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Al salir del campamento, los jóvenes guerreros estuvieron a punto de chocar con Tormenta Blanca, que conducía a Viento Veloz y Arenisca al bosque para la patrulla del alba.

—¡Lo siento! —exclamó Corazón de Fuego sin resuello.

Se detuvo, y Látigo Gris frenó en seco a su lado.

Tormenta Blanca inclinó la cabeza.

—He oído que tenéis una misión —maulló.

—Sí —contestó Corazón de Fuego.

—Entonces, que el Clan Estelar os conceda su protección —repuso Tormenta Blanca con solemnidad.

—¿Para qué? —se mofó Arenisca—. ¿Vais a cazar campañoles?

El atigrado Viento Veloz se volvió para susurrarle algo al oído. La expresión de Arenisca cambió, y el desprecio de sus ojos verdes dio paso a una curiosidad contenida.

La patrulla se apartó a un lado y Corazón de Fuego y Látigo Gris echaron a correr hacia la cima del barranco. Los dos amigos intercambiaron pocas palabras mientras atravesaban el bosque en dirección a los Cuatro Árboles; reservaban el aliento para el largo trayecto que tenían por delante. Se detuvieron resollando en lo alto de la empinada ladera, en el extremo más alejado del claro sombreado por los robles.

—¿Aquí arriba siempre hace tanto viento? —refunfuñó Látigo Gris, ahuecando su denso pelaje contra las frías ráfagas que barrían las tierras altas.

—Supongo que es porque no hay muchos árboles que le bloqueen el paso —señaló Corazón de Fuego entornando los ojos. Aquél era el territorio del Clan del Viento. Al olfatear el aire, detectó algo que, según le decían sus sentidos, no debería estar allí—. ¿Hueles a guerreros del Clan del Río? —murmuró con inquietud.

Látigo Gris levantó la nariz.

—No. ¿Crees que podría haber alguno por aquí?

—Tal vez. Quizá quieran aprovechar al máximo la ausencia del Clan del Viento, especialmente ahora que saben que regresará pronto.

—Bueno, pues yo no huelo nada —susurró Látigo Gris.

Avanzaron vigilantes a lo largo de una senda de hierba congelada y resguardada por el brezo, hasta que un olor fresco detuvo la marcha de Corazón de Fuego.

—¿Eso puedes olerlo? —le siseó a Látigo Gris.

—Sí —musitó su amigo, pegándose contra el suelo—. ¡El Clan del Río!

Corazón de Fuego también se agachó, cuidando de tener las orejas por debajo del brezo. A su lado, Látigo Gris asomó su cabeza gris oscuro para atisbar por encima de los arbustos.

—Los veo —susurró—. Están cazando.

Corazón de Fuego estiró cautelosamente el cuello para echar una mirada.

Cuatro guerreros del Río estaban persiguiendo a un conejo por una extensión de aulagas. Reconoció a Prieto de la Asamblea. El guerrero negro grisáceo atacó con las uñas, pero volvió a alzarse sin nada que mostrar. El conejo debía de haber alcanzado la seguridad de su madriguera.

Ambos amigos volvieron a agazaparse y pegaron la panza contra la fría hierba.

—No son buenos cazadores de conejos —siseó Látigo Gris burlonamente.

—Supongo que están más habituados a atrapar peces —respondió Corazón de Fuego. Movió la nariz al captar el olor de un conejo aterrorizado que iba en dirección a ellos. Con un ataque de pánico, oyó las pisadas de los guerreros del Clan del Río aproximándose con rapidez—. ¡Vienen hacia aquí! ¡Tenemos que escondernos!

—Sígueme. Huelo a tejones por este lado.

—¿Tejones? ¿Eso es seguro? —Había oído la historia de cómo Medio Rabo perdió la cola en una pelea con un viejo y malhumorado tejón.

—No te preocupes. El olor es intenso, pero no es reciente —lo tranquilizó Látigo Gris—. Debe de haber una antigua madriguera por aquí.

Corazón de Fuego olisqueó. Sus glándulas olfativas captaron un olor fuerte, parecido al zorro.

—¿Seguro que está abandonada? —preguntó.

—Enseguida lo sabremos. Vamos; tenemos que salir de aquí —repuso Látigo Gris.

Abrió la marcha rápidamente entre los bajos arbustos. El ruido del brezo le indicó a Corazón de Fuego que los guerreros se acercaban más y más.

