En el extremo superior izquierdo de la pantalla de Phate había una pequeña ventana que decía:
Trapdoor – Modo Caza de Objetivo: JamieTT@hol.com.
On–line: Sí.
Sistema operativo: MS–DOS/Windows.
Software antivírus: Desconectado.
Phate podía ver en su pantalla exactamente lo mismo que Jamie veía en su monitor, a algunos kilómetros de distancia, en la Academia St. Francis. En ese instante lo que ambos tenían enfrente era el menú de un programa para averiguar contraseñas. Jamie era el autor de ese programa. A Phate le impresionó gratamente.
Phate se sentía intrigado por este personaje en particular de su juego desde la primera vez que entró en la máquina del chico, un mes atrás.
Phate había invertido mucho tiempo en ojear los ficheros de Jamie y había aprendido tantas cosas sobre él como lo hiciera anteriormente de Lara Gibson.
Por ejemplo:
Jamie Turner odiaba los deportes y la historia, y sobresalía en matemáticas y ciencias, aunque sus profesores no tenían suficiente habilidad para estimularlo.
Era un lector compulsivo. El chaval era un MUDhead (pasaba muchas horas en los chats del Dominio de Multiusuarios), que sobresalía jugando a juegos de rol y creando y salvaguardando las sociedades de fantasía que tan famosas son en la esfera de los MUD. Jamie también era un programador excelente: y además autodidacta. Había diseñado su propia página web, ganadora de un segundo premio de la Revista de Websites Online. Y había concebido una idea para un nuevo juego que Phate creía interesante y que tenía un claro potencial comercial.
Jamie se había acercado a unos almacenes de Radio Shack cercanos a su colegio y, desde allí, usando los ordenadores, teléfonos y módems en exposición, se había conectado a la red y pirateado la página oficial del Gobierno del Estado de California, donde insertó una versión en dibujos animados del oso del escudo californiano que recorría la página, y que de vez en cuando dejaba excrementos por aquí y por allá. (Y había ocultado su rastro tan bien que los ciberpolicías seguían sin tener ni idea de quién podía haber hecho tal cosa).
El mayor miedo del muchacho era perder la visión: había encargado unas gafas especiales con cristales antirotura a un optómetra on-line.
El único miembro de su familia con quien se comunicaba habitualmente a base de correos electrónicos era su hermano Mark. Sus padres eran ricos y andaban ocupados y no respondían sino a uno de cada seis o siete correos que su hijo les enviaba.
Phate había llegado a la conclusión de que Jamie Turner era brillante, imaginativo, elástico y vulnerable.
Y de que era el tipo de hacker que un día se convertiría en una amenaza para él.
Phate, como muchos otros grandes wizards electrónicos, poseía una faceta mística. Era como esos físicos que ponen la mano en el fuego para defender la existencia de Dios o esos políticos que se entregan con devoción al misticismo masónico. Phate creía que las máquinas poseen un lado indescriptiblemente espiritual y que sólo aquellos cuya visión es limitada pueden negar semejante verdad.
Así que no resulta tan extraño que la personalidad de Phate fuera a un tiempo supersticiosa. Y una de las cosas que había llegado a creer, mientras se servía del Trapdoor para husmear en el ordenador de Jamie durante las semanas anteriores, era que el chico era una representación de su propia decadencia y declive. Ni la policía ni la gente de las corporaciones de seguridad lograrían ocasionarle la ruina. Pero podría suceder que un hacker imberbe como Jamie lo consiguiera.
Esa era la razón por la que debía conseguir que el joven Jamie T. Turner concluyera sus aventuras en el Mundo de la Máquina. Y Phate había planeado una manera de pararle los pies que era especialmente efectiva.
Ojeó más ficheros. Shawn se los había enviado vía e-mail, y le ofrecían información muy detallada sobre el colegio del chico, la Academia St. Francis.
