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13

Era una mañana fría y nublada. De mala gana, Corazón de Fuego salió de su cálido lecho y fue a despertar a Látigo Gris con un empujoncito.

—¿Qué…? —El guerrero gris dio una sacudida y volvió a ponerse cómodo, enroscando la cola sobre la nariz—. Lárgate, Corazón de Fuego.

Éste le propinó un cabezazo en uno de sus anchos omóplatos.

—Vamos, levántate —susurró al oído de su amigo—. Tenemos que cazar para el Clan del Río.

Al oír esto, Látigo Gris se incorporó y abrió las mandíbulas en un gran bostezo. Corazón de Fuego se sentía igual de cansado que él; facilitar carne fresca al clan rival mientras cumplían con sus obligaciones en el propio les estaba consumiendo todo su tiempo y energía. Habían cruzado el río con presas varias veces, y de momento habían tenido suerte. Ningún gato de su clan había descubierto lo que estaban haciendo.

Desperezándose, Corazón de Fuego miró cautelosamente alrededor. La mayoría de los guerreros estaban acurrucados entre el musgo, dormidos; no harían preguntas incómodas. Garra de Tigre no era más que un bulto de pelaje atigrado en su lecho.

Salió por entre las ramas de la guarida. Al principio pensó que todos los demás gatos estaban durmiendo, pero entonces vio a Pecas salir de la maternidad y olfatear el aire. Como si no le hubiera gustado el viento crudo y húmedo que la recibió, dio marcha atrás casi instantáneamente.

Corazón de Fuego se volvió para mirar a Látigo Gris, que estaba sacudiéndose trocitos de musgo del pelo.

—De acuerdo —maulló—. Ya podemos irnos.

Atravesaron el claro en dirección al túnel de aulagas pero, justo cuando lo estaban alcanzando, una voz familiar exclamó a sus espaldas:

—¡Corazón de Fuego! ¡Corazón de Fuego!

Éste se quedó de piedra y miró atrás. Pequeño Nimbo iba como una flecha hacia ellos, aullando:

—¡Corazón de Fuego! ¡Espérame!

—¿Por qué tu pariente siempre aparece en los momentos más inoportunos? —gruñó Látigo Gris.

—El Clan Estelar sabrá —suspiró Corazón de Fuego.

—¿Adónde vais? —preguntó Pequeño Nimbo sin resuello tras frenar en seco ante los jóvenes guerreros—. ¿Puedo acompañaros?

—No —respondió Látigo Gris—. Sólo los aprendices pueden salir con los guerreros.

Pequeño Nimbo le lanzó una mirada de antipatía.

—Pero yo pronto seré aprendiz, ¿verdad, Corazón de Fuego?

—Pronto no significa ya —le recordó el joven guerrero, impaciente. Si se retrasaban mucho más, todo el clan estaría despierto y querrían saber adónde iban—. Esta vez no puedes venir, Pequeño Nimbo. Vamos a salir en una misión guerrera especial.

Los ojos azules de Pequeño Nimbo se dilataron de asombro.

—¿Es un secreto?

—Sí —siseó Corazón de Fuego—. Especialmente para los cachorros entrometidos.

—Yo no se lo contaré a nadie —prometió Pequeño Nimbo muy ansioso—. Corazón de Fuego, por favor, déjame ir.

—No. —El joven intercambió una mirada de exasperación con Látigo Gris—. Escucha, Pequeño Nimbo, vuelve a la maternidad ahora mismo, y tal vez te lleve más tarde a hacer prácticas de caza. ¿De acuerdo?

—De acuerdo… supongo —respondió el cachorro, enfurruñado, pero dio media vuelta y se alejó.

Corazón de Fuego lo observó hasta que entró en la boca del túnel. Al cabo de unos momentos, estaba subiendo el barranco a la carrera con Látigo Gris a su lado.

—Espero que Pequeño Nimbo no le cuente a todo el clan que hemos salido temprano con una misión secreta —resolló Látigo Gris.

—Bueno, nos preocuparemos de eso más tarde.

Se dirigieron a los pasaderos. El árbol caído seguía allí para ayudarlos a cruzar el río, y cazar cerca significaba que tendrían que recorrer menos distancia con las presas, y que era menos probable que los descubrieran.

Para cuando alcanzaron el lindero del bosque, la luz diurna era más intensa, pero la salida del sol quedaba oculta tras una masa de nubes grises. El viento arrastraba gotitas de lluvia. Corazón de Fuego supuso que todas las presas sensatas estarían acurrucadas en sus madrigueras. Levantó la cabeza para olisquear. La brisa llevaba el olor de una ardilla, reciente y no muy lejano. Empezó a acechar entre los árboles. Pronto vio a su presa, rebuscando entre el mantillo al pie de un roble. Mientras el gato la observaba, ella se sentó y comenzó a mordisquear una bellota que sujetaba con las patas delanteras.

—Si nos descubre —le dijo Látigo Gris al oído—, trepará al árbol en un abrir y cerrar de ojos.

Corazón de Fuego asintió.

—Rodearemos el árbol —murmuró—. Llegaremos hasta ella por ese lado.

