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7

Confuso y desalentado, Corazón de Fuego se encaminó al dormitorio de los guerreros. Antes de llegar, vaciló. No le apetecía encontrarse con Garra de Tigre, y no estaba de humor para compartir lenguas con sus amigos.

En vez de eso, casi inconscientemente se dirigió al túnel de helechos que llevaba a la guarida de Fauces Amarillas. Carbonilla apareció cojeando y casi chocó contra él. El joven cayó sentado de culo con un golpe sordo, y la gata frenó en seco, rociándolo de nieve.

—Lo siento, Corazón de Fuego —se disculpó sin aliento—. No te había visto.

El guerrero se sacudió la nieve de encima. De pronto se sintió más animado al ver a Carbonilla, con sus ojos azules centelleando juguetones y el pelo tieso en todas direcciones. Ése era el aspecto que solía tener antes del accidente, cuando era su aprendiza. Había temido que aquella Carbonilla se hubiera esfumado para siempre.

—¿A qué se debe tanta prisa? —le preguntó.

—Voy por hierbas para Fauces Amarillas —explicó la gatita—. Como hay tantos que se han puesto enfermos con esta nieve, las reservas se están agotando. Quiero traer todo lo que pueda antes de que anochezca.

—Yo te ayudaré. —Estrella Azul le había dicho que hiciera algo útil, y ni siquiera Garra de Tigre podría poner reparos a que recolectara hierbas para la curandera.

—¡Genial! —exclamó Carbonilla alegremente.

Así pues, cruzaron el claro en dirección al túnel de aulagas. Corazón de Fuego tenía que reducir el paso para ajustarlo al de Carbonilla, pero a ella no parecía importarle, si es que lo había notado.

Justo antes de llegar al túnel, él oyó unas agudas voces de cachorros. Se volvió hacia las ramas de un árbol caído, cerca de la guarida de los veteranos. Un grupo de cachorros había rodeado a Cola Rota, a quien habían cedido un lecho entre las ramas.

Desde que Estrella Azul le había concedido asilo, Cola Rota vivía solo en su refugio, custodiado por guardias. Pocos gatos pasaban por allí, y los cachorros no tenían ninguna razón para estar cerca de él.

—¡Proscrito! ¡Traidor! —se mofó Pequeño Nimbo con un maullido estridente.

Corazón de Fuego vio alarmado cómo el cachorro blanco corría, le clavaba una uña en las costillas a Cola Rota y se ponía fuera de su alcance a toda prisa. Otro de los pequeños lo imitó, chillando:

—¡No puedes atraparme!

Cebrado, que estaba de guardia vigilando al gato ciego, no hizo ni amago de ahuyentar a los cachorros. Estaba sentado a un zorro de distancia, observando la escena cómodamente, con un fulgor divertido en los ojos.

Cola Rota negó con la cabeza con frustración, pero con sus ojos inservibles y velados no podía desquitarse. El oscuro pelaje atigrado parecía deslucido y apelmazado, y su ancha cara estaba llena de cicatrices, algunas causadas por los zarpazos que le habían destrozado los ojos. Ya no quedaba ni rastro del antiguo líder arrogante y sanguinario.

Corazón de Fuego intercambió una mirada de inquietud con Carbonilla. Sabía que muchos gatos pensaban que Cola Rota merecía sufrir, pero al ver al antiguo líder tan viejo y desvalido, no pudo evitar sentir una pizca de lástima por él. Se fue enfadando más a medida que seguían las burlas.

—Espérame —le dijo a Carbonilla, y corrió hacia el borde del claro.

Vio cómo Pequeño Nimbo saltaba sobre la cola del macho ciego y le clavaba sus afilados dientes. Cola Rota se apartó a trompicones con sus patas inestables, y alargó una zarpa en dirección al cachorro.

Al instante, Cebrado se puso en pie, bufando:

—¡Toca a ese cachorro, traidor, y te haré trizas el pellejo!

Corazón de Fuego estaba demasiado furioso para hablar. Saltó sobre Pequeño Nimbo, lo agarró del pescuezo y lo separó de Cola Rota.

Pequeño Nimbo protestó con un quejido:

—¡Suelta! ¡Me haces daño!

Corazón de Fuego lo soltó bruscamente sobre la nieve y gruñó enseñando los dientes.

—¡Marchaos a casa! —ordenó a los otros cachorros—. Vamos, a casa con vuestras madres. ¡Ahora mismo!

Los gatitos se quedaron mirándolo con ojos de miedo, y luego echaron a correr y desaparecieron en la maternidad.

