importaba invertir todo el tiempo que fuera necesario en entender un problema o aclarar una técnica de interrogatorio. Y si alguien se impacientaba con él, era problema suyo.
Posee una especie de energía nerviosa, pero muy distinta a la de Amelia Sachs, que lo pasa mal. Refunfuña por costumbre, pero en el fondo es un hombre feliz.
Dance hacía sus análisis mecánicamente. Un gesto, una mirada, una afirmación hecha al desgaire, se convertían para ella en una pieza más de ese milagroso rompecabezas que era un ser humano. Normalmente conseguía olvidarse de ello cuando quería: no le hacía ninguna gracia salir a tomar una copa de Pinot Grigio o una cerveza Anchor Steam y descubrirse analizando los gestos de sus compañeros de mesa (a los que les hacía aún menos gracia). Pero a veces sus pensamientos fluían sin más. Era un hábito del que no podía desprenderse: formaba parte de su ser.
De su adicción a la gente.
—¿Tienes hijos? —preguntó Sellitto.
—Sí, dos.
—¿Y a qué se dedica tu marido?
—Soy viuda.
Reconocer el efecto que surtían los distintos tonos de voz era parte de su labor, y pronunció aquellas palabras de un modo singular, cargado al mismo tiempo de gravedad y de despreocupación. El detective de la policía deduciría de su tono que no quería hablar de ello. Una mujer podía apretarle el brazo para demostrarle su compasión. Sellitto, en cambio, hizo lo que solían hacer los hombres: masculló una disculpa sincera, pero torpona y pasó a otra cosa. Se puso a hablar de las pruebas y las pistas del caso, si es que podía llamárselas así. Era gruñón y divertido.
Ah, Bill… ¿Sabes qué? Creo que te habría caído bien este tipo.
A ella, desde luego, le caía bien.
Sellitto le habló de la tienda de la que sospechaban procedían los relojes.
—Como te decía, no creemos que el tal Hallerstein sea el asesino. Pero eso no significa que no esté implicado. Cabe la posibilidad de que la cosa se ponga un poco fea, ya sabes.
—No voy armada —contestó Dance.
Las normas sobre el traslado de armas de una jurisdicción a otra son muy estrictas y los policías tienen prohibido, en su gran mayoría, pasar de un estado a otro portando armas. En todo caso, poco importaba: ella nunca había disparado su Glock fuera de la galería de tiro y confiaba en poder decir lo mismo cuando llegara el día de festejar su jubilación.
—Yo estaré cerca —le aseguró Sellitto.
La relojería Hallerstein estaba enclavada en medio de una calle sombría, junto a otras tiendas y almacenes de venta al por mayor. Dance observó el lugar. La fachada tenía la pintura descascarillada y estaba cubierta de suciedad, pero los relojes expuestos en el escaparate, protegido por gruesos barrotes de hierro, parecían impecables.
Al acercarse a la puerta, Dance le dijo a Sellitto:
—Si no te importa, haz tú las presentaciones y luego deja que me encargue yo. ¿Te parece bien?
A algunos policías les costaba aceptar que un agente de otra jurisdicción se hiciera cargo de la situación. Dance intuía que a Sellitto, en cambio, no le molestaría (el detective derrochaba aplomo y confianza en sí mismo), pero aun así tenía que preguntárselo.
—Todo tuyo, ¿sabes? Para eso te hemos llamado.
—Voy a decir cosas que te van a sonar un poco raras. Pero forma parte del plan. Si creo que es el asesino, me inclinaré hacia delante y entrecruzaré los dedos. —Un gesto que la haría parecer más vulnerable y que, al tranquilizar inconscientemente al asesino, reduciría las posibilidades de que echara mano de un arma—. Si creo que es inocente, me descolgaré el bolso del hombro y lo pondré encima del mostrador.
—Entendido.
—¿Listo?
—Tú primera.
