Con el corazón desbocado, el joven guerrero miró a la pareja. Ella se estremeció de felicidad; sus ojos verdes relucían de orgullo.
—¿Qué vais a tener cachorros? —repitió alarmado—. ¿Es que os habéis vuelto locos? ¡Será un desastre!
Látigo Gris parpadeó sin mirar a su amigo.
—No… no necesariamente. Es decir, esos cachorros nos unirán para siempre.
—Pero ¡procedéis de clanes diferentes! —protestó Corazón de Fuego. La inquietud que reflejaba la cara de su amigo indicaba que sabía de sobra qué problemas iban a provocar esos gatitos—. Ni siquiera podrás reclamarlos como hijos tuyos, Látigo Gris. Y tú, Corriente Plateada —añadió, volviéndose hacia la gata—, no podrás contarle a nadie quién es el padre.
—Me da igual —replicó ella, dándose un lametón en el pecho—. Yo lo sabré. Es lo único que importa.
Látigo Gris no parecía tan seguro de eso.
—Es absurdo que nadie pueda saberlo —musitó—. No hemos hecho nada vergonzoso. —Se pegó al costado de Corriente Plateada y lanzó a su amigo una mirada de impotencia.
—Yo sé que eso es lo que sientes —admitió Corazón de Fuego con énfasis—. Pero esto no es bueno, Látigo Gris; y lo sabes.
Se le encogió el corazón al pensar en los problemas que aquello causaría en el futuro. Cuando los cachorros crecieran y se convirtieran en guerreros, ¡Látigo Gris podría tener que luchar contra ellos! Estaría dividido entre la lealtad a la sangre de su sangre y la lealtad a su clan y el código guerrero. No veía cómo su amigo podría mantenerse fiel a ambas cosas.
Se preguntó si habría sucedido lo mismo con Vaharina y Pedrizo. ¿Sus padres del Clan del Trueno habrían tenido que combatir alguna vez contra ellos? Recordó a Corazón de Roble, intentando defenderlos del ataque del Clan del Trueno: ¿cómo les habría explicado eso el guerrero del Clan del Río? Era una situación imposible, y ahora todo volvería a empezar con una nueva camada de cachorros.
Pero Corazón de Fuego sabía que era inútil decir nada de eso. Miró arriba y abajo la línea de arbustos por si se estaba acercando algún gato, y luego maulló:
—Es hora de que nos marchemos. El sol ya debe de estar en lo más alto. Nos echarán de menos en el campamento.
Látigo Gris tocó suavemente la nariz de Corriente Plateada con la suya.
—Corazón de Fuego tiene razón —murmuró—. Debemos irnos. Y no te preocupes —añadió—. Serán los cachorros más hermosos del bosque.
La gata entornó los ojos afectuosamente, y habló con un profundo ronroneo:
—Lo sé. Encontraremos la manera de resolver esto.
Se quedó observando cómo los dos guerreros salían de entre los arbustos y bajaban la ladera hacia el río crecido. Látigo Gris no dejaba de mirar atrás, como si no soportara alejarse de su amada.
Corazón de Fuego sintió como si se hubiera tragado una piedra. «¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien descubra esto?», se preguntó.
Mientras cruzaban el tronco para regresar a su territorio, Corazón de Fuego seguía con un nudo en el estómago por la ansiedad, aunque intentaba sacarse el problema de la cabeza. En ese momento era más importante decidir qué contar si alguien había notado su ausencia.
—Creo que deberíamos cazar un poco —le dijo a Látigo Gris—. Así por lo menos…
Lo interrumpió un emocionado maullido en el lindero del bosque:
—¡Corazón de Fuego! ¡Corazón de Fuego!
El joven guerrero se quedó mirando incrédulo cómo un cuerpecillo blanco irrumpía por los helechos que bordeaban los árboles: ¡Pequeño Nimbo!
—¡Oh, cagarrutas de ratón! —masculló Látigo Gris.
Corazón de Fuego avanzó por la hierba.
—Pequeño Nimbo, ¿qué estás haciendo aquí? Te había dicho que te quedaras en la maternidad.
—He seguido vuestro rastro —anunció muy ufano—. Desde el campamento.