El internado tenía un gran renombre en el aspecto académico pero, aún más importante, representaba un verdadero desafío táctico para un jugador como Phate. Si no existía cierta dificultad —y riesgo— a la hora de eliminar a los personajes de los juegos de Phate tampoco había ninguna razón para jugar. Y St. Francis presentaba ciertos obstáculos muy serios. La seguridad era abrumadora, pues en el colegio se había dado un caso de allanamiento años atrás, en el que un alumno resultó muerto y un profesor gravemente herido. El rector, Willem Boethe, había jurado que de ningún modo volvería a ocurrir algo así. Había renovado el colegio por completo para volver a ganarse la confianza de los padres, y lo había convertido en una fortificación. Los pasillos se cerraban con llave por la noche, los patios tenían dobles portones, y tanto las puertas como las ventanas contaban con alarmas. Y uno necesitaba saber unas claves para entrar o salir del muro que, coronado con alambradas, rodeaba el complejo.
En definitiva: colarse en ese colegio era el tipo de desafío que le gustaba a Phate. Significaba un paso adelante si lo comparábamos con lo de Lara Gibson: representaba pasar a un nivel superior, más difícil dentro del juego. Él podría…
Phate fijó la vista en la pantalla. No, otra vez no. El ordenador de Jamie (y, por lo tanto, el suyo también) se había vuelto a quedar colgado. Anteriormente había sucedido otra vez, diez minutos atrás. Ese era el único defecto de Trapdoor: en ocasiones tanto su ordenador como el invadido se paraban sin más. Y entonces ambos tenían que recargar (reiniciar) sus ordenadores para volver a conectarse a la red. Phate tenía que volver a cargar Trapdoor de nuevo.
Eso significaba un retraso de no más de un minuto de duración pero para Phate suponía un grave defecto. El software debía ser perfecto: tenía que ser elegante. Shawn y él habían estado tratando de arreglar ese fallo durante meses, pero aún no habían tenido suerte.
Un instante después, tanto su joven amigo como él habían vuelto a la red y Phate ojeaba de nuevo los archivos del ordenador del chico.
Una ventanita brilló en su monitor y Trapdoor le preguntó:
El objetivo acaba de recibir un mensaje instantáneo de MarkTheMan. ¿Quieres leerlo?
Ese debía de ser Mark, el hermano de Jamie Turner. Phate tecleó «sí» y siguió el diálogo de los hermanos desde su pantalla.
MarkTheMan: ¿Puedes hablar?
JamieTT: Tengo una cita fútil, digo con el fútbol.
MarkTheMan:LOL[1]. ¿Sigue en pie lo de esta noche?
JamieTT: Claro. ¡Santana es el amo!
MarkTheMan: Me muero de ganas. Te veo enfrente de la puerta norte a las 6.30. ¿Listo para el rock?
Phate pensó: «Como nunca, chaval».
* * *
Gillette se quedó quieto en la entrada, se sentía como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo.
Miró a su alrededor en la Unidad de Crímenes Computarizados de la Policía Estatal de California (la UCC, alojada en un edificio de una sola planta a varias millas de la Central de la Policía Estatal de San José).
—Es un corral de dinosaurios.
—Y todo nuestro —le contestó Andy Anderson. Pasó a explicar a Bishop y a Shelton, aunque parecía no interesarles a ninguno de los dos, que, en los primeros días de la informática, instalaban las antiguas supercomputadoras, como las que fabricaron IBM o Control Data Corporation, en salas especiales como esa, llamadas dinosaur pens, corrales de dinosaurios.
Estas salas tenían techos elevados, bajo los que corrían cables gigantes llamados boas, por su parecido con las serpientes (y porque en ocasiones se desenroscaban violentamente y herían a los técnicos). Docenas de conductos de aire acondicionado recorrían la sala en diagonal: el aire acondicionado era necesario para evitar que aquellos ordenadores gigantes se recalentaran y se quemaran.
La Unidad de Crímenes Computarizados estaba ubicada a las afueras de West San Carlos, en un distrito comercial de renta baja de San José, cerca de Santa Clara. Para llegar hasta allá uno debía pasar frente a un montón de concesionarios de coches («¡Cómodos plazos! ¡Se Haba Espanol!») [2] y sobre otro montón de vías de tren. El desatendido edificio de una sola planta necesitaba una mano de pintura y algunas reparaciones, y se diferenciaba mucho de, por poner algún ejemplo, las oficinas centrales de Apple Computer, que quedaban a kilómetro y medio de distancia y estaban enmarcadas en un edificio futurista y prístino decorado con un retrato de más de doce metros de alto de su cofundador, Steve Wozniak. La única escultura que se podía encontrar en la UCC era una máquina de Pepsi rota y oxidada, tirada cerca de la puerta principal.
