Gillette y Bishop estaban de vuelta en la Unidad de Crímenes Computarizados.
Bishop había salido de la unidad de cuidados de urgencia. Una contusión, un dolor de cabeza atroz y ocho puntos era todo lo que le quedaba de su ordalía: además de una nueva camisa que reemplazaba a la anterior manchada de sangre. (Esta le quedaba mejor que su predecesora, aunque también fuera reacia a mantenerse dentro de los pantalones).
Eran las seis y media de la tarde y los de Obras Públicas habían conseguido recargar el software que controlaba los semáforos. Ahora estos funcionaban bien y gran parte de las retenciones del condado de Santa Clara se había terminado. En una batida por el edificio de Productos Informáticos San José se encontró una bomba de gasolina e información sobre el sistema de la alarma de incendios de la Universidad del Norte de California. Conocedor de las tácticas MUD de Phate, Bishop tenía miedo de que hubiera colocado un segundo artefacto en el campus. Pero la revisión exhaustiva de dormitorios de alumnos y de las dependencias universitarias no halló nada.
Nadie se sorprendió cuando Horizon On-Line declaró no saber quién era Patricia Nolan. Los ejecutivos de la empresa y su jefe de seguridad en Seattle negaron haber contactado con el centro de operaciones de la policía estatal después del asesinato de Lara Gibson (no sabían que fuera subscriptora de HOL) y nadie le había enviado a Andy Anderson correos electrónicos ni faxes que contuvieran credenciales. El número de Horizon On-Line al que había llamado Anderson para verificar el cargo de Nolan estaba en activo, pero un examen del conmutador de la compañía telefónica local en Seattle había demostrado que las llamadas eran transferidas a un móvil de Mobile America sin números asignados y que ya no estaba en funcionamiento.
La gente de seguridad de Horizon tampoco conocía a nadie que cuadrara con su descripción física. La dirección que ella había escrito para registrarse en su hotel era falsa, así como lo era la tarjeta de crédito que había usado para abonar los gastos. Todas las llamadas que había hecho desde el hotel eran al mismo número de Mobile America.
Por supuesto, nadie en la UCC creyó lo afirmado por Horizon. Pero tratar de demostrar una conexión entre HOL y Patricia Nolan iba a resultar muy difícil: por lo menos tanto como localizarla a ella. De la cinta de seguridad de la UCC se sacó una foto de la mujer que fue enviada a las centrales de las policías estatales y a los federales, para que la colgaran en el VICAP. En cualquier caso, Bishop tuvo que incluir una nota de retractación pues, a pesar de que ella había pasado varios días dentro de las instalaciones de la policía, no sólo no tenían ninguna muestra de sus huellas dactilares sino que se sospechaba que su aspecto físico podía diferir considerablemente del que mostraban las cámaras de seguridad de la UCC.
Al menos se había descubierto el paradero del otro conspirador. El cadáver de Shawn (Stephen Miller) fue localizado en el bosque que había detrás de su casa: se había disparado con su propia arma reglamentaria cuando supo que se tenía conocimiento de que él era en realidad Shawn. Su arrepentida nota de suicidio había sido, cómo no, en forma de correo electrónico.
Los agentes de la UCC Linda Sánchez y Tony Mott estaban tratando de descubrir las ramificaciones de la traición de Miller. La policía estatal tendría que escribir un comunicado en el que se informara de que uno de sus oficiales había sido cómplice en el caso del hacker asesino de Silicon Valley y los de asuntos internos querían conocer hasta dónde llegaban los daños causados por Miller y cómo y por cuánto tiempo este había sido el compañero y el amante de Phate.
El agente Backle, del Departamento de Defensa, aún quería procesar a Gillette por una larga lista de delitos que incluían el programa de codificación Standard 12, y ahora también deseaba arrestar a Bishop por permitir la excarcelación de un prisionero federal.
Haciendo una referencia a los cargos por el pirateo del Standard 12, Bishop le explicó a su capitán lo siguiente:
—Señor, está claro que, o bien Gillette tomó el directorio raíz de uno de los sitios FTP de Holloway, o bien descargó una copia del programa o bien usó telnet directamente para meterse en la máquina de Holloway y consiguió allí la copia.