Mirando los relucientes ojos azules del cachorro, Corazón de Fuego sintió náuseas de aprensión. Sus oportunidades de regresar al campamento con la historia de que habían salido temprano a cazar acababan de esfumarse. Pequeño Nimbo debía de haberlos visto cruzar el río.
—He seguido vuestro rastro oloroso hasta los pasaderos —continuó el cachorro—. Corazón de Fuego, ¿qué estabais haciendo en el territorio del Clan del Río?
Antes de que pudiera improvisar una respuesta, sonó otra voz… un gruñido grave y amenazador:
—Sí, a mí también me gustaría saberlo.
A Corazón de Fuego se le aflojaron las patas al ver a Garra de Tigre abrirse paso entre los helechos marrones y quebradizos.
—¡Corazón de Fuego es muy valiente! —exclamó Pequeño Nimbo, mientras al joven guerrero, con la boca medio abierta, se le derretía el cerebro de terror—. Ha salido en una misión guerrera especial… Eso es lo que me ha contado.
—¿Ah, sí? —siseó Garra de Tigre, con un fulgor de interés en los ojos—. ¿Y te ha contado también en qué consistía esa misión especial?
—No, pero me lo imagino. —Pequeño Nimbo se estremeció de emoción—. Ha ido con Látigo Gris a espiar al Clan del Río. Corazón de Fuego, ¿has…?
—Silencio, pequeño —lo interrumpió el lugarteniente—. ¿Y bien? —desafió al joven guerrero—. ¿Es eso cierto?
Corazón de Fuego miró de reojo a Látigo Gris. Su amigo estaba petrificado y sus ojos amarillos miraban horrorizados al lugarteniente; era obvio que no iba a serle de gran ayuda.
—Queríamos ver hasta dónde había llegado la inundación —maulló Corazón de Fuego. Eso no era exactamente una mentira.
—¡Oh! —Garra de Tigre hizo una pausa para mirar en todas direcciones lentamente, y luego preguntó—: ¿Qué ha pasado con el resto de vuestra patrulla? Algún gato debe de haberos enviado —añadió—. No he sido yo, aunque soy quien ha organizado todas las demás patrullas.
—Sólo pensábamos… —empezó Látigo Gris débilmente.
Garra de Tigre no le hizo caso. Acercó tanto la cabeza a Corazón de Fuego que éste pudo oler su aliento rancio.
—En mi opinión, minino casero, eres excesivamente amistoso con el Clan del Río. Quizá hayas ido a su territorio a espiar… o puede que estés espiando para ellos. ¿En qué lado estás?
—¡No tienes derecho a acusarme! —Corazón de Fuego erizó el lomo—. Yo soy leal al Clan del Trueno.
De la garganta de Garra de Tigre brotó un gruñido profundo.
—Entonces no te importará que le contemos a Estrella Azul lo de esta expedición tuya. Y veremos si ella cree que eres tan leal… Y en cuanto a ti… —Fulminó con la mirada a Pequeño Nimbo, quien intentó sostener aquella mirada ámbar con audacia, pero no pudo evitar retroceder un paso—. Estrella Azul ordenó que los cachorros no salieran solos del campamento. ¿O es que crees que las órdenes del clan no te incluyen a ti, como le pasa al minino casero de tu pariente?
Por una vez, Pequeño Nimbo no respondió; sus ojos azules parecían aterrorizados.
Garra de Tigre dio media vuelta y se dirigió a los árboles con largos pasos.
—Vamos, estamos perdiendo el tiempo. Seguidme todos —gruñó.
Cuando llegaron al campamento, Corazón de Fuego vio a Estrella Azul al pie de la Peña Alta. Una patrulla formada por Tormenta Blanca, Rabo Largo y Musaraña la estaba informando.
—El arroyo se ha desbordado hasta el Sendero Atronador —decía Tormenta Blanca—. Si el nivel del agua no baja, no podremos llegar a la próxima Asamblea.
—Aún queda tiempo antes de… —Estrella Azul se interrumpió al ver acercarse a Garra de Tigre—. ¿Qué ocurre?
—Te he traído a estos gatos —gruñó el lugarteniente—. Un cachorro desobediente y dos traidores.
—¡Traidores! —repitió Rabo Largo. Sus ojos se clavaron en los de Corazón de Fuego con un brillo desagradable—. Justo lo que me esperaba de una mascota —añadió con desprecio.
