Frank Bishop caminaba alrededor de Shawn.
El armazón era de algo más de un metro cuadrado y estaba formado por gruesas planchas de metal. En la parte trasera tenía unas aberturas de ventilación que expulsaban bocanadas de aire caliente, fumaradas tan visibles como el vaho en un día de invierno. El panel frontal no consistía en otra cosa que en tres luces verdes, indicadores que de vez en cuando se apagaban para mostrar que Shawn trabajaba a destajo para llevar a cabo las instrucciones póstumas de Phate.
El detective había tratado de llamar a Gillette pero la línea no funcionaba. Tenía el horrible presentimiento de que el FBI podía haber empezado el asalto antes, aunque sabía que el procedimiento de los SWAT implicaba silenciar todos los teléfonos donde se localizaba el asalto antes de que entraran los agentes.
Llamó a Tony Mott a la UCC. Les habló a él y a Linda Sánchez sobre la máquina y les dijo que Gillette pensaba que había algo concreto que se podía hacer. Pero el hacker no había tenido tiempo suficiente para decírselo. «¿Alguna idea?».
Lo discutieron. Bishop pensaba que podía tratar de apagar la máquina para suspender la transmisión del código de confirmación desde Shawn hasta Little. Por el contrario, Tony Mott pensaba que en ese caso habría una segunda máquina en algún otro lugar que no sólo enviaría el código de confirmación sino que, habiendo conocido que Shawn había sido apagado, podría estar programada para hacer aún más daño: y causar algo así como una congestión en el ordenador de algún controlador aéreo. Pensaba que era mejor tratar de infiltrarse en Shawn y tomar su directorio raíz.
Bishop no estaba en contra de la tesis de Mott, pero le explicó que allí no había ningún teclado. Y que, además, no tenían más que unos pocos minutos y no había tiempo para descifrar contraseñas y tratar de hacerse con el control de la máquina.
—Voy a apagarla —dijo.
Pero el detective no podía hallar ninguna forma obvia de hacerlo. Mott le dijo que algunos ordenadores no tienen interruptores de encendido y apagado: y que se controlan exclusivamente por medio de software. Buscó un panel de acceso que le permitiera encontrar los cables de corriente bajo las gruesas planchas de madera del suelo, pero no encontró ninguno.
Miró el reloj.
Dos minutos para el asalto. No había tiempo para salir a buscar cajas de empalmes.
Y así, de igual manera a como había hecho seis meses atrás en un callejón de Oakland cuando Tremain Winters lo apuntara a él y a otros dos policías más con una Remington del doce, el detective sacó con calma su arma reglamentaria y disparó tres proyectiles al torso de su adversario.
Pero, al contrario de lo que sucedió con los disparos que acabaron con la vida del jefe de la banda, estas balas cubiertas de cobre se convirtieron en pequeños guisantes que rebotaron contra el suelo. La piel de Shawn no se resintió casi nada.
Bishop se acercó un poco más, se puso de tal manera que las balas no le rebotaran y vació el cargador frente a las tres luces de indicación. Una de las luces verdes se apagó pero no pareció que ese fusilamiento tuviera ningún efecto en la operación que Shawn llevaba a cabo. El vapor seguía saliendo de las aberturas de ventilación, en medio del frío reinante.
—Acabo de descargar un cargador en la máquina —gritó Bishop por el teléfono móvil—. ¿Sigue on-line?
Tuvo que incrustarse el teléfono en la oreja, pues los disparos lo habían dejado medio sordo, para oír al joven policía de la UCC, quien le comunicaba que Shawn seguía funcionando.
«Mierda…».
Cargó el arma y vació otro cargador por las aberturas de ventilación. Esta vez un rebote le alcanzó el dorso de la mano y le marcó un estigma astroso en la piel. Se limpió la sangre en los pantalones y se acercó el teléfono.
—Lo siento, Frank —repitió Mott, sin esperanzas—. Esa máquina sigue viva y coleando.
El policía miró la caja, lleno de frustración. Bueno, si a uno le da por jugar a ser Dios y crear una nueva vida, pensó, es lógico que trate de hacerla invulnerable.
Sesenta segundos.