—¿Qué demonios significa todo eso? —protestó el policía con el pelo cano y rapado.
—Perdone, señor —se excusó Bishop por el vocabulario técnico—. Lo que quiero decir es que creo que fue Holloway quien pirateó el DdD y quien escribió el programa. Y Gillette se lo robó e hizo uso de él porque nosotros se lo pedimos.
—Así que crees que…Bueno, lo cierto es que no entiendo nada de toda esta basura sobre ordenadores que nos rodea —murmuró el hombre. Pero llamó al fiscal general, quien estuvo de acuerdo en repasar todas las pruebas que la UCC pudiera enviarle en defensa de la tesis de Bishop antes de imputar cargos tanto a Gillette como a Bishop (pues los «valores» de ambos se cotizaban muy bien en ese momento por haber sido capaces de atrapar al «Kracker de Silicon Valley», tal como denominaba a Phate una televisión local). De mala gana, Backle tuvo que volverse a su oficina en el presidio de San Francisco.
En esos momentos, a pesar de las heridas y del cansancio, la atención de los defensores de la ley dejó de lado a Phate y a Stephen Miller y se volcó en el caso MARINKILL. Varios informes rezaban que se había vuelto a ver a los asesinos (esta vez muy cerca, en San José) y que estos estaban rondando varias sucursales bancarias. Bishop y Shelton fueron asignados al equipo formado por un conjunto de miembros de la policía estatal y del FBI. Pasarían unas horas con sus respectivas familias y luego tendrían que presentarse en las oficinas del FBI en San Francisco.
Bob Shelton se había ido a casa (la única despedida que le brindó al hacker fue una mirada críptica cuyo significado fue enteramente inaccesible para Gillette). En cambio, Bishop había aplazado su vuelta a casa y se encontraba compartiendo Pop-Tarts y café con Gillette mientras esperaban la llegada de los patrulleros que devolverían al hacker a San Ho. Sonó el teléfono. Contestó Bishop. «Es para ti».
—¿Diga?
—Wyatt.
La voz de Elana le era tan familiar que él podía casi escucharla bajo su forma de teclear compulsiva. El timbre de esa voz revelaba todo el espectro de su alma (todos los canales) y con una sola palabra él ya sabía si ella estaba juguetona, enfadada, asustada, sentimental, apasionada…
Hoy, por ese mismo tono de su voz, él supo que ella llamaba de mala gana, que tenía las defensas tan altas como las corazas protectoras de las naves espaciales en las películas que habían visto juntos.
Pero, por otra parte, lo había llamado.
—He oído que ha muerto —dijo ella—. Jon Holloway. Lo escuché en las noticias.
—Así es.
—¿Estás bien?
—Sí.
Una larga pausa. Como si ella estuviera buscando algo que acabara con el silencio, añadió:
—En cualquier caso me voy a Nueva York. Salgo mañana.
—Con Ed.
—Sí.
Él cerró los ojos y suspiró. Y luego, con un hilo de voz, preguntó:
—Entonces, ¿por qué has llamado?
—Supongo que para decirte que si te quieres pasar por aquí un rato, puedes hacerlo.
Pensó: «¿Para qué molestarse? ¿De qué serviría?».
—Voy para allá —respondió él.
Colgaron. Él se volvió hacia Bishop, quien lo miraba.
—Una hora —dijo Gillette.
—No te puedo llevar —señaló el detective.
—Déjame tomar prestado un coche.
El detective se lo pensó, miraba a todos los lados, pensando dentro del corral de dinosaurios.
—¿Hay algún coche de la Unidad que pueda utilizar? —preguntó a Linda Sánchez.
—Estas no son las normas, jefe —dijo él, y le dio unas llaves de mala gana.
—Me responsabilizo de todo.