—Ya basta —ordenó la líder con la leve insinuación de un gruñido. Inclinó la cabeza hacia los componentes de la patrulla—. Podéis iros, todos. —Cuando se alejaron, se volvió hacia Garra de Tigre—. Cuéntame qué ha ocurrido.
—Vi a este cachorro saliendo del campamento —empezó el lugarteniente, señalando a Pequeño Nimbo con la cola—, después de que hubieras ordenado que ni los cachorros ni los aprendices salieran sin un guerrero. Pensaba traerlo de regreso, pero al llegar al barranco me di cuenta de que estaba siguiendo un rastro oloroso. —Hizo una pausa para mirar desafiante a Corazón de Fuego y Látigo Gris—. El rastro llevaba hasta los pasaderos, río abajo de las Rocas Soleadas. ¿Y qué es lo que me encontré allí? Pues a estos dos valientes guerreros, volviendo del territorio del Clan del Río. Cuando les pregunté qué estaban haciendo, adujeron que querían comprobar hasta dónde se extendía la inundación.
Corazón de Fuego se preparó para la ira de Estrella Azul, pero la líder permaneció tranquila.
—¿Es eso cierto? —preguntó.
Durante el trayecto de vuelta desde los pasaderos, Corazón de Fuego había tenido tiempo para pensar. No se imaginaba los problemas que tendría si intentaba mentirle a Estrella Azul de nuevo. Ahora, al ver la sabiduría en el rostro de la gata y la penetrante mirada de sus ojos azules, supo que tenía que contarle la verdad.
—Sí —admitió—. Podemos explicarlo, pero… —Miró de soslayo a Garra de Tigre.
Estrella Azul cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, su expresión era tan indescifrable como siempre.
—Garra de Tigre, yo me ocuparé de esto. Puedes irte.
El lugarteniente puso cara de querer protestar, pero guardó silencio bajo la firme mirada de Estrella Azul. Se despidió con un breve gesto de cabeza y se encaminó al montón de carne fresca.
—Veamos, Pequeño Nimbo —maulló Estrella Azul, volviéndose hacia el cachorro blanco—: ¿sabes por qué ordené que los cachorros y aprendices no salieran solos?
—Porque las inundaciones son peligrosas —contestó Pequeño Nimbo—. Pero yo…
—Tú me has desobedecido y debes ser castigado. Ésa es la ley del clan.
Corazón de Fuego pensó que Pequeño Nimbo iba a protestar, pero, para su alivio, el cachorro bajó la cabeza y maulló:
—Sí, Estrella Azul.
—Hace poco, Garra de Tigre te encargó que ayudaras unos días a los veteranos, ¿verdad? Muy bien, puedes retomar esas tareas. Es un honor servir a los mayores, y debes aprender que también es un honor obedecer las leyes. Ahora vete, a ver si tienen trabajo para ti.
Pequeño Nimbo inclinó la cabeza y echó a correr por el claro con la cola muy tiesa. Corazón de Fuego sospechaba que el cachorro disfrutaba bastante cuidando de los veteranos, y que el castigo no era tan malo como podría haber sido. Le preocupaba que Pequeño Nimbo no hubiera aprendido todavía la lección sobre el respeto a las costumbres del clan.
Estrella Azul se puso cómoda sentándose sobre las patas.
—Contadme lo sucedido —invitó a los guerreros.
Tras respirar hondo, Corazón de Fuego le explicó cómo Látigo Gris y él habían rescatado a los cachorros del Clan del Río, y cómo unos guerreros de ese clan los habían conducido a su campamento.
—Aunque en realidad no pudimos ir a su campamento —maulló—. Ha quedado sumergido. De momento, se han instalado en unos arbustos de un terreno más alto.
—Ya veo… —murmuró Estrella Azul.
—No tienen mucho sitio donde resguardarse —continuó el joven—. Y les está resultando difícil encontrar presas. Nos contaron que los Dos Patas han envenenado el río. Los gatos que comen peces caen enfermos.
Mientras hablaba, notó una expresión de inquietud en Látigo Gris, como si a su amigo le pareciera peligroso revelar tantos detalles de la debilidad del Clan del Río. Corazón de Fuego sabía que algunos gatos considerarían aquello como una buena oportunidad para atacar al clan rival. Pero él creía que Estrella Azul no era así. Ella jamás intentaría aprovecharse de los problemas de otros, menos aún en la estación sin hojas.
