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9

Al despertar, Corazón de Fuego encontró a Látigo Gris junto a él, encorvado como un conejo, con los omóplatos tensos y el pelaje esponjado.

—¿Látigo Gris? —maulló en voz baja.

Su amigo pegó un salto.

—¿Estás bien? —preguntó Corazón de Fuego.

El otro se irguió.

—Sí, estoy bien.

Corazón de Fuego sospechó que la respuesta no era del todo sincera, pero al menos estaba intentando ser más positivo.

—Parece que hace frío —dijo, pues las palabras de Látigo Gris habían brotado entre nubes de vaho. Él seguía acurrucado entre los calientes cuerpos de los demás guerreros.

—¡Vaya si hace! —Látigo Gris empezó a lamerse el pecho.

Corazón de Fuego se incorporó y sacudió la cabeza. El aire sabía a helada.

—¿Qué vas a hacer hoy con Fronde?

—Enseñarle el bosque.

—Yo podría ir con Carbonilla, y haríamos juntos el recorrido.

—Quizá sea mejor que vayamos solos.

Corazón de Fuego se sintió un poco dolido. A ellos les habían enseñado juntos los terrenos de caza cuando eran aprendices. Le habría gustado volver a hacerlo juntos como mentores. Pero si Látigo Gris quería estar solo, él no podía culparlo.

—Bien —maulló—. Te veré más tarde. Luego podemos compartir un ratón y comparar aprendices.

—Eso estaría bien —repuso Látigo Gris.

Corazón de Fuego salió del dormitorio. Fuera, el aire era todavía más frío. Su aliento brotaba en espirales, como el humo. Se estremeció, ahuecando el pelo, y estiró las patas una por una. Al ir hacia la guarida de los aprendices, el suelo parecía de piedra bajo sus zarpas. Carbonilla estaba profundamente dormida; era un bulto peludo y gris que subía y bajaba al ritmo de su respiración.

—Carbonilla —la llamó quedamente, y la gatita gris alzó la cabeza al instante.

El joven guerrero retrocedió, y al cabo de un momento Carbonilla salió de la guarida saltando, bien despierta y entusiasmada.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —inquirió mirándolo.

—He pensado en llevarte a dar una vuelta por el territorio del clan.

—¿Veremos el Sendero Atronador? —preguntó ella ansiosamente.

—Eh… sí, supongo que sí. —No pudo evitar pensar que su aprendiza se decepcionaría al descubrir que era un lugar sucio y apestoso—. ¿Tienes hambre? —añadió, preguntándose si decirle que primero comiera.

—¡No! —exclamó negando con la cabeza.

—De acuerdo. Comeremos más tarde. Está bien; sígueme.

—Sí, Corazón de Fuego.

La pequeña gata lo miró con ojos relucientes, y la tristeza que le pesaba al joven en el estómago desde su charla con Látigo Gris fue barrida por un cálido sentimiento de orgullo. Se volvió para dirigirse a la entrada del campamento.

Carbonilla lo adelantó corriendo y desapareció en el túnel de aulagas. El joven gato tuvo que echar a correr para alcanzarla.

—¡Te he dicho que me siguieras! —gritó mientras ella empezaba a ascender la ladera del barranco.

—Pero es que quiero ver la vista desde arriba —protestó Carbonilla.

Corazón de Fuego saltó tras ella. La sobrepasó con facilidad, llegó a lo alto, se sentó y empezó a lavarse una pata sin quitarle ojo a su aprendiza, que subía de roca en roca. Para cuando alcanzó la cima del barranco, estaba sin resuello, pero no menos entusiasmada.

—¡Mira los árboles! Parecen hechos de granito —exclamó sin aliento.

Tenía razón. Los árboles de abajo resplandecían al sol. Corazón de Fuego tomó una bocanada de aire frío.

—Deberías dosificar tus energías —le advirtió—. Hoy tenemos un largo camino por delante.

—Oh, sí. Claro. ¿Y ahora hacia dónde? —Carbonilla pisoteó el suelo con impaciencia, lista para correr hacia el bosque.

—Sígueme —maulló Corazón de Fuego, y entornó los ojos juguetonamente—. Esta vez quiero decir que me sigas.

La guió por una senda que discurría a lo largo del barranco hasta la hondonada arenosa donde él había aprendido a cazar y pelear.

—Aquí tendrán lugar la mayoría de nuestras sesiones de entrenamiento —explicó.

Durante la estación de la hoja verde, los árboles que circundaban el claro filtraban el sol convirtiéndolo en una cálida luz moteada. Ahora, la fría luz diurna se derramaba sobre la congelada tierra roja.