Bishop lanzó las llaves a Gillette y sacó el móvil para llamar a los patrulleros que tenían que llevarlo a San Ho. Les dio la dirección de Elana y dijo que daba el visto bueno a la presencia de Gillette allí. El recluso volvería a la UCC en una hora. Colgó.
—Volveré.
—Sé que lo harás.
Los hombres se miraron. Se dieron un apretón de manos. Gillette asintió y fue hacia la salida.
—Espera —dijo Bishop, frunciendo el ceño—. ¿Tienes permiso de conducir?
Gillette se rió.
—No, no tengo permiso de conducir.
—Bueno, pues procura que no te paren —replicó Bishop encogiéndose de hombros.
El hacker asintió y comentó con gravedad:
—Claro. Me podrían mandar a la cárcel.
* * *
La casa olía a limones, siempre lo había hecho.
Esto se debía a las duchas artes culinarias de la madre de Ellie, Irene Papandolos. No era la típica matrona griega callada, recelosa y vestida de negro: no, era una hábil mujer de negocios que tenía dos restaurantes de mucho éxito y una empresa de catering y que, para colmo, todos los días sacaba tiempo para cocinar de la nada cada comida de su familia. Era la hora de la cena y ella llevaba un delantal plastificado sobre el traje de color rosa.
Saludó a Gillette con un gesto frío, sin sonreír, y le indicó que pasara al estudio.
Gillette se sentó en un sofá, bajo una foto del puerto del Pireo. Siendo como es la familia algo muy importante en las casas griegas, había dos mesas llenas de fotografías con gran diversidad de marcos: algunos muy baratos y otros de pesado oro o de plata. Vio una foto de Elana vestida de novia. La instantánea no le sonaba, y se preguntó si en un principio los habría albergado a los dos y luego a él lo habían quitado de en medio.
Elana entró en la habitación.
—¿Has venido solo? —le preguntó, sin sonreír. Sin ningún otro tipo de saludo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sin niñeras policiales?
—Sistema de honor.
—He visto pasar un par de coches patrulla. Me preguntaba si estaban contigo —ella señaló fuera.
—No —respondió Gillette, aunque supuso que los patrulleros lo estarían vigilando.
Ella vestía vaqueros y una camiseta de Stanford.
—No tengo mucho tiempo.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana por la mañana —respondió ella.
—No te diré adiós —dijo él. Ella frunció el ceño y él prosiguió—: Porque quiero convencerte de que no te vayas. No quiero dejar de verte.
—¿De verme? Gillette: estás en la cárcel.
—Pero salgo en un año.
A ella su descaro le hizo reír.
—Quiero intentarlo de nuevo —confesó él.
—Quieres intentarlo de nuevo, ¿eh? ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?
—Creo que sé cómo convencerte. Le he estado dando muchas vueltas. Puedo hacer que me ames de nuevo. No te quiero fuera de mi vida.
—Elegiste a las máquinas en vez de elegirme a mí. Tienes lo que querías.
—Pero eso ya ha pasado.
—Ahora mi vida es distinta. Soy feliz.
—¿Lo eres?
—Sí —dijo Elana con convicción.
—Por Ed.
—En parte…Venga, Wyatt, ¿qué puedes ofrecerme? Eres un convicto. Y un adicto a esas malditas máquinas. No tienes trabajo y el juez dijo que al salir tendrías que esperar un año para conectarte a la red.
—¿Y Ed tiene un buen trabajo? Es eso, ¿no? No sabía que contar con un buen sueldo fuera una de tus preferencias.
—No es una cuestión de manutención, Gillette, sino de responsabilidad. Y tú no eres responsable.
—Yo no era responsable. Lo admito. Pero lo seré —intentó asir su mano pero ella la retiró. Él dijo—: Venga, Ellie, vi tus e-mails. Cuando hablas de Ed no parece que ese sea el marido perfecto.
Ella se puso rígida y él percibió que acababa de tocar un punto sensible.
—Deja fuera a Ed. Estoy hablando de ti y de mí.
—Y yo también. De eso es de lo que hablo. Te quiero. Sé que hice de tu vida un infierno. No volverá a suceder. Tú querías hijos, una vida normal. Saldré de la cárcel. Conseguiré un trabajo. Tendremos una familia.