—¡Aquí! —exclamó Látigo Gris, apartando una mata de brezo para dejar a la vista un agujero en el suelo—. ¡Métete dentro! El olor a tejón camuflará el nuestro. Podremos esperar hasta que se hayan ido.

Corazón de Fuego se deslizó deprisa en el oscuro agujero, y Látigo Gris lo siguió. El hedor a tejón era sofocante.

Por encima de ellos, fuertes pisadas resonaban sobre el suelo. Contuvieron la respiración cuando los pasos se detuvieron y un guerrero gritó:

—¡Madriguera de tejón!

Por la áspera voz, Corazón de Fuego supo que se trataba de Prieto.

—¿Está abandonada? —repuso otra voz—. El conejo podría haberse escondido dentro.

En la oscuridad, Corazón de Fuego percibió que a Látigo Gris se le erizaba el pelo. Sacó las uñas y se quedó mirando la entrada de la guarida, listo para pelear si los guerreros se metían allí.

—Esperad; ¡el olor va hacia allá! —maulló Prieto.

Los guerreros se alejaron entre ruido de pisadas.

Látigo Gris fue soltando el aire lentamente.

—¿Crees que se han ido?

—A lo mejor deberíamos esperar un poco más, para asegurarnos de que ninguno se ha quedado atrás —sugirió Corazón de Fuego.

Del exterior no llegaron más sonidos. Látigo Gris le dio un empujoncito a Corazón de Fuego.

—Vamos —maulló.

Salieron con cautela a la luz del día. No había señales de la patrulla del Clan del Río. La fresca brisa limpió las glándulas olfativas de Corazón de Fuego del hedor a tejón.

—Ahora deberíamos buscar el campamento del Clan del Viento —dijo—. Será el mejor lugar donde detectar su rastro.

—De acuerdo.

Avanzaron despacio a través del brezo, manteniendo la boca levemente abierta para captar el olor de posibles guerreros del Clan del Río. Se detuvieron al pie de una gran roca plana que ascendía abruptamente, más allá de los arbustos de aulaga.

—Subiré ahí para echar un vistazo —se ofreció Látigo Gris—. Mi pelaje se mimetiza mejor con el color de la piedra.

—Vale. Pero mantén la cabeza gacha.

Observó cómo su amigo trepaba por la roca. Látigo Gris se agazapó en lo alto y recorrió con la mirada las tierras altas; al cabo, regresó.

—Creo que hay una hondonada en esa dirección —resopló, señalando con la cola—. He visto un agujero entre el brezo.

—Echemos un vistazo —maulló Corazón de Fuego—. Podría ser el campamento.

—Eso es lo que yo he pensado. Probablemente sea el único lugar protegido del viento que hay por aquí.

Conforme se acercaban a la hondonada, Corazón de Fuego se adelantó y se asomó por un extremo. Parecía como si un guerrero del Clan Estelar hubiese alargado una zarpa desde el cielo para arrancar un puñado de turba de la meseta, y luego lo hubiese reemplazado por una espesa maraña de aulagas que crecían casi al nivel del suelo a cada lado.

Corazón de Fuego olisqueó. Percibió muchos olores, todos del Clan del Viento, de viejos y jóvenes, machos y hembras, y, al fondo, la débil fetidez de antigua carroña. Aquello tenía que ser el campamento abandonado.

Descendió la cuesta y se internó en los arbustos. La aulaga le tiró del pelo y le arañó la nariz, lo que lo hizo lagrimear. Oyó a Látigo Gris detrás de él, maldiciendo cuando las espinas se le enganchaban en las orejas. Se abrieron paso hasta un claro resguardado. El suelo arenoso estaba endurecido por las huellas de generaciones de gatos. En un extremo del claro se alzaba una roca, alisada por muchas lunas azotadas por el viento.

—Éste es su campamento —murmuró Corazón de Fuego.

—¡No puedo creer que Estrella Rota consiguiera expulsar al Clan del Viento de un lugar tan bien protegido! —exclamó Látigo Gris, frotándose con una pata la nariz dolorida.

—Parece que opusieron bastante resistencia —apuntó Corazón de Fuego, advirtiendo sobresaltado la tremenda devastación que había en el campamento.

Matas de pelo alfombraban el suelo, y la arena estaba teñida de sangre seca. Los lechos musgosos de las guaridas estaban hechos trizas en medio del claro. Y, por todas partes, el rastro rancio del Clan de la Sombra se entremezclaba con el olor aterrorizado de los gatos del Clan del Viento.