—Y en cuanto a ti… —siseó Corazón de Fuego encarándose a Pequeño Nimbo.

—Deja al crío en paz —lo interrumpió Cebrado, colocándose junto a Pequeño Nimbo—. No está haciendo nada malo.

—Tú no te metas en esto, Cebrado —gruñó Corazón de Fuego.

Cebrado lo apartó al pasar, casi derribándolo, antes de regresar con su prisionero.

—¡Minino casero! —espetó con desprecio por encima del hombro.

Corazón de Fuego se puso en tensión. Le entraron ganas de saltar sobre Cebrado y hacerle tragar sus insultos, pero se refrenó. Aquél no era momento para que los guerreros del Clan del Trueno empezaran a pelear entre ellos. Además, tenía que ocuparse de Pequeño Nimbo.

—¿Has oído eso? —le preguntó, fulminándolo con la mirada—. ¿Lo de minino casero?

—¿Y? —refunfuñó el cachorro blanco con rebeldía—. ¿Qué es un minino casero?

Corazón de Fuego tragó saliva al comprender que Pequeño Nimbo aún no sabía qué significaban sus orígenes para el clan.

—Bueno, un minino casero es un gato que vive con Dos Patas —empezó el joven, con tacto—. Algunos gatos de clan no creen que un gato así pueda llegar a ser un buen guerrero. Y eso me incluye a mí, porque yo, al igual que tú, nací donde viven los Dos Patas.

Mientras Corazón de Fuego hablaba, los ojos de Pequeño Nimbo se fueron dilatando cada vez más.

—¿Qué quieres decir? —maulló—. ¡Yo nací aquí!

Corazón de Fuego se quedó mirándolo fijamente.

—No, no es así —replicó—. Tu madre es mi hermana Princesa. Ella vive en una casa de Dos Patas. Te entregó al clan cuando eras muy chiquitín, para que pudieras ser guerrero.

Durante unos momentos, Pequeño Nimbo permaneció inmóvil, como si fuera un cachorro de hielo y nieve.

—¿Por qué no me lo habías contado? —quiso saber.

—Lo lamento. Yo… creía que lo sabías. Creía que Pecas te lo habría dicho.

Pequeño Nimbo retrocedió un par de colas. La conmoción de sus ojos azules fue reemplazada poco a poco por un frío entendimiento.

—Así que por eso me odian los otros gatos —bufó—. Creen que nunca haré nada bueno porque no nací en ésta porquería de bosque. ¡Qué estupidez!

Corazón de Fuego procuró tranquilizarlo. No pudo evitar recordar lo emocionada que estaba Princesa cuando entregó su hijo al clan, y cómo él le había prometido que Pequeño Nimbo tendría por delante una vida maravillosa. Ahora estaba obligando a Pequeño Nimbo a pensar en su pasado, y en las dificultades que lo esperaban antes de ser aceptado por el clan. ¿Y si el cachorro empezaba a creer que Corazón de Fuego y Princesa habían tomado una decisión equivocada? Suspiró.

—Quizá sea una estupidez, pero así es como es —le dijo—. Yo debería saberlo. Mira, los guerreros como Cebrado opinan que ser un gato doméstico es algo malo. Pero sólo significa que tenemos que esforzarnos el doble para demostrarles que la sangre de gato casero no es algo vergonzoso.

Pequeño Nimbo se irguió.

—¡No me importa! —exclamó—. Voy a ser el mejor guerrero del clan. Pelearé con cualquier gato que diga lo contrario. Seré lo bastante valiente como para matar proscritos como el viejo Cola Rota.

Corazón de Fuego sintió alivio al ver que el temple de Pequeño Nimbo estaba superando la impresión de su descubrimiento. Pero no estaba seguro de que el cachorro comprendiera realmente el significado del código guerrero.

—Ser guerrero es algo más que matar —advirtió a Pequeño Nimbo—. Un verdadero guerrero, el mejor guerrero, no es cruel ni mezquino. No araña a un enemigo indefenso. ¿Qué tiene eso de honorable?

Pequeño Nimbo bajó la cabeza. Corazón de Fuego esperaba haber dicho lo apropiado. Al buscar a Carbonilla con la mirada, vio que la joven se había acercado a Cola Rota y estaba examinando donde el cachorro le había mordido la cola.

—No hay heridas —informó la gata al macho ciego.

Cola Rota estaba agachado muy quieto, con los destrozados ojos fijos en sus patas, y no respondió. De mala gana, Corazón de Fuego se le acercó y lo obligó a levantarse con unos suaves empujoncitos.