—Hace muchísimas lunas, por aquí corría un río. Todavía hay un arroyo al otro lado de esa cuesta —explicó Corazón de Fuego, señalando con el hocico—. Está seco la mayor parte del verano. Ahí es donde atrapé mi primera presa.

—¿Qué era? —Pero Carbonilla no esperó a la respuesta—. ¿Estará congelado el arroyo? ¡Vamos a ver si hay hielo! —chilló, atravesando deprisa la hondonada en dirección a la cuesta.

—¡Ya lo verás en otro momento!

Pero la gatita no se detuvo, y tuvo que correr tras ella. Se paró a su lado en lo alto de la cuesta y juntos miraron el arroyo de abajo. Se había formado hielo en las orillas, pero la velocidad del agua que fluía sobre su arenoso lecho había impedido que se congelara por completo.

—Ahora no podrías atrapar gran cosa ahí —dijo Carbonilla—. Excepto peces, quizá.

La visión del sitio en que había cazado su primera pieza trajo alegres recuerdos a Corazón de Fuego. Vio cómo Carbonilla se colocaba en el borde del arroyo y estiraba el cuello para observar el agua negra.

—En tu lugar, dejaría la pesca para el Clan del Río —le aconsejó—. Si les gusta mojarse el pelo, allá ellos. Yo prefiero tener las patas secas.

Carbonilla dio vueltas nerviosamente.

—Y ahora ¿qué?

La emoción de la gata, y sus propios recuerdos de aprendiz, inyectaron energía en Corazón de Fuego.

Se puso en marcha a toda prisa, gritando por encima del hombro:

—¡El Árbol de la Lechuza!

Carbonilla corrió tras él, con la corta y peluda cola bien plantada, y se dispusieron a cruzar el arroyo por un árbol caído que Corazón de Fuego había usado muchas veces.

—Más abajo hay unas rocas por las que se puede pasar al otro lado, pero ésta es una ruta más rápida. Eso sí, ¡ten cuidado! —añadió. El blanco tronco había perdido toda la corteza—. Se vuelve resbaladizo cuando está húmedo o helado.

Dejó que Carbonilla cruzara primero, manteniéndose muy cerca de ella por si perdía pie. El arroyo no era especialmente profundo, pero estaría tan frío como el hielo, y la aprendiza todavía era demasiado pequeña para soportar un remojón. No obstante, cruzó sin ningún problema y Corazón de Fuego sintió un gran orgullo al verla saltar al suelo en el otro extremo.

—Bien hecho —ronroneó.

A Carbonilla le brillaron los ojos.

—Gracias. Y ahora, ¿dónde está el Árbol de la Lechuza?

—¡Por aquí!

El joven se internó en el sotobosque. Los helechos se habían vuelto marrones desde la estación de la hoja verde. Al final de la estación de la caída de la hoja estarían aplastados por la lluvia y el viento, pero aún estaban erguidos, aunque quebradizos. Ambos avanzaron por debajo de los frondes arqueados.

Más adelante, un gigantesco roble sobresalía por encima de los demás árboles. Carbonilla levantó la vista hacia la copa.

—¿De verdad que ahí vive una lechuza? —preguntó.

—Sí. ¿Ves ahí arriba un agujero en el tronco?

Ella entornó los ojos para mirar entre las ramas.

—¿Cómo sabes que no es de una ardilla? —preguntó.

—¡Huele!

La gata olfateó de forma audible, pero negó con la cabeza mirando a su mentor.

—Otro día te enseñaré cómo huelen las ardillas —prometió éste—. No captarás a ninguna por aquí. Ninguna se atrevería a hacer su madriguera tan cerca del nido de una lechuza. Mira al suelo; ¿qué ves?

Carbonilla bajó la vista, confundida.

—¿Hojas?

—Prueba a rebuscar debajo de las hojas.

El suelo forestal estaba alfombrado de hojas de roble marrones, quebradizas por la escarcha. La gata empezó a hurgar entre ellas, y luego enterró la cara hasta las orejas. Al incorporarse, llevaba en la boca algo con la forma y el tamaño de una piña.

—¡Puaj! —escupió—. ¡Huele como la carroña!

Corazón de Fuego ronroneó divertido.

—Tú sabías que eso estaba ahí, ¿verdad? —inquirió la gata.

—Estrella Azul me gastó la misma broma cuando era aprendiz. Nunca olvidarás ese pestazo.

—¿Qué es?

—Un desecho de lechuza —explicó el guerrero, recordando lo que le había contado Estrella Azul—. Las lechuzas comen las mismas presas que nosotros, pero no pueden digerir los huesos y el pelo, de modo que sus estómagos forman una vaina con las sobras, que luego escupen. Si encuentras una de éstas debajo de un árbol, significa que has encontrado una lechuza.

