Con precaución, Corazón de Fuego retrocedió hasta los helechos. El guerrero había dejado de olisquear el aire, pero seguía mirando alrededor.
Corazón de Fuego se volvió, todavía agazapado, y empezó a alejarse en silencio. Oyó un leve chapoteo a su espalda. Un gato se había metido en el río. Miró por encima del hombro, a través de los helechos, y vio una cabeza gris que nadaba en su dirección. ¡Corriente Plateada! ¿Adónde habrían ido los otros dos guerreros? Dio una vuelta sobre sí mismo, paladeando el aire con la boca abierta. Ni rastro de ellos. Debían de haberse marchado. Volvió a mirar a Corriente Plateada, que estaba cruzando el río decididamente. Durante un momento se preguntó si aquello sería una trampa, si debería salir corriendo, pero su preocupación por Látigo Gris lo hizo quedarse.
La atigrada gris saltó a la orilla y siseó quedamente:
—Corazón de Fuego, sé que estás ahí. ¡Puedo olerte! Tranquilo; Pedrizo y Zarpa Oscura se han ido.
El joven guerrero no se movió.
—Corazón de Fuego, yo no permitiría que le pasara nada al mejor amigo de Látigo Gris —insistió la gata con impaciencia—. ¡Créeme, por el amor del Clan Estelar!
El joven guerrero salió poco a poco de su escondrijo.
Corriente Plateada lo miró sin pestañear, sacudiendo la cola.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Estaba buscándote —susurró Corazón de Fuego, penosamente consciente de que se hallaba en territorio enemigo.
La gata agitó las orejas, alarmada.
—¿Látigo Gris se encuentra bien? ¿Ha empeorado su catarro?
A Corazón de Fuego lo irritó aquella reacción. No quería saber cuánto se preocupaba aquella gata por su mejor amigo.
—¡Látigo Gris está bien! —gruñó; la furia barrió toda cautela—. Pero ¡no lo estará si continúa viéndote!
A Corriente Plateada se le erizó el pelo.
—¡No permitiré que a Látigo Gris le suceda nada malo!
—Oh, ¿en serio? —se burló Corazón de Fuego—. Y ¿qué podrías hacer para protegerlo?
—Soy la hija del líder del clan.
—¿Acaso eso te da el poder de controlar a los guerreros de tu padre? ¡Si apenas has dejado de ser una aprendiza!
—¡Igual que tú! —bufó ella indignada.
—Sí, es cierto —admitió Corazón de Fuego—. Y por esa razón no estoy seguro de que puedas proteger a Látigo Gris de la ira de su propio clan… o del tuyo si descubren que os estáis viendo.
La bonita gata intentó fulminarlo con la mirada, pero los ojos se le empañaron de emoción.
—No puedo dejar de verlo —maulló. La voz se le convirtió en un susurro—. Lo amo.
—Pero ¡es que la tensión que existe entre nuestros clanes ya es bastante mala! —El joven estaba demasiado enfadado para sentir compasión—. Sabemos que el Clan del Río está cazando en nuestro territorio…
Los ojos de ella volvieron a brillar con desafío.
—¡Si el Clan del Trueno comprendiera el motivo, no les dolería lo que cazamos allí!
—¿Y cuál es?
—Mi clan pasa hambre. Nuestros cachorros lloran porque sus madres no tienen leche. Los viejos están muriendo por falta de presas decentes.
Corazón de Fuego la miró confundido.
—Pero tenéis el río —protestó.
Todos los gatos sabían que los del Río disfrutaban de las mejores capturas: peces del río, además de las presas que había en los campos y el bosque de su territorio.
—No es suficiente —afirmó Corriente Plateada—. Los Dos Patas han ocupado nuestro territorio río abajo. Durante toda la estación de la hoja verde tuvieron instalado un campamento, y se quedaron allí mientras la pesca fue abundante. Para cuando se marcharon, la pesca era escasa. Y, para colmo, el daño que le han hecho al bosque hace difícil incluso encontrar presas terrestres.
Corazón de Fuego sintió una punzada de lástima a pesar de su furia. Pudo imaginar lo grave que debía de ser eso para el Clan del Río. Estaban acostumbrados a su rica dieta de pescado, y gracias a ella engordaban durante la estación de la hoja verde y podían resistir las duras lunas sin hojas. Observó a la gata con nuevos ojos, y reparó en que no estaba delgada, sino escuálida. Con el pelaje mojado y adherido al cuerpo, se le marcaban las costillas. De pronto, el joven comprendió la hostilidad de Estrella Doblada al plan de Estrella Azul en la Asamblea.
—¡Por eso no queríais que el Clan del Viento regresara a su hogar!
—Los conejos corren por el páramo durante todo el año —repuso Corriente Plateada—. Eran nuestra única esperanza de soportar la estación sin hojas sin perder cachorros. —Sacudió la cabeza lentamente antes de volver a mirar al joven.
—¿Látigo Gris sabe todo eso?
Ella asintió. Corazón de Fuego la miró un momento, perplejo. No podía dejar que aquellos sentimientos se interpusieran en las costumbres del código guerrero… y su amigo tampoco podía.
—Sean cuales sean los problemas de tu clan, tienes que dejar de ver a Látigo Gris.