—Vamos —maulló—. Te acompañaré a tu guarida.

Cola Rota se volvió en silencio, y dejó que Corazón de Fuego lo guiara de vuelta al hueco lleno de hojas que había debajo de las ramas resecas. Cebrado los miró pasar con una desdeñosa sacudida de la cola.

—Muy bien, Carbonilla —dijo Corazón de Fuego cuando Cola Rota estuvo instalado—. Vayamos a buscar esas hierbas.

—¿Adónde vais? —intervino Pequeño Nimbo, saltando hacia ellos con toda su energía recuperada—. ¿Puedo acompañaros?

Al ver que Corazón de Fuego dudaba, Carbonilla maulló:

—Oh, déjalo venir. Sólo se mete en problemas porque se aburre. Y nos vendría bien un poco más de ayuda.

Los ojos del pequeño brillaron de alegría, y de su garganta brotó un sonoro ronroneo, un ruido tremendo para proceder de un cuerpo tan diminuto y peludo.

Cojeando resueltamente, Carbonilla abrió la marcha por el barranco hasta la hondonada donde los aprendices realizaban sus sesiones de entrenamiento. El sol ya estaba empezando a descender y proyectaba largas sombras azuladas sobre la nieve. Pequeño Nimbo se puso a corretear delante de ellos, metiendo la nariz en los agujeros de las rocas y acechando a presas imaginarias.

—¿Cómo vamos a encontrar hierbas con el suelo cubierto de nieve? —preguntó Corazón de Fuego—. ¿No estará todo congelado?

—Todavía habrá bayas —repuso la gata—. Fauces Amarillas me ha pedido que busque enebro, que es bueno para la tos y el dolor de barriga, y retama para hacer cataplasmas para las patas rotas y las heridas. Oh, y corteza de aliso para el dolor de muelas.

—¡Bayas! —Pequeño Nimbo patinó de lado hacia ellos—. ¡Te encontraré montones! —Y salió disparado hacia un macizo de arbustos que crecían en la ladera de la hondonada.

Carbonilla agitó la cola divertida.

—Tiene mucho entusiasmo —señaló—. Cuando sea aprendiz, aprenderá deprisa.

Corazón de Fuego hizo un sonido gutural evasivo. La energía de Pequeño Nimbo le recordaba a Carbonilla cuando la nombraron su aprendiza. Sólo que Carbonilla jamás se habría burlado de un gato desvalido como el ciego Cola Rota.

—Bueno, si se convierte en mi aprendiz, será mejor que empiece a escuchar lo que le digo —masculló.

—¿Ah, sí? —Carbonilla le lanzó una mirada juguetona—. Eres un mentor de lo más duro… ¡Todos tus aprendices temblarán de patas a cabeza!

Corazón de Fuego vio sus ojos risueños y empezó a relajarse. Como de costumbre, estar con Carbonilla le levantaba el ánimo. Dejaría de preocuparse por Pequeño Nimbo y se dedicaría a la tarea que habían ido a hacer.

—¡Carbonilla! —llamó Pequeño Nimbo desde un extremo de la hondonada—. Aquí hay bayas… ¡Ven a echarles un vistazo!

Corazón de Fuego volvió la cabeza y vio al cachorro blanco debajo de un pequeño arbusto de hojas oscuras que asomaba entre dos rocas. En los tallos crecían bayas de un vivo escarlata.

—Parecen sabrosas —maulló Pequeño Nimbo mientras los otros dos se acercaban. Abrió las fauces para tomar un buen bocado.

En ese instante, Carbonilla soltó un grito ahogado. Para sorpresa de Corazón de Fuego, salió corriendo, impulsándose sobre la nieve todo lo deprisa que podía con su pata herida.

—¡No, Pequeño Nimbo! —aulló.

Se abalanzó sobre el cachorro, al que derribó. Pequeño Nimbo chilló de la impresión y los dos gatos se revolcaron por el suelo. Corazón de Fuego corrió hacia ellos, temiendo que Pequeño Nimbo hiciese daño a la lesionada Carbonilla, pero cuando los alcanzó, ella se quitó al cachorro de encima y se incorporó jadeando.

—¿Has tocado alguna? —exigió saber.

—N… no —tartamudeó Pequeño Nimbo, confundido—. Sólo estaba…

—Mira. —Carbonilla lo empujó hasta que quedó apenas a un ratón del arbusto. Corazón de Fuego nunca la había oído hablar con tanta vehemencia—. Mira pero no toques. Esto es tejo. Las bayas son tan venenosas que las llaman bayas mortales. Una sola podría matarte.