Dentro del amplio edificio había docenas de pasillos oscuros y recintos de oficinas vacías. La policía sólo usaba una pequeña parte del espacio disponible: la zona central, donde habían acomodado una docena de cubículos modulares. Tenían ocho estaciones de trabajo de Sun Microsystem, algunos IBM y Apple y una docena de portátiles. Había cables por todas partes, pegados al suelo con cinta adhesiva o colgando por encima de las cabezas como las plantas trepadoras de la selva.
—Ahora te alquilan estos viejos depósitos de procesamiento de datos por dos duros —le explicó Anderson a Gillette. Se rió—: Por fin reconocen que la UCC es una parte legítima de la policía estatal y lo hacen dándonos cuevas que llevan veinte años sin ser utilizadas.
—Mire, un conmutador de fuga —Gillette señalaba un conmutador rojo de la pared. Una señal polvorienta indicaba «Usar sólo en caso de emergencia»—. Nunca había visto uno.
—¿Qué es eso? —preguntó Bob Shelton.
Anderson se lo explicó: los viejos depósitos podían alcanzar unas temperaturas tan altas que, si el aire acondicionado se paraba, los ordenadores se sobrecalentaban y prendían en cuestión de segundos. Y los gases que soltaban esos ordenadores, con tanta resina y plástico y goma como tenían en sus componentes, te mataban antes de que las llamas pudieran alcanzarte. Esa era la razón por la que todos los corrales de dinosaurios estuvieran equipados con conmutadores de fuga, cuyo nombre lo habían tomado prestado del conmutador de cierre de los reactores nucleares. Si se originaba un fuego, uno apretaba el conmutador de fuga que apagaba el ordenador, llamaba a los bomberos y echaba gas halón sobre la máquina para acabar con las llamas.
Andy Anderson presentó a Gillette, a Bishop y a Shelton al equipo de la UCC. La primera fue Linda Sánchez, una achaparrada latina de mediana edad que vestía un traje color café claro. Era la oficial encargada de DBB: detención, búsqueda y bitácora. Se encargaba de asegurar el ordenador del chico malo, comprobando que no tuviera explosivos escondidos; igualmente copiaba los ficheros y anotaba todo lo referente a hardware y software para convertirlo en pruebas judiciales. Además era experta a la hora de «excavar» en el disco duro: buscaba pruebas escondidas o destruidas (de hecho, también se conoce a los agentes de búsqueda y bitácora como los arqueólogos informáticos).
—¿Alguna novedad, Linda?
—Aún no, jefe. Esa hija mía es la muchacha más perezosa del mundo.
—Linda está a punto de convertirse en abuela —le comentó Anderson a Gillette.
—Lleva un retraso de casi tres semanas. Nos está volviendo locos a todos.
—Y este es mi segundo de a bordo, el sargento Stephen Miller.
Miller era mayor que Anderson, andaba cercano a los cincuenta. Gillette vio que tenía el cabello cano, espeso y pensó que lo llevaba un poco largo para lo que se estila en los policías. De hombros caídos como un oso, tenía el cuerpo en forma de pera. Parecía tranquilo. Gillette también estimó que, dada su edad, habría pertenecido a la segunda generación de programadores informáticos: aquellos hombres y mujeres que innovaron el mundo de los ordenadores a principios de la década de los setenta.
El tercero era Tony Mott, un tipo risueño de treinta años con el pelo largo y liso y unas gafas de sol Oakley que se suspendían de su cuello por medio de un cordón verde fosforito. Tenía el cubículo lleno de fotos en las que aparecía haciendo bici de montaña y practicando el snowboarding en compañía de una belleza asiática. Había un casco sobre su mesa y unas botas de esquí en un rincón. Era un representante de la última generación de hackers: tipos atléticos y amantes del riesgo, ya se tratara de lidiar con el software desde un teclado o de competiciones de skateboard extremo. Gillette también cayó en la cuenta de que Mott era el que llevaba la pistola más grande de todo el departamento: una automática plateada y reluciente.
