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23

—Ven —ordenó Estrella Azul. Y echó a andar por el claro del campamento en dirección a su guarida.

A Corazón de Fuego no le quedó más remedio que seguirla. Una vez dentro, la gata le dijo que se sentara, y ella se acomodó en su lecho.

—¿Cuánto sabes? —preguntó, escrutando con sus ojos azules los del joven.

—Sólo que hace tiempo Corazón de Roble llevó dos cachorros del Clan del Trueno al Clan del Río —confesó él—. Le contó a Tabora (la reina que amamantó a los pequeños) que ignoraba su procedencia.

Estrella Azul asintió mientras su mirada se suavizaba.

—Sabía que Corazón de Roble mantendría su lealtad hacia mí —murmuró. Luego levantó la cabeza—. Él era el padre de los cachorros —añadió—. ¿Eso ya te lo habías imaginado?

El joven guerrero negó con la cabeza. Pero eso explicaba que Corazón de Roble quisiera tan desesperadamente que Tabora cuidara de los pequeños indefensos.

—¿Qué les pasó exactamente a tus hijos? —inquirió, volviéndose imprudente debido a la curiosidad—. Corazón de Roble no los robó, ¿verdad?

La líder del clan agitó las orejas con impaciencia.

—Por supuesto que no. —Clavó los ojos en los de Corazón de Fuego; de repente se le habían empañado con un dolor que él ni siquiera podía imaginar—. No, Corazón de Roble no los robó. Yo se los entregué.

Corazón de Fuego se quedó mirándola con incredulidad. No había nada que pudiera hacer, excepto esperar a que Estrella Azul se explicara.

—Mi nombre de guerrera era Pelaje Azul —empezó la gata—. Al igual que tú, no deseaba nada más que servir a mi clan. Corazón de Roble y yo nos conocimos en una Asamblea a principios de una estación sin hojas, cuando todavía éramos jóvenes e insensatos. No estuvimos emparejados mucho tiempo. Cuando descubrí que iba a tener cachorros, mi intención fue tenerlos dentro del Clan del Trueno. Nadie me preguntó quién era el padre… Si una reina no quiere contarlo, tiene todo el derecho a callárselo.

—Pero ¿entonces…? —dijo Corazón de Fuego.

Estrella Azul tenía los ojos fijos en un punto distante, como si estuvieran contemplando el pasado lejano.

—Entonces nuestro lugarteniente, Leonino, decidió retirarse. Yo sabía que tenía muchas posibilidades de ser elegida para sustituirlo. Nuestro curandero ya me había dicho que el Clan Estelar me tenía reservado un gran destino. Pero yo también sabía que el clan nunca escogería a una reina con recién nacidos para el puesto de lugarteniente.

—¿De modo que renunciaste a tus hijos? —Corazón de Fuego no pudo ocultar la incredulidad en su voz—. ¿No podrías haber esperado hasta que salieran de la maternidad? Seguro que podrían haberte nombrado lugarteniente cuando los cachorros fueran lo bastante mayores para cuidar de sí mismos.

—No fue una decisión fácil —contestó Estrella Azul con aspereza—. Aquella estación sin hojas fue muy cruda. El clan estaba pasando mucha hambre, y yo apenas tenía leche para alimentar a mis pequeños. Sabía que en el Clan del Río estarían bien cuidados. En aquellos días, el río estaba lleno de peces y los gatos del Clan del Río jamás pasaban hambre.

—Pero perderlos… —El joven parpadeó ante el agudo dolor que sintió al ponerse en su lugar.

—Corazón de Fuego, no necesito que me cuentes lo difícil que fue mi elección. Pasé muchas noches despierta, decidiendo qué hacer. Qué era lo mejor para los cachorros… qué era lo mejor para mí… y qué era lo mejor para el clan.

—Habría otros guerreros preparados para ser lugarteniente, ¿no? —Seguía intentando asimilar que Estrella Azul hubiera sido tan ambiciosa como para renunciar a sus propios hijos.

La líder alzó la barbilla desafiante.