Los ojos de Pequeño Nimbo se habían puesto tan redondos como la luna llena. Mudo por una vez, miró horrorizado a Carbonilla.

—De acuerdo —maulló ella más delicadamente, dándole dos lametones en el omóplato para reconfortarlo—. Esta vez no ha ocurrido. Pero míralo bien ahora, para que no vuelvas a equivocarte. Y jamás… escúchame bien, jamás comas nada si no sabes qué es.

—Sí, Carbonilla —prometió Pequeño Nimbo.

—Ahora sigue buscando bayas. —La gata le dio un empujoncito para que se pusiera en pie—. Y llámame en cuanto encuentres algo.

El cachorro se alejó, mirando por encima del hombro de vez en cuando. Corazón de Fuego no recordaba haberlo visto nunca tan manso. Con lo atrevido que era, se había llevado un auténtico susto.

—Menos mal que estabas aquí, Carbonilla —maulló, con una punzada de culpabilidad por no saber lo suficiente para advertir a Pequeño Nimbo—. Has aprendido muchas cosas de Fauces Amarillas.

—Es una buena maestra —contestó ella.

Se sacudió varios copos de nieve y echó a andar por la hondonada detrás del cachorro. Corazón de Fuego caminó a su lado, aminorando de nuevo el paso para ajustarlo al de ella.

Esta vez, Carbonilla se dio cuenta.

—¿Sabes? La pata ya se me ha curado todo lo que puede curarse —maulló quedamente—. Me dará mucha pena dejar la guarida de Fauces Amarillas, pero no puedo quedarme allí para siempre. —Se volvió hacia Corazón de Fuego. En sus ojos ya no se veía ni rastro de alegría traviesa; en vez de eso, en sus profundidades azules sólo había dolor e incertidumbre—. No sé qué voy a hacer.

El joven guerrero restregó su cara contra la de ella para consolarla un poco.

—Estrella Azul lo sabrá.

—Tal vez. —Carbonilla se encogió de hombros—. Desde que no era más que una cachorrita, quería ser como Estrella Azul. Ella es tan noble… y ha dedicado toda su vida al clan. Pero, Corazón de Fuego, ¿qué puedo dar yo ahora?

—No lo sé —admitió él.

La vida de un gato podía seguirse claramente a través del clan, de cachorro a aprendiz y de ahí a guerrero, o a reina las hembras; y luego, a una edad honorable, retirado, entre los veteranos. Corazón de Fuego no tenía ni idea de qué ocurría con quien quedaba demasiado malherido para la vida guerrera, para las largas patrullas, la caza y la lucha que se exigía a los guerreros. Incluso las reinas que cuidaban de los cachorros en la maternidad habían sido guerreras, y poseían habilidades que les permitían alimentar y defender a sus pequeños.

Carbonilla era valerosa e inteligente, y antes de su accidente había mostrado una energía inagotable y su compromiso con el clan. Todo eso no podía acabar en saco roto. «Esto es culpa de Garra de Tigre —pensó Corazón de Fuego sombríamente—. Él dejó el rastro que produjo el accidente».

—Deberías hablar con Estrella Azul —sugirió—. Pregúntale qué opina.

—Quizá lo haga. —Su amiga se encogió de hombros.

—¡Carbonilla! —Un estridente maullido de Pequeño Nimbo los interrumpió—. ¡Ven a ver lo que he encontrado!

—¡Ya voy, Pequeño Nimbo! —La gata avanzó cojeando, y añadió humorísticamente para Corazón de Fuego—: A lo mejor esta vez es belladona.

Él la vio marcharse. Esperaba que Estrella Azul hallase una manera de dar a la gata una vida provechosa dentro del clan. Su antigua aprendiza tenía razón: Estrella Azul era una gran líder, y no sólo en combate. Realmente se preocupaba por todos sus gatos.

Pensando en eso, Corazón de Fuego se sintió aún más confuso al recordar la reacción de Estrella Azul ante el relato de Tabora. ¿Por qué había reaccionado de una forma tan extraña cuando él le contó que dos guerreros del Clan del Río habían nacido en el del Trueno? La historia la había indignado tanto como para darle la espalda al peligro que suponía Garra de Tigre.

Negó con la cabeza mientras seguía lentamente a Carbonilla. Alrededor de aquellos gatos había un secreto enterrado muy hondo, y él empezaba a sentir que quizá estuviera lejos de su alcance entenderlo alguna vez.