La Unidad de Crímenes Computarizados contaba también con una recepcionista, pero la mujer estaba enferma. La UCC se encontraba en un nivel del escalafón muy bajo dentro de la jerarquía de la policía del Estado (sus colegas de los otros departamentos los llamaban los «polis geeks») y los de la Central no se mataban por enviarles reemplazos temporales. Por esa razón, los miembros de la unidad se veían forzados a anotar mensajes telefónicos, repartirse el correo y ocuparse de los archivos durante unos días. Todo esto, como es comprensible, no le hacía mucha ilusión a ninguno de ellos.
Los ojos de Gillette toparon con unas pizarras blancas que supuestamente se usaban para ir tomando notas de las distintas pruebas. En una de ellas habían pegado una foto. No llegaba a ver con claridad qué representaba y se acercó. Acto seguido se quedó boquiabierto y paró en seco, afectado. En la foto aparecía una joven vestida con una falda roja y naranja aunque con el torso desnudo, pálida y llena de sangre, que yacía sobre una parcela de césped. Gillette se sobrecogió.
Había jugado a un montón de juegos (Mortal Combat, Doom o Tomb Raider) pero, por muy macabros que resultaran, no eran nada comparados con la violencia terrible y congelada que se había llevado a cabo contra aquella víctima real.
Anderson consultó el reloj de pared, que no era digital, como hubiera resultado apropiado en un centro informático, sino un modelo analógico viejo y polvoriento con una manecilla grande y otra pequeña. Eran las diez en punto de la mañana.
—Contamos con dos aproximaciones compatibles para este caso —dijo el policía—. Los detectives Shelton y Bishop se encargarán de la investigación rutinaria del homicidio. La UCC manipulará las pruebas informáticas, con la ayuda de Wyatt —echó una ojeada al fax que había sobre la mesa y añadió—: También esperamos a una consultora de Seattle, una experta en Internet y sistemas on-line. Llegará de un momento a otro.
—¿Es policía? —preguntó Shelton.
—No, civil —contestó Anderson—. Pero la hemos investigado. Y también hemos comprobado todas sus credenciales.
—Acudimos a la gente de empresas de seguridad de continuo —añadió Miller—. La tecnología cambia tan deprisa que no podemos estar al día con todos los nuevos desarrollos; los malos siempre nos sacan una cabeza. Así que procuramos usar consejeros técnicos externos siempre que podemos.
—Y suelen estar siempre ahí, haciendo cola —agregó Tony Mott—. Queda muy aparente eso de escribir en el curriculum que uno ha cazado a un hacker.
—¿Dónde está el ordenador de la señorita Gibson? —preguntó Anderson a Sánchez.
—En el laboratorio de análisis, jefe —dijo la mujer mirando hacia uno de los pasillos oscuros que se diseminaban desde la sala central—. Hay un par de técnicos de Escena del Crimen que están buscando huellas: por si el asesino entró en casa de la víctima y lo tocó. Estará listo en diez minutos.
Mott alcanzó un sobre a Bishop:
—Esto te ha llegado hace diez minutos. Es un informe preliminar de la escena del crimen.
Bishop se peinó el pelo hirsuto con el dorso de los dedos. Gillette podía ver las marcas del peine que se distinguían claramente en los mechones férreamente pegados con fijador. El policía le echó una ojeada al informe pero no dijo nada. Le dio a Shelton el grueso fajo de papeles, se metió la camisa por el pantalón una vez más y se apoyó contra la pared.
El poli regordete abrió el informe, se tomó un instante para leerlo y luego levantó la vista:
—Los testigos afirman que el chico malo era un varón blanco de estatura y complexión medias, y que vestía pantalones blancos, camisa azul claro y corbata con un motivo de dibujos animados. Entre veintimuchos y treinta y pocos. El camarero afirma que tenía la misma pinta que todos los cerebrines que van a su bar —el policía se acercó a la pizarra blanca y comenzó a escribir todas esas pistas. Prosiguió—: La acreditación que llevaba colgada al cuello decía Centro de Investigación Xerox Palo Alto, pero estamos seguros de que es falsa. Llevaba perilla. Pelo rubio. En la víctima se encontraron fibras de dril de algodón azul que no corresponden ni a la ropa que llevaba puesta ni a la que tenía en su armario. Quizá provengan del chico malo. El arma del crimen fue un cuchillo militar Ka-bar con filo superior de sierra.
—¿Cómo sabe eso? —le preguntó Tony Mott.