Dance pulsó un botón y el portero automático les franqueó la entrada de la tienda. Era un local de reducidas dimensiones, lleno de relojes de todas clases: altos relojes de pared, relojes de sobremesa más pequeños pero de estética parecida, relojes encastrados en estatuillas, relojes modernos y aerodinámicos, y un centenar de modelos más, así como cincuenta o sesenta relojes de pulsera de aspecto impecable.
Llegaron al fondo de la tienda. Un hombre calvo y grueso de unos sesenta años los observaba con cautela desde detrás del mostrador. Ante él reposaba el mecanismo desmontado de un reloj que estaba arreglando.
—Buenas tardes —dijo Sellitto.
El hombre asintió con la cabeza.
—Hola.
—Soy el detective Sellitto, del Departamento de Policía, y ésta es la agente Dance. —Le mostró sus credenciales—. ¿Es usted Victor Hallerstein?
—Sí, soy yo. —Se quitó las gafas, provistas de una lupa sujeta a un lado de la montura por un pequeño pie, y miró con atención la insignia del detective. Sonrió con la boca, aunque no con los ojos, y les estrechó la mano.
—¿Es usted el dueño? —preguntó Dance.
—El dueño, sí. El jefe de cocina y el friegaplatos. Hace diez años que tengo la tienda. En el mismo sitio. Once, casi.
Información innecesaria. A menudo, señal de engaño. Pero quizá se debiera únicamente a que le había puesto nervioso la visita inesperada de dos policías. Una de las reglas de oro de la cinestesia es que un gesto o una conducta significan muy poco por sí solos. Para hacer una valoración adecuada, no basta una reacción aislada; son necesarios «cúmulos» de respuestas: así, por ejemplo, junto al gesto de cruzar los brazos han de analizarse la mirada del sujeto, el movimiento de sus manos, el tono de su voz y la enjundia de lo que dice, así como las palabras que emplea para ello.
Y para que pueda deducirse algo de ella, una conducta ha de repetirse cuando se den de nuevo los mismos estímulos.
El análisis cinestésico, decía Kathryn Dance en sus conferencias, no consiste en marcar un solo golazo, sino en jugar bien y con coherencia durante todo el partido.
—¿En qué puedo servirles? Conque de la policía, ¿eh? ¿Ha habido otro robo en el barrio?
Sellitto miró a Dance, pero en lugar de responder la agente soltó una risa y miró a su alrededor.
—En mi vida había visto tantos relojes juntos.
—Hace mucho tiempo que los vendo.
—¿Están todos en venta?
—Hágame una oferta que no pueda rechazar. —Hallerstein se rió. Luego dijo—: No, en serio, algunos no los vendería. Pero la mayoría sí, claro. Esto es una tienda, ¿no?
—Ése de ahí es precioso.
Hallerstein miró el reloj que señalaba Dance. Era dorado, de estilo art nouveau y esfera sencilla.
—Un Seth Thomas fabricado en 1905. Elegante y fiable.
—¿Es caro?
—Trescientos dólares. Se fabricaba en cadena, sólo está chapado en oro. Pero si quiere uno caro… —Señaló un reloj de cerámica rosa, azul y morado, pintado con flores, que a Dance le pareció espantosamente chabacano—. Ése de ahí vale cinco veces más.
—Ah.
—Entiendo su reacción. Pero en el mundillo de los coleccionistas, lo que para unos es una horterada, para otros es una obra maestra. —Hallerstein sonrió. La cautela y el nerviosismo no habían desaparecido, pero parecía más relajado.
Dance arrugó el ceño.
—¿Y qué hace a mediodía? ¿Ponerse tapones en los oídos?
El relojero se rió.
—A la mayoría se le puede desconectar el carillón. Los de cuco son los que me sacan de quicio. Es un decir, claro.
La agente le hizo algunas preguntas más acerca de su negocio, fijándose en sus gestos, sus miradas y el tono de sus palabras para establecer la línea básica de su comportamiento.