Otra expresión de incredulidad.
—¿Por qué te tienes que ir mañana? —volvió él a la carga—. ¿A qué tanta prisa?
—Empiezo en mi nuevo trabajo el próximo lunes.
—¿Por qué a Nueva York?
—Porque es el punto más alejado de donde estás.
—Espera un mes. Sólo un mes. Tengo derecho a dos visitas a la semana. Ven a verme —sonrió—. Podemos pasar el rato. Podemos comer pizza.
Ella miraba al suelo y él se dio cuenta de que se lo estaba pensando.
—¿Me cortó tu madre de esa foto? —dijo, señalando la foto en la que estaba vestida de novia.
—No —dijo ella con una sonrisa apagada—. Esta es la que sacó Alexis, la del césped. Estaba sólo yo. Es esa en la que no se me pueden ver los pies.
Él se rió.
—¿Cuántas novias pierden los zapatos en su boda?
—Siempre nos hemos preguntado qué pasaría con ellos —dijo ella, asintiendo.
—Ellie, por favor. Posponlo un mes. Es todo lo que te pido.
Ella miró más fotos. Iba a decir algo pero su madre apareció por la puerta de improviso. Su cara estaba aún más sombría si cabe.
—Tienes una llamada.
—¿Para mí? ¿Aquí?
—Es alguien llamado Bishop. Dice que es importante.
—Frank, ¿qué…
—Escúchame con calma, Gillette —dijo el detective con un tono de urgencia extrema—. Podemos perder la comunicación en cualquier momento. Shawn no ha muerto.
—¿Qué? Pero Miller…
—No, nos equivocamos. Miller no era Shawn. Es otra persona. Linda Sánchez encontró un mensaje de voz para mí en el contestador general de la UCC. Miller lo dejó antes de morir. ¿Recuerdas cuando Phate entró en la UCC y te atacó? Miller salía del centro médico. Estaba en el aparcamiento cuando vio que Phate salía corriendo del edificio y se metía al coche. Lo siguió.
—¿Por qué?
—Para atraparlo.
—¿Él solo? —preguntó Gillette.
—El mensaje decía que quería detener al asesino él solo. Decía que la había cagado tantas veces que deseaba probar que podía hacer las cosas bien.
—¿No se suicidó, entonces?
—No. Aún no le han practicado la autopsia pero el investigador de muertes violentas ha estado buscando huellas de pólvora en sus manos, y no había ni una sola. Si se hubiera suicidado de un disparo habría muchas. Seguro que Phate lo vio ir en su busca y lo mató. Y luego se hizo pasar por Miller y se metió en el Departamento de Estado. Pirateó la terminal de Miller en la UCC y colocó esos falsos correos electrónicos y sacó sus máquinas y sus discos fuera de su casa. Todo para que le perdiéramos la pista al verdadero Shawn.
—Bueno, ¿y quién es él?
—No tengo ni idea. Todo lo que sé es que tenemos un grave problema. Tony Mott está aquí. Shawn ha pirateado los ordenadores del sistema táctico del FBI en Washington y en San José y ha tomado el directorio raíz —Bishop continuó hablando en voz baja—: Quiero que me escuches con atención. Shawn ha creado órdenes de arresto y protocolos de confrontación en relación con los sospechosos del caso MARINKILL. Los tenemos enfrente, en la pantalla. Ahora está conectado con Mark Little, comandante de los equipos de operaciones especiales del FBI, y le está dando instrucciones.
—No entiendo —dijo Gillette.
—Las órdenes de arresto dicen que los sospechosos se encuentran en el 3245 de la avenida Ábrego en Sunnyvale.
—¡Es aquí! ¡Es la casa de Elana!
—Lo sé. Ha ordenado a los equipos de operaciones especiales que asalten la casa en veinte minutos.
—Dios mío, Frank…
¿A qué tendría acceso Phate, de estar en ISLEnet?
A todo. Tendría acceso a todo.