—Las heridas equivalen a las producidas por ese tipo de arma y el laboratorio ha encontrado óxido en ellas. Los Ka-bar están hechos de hierro y no de acero inoxidable —Shelton volvió al informe—. Asesinó a la víctima en cualquier lado y luego la arrojó en la autopista. Nadie de quienes se encontraban cerca vio nada —una mirada amarga a los presentes—. Como si vieran algo alguna vez…Estamos tratando de localizar el coche del asesino: salieron del bar juntos y se les vio dirigiéndose hacia el aparcamiento pero nadie echó un vistazo a las ruedas. En el lugar del crimen ha habido más suerte: tenemos la botella de cerveza. El camarero recordó que Holloway había puesto alrededor una servilleta pero hemos probado tanto con la botella como con la servilleta y no hemos encontrado nada. El laboratorio ha descubierto un tipo de adhesivo en la boca de la botella pero desconocen cuál es, sólo que no es tóxico. Eso es todo lo que saben. No concuerda con nada que tengamos en la base de datos del laboratorio.
Por fin habló Bishop:
—Una tienda de disfraces.
—¿Disfraces? —dijo Anderson.
—Quizá necesitaba una ayudita para tener el aspecto de ese Will Randolph al que suplantaba —dijo el detective—. Quizá era goma para pegarse en la cara un bigote o una barba.
Gillette estaba de acuerdo:
—Todo manipulador de ingeniería social que se precie se viste para el engaño. Tengo amigos que se han cosido ellos mismos uniformes de guardalíneas de Pac Bell.
—Eso es bueno —le dijo Tony Mott a Bishop, como si estuviera almacenando toda esta información en un curso mental de educación continuada.
Anderson asintió ante el consenso provocado por esta sugerencia. Shelton llamó a la Central de Homicidios de San José y lo preparó todo para que unos agentes comprobaran si las muestras de adhesivo eran o no de goma teatral.
Frank Bishop se quitó la chaqueta de su traje barato y la colocó con cuidado en el respaldo de una silla. Miró fijamente la foto y la pizarra blanca, con los brazos cruzados. La camisa volvía a escapársele del pantalón. Vestía botas con puntera. Cuando Gillette estaba en la universidad, algunos amigos de Berkeley alquilaron una película obscena para una fiesta: una cinta de machos de la década de los años cuarenta o cincuenta. Uno de los actores vestía exactamente igual que Bishop.
Bishop arrebató el informe de las manos de Shelton y le echó una ojeada. Luego alzó la vista:
—El camarero comentó que la víctima había tomado un martini y el asesino una cerveza light. Pagó el asesino. Si pudiéramos localizar la factura podríamos encontrar alguna huella.
—¿Y cómo va a hacer eso? —era el corpulento Stephen Miller quien hacía la pregunta—. Lo más seguro es que el camarero las tirase al cerrar el bar anoche.
Bishop miró a Gillette:
—Pondremos a unos cuantos agentes a hacer lo que él sugirió: husmear basuras —y le dijo a Shelton—: Diles que busquen una nota de un martini y una cerveza light en los cubos de basura del bar, con la hora fechada alrededor de las siete y media.
—Eso les llevará años —dijo Miller.
Bishop ya había cumplido con su parte y quedó en silencio, sin prestar atención al policía de la UCC. Shelton llamó a los agentes de la Central para que se pusieran manos a la obra.
Entonces Gillette se dio cuenta de que nadie quería tenerlo cerca. Vio que todo el mundo llevaba la ropa limpia, el pelo oliendo a champú y las uñas libres de mugre.
—Oiga, ya que contamos con unos minutos antes de que el ordenador esté listo —le dijo a Anderson—, me pregunto si no habrá una ducha por aquí…
Anderson se tocó el lóbulo que mostraba el estigma de una vida anterior y se echó a reír:
—No sabía cómo traerlo a colación —le dijo a Mott—: Llévalo al vestuario de empleados. Pero quédate cerca: recuerda que es un recluso.
El joven policía asintió y condujo a Gillette por el pasillo. No paró de comentar las ventajas del sistema operativo Linux, una variante del Unix clásico, que mucha gente empezaba a utilizar en vez de Windows. Conversaba con entusiasmo y sabía de lo que hablaba. Hizo algunas bromas sobre los hackers que habían detenido y escuchó con atención los comentarios de Gillette. No obstante, el joven policía conservaba la mano muy cerca de su enorme pistola en todo momento.