—Oh, sí. Estaba Garra de Cardo. Era un buen guerrero, fuerte y valeroso. Pero su respuesta a cualquier problema era luchar. ¿Tendría que haberme quedado mirando cómo lo nombraban lugarteniente, y luego líder, y permitir que empujara al clan a guerras innecesarias? —Negó con la cabeza con tristeza—. Garra de Cardo murió como había vivido, unas pocas estaciones antes de que te unieras a nosotros, atacando a una patrulla del Clan del Río en la frontera. Yo no podía mantenerme al margen y dejar que Garra de Cardo destrozara mi clan.

—¿Entregaste los cachorros a Corazón de Roble tú misma?

—Sí. Hablé con él en una Asamblea, y él aceptó quedárselos. De modo que una noche salí sigilosamente del campamento y los llevé hasta las Rocas Soleadas. Corazón de Roble estaba esperándome, y se llevó a dos al otro lado del río.

—¿A dos? —El joven guerrero estaba sorprendido—. ¿Quieres decir que había más de dos?

—Eran tres. —La gata gris inclinó la cabeza; su voz apenas era audible—. El tercero estaba demasiado débil y no soportó el traslado. Murió a mi lado, junto al río.

—¿Qué le contaste al resto del clan? —Corazón de Fuego volvió a pensar en la Asamblea, donde Centón sólo había dicho que Estrella Azul había «perdido» a sus cachorros.

—Yo… hice como si un zorro o un tejón se los hubiera llevado de la maternidad. Abrí un agujero en el muro de la maternidad antes de marcharme, y al regresar dije que había estado cazando, pero que había dejado a mis cachorros durmiendo sanos y salvos.

Le temblaba todo el cuerpo. Corazón de Fuego notó que confesar aquella mentira le estaba provocando más dolor a Estrella Azul que perder una vida.

—Todos los buscaron —continuó la líder—. Y yo también los busqué, aunque sabía que no había posibilidades de encontrarlos. El clan estaba destrozado por mí.

Estrella Azul apoyó la cabeza entre las patas. Olvidando por un momento que ella era su líder, Corazón de Fuego se acercó y le dio un suave lametón en las orejas.

El joven guerrero volvió a recordar su sueño, y la reina sin rostro que se había desvanecido dejando a sus cachorros llamándola entre sollozos. Al principio pensó que la reina era Corriente Plateada, pero ahora comprendió que también era Estrella Azul. El sueño era a la vez una profecía y un recuerdo del clan.

—¿Por qué me estás contando esto? —quiso saber el joven.

Estrella Azul levantó la mirada, y él apenas logró soportar la pena que había en sus ojos.

—Durante muchas estaciones aparté a los cachorros de mi mente —respondió—. Me convertí en lugarteniente, y luego en líder, y mi clan me necesitaba. Pero últimamente, con las inundaciones y el peligro para el Clan del Río… y tus descubrimientos, Corazón de Fuego, que me han hecho oír de nuevo lo que yo ya sabía… Y ahora un nuevo par de cachorros que son mitad Clan del Trueno y mitad Clan del Río. Quizá esta vez pueda tomar mejores decisiones.

—Pero ¿por qué me lo cuentas? —repitió Corazón de Fuego.

—Porque quizá, después de tanto tiempo, quiero que alguien sepa la verdad —maulló Estrella Azul con un leve ceño—. Creo que, de todos los gatos, tú podrás comprenderlo, Corazón de Fuego. A veces no hay elecciones correctas.

Pero el joven no estaba seguro de comprender en absoluto. El cerebro le daba vueltas. Por un lado, podía imaginarse a la joven guerrera Pelaje Azul, ferozmente ambiciosa, decidida a hacer lo mejor para su clan, incluso aunque eso implicara sacrificios inimaginables. Por el otro, veía a una madre dolida por los cachorros que había abandonado mucho tiempo atrás. Y lo que probablemente era más real para él que las otras dos cosas: veía a la líder de gran talento que había hecho lo que consideraba mejor y había cargado con esa pena ella sola.

—No se lo contaré a nadie —prometió, consciente de cuánto debía de confiar Estrella Azul en él para revelarle sus secretos de esa manera.

—Gracias, Corazón de Fuego. Nos esperan tiempos difíciles. El clan no necesita más problemas. —Se levantó para estirarse, como si hubiese despertado de un largo sueño—. Ahora tengo que hablar con Garra de Tigre. Y será mejor que tú vayas en busca de tu amigo.