—De modo que sentimos que teníamos que hacer algo —concluyó Corazón de Fuego—. Y… bien, nos ofrecimos a cazar para el Clan del Río en nuestro territorio. Hemos estado llevando carne fresca al otro lado del río. Garra de Tigre nos ha visto hoy cuando volvíamos.
—No somos traidores —intervino Látigo Gris—. Sólo queríamos ayudar.
Estrella Azul se volvió hacia él, y después de nuevo hacia Corazón de Fuego. Parecía seria, pero en sus ojos había un brillo de comprensión.
—Lo entiendo —murmuró—. Incluso respeto vuestras buenas intenciones. Pero sabéis de sobra que no podéis encargaros de ciertas cosas por vuestra cuenta y riesgo. Habéis actuado engañosamente al escaparos de esa manera. Habéis mentido a Garra de Tigre… o al menos no le habéis contado la verdad —añadió, antes de que Corazón de Fuego pudiera protestar—. Y habéis cazado para otro clan antes que para el vuestro. No es así como se comportan los guerreros.
Incómodo, Corazón de Fuego tragó saliva y miró a su amigo con el rabillo del ojo. Látigo Gris tenía la cabeza inclinada y se miraba las patas avergonzado.
—Sabemos todo eso —admitió Corazón de Fuego—. Lo lamentamos.
—Lamentarlo no siempre es suficiente —repuso Estrella Azul con voz algo cortante—. Tendréis que ser castigados. Y ya que no os habéis comportado como guerreros, veremos si recordáis lo que suponía ser aprendices. De ahora en adelante, cazaréis para los veteranos y os ocuparéis de sus necesidades. Y cuando cacéis, otro guerrero os supervisará.
—¿Qué? —Corazón de Fuego no pudo evitar escandalizarse.
—Habéis quebrantado el código guerrero —le recordó la gata—. Como ya no se puede confiar en vosotros, iréis con alguien que sí sea de confianza. No debe haber más visitas al Clan del Río.
—Pero no nos convertiremos en aprendices de nuevo, ¿verdad? —preguntó Látigo Gris con ansiedad.
—No. —Estrella Azul dejó que un destello divertido suavizara su mirada—. Seguís siendo guerreros. Una hoja no puede volver al brote. Pero viviréis como aprendices hasta que considere que habéis aprendido la lección.
Corazón de Fuego se obligó a respirar con normalidad. Estaba tan orgulloso de ser guerrero que lo abrumaba la vergüenza ante la idea de perder sus privilegios como tal. Pero sabía que era inútil discutir con Estrella Azul, y en lo más profundo admitía que el castigo era justo. Inclinó la cabeza respetuosamente.
—Muy bien, Estrella Azul.
—Y de verdad que lo lamentamos mucho —añadió Látigo Gris.
—Lo sé. —La gata le hizo una señal con la cabeza—. Tú puedes irte, Látigo Gris. Corazón de Fuego, quédate un momento.
Sorprendido, el joven guerrero esperó algo nervioso para saber qué quería la líder del clan.
La gata aguardó hasta que Látigo Gris ya no podía oírlos. Entonces preguntó:
—Dime, ¿ha muerto algún gato del Clan del Río en las inundaciones? —Sonó abstraída, y por una vez no miró al joven a los ojos—. ¿Algún guerrero?
—No que yo sepa. Estrella Doblada no mencionó que hubiera muerto ningún gato.
Estrella Azul frunció el entrecejo, pero no hizo más preguntas. Movió levemente la cabeza, como para sí misma. Después, tras una breve vacilación, despachó al joven.
—Busca a Látigo Gris y dile que podéis comer —ordenó con voz inexpresiva y firme de nuevo—. Y mándame a Garra de Tigre.
Corazón de Fuego inclinó la cabeza y se levantó para irse. Mientras cruzaba el claro, se volvió para mirar a la líder, que seguía sentada al pie de la Peña Alta, con los ojos clavados en el infinito. No pudo evitar sentirse perplejo por sus apremiantes preguntas. «¿Por qué tendrían que preocuparle tanto los guerreros del Clan del Río?», se preguntó.