Por fin preguntó con despreocupación:
—Señor Hallerstein, quisiéramos saber si ha vendido recientemente dos relojes como éste. —Le mostró la fotografía de uno de los relojes dejados en el lugar de los asesinatos. Miró fijamente al dueño de la tienda mientras éste observaba la fotografía con expresión neutra y llegó a la conclusión de que la estaba mirando demasiado, síntoma seguro de que se debatía íntimamente.
—La verdad es que no me acuerdo. Créanme que vendo un montón de relojes.
Mala memoria, un indicativo de la fase de negación en un sujeto que mentía, tal y como le había ocurrido a Ari Cobb poco antes. El comerciante estudió otra vez la fotografía como si intentara serles útil, pero desvió ligeramente el hombro hacia Dance, agachó la cabeza y su voz adquirió un tono más agudo.
—No, creo que no. Lamento no poder ayudarles.
Ella se convenció de que estaba mintiendo, no sólo por sus ademanes, sino porque al ver la fotografía había adoptado una expresión neutra que difería de su expresividad habitual. Era muy probable que hubiera reconocido el reloj. Pero ¿mentía sencillamente porque no quería meterse en líos, porque vendía relojes a alguien de quien sospechaba podía ser un criminal, o porque él mismo estaba implicado en los asesinatos?
Dance se preguntaba si debía entrelazar las manos delante de ella o poner el bolso encima del mostrador.
Al clasificar su tipo de personalidad, había caracterizado a Cobb, el testigo anterior, como un extrovertido. Hallerstein era todo lo contrario: un introvertido, un individuo que tomaba decisiones basadas en su intuición y su emotividad. Había extraído esa conclusión de su evidente pasión por los relojes y del hecho de que fuera un empresario de prosperidad sólo moderada: prefería vender los objetos que amaba a regentar una relojería de relojes corrientes a la que podría sacar beneficios muy superiores.
Para conseguir que un introvertido dijera la verdad, había que establecer un vínculo con él, hacer que se sintiera cómodo. Si le abordaba como había abordado a Cobb, Hallerstein se retraería de inmediato.
Suspiró, dejando caer los hombros.
—Era usted nuestra última esperanza. —Soltó otro suspiro y miró a Sellitto, que por suerte puso también cara de desilusión y comenzó a mover la cabeza con una mueca.
—¿Su última esperanza? —preguntó Hallerstein.
—La persona que compró estos relojes ha cometido un delito muy grave. Y estos relojes son la única pista que tenemos.
La preocupación que se pintó en el semblante del relojero parecía sincera, pero en su trabajo Kathryn Dance conocía a un sinfín de buenos actores. Devolvió las fotografías a su bolso.
—Esos relojes fueron hallados junto a las víctimas de sus asesinatos.
Los ojos de Hallerstein se paralizaron un instante. Está nervioso, nuestro tendero.
—¿Sus asesinatos?
—Exacto. Anoche fueron asesinadas dos personas. Puede que los relojes hallados junto a los cadáveres sean una especie mensaje. No estamos seguros. —Frunció el ceño—. Es un asunto bastante confuso. Si yo fuera a matar a alguien y quisiera dejar un mensaje, no lo escondería a diez metros de la víctima. Lo dejaría mucho más cerca y en lugar visible. Así que aún no estamos seguros de qué significan.
Dance observó atentamente la reacción de Hallerstein. Pero, al oír aquella afirmación errónea, el relojero respondió como lo habría hecho cualquiera que desconociera las circunstancias del caso: meneó la cabeza, impresionado por la truculencia de una muerte violenta, pero no mostró ninguna otra reacción. De haber sido el asesino, probablemente habría dado muestras de saber que la afirmación de la agente no se correspondía con los hechos, muestras que solían centrarse en torno a la gestualidad de ojos y boca. Habría pensado: Pero el asesino dejó el reloj junto al cadáver. ¿Por qué lo han cambiado de sitio? Y esa idea habría ido acompañada de gestos y movimientos corporales concretos.