—¿Y por qué querría nadie encontrar una lechuza? —chilló Carbonilla alarmada.

Los bigotes de Corazón de Fuego se agitaron de risa al mirar los dilatados ojos azules de su aprendiza. Escarcha debía de haberle contado la vieja historia de que las lechuzas se llevaban a los cachorros que se alejaban del lado de su madre.

—Las lechuzas tienen una mejor vista del bosque que nosotros. En las noches ventosas, cuando resulta difícil seguir los olores, puedes buscar una lechuza y seguirla hasta donde caza.

Carbonilla continuaba con los ojos muy abiertos, pero ya no reflejaban miedo. La pequeña asintió. «¡A veces escucha!», pensó Corazón de Fuego aliviado.

—Y ahora ¿qué?

—El Gran Sicómoro —decidió el joven mentor.

Caminaron a través del bosque mientras el sol se elevaba en el celeste cielo, y cruzaron un camino de Dos Patas y otro arroyuelo. Por fin, llegaron al sicómoro.

—¡Es enorme! —exclamó Carbonilla con voz ahogada.

—Orejitas dice que subió hasta la rama más alta cuando era un aprendiz.

—¡Eso no se lo cree ni él!

—Bueno, ten en cuenta que cuando Orejitas era aprendiz, probablemente este sicómoro no era más que un arbolillo —bromeó Corazón de Fuego.

Seguía mirando hacia arriba cuando un sonido a sus espaldas le indicó que la gata había vuelto a salir corriendo. Suspiró y fue tras ella entre los helechos. Su nariz captó un olor familiar que lo puso nervioso. Carbonilla se encaminaba hacia las Rocas de las Serpientes. «¡Víboras!». Corazón de Fuego apretó el paso.

Salió de entre los árboles y miró alrededor nerviosamente. Carbonilla se hallaba sobre un peñasco, al pie de una pendiente rocosa y escarpada.

—Vamos. ¡Te echo una carrera hasta lo alto! —exclamó la gatita.

El joven guerrero se quedó helado de horror al ver que su aprendiza se disponía a saltar al siguiente peñasco.

—¡Carbonilla! ¡Baja de ahí ahora mismo! —maulló Corazón de Fuego.

Contuvo la respiración mientras la veía dar la vuelta y regresar torpemente. La gatita se quedó temblando, con el pelo erizado, cuando él corrió hacia ella.

—Este lugar se llama Rocas de las Serpientes —explicó jadeando.

Carbonilla lo miró con los ojos como platos.

—¿Rocas de las Serpientes?

—Ahí arriba hay víboras. ¡Una picadura de una de ellas mataría a un gato tan pequeño como tú! —Le dio un lametón en la coronilla—. Vamos. Echemos un vistazo al Sendero Atronador.

Carbonilla dejó de temblar de inmediato.

—¿El Sendero Atronador?

—Eso he dicho. ¡Sígueme!

La guió entre los helechos, a lo largo de una senda que bordeaba las Rocas de las Serpientes y llevaba a la parte del bosque donde discurría el Sendero Atronador, como un río de piedra dura y gris.

No la perdió de vista mientras Carbonilla miraba desde el borde del bosque. Por las sacudidas de su cola, vio que estaba ansiosa por acercarse a olfatear aquel Sendero Atronador. Sus oídos percibieron un ruido familiar, y sintió que el suelo temblaba bajo sus patas.

—¡No te muevas! —le advirtió—. Viene un monstruo.

Carbonilla abrió un poco la boca.

—¡Puaj! —exclamó, arrugando la nariz y agachando las orejas. El retumbo se iba acercando, y en el horizonte apareció algo—. ¿Es eso un monstruo?

Corazón de Fuego asintió.

La gata sacó las uñas para hundirlas en el suelo mientras el monstruo se aproximaba, y cerró los ojos con fuerza cuando pasó a toda velocidad, convirtiendo el aire en una tormenta de viento y truenos. Mantuvo los ojos cerrados hasta que el ruido se apagó en la distancia.

Corazón de Fuego sacudió la cabeza para limpiar sus glándulas olfativas.

—Huele el aire —le dijo—. ¿Puedes captar algo aparte del hedor del Sendero Atronador?

Esperó mientras su aprendiza levantaba la cabeza para aspirar profundamente varias veces. Al cabo de unos instantes, Carbonilla maulló:

—Recuerdo ese olor de cuando Estrella Rota atacó nuestro campamento. Y también estaba en los cachorros que se llevó, cuando volvisteis a traerlos a casa. ¡Es el olor del Clan de la Sombra! ¿Es ése su territorio, al otro lado del Sendero Atronador?