Mott le explicó que la «Patrulla geek» necesitaba al menos otra media docena de policías a tiempo completo, pero no había presupuesto. No podían dar abasto con todos los casos que se les presentaban (desde hackers hasta acosadores cibernéticos, pasando por pornografía infantil y pirateo de software) y el volumen de trabajo aumentaba mes a mes.
—¿Por qué entraste en el cuerpo? —le preguntó Gillette—. ¿En la UCC?
—Creía que iba a ser apasionante. Me gustan las máquinas y supongo que se me dan bien pero andar revisando códigos en un caso de violación de copyright no es tan excitante como esperaba. No es como bajar las pistas de esquí de Vail. Creo que soy un adicto a la velocidad.
—¿Y qué pasa con Linda? —dijo Gillette—: ¿Es también ella una geek?
—No. Es lista pero no lleva las máquinas en la sangre. Fue pandillera en Lechugalandia, ya sabes, Salinas. Luego se metió en Trabajo Social y se inscribió en la academia. Hace unos años le pegaron un tiro a su compañero en Monterrey, lo dejaron malherido. Linda tiene una familia de la que ocuparse (la hija embarazada y otra que está en el instituto) y su marido nunca para en casa. Es agente de inmigración. Así que decidió moverse al lado más tranquilo del oficio.
—Justo lo contrario que tú.
—Eso parece —dijo Mott, riendo.
Mientras Gillette se secaba tras la ducha, Mott puso unas cuantas de sus prendas de deporte sobre una banca. Una camiseta, unos pantalones de chándal negros y un impermeable. Mott era más bajo que Gillette pero más o menos tenían la misma talla.
—Gracias —dijo Gillette, poniéndose la ropa. Se sentía de maravilla después de haber borrado de su cuerpo delgado un tipo particular de mugre: el residuo de la cárcel.
Cuando volvían a la sala principal, pasaron por una pequeña cocina. Tenía una cafetera, una nevera y una mesa sobre la que había un plato de donuts. Gillette se paró y miró los dulces: se sentía hambriento. Vio que también había un armario.
—Supongo que no tendréis Pop-Tarts por aquí, ¿no?
—¿Pop-Tarts? No, pero come un donut.
Gillette se acercó a la mesa y se sirvió café. Luego tomó un donut de chocolate.
—No, uno de esos no —dijo Mott. Se lo arrebató a Gillette de la mano y lo tiró al suelo. Botó como si fuera una pelota.
Gillette se quedó perplejo.
—Los ha traído Linda. Es una broma —cuando Gillette se le quedó mirando, añadió—: ¿Es que no lo pillas?
—¿Qué es lo que no pillo?
—¿Qué día es hoy?
—No tengo ni idea.
—Es April’s Fool, el 1 de abril: nuestro Día de los Inocentes —apuntó Mott—. Son donuts de plástico. Linda y yo los hemos puesto esta mañana aquí y estábamos esperando que Andy viniera a hincarles el diente, pero aún no lo ha hecho. Parece que está a dieta —abrió el armario y sacó una caja de donuts de verdad—. Toma.
Gillette lo comió en un abrir y cerrar de ojos.
—Vamos, toma otro —dijo Mott.
Le siguió otro, que tragó con enormes sorbos de café del tazón que se había servido. Era lo mejor que había probado en mucho tiempo.
Mott agarró un bote de zumo de zanahoria de la nevera y volvieron a la zona principal de la UCC.
Gillette echó una ojeada al corral de dinosaurios, a los cientos de boas desconectadas que dormían en las esquinas y a los conductos del aire acondicionado, con la mente revuelta. Pensaba en algo. Frunció el entrecejo.
—Uno de abril, ¿eh? ¿Así que el asesinato tuvo lugar el 31 de marzo?
—Así es —respondió Anderson—. ¿Es algo significativo?
—Lo más seguro es que sea una coincidencia —dijo Gillette, dubitativo.
—Desembucha.
—Bueno, es sólo que el 31 de marzo es un día señalado en la historia de la informática.
—¿Por qué? —preguntó Bishop.
Una voz grave de mujer habló desde el pasillo:
—¿No es la fecha de la aparición del primer Univac?