Corazón de Fuego se estremeció.

—Busquemos por dónde salieron de aquí —maulló.

Empezó a olfatear el aire con cuidado y avanzó siguiendo el olor más intenso. Látigo Gris fue tras él hasta un estrecho hueco en la aulaga.

—¡Los gatos del Clan del Viento deben de ser más pequeños incluso de lo que yo recordaba! —musitó Látigo Gris, retorciéndose para seguir a Corazón de Fuego.

Su amigo le lanzó una mirada divertida. Ahora el rastro oloroso era bastante claro: pertenecía indudablemente al Clan del Viento, pero era acre y mezclado, como compuesto por muchos gatos asustados. Corazón de Fuego bajó la vista y se detuvo. Gotas de sangre seca salpicaban el suelo.

—Vamos por el buen camino —maulló sombríamente.

Dos lunas de lluvia y viento no habían logrado borrar las evidencias de sufrimiento. Corazón de Fuego pudo imaginar claramente al clan derrotado y herido, huyendo de su hogar. Con una oleada de ira, corrió tras su amigo.

El rastro los condujo al extremo más lejano de las tierras altas, donde se pararon a recobrar el aliento. Ante ellos, el suelo descendía hasta los terrenos de labranza de los Dos Patas. Lejos, en la distancia, donde el sol estaba empezando a ponerse, se alzaban las imponentes siluetas de la Rocas Altas.

—Me pregunto si Nocturno ya estará allí —murmuró Corazón de Fuego.

En un túnel que había debajo de las Rocas Altas se hallaba la sagrada Piedra Lunar, donde los líderes de todos los clanes compartían sueños con el Clan Estelar.

—Bueno, no queremos que nos encuentre por allí, ¿verdad? —Látigo Gris sacudió la cola ante la gran extensión de la granja de los Dos Patas—. Ya será bastante duro tener que dar esquinazo a Dos Patas, ratas y perros, así que no necesitamos tropezarnos también con el nuevo líder del Clan de la Sombra.

Corazón de Fuego asintió. Rememoró su último viaje a través de aquella zona, con Estrella Azul y Garra de Tigre. Habían estado a punto de morir por el ataque de unas ratas; sólo los salvó la llegada del solitario Centeno. Aun así, Estrella Azul había perdido una de sus vidas; ese recuerdo le dolió como la picadura de una hormiga roja.

—¿Crees que encontraremos alguna señal de Cuervo ahí abajo? —maulló Látigo Gris, girando su ancha cabeza hacia Corazón de Fuego.

—Espero que sí —contestó solemnemente.

Lo último que había visto de Cuervo fue la punta blanca de su cola, cuando desapareció en las tierras altas en medio de una tormenta. ¿El aprendiz del Clan del Trueno habría llegado sano y salvo al territorio de Centeno?

Los jóvenes guerreros empezaron a bajar la ladera, olfateando cuidadosamente cada mata de hierba para asegurarse de que seguían la pista del Clan del Viento.

—No parece que se encaminaran a las Rocas Altas —señaló Látigo Gris.

El rastro los llevó hasta un amplio campo cubierto de hierba, y los amigos lo bordearon manteniéndose cerca del seto, como había hecho el Clan del Viento. El olor los condujo fuera del campo, a un camino de Dos Patas que atravesaba un bosquecillo.

—¡Mira! —exclamó Látigo Gris.

En la maleza había pilas de huesos de presas blanqueados por el sol. Debajo de los zarzales más densos había lechos musgosos.

—El Clan del Viento debió de intentar instalarse aquí —supuso Corazón de Fuego sorprendido.

—Me pregunto qué los haría marcharse —repuso Látigo Gris, olfateando el aire—. El olor es antiguo.

Corazón de Fuego se encogió de hombros, y ambos siguieron de nuevo el rastro hasta un denso seto. Con cierto esfuerzo, consiguieron pasar a través hasta un arcén herboso. Al otro lado de una estrecha zanja había un ancho sendero de tierra.

Látigo Gris saltó ágilmente sobre la zanja hasta el duro camino de tierra roja. Corazón de Fuego miró alrededor y se quedó de piedra al reconocer una silueta de duras líneas en la distancia.

—¡Látigo Gris, detente! —siseó.

—¿Qué ocurre?

Señaló con la nariz.

—¡Mira esa casa de Dos Patas! Debemos de estar cerca del territorio de Centeno.