Bishop estaba angustiado a más no poder. Pensó en Wyatt Gillette, alguien cuyo único crimen había sido andar tropezando un poco para escapar de una infancia vacía. La mayoría de los chavales que Bishop había atrapado (del East Bay, de Haight) eran asesinos sin remordimientos que al poco tiempo se paseaban libres. Y Wyatt Gillette no había hecho otra cosa que seguir el camino por el que Dios y su propia brillantez le habían guiado y, por culpa de esto, tanto él como la mujer que amaba y la familia de ella iban a sufrir terriblemente.
No quedaba tiempo. Shawn mandaría la señal de confirmación en cualquier momento.
¿Podía hacer algo para frenar a Shawn?
¿Podría tratar de prenderle fuego?
Podía hacer un fuego cerca de la ventilación. Fue hasta el escritorio y removió todo en busca de un mechero y cigarrillos.
Nada.
Entonces algo se le pasó por la mente.
¿Qué?
No podía recordarlo con exactitud, parecía un recuerdo de hacía siglos: algo que Gillette había dicho cuando entró en la UCC por vez primera.
Había mencionado la palabra fuego.
Haz algo con eso…
Miró el reloj. Era la hora del asalto. Los dos ojos verdes que le quedaban a Shawn brillaban sin compasión.
Haz algo…
Fuego.
… con eso.
¡Sí! De pronto Bishop dio la espalda a Shawn y miró frenéticamente por la estancia. ¡Allí estaba! Corrió hacia una pequeña caja gris con un botón rojo en el centro: el conmutador de fuga del corral de dinosaurios.
Golpeó el botón con la palma de la mano.
En el techo comenzó a sonar una alarma atronadora y los vapores del halón empezaron a descender, con un siseo penetrante, desde las cañerías de arriba, y a aflorar desde debajo de la máquina, envolviendo a ambos (al humano y al que no lo era) en una fantasmal neblina blanca.
* * *
El agente de operaciones especiales Mark Little ojeaba la pantalla del ordenador de la furgoneta de control.
CÓDIGO ROJO: <Arce>
Este era el código de visto bueno para el asalto.
—Imprímelo —le dijo Little al agente técnico. Luego se volvió hacia George Steadman—: Confirma si «arce» nos da luz verde para el asalto con protocolo cuatro.
El agente consultó un librillo con el sello del Departamento de Justicia y la palabra «Confidencial» escrita en grandes letras de molde.
—Confirmado.
—Vamos a entrar —les radió Little a tres francotiradores que cubrían todas las puertas—. ¿Se divisa a algún objetivo a través de las ventanas?
Todos respondieron que no.
—Vale. Si alguno aparece armado por la puerta, lo tiráis al suelo. De un disparo en la cabeza, para no darles tiempo a que aprieten ningún botón detonador. Si no parecen armados, guiaos por vuestro propio juicio. Pero os recuerdo que el protocolo de asalto es de nivel cuatro. ¿Queda claro?
—Del todo —respondió uno de los francotiradores y todos los demás lo confirmaron.
Little y Steadman dejaron la furgoneta de control y corrieron hasta donde estaban apostados sus equipos en el atardecer nublado. Little se metió en un callejón con los ocho oficiales que comandaba: el equipo Alfa. Steadman iba con el suyo, el Bravo.
Little escuchó lo que le comunicaba el equipo de Búsqueda y Vigilancia:
—Jefe del equipo Alfa, los infrarrojos muestran calor humano en el salón y en la sala. También en la cocina, pero puede ser el horno.
—Roger —entonces Little anunció por su radio—. Yo iré con Alfa y cubriremos la parte derecha de la casa. Vamos a echar unas cuantas granadas detonadoras: tres en la sala, tres en el salón y tres en la cocina, con intervalos de cinco segundos. Al tercer estallido Bravo entra por delante y Charlie por detrás. Cubriremos zonas de fuego cruzado desde las ventanas laterales.
Steadman y el jefe del tercer equipo confirmaron sus instrucciones.
Little se puso los guantes, el gorro y el casco, pensando en el montón de armas automáticas, granadas de mano y chalecos antibalas que había sido robado.
—Vale —dijo—. El equipo Alfa delante. Vamos poco a poco. Cubríos todo lo que podáis. Y estad a punto para encender las velitas.