—No —respondió alzando la barbilla. Sus ojos centellearon—. ¿Qué daño puede hacer nuestro amor?
Corazón de Fuego le sostuvo la mirada. Un escalofrío le recorrió el lomo cuando la lluvia caló su espeso pelaje.
De repente, Corriente Plateada bufó, haciendo que el joven diera un salto.
—Debes marcharte; se acerca una patrulla.
Él oyó un leve susurro al otro lado del río. Sería inútil —y peligroso— quedarse allí más tiempo. El ruido se iba aproximando. Sin despedirse, se internó en los helechos mojados y se dirigió a casa.
Fue corriendo a donde había escondido la caza, bajo un roble. A mitad de camino, el olor fresco de un Dos Patas lo detuvo y se acordó de Princesa. Se preguntó si aún tendría tiempo de ir hasta la zona de Dos Patas. Quería saber si su hermana ya había dado a luz, pero seguramente Princesa estaría a salvo y refugiada en su casa de Dos Patas, y el clan necesitaba carne fresca. Con una punzada de inquietud, se dio cuenta de que Látigo Gris no era el único con lealtades divididas.
La lluvia empezó a gotearle por los bigotes. Sacudió la cabeza y siguió adelante.
El campamento estaba en silencio cuando llegó, pues los gatos se habían resguardado en sus guaridas. Cruzó el embarrado claro y dejó su caza en el montón. Tras tomar una pieza para él, se encaminó al dormitorio de los guerreros. De ninguna manera iba a comer fuera esa noche.
Para su alivio, Látigo Gris estaba dormitando cuando entró en la guarida. Su amigo podría recuperarse de verdad si no estuviese echándose al bosque para ver a Corriente Plateada.
—Fauces Amarillas todavía no ha tomado su parte de comida —maulló Tormenta Blanca desde las sombras—. Ha estado demasiado ocupada. Seguro que agradecería ese ratón que llevas en la boca.
Corazón de Fuego asintió y volvió a salir. Si Fauces Amarillas estaba demasiado ocupada para recoger su comida, eso debía de significar que la enfermedad estaba empeorando en el campamento. Cruzó el claro corriendo, y se detuvo sólo para tomar otro ratón de la pila antes de atravesar deprisa el túnel de helechos.
En el lindero del claro, en un lecho musgoso en medio de los helechos, había un cachorro atigrado. Fauces Amarillas estaba inclinada sobre él, intentando convencerlo de que se comiese unas hierbas. El cachorro gimoteaba lastimosamente, con los ojos y la nariz chorreando. Corazón de Fuego supuso que sería el pequeño con gripe.
La curandera se volvió al oírlo llegar.
—¿Uno de ésos es para mí? —preguntó, mirando los ratones que Corazón de Fuego llevaba en la boca.
El joven guerrero asintió y los dejó en el suelo.
—Gracias —maulló la curandera—. Ya que estás aquí, ¿por qué no tratas de persuadir a este gatito de que se tome su medicina?
Dicho esto, se acercó a los ratones, moviéndose rígidamente por su vieja herida en el omóplato, y empezó a comerse uno, hambrienta.
Corazón de Fuego se aproximó al cachorro, que lo miró abriendo la boquita con una tos dolorosa y ronca. Con delicadeza, empujó una hierba verde hacia él.
—Si quieres convertirte en guerrero, tendrás que acostumbrarte a tragar estas cosas tan horribles —explicó—. Cuando vayas a la Piedra Lunar, tendrás que comer hierbas peores que éstas.
El pequeño lo observó con perplejidad, con ojos entornados.
—Considéralo un entrenamiento —continuó Corazón de Fuego—. Para cuando llegues a ser guerrero.
El cachorro estiró el cuello y dio un mordisco a modo de prueba.
Corazón de Fuego le dedicó un ronroneo alentador.
Fauces Amarillas apareció a su lado.
—Bien hecho —maulló.
Luego hizo un gesto con la nariz, y el joven comprendió que quería hablar con él. La siguió hasta el refugio de la alta roca donde dormía. La lluvia continuaba cayendo; la curandera tenía empapado y enmarañado el pelaje gris, y arrastraba la cola por el barro.
—Estrella Azul tiene gripe —le contó al joven con semblante serio.
—Pero la gripe no es muy grave, ¿verdad?
Ella movió la cabeza.
—La ha contraído muy deprisa, y la ha afectado muchísimo.
Corazón de Fuego sintió que se le contraía el estómago al recordar el menguante número de vidas que le quedaban a la líder del clan.
—Le aconsejé que se mantuviera lejos de los gatos enfermos —prosiguió Fauces Amarillas—, pero ella quiso verlos. En estos momentos está durmiendo en su guarida. Escarcha está con ella.
Al ver miedo en los ojos de la gata, se preguntó si sabría la verdad sobre las vidas de Estrella Azul. Había dado por supuesto que él era el único gato del campamento al que la líder había confiado su secreto. El resto del clan creía que le quedaban cuatro vidas, pero quizá los curanderos podían percibir esas cosas instintivamente.
Lo cierto era que si Estrella Azul perdía otra vida, ya sólo le quedaría una más.