Un buen mentiroso puede reducir al mínimo su expresividad ante una noticia de la que tiene constancia, de modo que su interlocutor no advierta que ya la conocía. Pero el radar de Dance estaba funcionando a plena potencia y, a su juicio, Hallerstein había pasado la prueba. Convencida de que no había estado en el lugar de los hechos ni conocía al Relojero, puso su bolso sobre el mostrador.
Lon Sellitto apartó la mano de su cadera, donde la tenía apoyada.
Pero el trabajo de Dance acababa de empezar. Habían determinado que el vendedor de relojes no era el asesino, ni conocía a éste, pero estaba claro que sabía algo más.
—Señor Hallerstein, las personas asesinadas tuvieron una muerte atroz.
—Esperen, ha salido en las noticias, ¿no? ¿No aplastaron a un hombre? ¿Y tiraron a alguien al río?
—Exacto.
—¿Y… ese reloj estaba allí?
Había estado a punto de decir «mi reloj», pero no lo había dicho.
Ahora, recoge con cuidado el sedal, se dijo Dance antes de hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—Creemos que va a volver a matar. Y, como le decía, era usted nuestra última esperanza. Tardaremos semanas en encontrar a otros minoristas que puedan haber vendido los relojes al asesino.
El rostro de Hallerstein pareció nublarse.
Es fácil reconocer una expresión consternada en el semblante de una persona, pero esa consternación puede obedecer a emociones muy diversas: compasión, dolor, tristeza, vergüenza, desengaño… Sólo la cinestesia puede revelar su verdadero origen, si el sujeto no lo hace explícito. Kathryn Dance escrutó los ojos de su interlocutor mientras éste acariciaba con los dedos el reloj que tenía delante y se tocaba con la lengua una comisura de la boca. Comprendió de pronto que Hallerstein mostraba la reacción típica de quien se debate entre huir o luchar.
Tenía miedo. Miedo de que pudiera ocurrirle algo.
Ya te tengo.
—Señor Hallerstein, si recuerda algo que pueda sernos de utilidad, le garantizamos que no le pasará nada. —Lanzó una mirada a Sellitto, que asintió con la cabeza.
—Puede estar seguro. Pondremos un agente delante de la puerta de la tienda, si es preciso.
Acongojado, Hallerstein comenzó a juguetear con su minúsculo destornillador.
Dance volvió a sacar la foto de su bolso.
—¿Podría echarle otro vistazo? A ver si recuerda algo.
Pero él no necesitó mirar la fotografía. Se encogió ligeramente, hundiendo el pecho y adelantando la cabeza. Había entrado bruscamente en la fase de aceptación.
—Lo siento. Les he mentido.
Eso se oye raras veces. Dance le había dado la oportunidad de alegar que había mirado la fotografía con demasiada precipitación, o que estaba confuso. Pero Hallerstein no se detuvo ahí. Se lanzó de cabeza: era la hora de confesar, lisa y llanamente.
—Reconocí el reloj enseguida. Pero, verán, ese hombre dijo que si se lo decía a alguien volvería y me haría daño, que destrozaría todos mis relojes, la colección entera. Yo no sabía nada de ningún asesinato, ¡se lo juro! Pensé que era un chiflado. —Le temblaba la barbilla y volvió a apoyar la mano sobre la carcasa del reloj que estaba reparando. Dance dedujo de ese gesto que buscaba ansiosamente algo que le reconfortara.
Pero percibió también otra cosa. Los expertos en cinestesia han de determinar si las respuestas del sujeto son adecuadas a las preguntas que se le formulan o a los hechos que se le han relatado. A Hallerstein le preocupaban los asesinatos, sí, temía por sí mismo y por sus tesoros, pero su reacción parecía desproporcionada.
La agente estaba a punto de ahondar en la cuestión cuando el vendedor de relojes les explicó por qué estaba tan asustado.
—¿Está dejando esos relojes en los sitios donde mata a sus víctimas? —preguntó.
Sellitto asintió con la cabeza.
—Pues para que lo sepan… —Se le quebró la voz y añadió con un susurro—: No compró sólo dos. Compró diez.