Látigo Gris sacudió las orejas con nerviosismo.

—¡Ahí es dónde viven esos perros! Pero el Clan del Viento fue por allí. Tendremos que darnos prisa. Tenemos que dejar atrás esa casa de Dos Patas antes de la puesta del sol.

Corazón de Fuego recordó que Centeno les había contado que los Dos Patas dejaban sueltos a los perros por la noche, y el sol ya estaba descendiendo hacia la cima peñascosa de las Rocas Altas.

—Puede que los perros echaran al Clan del Viento del bosquecillo —reflexionó, y pensó en Cuervo con una punzada de ansiedad—. ¿Crees que encontró a Centeno?

—¿Quién? ¿Cuervo? ¿Por qué no? ¡Nosotros hemos llegado hasta aquí! —maulló su amigo—. No subestimes a Cuervo. ¿Recuerdas la vez en que Garra de Tigre lo mandó a las Rocas de las Serpientes? ¡Volvió con una víbora!

Corazón de Fuego ronroneó al recordarlo mientras Látigo Gris cruzaba el sendero y el seto del otro lado. Apresuró la marcha y corrió tras él.

Un perro ladró rabiosamente desde la vivienda de Dos Patas, pero sus malvados gruñidos se apagaron pronto en la distancia. La temperatura cayó en picado conforme se ponía el sol, y en la hierba empezó a formarse escarcha.

—¿Deberíamos continuar? —preguntó Látigo Gris—. ¿Y si el rastro nos conduce hasta las Rocas Altas? Desde luego, ahora Nocturno ya estará allí.

Corazón de Fuego alzó la nariz y olfateó las frondas oscurecidas de unos helechos. El olor del Clan del Viento, amargo de miedo, le produjo un hormigueo.

—Será mejor que continuemos —contestó—. Nos detendremos cuando tengamos que hacerlo.

La fría brisa llevó otro olor hasta la nariz de Corazón de Fuego: había un Sendero Atronador cerca de allí. Látigo Gris arrugó la cara; él también lo había percibido. Intercambiaron una mirada de abatimiento, pero siguieron adelante. El hedor se tornó más intenso, hasta que oyeron en la lejanía el rugido de los monstruos del Sendero Atronador. Para cuando alcanzaron el seto que se extendía a lo largo del amplio camino gris, resultaba muy difícil captar el rastro del Clan del Viento.

Látigo Gris se detuvo para mirar alrededor con incertidumbre. Pero Corazón de Fuego todavía podía captar algo del olor a miedo. Avanzó sigilosamente a través de las sombras que proyectaba el seto, hasta alcanzar un lugar menos denso.

—Se refugiaron aquí —anunció, y se imaginó a los aterrorizados gatos del Clan del Viento mirando el Sendero Atronador a través del seto.

—Probablemente sería la primera vez que muchos de ellos veían el Sendero Atronador —apuntó Látigo Gris reuniéndose con su amigo.

Corazón de Fuego lo miró sorprendido. Nunca había conocido a un gato del Clan del Viento, pues los habían expulsado de su territorio casi al mismo tiempo que él se convertía en aprendiz.

—¿Es que no patrullaban sus fronteras? —preguntó desconcertado.

—Ya has visto su territorio; es bastante salvaje y árido, y las presas no son fáciles de cazar. Supongo que jamás pensaron que algún otro Clan iba a molestarse en cazar allí. Después de todo, los del Río tienen su río, y, en un buen año, nuestros bosques están llenos de presas, así que ningún gato necesita sus escuálidos conejos.

Un monstruo pasó rugiendo al otro lado del seto, con sus deslumbrantes ojos nocturnos. Ambos amigos se encogieron mientras el viento les alborotaba el pelo a través del muro vegetal. Cuando el ruido se apagó, se levantaron con cautela y olfatearon las raíces del seto.

—El rastro parece llevar aquí debajo.

Corazón de Fuego se retorció para pasar al arcén herboso que discurría a lo largo del Sendero Atronador. Látigo Gris lo siguió.

Pero, al otro lado del seto, el rastro oloroso desapareció de golpe.

—Debieron de volver sobre sus pasos o cruzar el Sendero Atronador —maulló Corazón de Fuego—. Tú mira por aquí, y yo inspeccionaré el otro lado.

Hizo un esfuerzo para hablar con voz tranquila, pero el agotamiento lo estaba desesperando. Después de llegar tan lejos, ¿sería posible que hubiesen perdido el rastro?