Cuando Corazón de Fuego llegó a las Rocas Soleadas, el sol empezaba a ponerse, convirtiendo el río en una cinta de fuego reflejado. Látigo Gris estaba agachado junto a un trozo de tierra recién removida, en lo alto de la ribera, con la vista clavada en las ardientes aguas.

—La he enterrado en la orilla —susurró cuando Corazón de Fuego se sentó a su lado—. Corriente Plateada adoraba el río. —Levantó la cabeza; las primeras estrellas del Manto de Plata estaban empezando a aparecer—. Ahora está cazando con el Clan Estelar —añadió en voz baja—. Algún día volveré a reunirme con ella y estaremos juntos.

Corazón de Fuego se sintió incapaz de hablar. Se pegó más al costado de su amigo, y los dos se quedaron en silencio mientras se desvanecía la luz escarlata.

—¿Adónde has llevado a los cachorros? —preguntó Látigo Gris al fin—. Deberían estar enterrados con su madre.

—¿Enterrados? Látigo Gris, ¿es que no lo sabes? Los cachorros están vivos.

Su amigo se quedó mirándolo con la boca abierta; sus ojos dorados empezaron a brillar.

—¿Vivos… los hijos de Corriente Plateada… mis hijos…? ¿Dónde están?

—En la maternidad. —Le dio un breve lametón—. Flor Dorada los está amamantando.

—Pero no se hará cargo de ellos, supongo. ¿Ella sabe que son de Corriente Plateada?

—Todo el clan lo sabe —admitió Corazón de Fuego con reticencia—. Garra de Tigre se ha encargado de eso. Pero Flor Dorada no culpa a los cachorros, y Estrella Azul tampoco. Estarán bien atendidos, te lo aseguro.

El guerrero gris se puso en pie pesadamente, moviéndose con rigidez tras su larga vigilia. Miró dubitativo a Corazón de Fuego, como si no pudiera creer que el clan hubiera aceptado realmente a los pequeños.

—Quiero verlos.

—Entonces vamos —maulló Corazón de Fuego, y lo alegró que su amigo estuviese dispuesto a volver—. Estrella Azul me ha mandado que te lleve a casa.

Abrió la marcha a través del bosque, cada vez más oscuro. Látigo Gris caminaba tras él pero miraba hacia atrás continuamente, como si no soportara alejarse de Corriente Plateada. No habló, y Corazón de Fuego guardó silencio para dejarlo a solas con sus recuerdos.

Cuando llegaron al campamento, se habían formado grupos de guerreros y aprendices que murmuraban con curiosidad, y todo parecía normal para una cálida noche de la estación de la hoja nueva. Fronde Dorado y Manto Polvoroso se hallaban junto a la mata de ortigas, compartiendo una pieza de carne fresca, y delante de la guarida de los aprendices, Espino y Centellina rodaban por el suelo jugando a pelearse mientras Zarpa Rauda los observaba. No se veía por ningún lado a Garra de Tigre ni a Estrella Azul.

Corazón de Fuego soltó un suspiro de alivio. Quería que Látigo Gris estuviera tranquilo, al menos hasta que hubiera visitado a los cachorros, sin sentir culpabilidad ni la hostilidad de sus colegas guerreros.

Pero entonces, de camino a la maternidad, se encontraron con Tormenta de Arena. Ella se detuvo bruscamente y miró a Corazón de Fuego, luego a Látigo Gris, y de nuevo a Corazón de Fuego.

—Hola —maulló el joven guerrero, procurando sonar tan afable como siempre—. Vamos a visitar a los cachorros. ¿Nos vemos luego en la guarida?

—Tú quizá —gruñó Tormenta de Arena, mirando a Látigo Gris con desprecio—. Pero a él mantenlo alejado de mí, es lo único que te pido. —Y se marchó con la cabeza y la cola bien altas.

A Corazón de Fuego se le cayó el alma a los pies. Recordó lo hostil que era Tormenta de Arena con él cuando se unió al clan. La gata había tardado mucho tiempo en ablandarse. ¿Cuánto pasaría hasta que volviera a tratar a Látigo Gris como a un amigo?

Éste pegó las orejas al cráneo.

—Tormenta de Arena ya no me quiere aquí. Y los demás tampoco.

—Yo sí —replicó Corazón de Fuego—. Arriba. Vamos a ver a tus cachorros.