—Sí —contestó Corazón de Fuego, sintiendo un hormigueo ante la idea de estar tan cerca de territorio hostil—. Será mejor que nos marchemos de aquí.

Decidió llevarla de vuelta a casa por el camino largo, pasando junto a las viviendas de Dos Patas, para que pudiera ver el pinar y el Cortatroncos.

Al avanzar bajo los delgados pinos, los olores del territorio de Dos Patas lo pusieron nervioso, a pesar de que él había vivido no muy lejos de allí cuando era un cachorro.

—Mantente alerta —le advirtió a Carbonilla, que caminaba sigilosa junto a él—. A veces los Dos Patas pasean por aquí con perros.

Se agazaparon bajo los árboles para observar las vallas que rodeaban el territorio de Dos Patas. El frío aire trajo un olor que despertó en Corazón de Fuego una extraña sensación de calidez, aunque no supo por qué.

—¡Mira!

Carbonilla señaló con el hocico a una gata que estaba cruzando el bosque. Era una atigrada marrón claro, con el pecho y las patas delanteras blancas. Tenía el vientre hinchado, lleno de gatitos por nacer.

—Bah, ¡una minina casera! —exclamó la aprendiza despectivamente, con el pelo erizado—. ¡Echémosla de aquí!

Corazón de Fuego esperó sentir la conocida agresividad ante la visión de un intruso en territorio del clan, pero no se le erizó el pelo. Por alguna razón, sabía que aquella gata no suponía una amenaza. Antes de que Carbonilla pudiera atacar, él rozó a propósito una mata de helechos quebradizos.

La gata doméstica levantó la cabeza, asustada por el crujido. Se le dilataron los ojos de alarma, dio media vuelta y salió entre los árboles con pasos vacilantes. Al cabo de unos momentos, saltó pesadamente a una de las vallas de Dos Patas.

—¡Córcholis! —se lamentó Carbonilla—. ¡Yo quería perseguirla! Seguro que Fronde habrá perseguido montones de cosas hoy.

—Sí, pero probablemente no ha estado a punto de que lo picara una víbora —replicó su mentor sacudiendo la cola—. Y ahora vamos; empiezo a tener hambre.

Carbonilla lo siguió a través del pinar, refunfuñando porque las agujas de los pinos le pinchaban las zarpas. El guerrero le aconsejó que guardara silencio, pues allí no había maleza en la que ocultarse, y él, como todos los gatos de clan, se sentía incómodo en espacios abiertos. Siguieron una de las apestosas zanjas formadas por el monstruo del Cortatroncos y se detuvieron junto a éste. Estaba silencioso y, como sabía Corazón de Fuego, continuaría así hasta la estación de la hoja verde. Hasta entonces, sólo las marcas de las rodadas —profundas, anchas y congeladas en el suelo— recordarían al clan el monstruo que vivía en su bosque.

Cuando volvieron al campamento, Corazón de Fuego estaba exhausto; aún le dolían los músculos del largo trayecto con el Clan del Viento. Carbonilla también parecía cansada; reprimió un bostezo y fue en busca de Fronde.

Látigo Gris llamó a su amigo junto a la mata de ortigas.

—Toma; tengo carne fresca para ti —maulló. Alzó un ratón con una de sus garras y se lo lanzó.

Corazón de Fuego lo atrapó entre los dientes y se sentó al lado de Látigo Gris.

—¿Un buen día?

—Mejor que ayer —respondió su amigo. Corazón de Fuego lo miró preocupado, pero Látigo Gris continuó—: La verdad es que he disfrutado. Fronde está ansioso por aprender, de eso no cabe duda.

—Igual que Carbonilla.

—¿Sabes?, continuamente se me olvidaba que yo era el mentor y no el aprendiz.

—A mí me ha pasado lo mismo —admitió Corazón de Fuego.

Compartieron lenguas hasta que salió la luna y la frialdad de la noche los empujó a su dormitorio. Al cabo de unos instantes, Látigo Gris estaba roncando, pero Corazón de Fuego se sentía extrañamente despejado. No dejaba de pensar en aquella gata embarazada, y aunque estaba rodeado de los familiares olores del clan, el suave aroma de la gata doméstica perduraba en sus fosas nasales.

Por fin cayó dormido, pero todos sus sueños tuvieron el mismo perfume, hasta que al final soñó con sus días de cachorro. Se recordó acostado junto a su madre, enroscado en un lecho más blando que cualquier musgo del bosque, con sus hermanos. Y todavía perduraba el olor de la gata doméstica.

Abrió los ojos de repente con un sobresalto. ¡Por supuesto! La gata que había visto en el bosque ¡era su hermana!