Su amigo se separó de él, una silenciosa figura gris entre las sombras de los árboles. Corazón de Fuego se pegó al suelo, adoptando la posición del cazador, y empezó a avanzar sigilosamente hacia la ardilla. Vio cómo la criatura erguía las orejas y miraba alrededor como si algo la hubiera alarmado; tal vez había vislumbrado un movimiento de Látigo Gris o había captado su olor.

Entonces Corazón de Fuego saltó sobre ella. Sus uñas clavaron la ardilla al suelo, y Látigo Gris corrió a terminar el trabajo.

—Bien hecho —gruñó Corazón de Fuego.

Látigo Gris escupió un bocado de pelo.

—Es vieja y fibrosa, pero servirá.

Continuaron cazando hasta que reunieron un conejo y un par de ratones. Para entonces, aunque no podía verlo, Corazón de Fuego supuso que el sol estaría ya casi en lo más alto.

—Será mejor que llevemos esto al Clan del Río —maulló—. Pronto nos echarán de menos en el campamento.

Trastabillando un poco por el peso de la ardilla y uno de los ratones, abrió la marcha hasta el árbol caído. Para su alivio, el agua no había subido más, y atravesar el río parecía más fácil después de haberlo hecho varias veces. Sin embargo, se sintió inquieto al pasar entre las ramas, consciente de que era bien visible para cualquier gato del Clan del Trueno que estuviera patrullando el lindero del bosque.

Nadaron el último tramo y salieron a la orilla del clan rival. Después de sacudirse el agua, se encaminaron rápidamente a los arbustos en que el Clan del Río había instalado su campamento provisional.

Debía de haber alguien vigilando, porque, cuando se acercaron, Leopardina salió de entre los arbustos.

—Bienvenidos —maulló, mucho más amistosa que la primera vez que se los encontró con los dos cachorros rescatados.

Corazón de Fuego la siguió a la seguridad de las ramas de espino, recordando cómo Látigo Gris y él se habían escondido allí para esperar a Corriente Plateada. Los gatos del Clan del Río habían trabajado duro desde que la inundación los expulsó de su campamento. Habían recogido musgo para los lechos y excavado un lugar junto a las raíces de un gran arbusto donde almacenar la carne fresca. Ese día no había más que unos pocos ratones y un par de mirlos, lo que volvió aún más valiosa la contribución de los gatos del Clan del Trueno. Corazón de Fuego dejó sus presas en el montón, y Látigo Gris lo imitó.

—¿Eso es más carne fresca? —Pedrizo apareció con Corriente Plateada justo detrás de él—. ¡Estupendo!

—Primero tenemos que alimentar a los veteranos y a las reinas que están amamantando —le recordó Leopardina.

—Yo llevaré algo a los veteranos —se ofreció Corriente Plateada. Dedicó una larga mirada a Látigo Gris y añadió—: Tú puedes ayudarme. ¿Cargas con ese conejo?

Corazón de Fuego dio un respingo. Corriente Plateada no se arriesgaría a pasar un rato a solas con Látigo Gris en medio de su propio campamento, ¿verdad? En sus anteriores visitas, la gata había guardado las distancias.

Látigo Gris no necesitó otra invitación.

—Por supuesto —maulló. Agarró el conejo y siguió a Corriente Plateada fuera de los arbustos.

—Han tenido una buena idea —aprobó Pedrizo—. Corazón de Fuego, ¿quieres llevar la ardilla a las reinas con crías de pecho? Así podrán darte las gracias personalmente.

Algo aturdido, el joven aceptó. Mientras seguía a Pedrizo, reflexionó sobre lo raro que era mirar al guerrero del Clan del Río sabiendo que era mitad del Clan del Trueno, especialmente porque el propio Pedrizo lo desconocía.

En la improvisada maternidad, se alegró de volver a ver a Vaharina, tendida de costado mientras sus cachorros mamaban felices. Pero no podía evitar preocuparse por su compañero. Después de saludar a las reinas y ayudarlas a repartir la ardilla, le dijo a Pedrizo en voz baja:

—¿Puedes enseñarme adónde ha ido Látigo Gris? Deberíamos regresar antes de que alguien repare en nuestra ausencia.

—Claro. Por aquí —contestó Pedrizo, y lo guió hasta un lugar situado a lo largo de la elevación, donde tres o cuatro veteranos estaban acomodados en un lecho de brezo y hojas de helecho, comiéndose el conejo.

Látigo Gris y Corriente Plateada estaban observándolos en silencio, sentados juntos pero sin tocarse, con la cola enroscada alrededor de las patas. En cuanto vieron a Corazón de Fuego, se pusieron en pie y se le acercaron.

Los ojos del guerrero gris centelleaban con una mezcla de ilusión y temor.

—¡Corazón de Fuego! —exclamó—. ¡No vas a creer lo que acaba de contarme Corriente Plateada!

Corazón de Fuego miró hacia atrás, pero Pedrizo ya estaba desapareciendo entre los arbustos. Los veteranos, tras terminar de comer, parecían adormilados y ninguno prestaba atención al guerrero gris.

—Está bien, ¿qué pasa? —maulló Corazón de Fuego, mientras se le empezaba a erizar el pelo de inquietud—. Pero habla en voz baja.

Látigo Gris parecía a punto de estallar.

—Pues que Corriente Plateada y yo ¡vamos a tener cachorros! —susurró.