El frío atenazaba el bosque, los campos y los páramos semejaban una garra de hielo. La nieve lo cubría todo, reluciendo débilmente bajo la luna. Nada quebraba el silencio del bosque, excepto el suave susurro de la nieve que ocasionalmente caía de las ramas y el quedo roce de los juncos secos agitados por el viento. Incluso el murmullo del río quedaba silenciado por el hielo que se extendía de orilla a orilla.
Hubo un leve movimiento en el margen del río. Un gran gato marrón rojizo, con el pelaje ahuecado para protegerse del frío, apareció entre los juncos. Se iba hundiendo en la blanda nieve con cada paso que daba, tras lo cual sacudía las patas con impaciencia.
Delante de él, dos cachorritos se afanaban por avanzar con leves quejidos de angustia. Trastabillaban en la nieve y tenían el pelo de la barriga y las patas apelmazado en mechones helados. Cada vez que intentaban detenerse, el macho los obligaba a continuar con suaves empujones.
Los tres caminaron a duras penas a lo largo de la ribera hasta que el río se ensanchó. Aguardaron frente a una pequeña isla, no muy alejada de la orilla y rodeada por densos cañaverales. Los tallos secos de los juncos asomaban a través del hielo. Sauces achaparrados y desnudos ocultaban el centro de la isla, detrás de sus ramas cubiertas de nieve.
—Ya casi hemos llegado —anunció el macho con tono alentador—. Seguidme.
Se deslizó por el margen del río hasta un paso congelado a través de los juncos, y al final saltó a la tierra seca y crujiente de la isla. El mayor de los cachorros lo siguió dando traspiés, pero el más pequeño se desplomó sobre el hielo y se quedó allí, maullando lastimeramente. El macho se le acercó e intentó ponerlo en pie, pero el gatito estaba demasiado exhausto para moverse. Le dio un lametón en las orejas, consolando rudamente a aquella criaturita desvalida, y luego lo agarró por el pescuezo para llevarlo a la isla.
Más allá de los sauces había un campo abierto salpicado de arbustos. La nieve cubría la tierra, surcada de huellas de numerosos gatos. El claro parecía desierto, pero desde los refugios relucían ojos brillantes, observando cómo el macho se encaminaba a la zona de arbustos y cruzaba el muro exterior de zarzas enmarañadas.
El aire gélido del ambiente dio paso a la calidez de la maternidad y el olor a leche. En un mullido nido de musgo y brezo, una gata gris estaba amamantando a un cachorro atigrado. La gata levantó la cabeza cuando el macho se acercó para dejar a la cría en el suelo delicadamente. El segundo gatito entró en la maternidad tambaleándose e intentó abrirse paso hasta el nido.
—¿Corazón de Roble? —maulló la gata—. ¿Qué traes?
—Cachorros, Tabora —respondió el macho—. ¿Te ocuparás de ellos? Necesitan una madre que los cuide.
—Pero… —Los ojos ámbar de Tabora reflejaron su conmoción—. ¿De quién son? No pertenecen al Clan del Río. ¿De dónde los has sacado?
—Los he encontrado en el bosque. —Habló sin mirarla a los ojos—. Tienen suerte de que no los haya encontrado primero un zorro.
—¿En el bosque? —repitió Tabora, con voz ronca de incredulidad—. Corazón de Roble, no me hables como si tuviera el cerebro de un ratón. ¿Qué gata abandonaría a sus crías en el bosque, sobre todo con un tiempo como éste?
El gran felino se encogió de hombros.
—Tal vez lo hayan hecho gatos solitarios, o Dos Patas. ¿Cómo voy a saberlo? No podía dejarlos allí, ¿no crees? —Olfateó al cachorro más pequeño, que yacía inmóvil excepto por el ritmo de su respiración—. Tabora, por favor… Tus demás hijos han muerto, y éstos morirán también si no los ayudas.
Los ojos de la gata se empañaron de dolor. Miró a las dos crías. Sus boquitas sonrosadas se abrían en penosos maullidos.
—Tengo mucha leche —murmuró al fin, en parte para sí misma—. Me ocuparé de ellos.
Corazón de Roble soltó un suspiro de alivio. Agarró primero a un cachorro y luego al otro para depositarlos junto a Tabora. Ella los atrajo dulcemente a la curva de su vientre, junto a su propio hijo, donde empezaron a mamar ansiosamente.
—Sigo sin entenderlo —maulló la gata cuando los pequeños estuvieron bien acomodados—. ¿Por qué dejarían a dos cachorros solos en el bosque en medio de la estación sin hojas? Su madre debe de estar loca de inquietud.
El gato marrón rojizo toqueteó un trozo de musgo con una de sus enormes zarpas delanteras.
—No los he robado, si es lo que estás pensando.
Tabora lo miró entornando los ojos.
—No, no creo que lo hayas hecho —repuso al fin—. Pero no me estás contando toda la verdad, ¿me equivoco?
—Te he contado todo lo que necesitas saber.
—¡No es cierto! —Los ojos de Tabora llamearon—. ¿Qué pasa con su madre? Yo sé lo que es perder hijos. No le desearía esa clase de dolor a ninguna gata.
Corazón de Roble levantó la cabeza y la fulminó con la mirada, con un quedo gruñido desde lo más profundo de la garganta.
—Probablemente su madre sea una gata desarraigada. No es cuestión de salir a buscarla con este tiempo.
—Pero, Corazón de Roble…
—¡Tú ocúpate de los pequeños, por favor! —Se puso en pie y dio media vuelta bruscamente para salir de la maternidad—. Te traeré algo de carne fresca —dijo por encima del hombro antes de marcharse.
Una vez a solas, Tabora se inclinó sobre los cachorros y empezó a lamerlos para que entraran en calor. La nieve derretida se había llevado casi todo su olor, pero aun así todavía pudo distinguir los aromas del bosque, de hojas secas y tierra congelada. Y debajo de todo aquello había algo todavía más tenue…
Tabora dejó de lamer. ¿De verdad había percibido eso o se estaba imaginando cosas? Volvió a bajar la cabeza y abrió la boca para aspirar los olores de los cachorros.
Se le dilataron los ojos y se quedó mirando sin ver las oscuras sombras que bordeaban la maternidad. No se había equivocado. El pelo de aquellos dos gatitos sin madre —cuyo origen Corazón de Roble se negaba a explicar— ¡tenía el inconfundible olor de un clan enemigo!